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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (39 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—No, señora.

—¡Indecencias, Derfel, indecencias! ¡Isis es la mujer escarlata! ¡La prostituta de Babilonia! Es la fe del diablo. Yacen juntos, el hombre y la mujer. —Se estremeció ante tan espantoso pensamiento—. ¡Indecencias!

—No se permite la entrada a los hombres en su templo, señora —argüí en defensa de Ginebra—, como tampoco en la casa de vuestras mujeres.

—Conque no ¿eh? —graznó Morgana—. Entran por la noche, insensato, y adoran a su sucia socia desnudos. Hombres y mujeres juntos, sudando como cerdos. ¿Crees que no lo sé, yo, que fui tan gran pecadora? Crees saber más que yo de religiones paganas? Te lo aseguro, Derfel, se revuelcan juntos en su propio sudor, el hombre desnudo y la mujer desnuda. Isis y Osiris, mujer y hombre, y la mujer da vida al hombre, ¿en qué te crees que consiste tal cosa, insensato? Consiste en el sucio acto de la fornicación, ¡eso es! —Mojó los dedos en el cuenco de agua otra vez y se santiguó nuevamente; una gota de agua bendita quedó en su máscara de oro—. ¡Eres un crédulo ignorante, Derfel! —recalcó. No quise continuar la discusión. Las diferentes religiones siempre se insultaban de modo semejante. Muchos paganos acusaban a los cristianos de conductas parecidas cuando celebraban las llamadas «fiestas del amor», y muchos campesinos creían que los cristianos raptaban niños, los mataban y se los comían—. También Arturo es un insensato —gruñó Morgana— por confiar en Ginebra. —Me miró torvamente con su único ojo—. Entonces, ¿qué quieres de mí, Derfel, si no es dinero?

—Deseo saber, señora, qué sucedió la noche en que desapareció la olla mágica.

Se echó a reír; un eco de su antigua risa, el graznido cruel que siempre conflictos anunciaba en el Tor.

—Tú, miserable e imbécil, me haces perder el tiempo. —Con esas palabras se volvió a su mesa de trabajo. Aguardé a que hiciera unas cuantas marcas más en las tablillas de la contabilidad y unas anotaciones al margen de unos cuantos pergaminos fingiendo que yo no estaba—. ¿Sigues ahí, insensato? —preguntó al cabo de un rato.

—Sigo aquí, señora —respondí.

—¿Qué quieres saber? —preguntó volviéndose hacia mí—. ¿Te manda esa ramera insignificante y perversa de la colina?—. Señaló hacia el Tor.

—Me manda Merlín, señora —mentí—. Siente curiosidad por el pasado pero le falla la memoria.

—Pronto la perderá para siempre en el infierno —dijo en tono vengativo; luego, sopesó mi pregunta y por fin se encogió de hombros—. Voy a contarte lo que sucedió aquella noche, pero sólo te lo diré una vez y, cuando termine, no quiero que vuelvas a preguntarme jamás.

—Basta con una vez, señora.

Se levantó y se acercó cojeando a la ventana, desde la cual se veía el Tor.

—El Señor Todopoderoso —dijo—, el único Dios verdadero, Nuestro Padre, mandó fuego desde el cielo. Yo estaba allí, así que sé lo que pasó. Mandó el rayo, que cayó en la techumbre de paja y la incendió. Yo grité, pues tengo buenas razones para temer al fuego. Conozco el fuego, soy hija del fuego. El fuego echó mi vida a perder. Pero aquel fuego fue otra cosa. Era el fuego divino de la purificación, el que acabó para siempre con mi vida de pecado. El fuego se extendió del tejado a la torre y lo arrasó todo. Yo lo vi, y hasta habría muerto en el incendio si el bendito Sansum no hubiera acudido a rescatarme. —Se santiguó una vez más y me dio la espalda—. ¡Eso fue lo que sucedió, insensato! —concluyó.

De modo que Sansum estaba en el Tor aquella noche; ¡qué interesante! Sin embargo, no hice comentario alguno al respecto sino que repliqué amablemente.

—El fuego no pudo quemar la olla, señora. Merlín llegó al día siguiente, buscó entre las cenizas y no halló el oro.

—¡Insensato! —Morgana me escupió a través de la ranura de la boca que tenía la máscara—. ¿Te crees que el fuego de Dios quema como tus débiles llamas? La maldita olla era el orinal del diablo, la lacra más deleznable en esta tierra de Dios. Era el orinal donde se aliviaba el diablo, y Dios nuestro señor lo redujo a nada. ¡Lo vi con este ojo! —Señaló el lugar de la máscara por el que atisbaba su único ojo sano—. Vi cómo ardía, era un resplandor de caldera brillante, que chasqueaba y crujía en el corazón mismo del incendio, era la llama más ardorosa del infierno y oí a los demonios aullar de dolor cuando la olla se convirtió en humo. ¡Dios la abrasó! La abrasó y la mandó de vuelta a su sitio, ¡al infierno! —Hizo una pausa y me pareció que su rostro deformado, derretido por las llamas, se resquebrajaba al sonreír oculto tras la máscara—. Ha desaparecido, Derfel —añadió en voz más serena—, y ahora, desaparece tú también.

Me marché, salí del templo y subí al Tor, donde empujé la puerta de agua, medio abierta, que pendía inútilmente de un gozne de cuerda. La tierra iba tragándose las cenizas ennegrecidas de la fortaleza y de la torre y, alrededor, aún permanecían las doce sucias cabañas donde vivían Nimue y su pueblo. Eran los despreciados de nuestro mundo, los tullidos, los mendigos, las gentes sin hogar y las criaturas semidementes que sobrevivían gracias a la comida que Ceinwyn y yo les enviábamos desde Lindinis todas las semanas. Nimue decía que su pueblo hablaba conlos dioses, pero lo único que oí de sus bocas fue cháchara sin sentido o tristes gemidos.

—Lo niega todo —comuniqué a Nimue.

—Naturalmente.

—Dice que su dios lo redujo a la nada.

—Su dios no es capaz de freír un huevo —replicó con voz rencorosa. En los años transcurridos desde la desaparición de la olla, Nimue se había deteriorado lamentablemente, mientras que Merlín se había sumido en la vejez con serenidad. Nimue estaba sucia, mugrienta y delgada y casi tan enloquecida como cuando la rescaté de la isla de los Muertos.

A veces se estremecía o se le retorcía la cara en un millón de gestos descontrolados. Hacía tiempo que había vendido o despreciado el ojo de oro y no llevaba más que un parche de cuero sobre la cuenca vacía. Toda la belleza misteriosa que hubiera poseído antaño se ocultaba bajo la suciedad y los rasguños, perdida en la maraña de pelo negro, tan sucio y grasiento que hasta los campesinos que acudían a ella para que les predijera el futuro o los sanase retrocedían espantados por el tufo que despedía. Yo mismo, que estaba ligado a ella por un juramento y que en algún tiempo la había amado, soportaba su proximidad a duras penas.

—La olla mágica vive todavía —me dijo Nimue aquel día.

—Eso afirma Merlín.

—Y Merlín también vive, Derfel. —Me agarró el brazo con la mano de uñas mordidas—. Está esperando, nada más, ahorrando fuerzas.

Esperando el fuego de su pira funeraria, pensé, pero no dije nada.

Nimue se volvió en el sentido del sol hacia el horizonte.

—La olla mágica sigue ahí, Derfel, escondida en alguna parte. Y alguien pretende descubrir cómo usarla. —Se rió por lo bajo—. Cuando lo consiga, Derfel, la tierra se cubrirá de sangre, ya verás. —Me miró con el ojo sano—. ¡Sangre! —musitó entre dientes—. Tal día, la tierra vomitará sangre, Derfel, y Merlín cabalgará de nuevo.

Tal vez, pensé; pero en aquel momento lucía el sol y había paz en Dumnonia. Una paz conseguida por Arturo gracias a su espada, mantenida gracias a sus tribunales, aumentada gracias a sus carreteras y sellada gracias a su hermandad. Todo parecía tan lejos del mundo de la olla mágica y de los tesoros perdidos... pero Nimue aún creía en esa magia y, por ella, no expresé mi falta de fe; aquel día soleado en la Dumnonia de Arturo me pareció que Britania forjaba su camino para salir de la oscuridad a la luz, del caos al orden y de la barbarie a la ley. Todo debido a Arturo; tal era su Camelot.

Sin embargo, Nimue no se equivocaba. La olla mágica no se había perdido y tanto ella como Merlín aguardaban el horror que desataría.

8

Nuestra misión principal en aquellos días consistía en preparar a Mordred para el trono. Ya era nuestro rey, pues así había sido declarado en la cima de Caer Sws el día en que nació, pero Arturo decidió repetir la ceremonia cuando Mordred cumpliera la edad necesaria. Creo que Arturo tenía la esperanza de que una especie de poder místico invistiera a Mordred de responsabilidad y sabiduría durante la repetición de la ceremonia, pues ninguna otra cosa parecía susceptible de mejorar al muchacho. Lo intentamos, bien los saben los dioses, pero el joven Mordred seguía siendo la misma criatura hosca, rencorosa y grosera de siempre. A Arturo no le gustaba, pero permanecía voluntariosamente ciego a las más graves faltas del chico, pues la única religión que consideraba verdaderamente sagrada era su fe en la divinidad de la monarquía. Llegaría el momento en que tendría que enfrentarse por fuerza con la verdad sobre Mordred, pero durante aquellos años, siempre que salía a colación en el consejo real el tema de la nula aptitud de Mordred, Arturo reaccionaba de idéntica forma. Estaba de acuerdo en que resultaba un niño poco atractivo, pero todos conocíamos casos de niños parecidos que se habían convertido en hombres hechos y derechos, y la solemnidad de la coronación y las responsabilidades del trono lograrían atemperarlo con toda seguridad.

—Yo tampoco fui un niño modelo —solía decir—, y no creo que haya resultado tan malo, finalmente. Tened fe en el muchacho. —Y siempre añadía con una sonrisa que Mordred contaría con la guía de un consejo sabio y experimentado.

—Pero es que nombrará a otro consejo —objetaba entonces alguno de nosotros, y Arturo dejaba el tema de lado con un ademán y nos repetía, risueño y despreocupado, que todo saldría bien.

Ginebra no compartía tales ilusiones. Ciertamente, en los años que siguieron al juramento de la Mesa Redonda, se obsesionó con el destino de Mordred. No asistía a las sesiones del consejo real, pues estaba vetado a las mujeres, pero cuando se hallaba en Durnovaria, sospecho que escuchaba tras la cortina de un arco que daba a la sala del consejo. La mayor parte de lo que allí se debatía debía de aburrirla, pues pasábamos horas discutiendo si reforzar un vado con nuevas piedras o emplear dinero en la construcción de un puente, si tal magistrado aceptaba sobornos o a quién se había de confiar la custodia de un heredero o heredera huérfanos. Esa clase de asuntos eran moneda corriente en las reuniones del consejo, y estoy seguro de que los encontraría tediosos, pero con qué avidez debía de escuchar cuando se trataba de Mordred.

Ginebra apenas conocía a Mordred pero lo odiaba. Lo odiaba porque era rey y Arturo no, y trató de convencer de su punto de vista a todos los consejeros reales, uno por uno. Conmigo, se mostró incluso agradable, pues sospecho que vio el fondo de mi espíritu y supo que estaba de acuerdo con ella, aunque en secreto. Tras la primera reunión que celebró el consejo tras la fundación de la Mesa Redonda, me tomó del brazo y me llevó a pasear por el claustro de Durnovaria, neblinoso por el humo de hierbas que se quemaban en grandes braseros para evitar el rebrote de la peste. Tal vez me afectase el humo embriagador, aunque me inclino a pensar que fue la proximidad de Ginebra lo que me provocó aquella especie de mareo. Se había perfumado con una esencia fuerte, su cabellera roja era espléndida y salvaje, su cuerpo delgado y recto y su rostro, perfecto y rebosante de ánimo. Expresé mis condolencias por la muerte de su padre.

—Pobre padre —dijo—. Sólo soñaba con regresar a su Henis Wyren. —Hizo una pausa y me pregunté si habría censurado a Arturo por no haberse esforzado en expulsar a Diwrnach. No creo que Ginebra deseara volver a ver la accidentada costa de Henis Wyren, pero su padre siempre había deseado recuperar la tierra de sus antepasados—. No me has hablado de tu visita a Henis Wyren —me dijo en tono de reproche—. Tengo entendido que conociste a Diwrnach.

—Espero no volver a verlo en la vida, señora.

—A veces —dijo con un encogimiento de hombros—, para un rey, resulta ventajoso tener fama de salvaje. —Me preguntó en qué condiciones se hallaba Henis Wyren, pero me dio la impresión de que mis respuestas no le interesaban de verdad, como cuando me preguntó qué tal se encontraba Ceinwyn.

—Bien, señora —contesté—. Gracias.

—¿Está encinta de nuevo? —preguntó con cierta ironía.

—Eso creemos, señora.

—¡Sí que os mantenéis activos los dos, Derfel! —comentó en tono un tanto burlón. Su animadversión hacia Ceinwyn se había suavizado con el tiempo, aunque nunca llegaron a hacerse amigas. Ginebra cogió una hoja de un laurel que crecía en una vasija romana decorada con ninfas y la frotó entre los dedos.

—¿Y qué tal se encuentra nuestro señor el rey? —preguntó agriamente.

—Es un quebradero de cabeza, señora.

—¿Lo crees apto para el trono? —Típico de Ginebra, preguntas directas, brutales y sinceras.

—Nació para reinar, señora —dije a la defensiva—, y hemos jurado que así se cumplirá.

Se rió con desdén. Sus sandalias doradas golpearon las losas del suelo y la cadena de oro con perlas tintineó en su cuello.

—Hace muchos años, Derfel —dijo—, tú y yo hablamos de este tema y me dijiste que el hombre más apto para ser rey de Dumnonia era Arturo.

—Cierto —admití.

—¿Crees a Mordred más adecuado?

—No, señora.

—¿Entonces? —Se giró a mirarme. Pocas mujeres eran capaces de mirarme directamente a los ojos, pero Ginebra sí—. ¿Entonces? —insistió.

—Señora, me debo a un juramento, igual que vuestro esposo.

—¡Juramentos! —repitió indignada, y me soltó el brazo—. Arturo juró matar a Aelle y Aelle continúa con vida. Juró recuperar Henis Wyren y sin embargo, Diwrnach sigue reinando allí. ¡Juramentos! Los hombres os escondéis detrás de los juramentos como los sirvientes tras la estupidez, pero tan pronto como el juramento se convierte en un estorbo, lo echáis en el olvido. ¿Crees que no puedes olvidar la palabra dada a Uther?

—He dado mi palabra al príncipe Arturo —repliqué, sin olvidarme de dar a Arturo el título de príncipe delante de Ginebra—. ¿Deseáis que lo olvide? —le pregunté.

—Derfel, lo que quiero es que le hagas entrar en razón. A ti te escucha.

—Os escucha a vos, señora.

—No en lo relativo a Mordred. Tal vez en todo lo demás, pero en eso no. —Se estremeció, quizás al recordar el abrazo que tuvo que dar a Mordred en el palacio del mar; después arrugó la hoja de laurel con rabia y la tiró al suelo. Sabía que, inmediatamente, un criado la barrería. El palacio de invierno de Durnovaria siempre estaba limpísimo, mientras que en el nuestro de Lindinis había tantos chiquillos que era imposible mantener el orden, y el ala de Mordred era una pocilga—. Arturo —insistió Ginebra con cansancio— es el primogénito de Uther. Debería ser el rey.

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