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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (42 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—Es el momento de marchar —dijo Arturo, y los tres nos escabullimos por el foro con elegancia y llegamos al puesto de guardia de los arcos del palacio, vigilado por lanceros de Culhwch. Los cristianos salieron en desbandada de su iglesia para perseguirnos, pero los lanceros se cerraron impasibles en una barrera de escudos y apuntaron las espadas, de modo que los cristianos desistieron de su empeño de asaltar el palacio.

—Aunque no ataquen esta noche —comentó Culhwch—, se vuelven más temerarios cada día.

Desde una ventana del palacio, Arturo contemplaba a los cristianos que protestaban.

—¿Qué quieren? —preguntó, confuso. Prefería una religión decorosa. Cuando iba a visitarnos a Lindinis siempre se unía a Ceinwyn y a mí en nuestras oraciones de la mañana; nos arrodillábamos en silencio ante nuestros dioses del hogar, les ofrecíamos pan y les rogábamos que nuestros deberes cotidianos se resolvieran bien, y ésa era la clase de adoración que Arturo prefería. Sencillamente, le desconcertaba lo que había visto en la iglesia de Isca.

—Creen —dijo Culhwch, tratando de explicar el fanatismo que habíamos presenciado— que su dios volverá al mundo dentro de cinco años, y creen que tienen el deber de preparar la tierra para su llegada. Sus sacerdotes les dicen que es necesario acabar con los paganos antes de que su dios regrese y predican que los dumnonios deben tener un rey cristiano.

—Tendrán a Mordred —dijo Arturo gravemente.

—En ese caso, más vale que cambiéis el dragón de su escudo por un pez —dijo Culhwch—, os aseguro que todo ese fervor empeora a diario. Habrá problemas.

—Los aplacaremos —respondió Arturo—. Les haremos saber que Mordred es cristiano y tal vez así se calmen. Quizá valga la pena construir esa iglesia que Sansum pide —añadió, dirigiéndose a mí.

—Si ha de servir para que no se amotinen, ¿por qué no? —dije.

A la mañana siguiente salimos de Isca escoltados por Culhwch y una docena de hombres, cruzamos el Exe por el puente romano y torcimos hacia el sur, hacia las tierras marítimas de las costas más extremas de Dumnonia. Arturo no hizo más comentarios sobre el frenesí, de los cristianos, pero aquel día se mantuvo singularmente silencioso y me imaginé que la ceremonia que habíamos presenciado lo había afectado profundamente. Detestaba toda manifestación de frenesí pues hacía perder el sentido a hombres y mujeres, y debió de sentir temor por el daño que semejante locura podía infligir a la paz por él conseguida.

Pero, en aquellos momentos, el problema no eran los cristianos dumnonios sino Tristán. Culhwch había enviado un mensaje al príncipe advirtiéndole de nuestra llegada, y Tristán salió a nuestro encuentro. Cabalgaba solo y su caballo levantaba nubes de polvo al galopar en nuestra dirección. Nos saludó con alegría, pero la fría reserva de Arturo le enfrió el ánimo. Tal reserva no se debía a ningún rechazo innato que sintiera por el príncipe (al contrario, lo apreciaba), sino al hecho de que su misión no se reducía a actuar de mediador en la disputa sino que habría de juzgar a un viejo amigo.

—Está preocupado —le dije sin precisar más, procurando hacerle entender que la actitud de Arturo no presagiaba nada en su contra.

Yo llevaba el caballo por las riendas, pues, como de costumbre, me sentía más seguro a pie, y Tristán, tras saludar a Culhwch, bajó de la silla y continuó a pie, a mi lado. Le conté la salvaje escena del éxtasis de los cristianos y atribuí la frialdad de Arturo a la preocupación que le habían creado, pero Tristán no escuchaba. Estaba enamorado y, como todos los amantes, no sabía hablar sino de su amada.

—Una joya, Derfel —me dijo—. Eso es lo que es, ¡una joya irlandesa! —Andaba a mi lado a grandes zancadas, con un brazo sobre mis hombros y sus luengas barbas negras tintineando, pues intercalaba aros de guerrero en las trenzas. Tenía la barba más entrecana, pero seguía siendo atractivo, con una nariz huesuda y los vivos ojos negros encendidos de pasión— Y se llama —dijo con aire soñador— Isolda.

—Lo sabíamos —contesté secamente.

—Una niña de Demetia —dijo—, hija de Oengus Mac Airem. Una princesa de los Uí Liatháin, amigo mío. —Pronunció el nombre de la tribu de Oengus Mac Airem como si estuviera forjado en oro puro—. Isolda —repitió—, de los Uí Liatháin. Tiene quince veranos y es bella como la noche.

Pensé en la ingobernable pasión de Arturo por Ginebra y en los propios deseos de mi espíritu por Ceinwyn, y me dolió el corazón por mi amigo. El amor lo había cegado, lo había barrido, lo había enloquecido. Tristán siempre había sido apasionado, dado a caer en el pozo de la desesperación o a elevarse de felicidad hasta las alturas, pero era la primera vez que lo veía poseído por los tempestuosos vientos del amor.

—Tu padre —le advertí con cuidado— quiere que Isolda vuelva.

—Mi padre es viejo —dijo, despreciando todo obstáculo— y cuando muera, llevaré en barco a mi princesa de los Uí Liatháin hasta las verjas de hierro de Tintagel y le construiré un castillo con torres de plata que llegue hasta las estrellas. —Su propia extravagancia le hizo reír—. ¡Verás como te parecerá adorable, Derfel!

No dije nada más, le dejé seguir hablando. No tenía ganas de escuchar noticias de nosotros, no le importó que yo tuviera tres hijas ni que los sajones estuvieran a la defensiva; en su universo sólo había espacio para Isolda.

—¡Verás cuando la conozcas, Derfel! —repetía una y otra vez y, cuanto más nos acercábamos a su refugio, más se exaltaba, hasta que al final, incapaz de permanecer alejado de su Isolda un momento más, montó en su caballo y partió al galope delante de nosotros. Arturo me miró socarronamente y le sonreí.

—Está enamorado —le dije, como si fuera necesario explicarlo.

—Con lo que le gustan a su padre las jovencitas —añadió Arturo sombríamente.

—Vos y yo conocemos el amor, señor —le dije—, tratadlos con benevolencia.

El refugio de Tristán e Isolda era un hermoso palacio, quizás el más bonito que yo había visto. Las bajas colinas estaban regadas por innumerables arroyos y cubiertas de bosques densos, con ríos abundantes que se precipitaban hacia el mar y altos acantilados donde chillaban las aves. Era un rincón salvaje de gran belleza, muy apropiado para la pura locura del amor.

Y allí, en la pequeña fortaleza oscura, entre profundos bosques verdes, conocí a Isolda.

La recuerdo pequeña y morena, fantasiosa y frágil. Poco más que una niña, en realidad; aunque obligada a ser mujer por su matrimonio con Mark, parecióme una niña tímida, menuda, delgada, un jirón apenas de una madurez próxima; miraba fijamente a Tristán con enormes ojos oscuros hasta que éste insistió en que nos saludara. Se inclinó ante Arturo.

—No os inclinéis ante mí —le dijo Arturo, ayudándola a erguirse de nuevo—, pues sois reina. —E hincando él una rodilla en tierra, le besó la menuda mano.

Hablaba en murmullos, como una sombra. Tenía el pelo negro y, para parecer mayor, se lo había recogido en un gran moño en la coronilla y se había adornado con joyas, aunque las lucía con cierta torpeza; me recordó a Morwenna, cuando se disfrazaba con ropas de su madre. Nos miraba con temor. Creo que Isolda comprendió antes que Tristán que la incursión de hombres armados no era la visita de unos amigos sino la llegada de quienes habían de juzgarla.

Culhwch les había proporcionado refugio. Era una fortaleza de madera y paja de centeno, no muy grande pero bien construida, que había pertenecido a un caudillo partidario de la rebelión de Cadwy, motivo por el cual perdió la cabeza. La fortaleza, que tenía tres cabañas y un almacén, estaba rodeada por una empalizada y situada en una depresión boscosa del terreno, a resguardo de los vientos del mar, y allí, junto a seis fieles lanceros y un montón de tesoro robado, Tristán e Isolda pensaron convertir su amor en una gran canción.

Arturo hizo trizas su música.

—El tesoro —le dijo a Tristán aquella noche— debe volver a manos de vuestro padre.

—Pues que se lo quede —declaró Tristán—. Lo tomé sólo por no pediros caridad a vos, señor.

—Mientras estéis en esta tierra, lord príncipe —dijo Arturo gravemente— seréis nuestros invitados.

—¿Y por cuánto tiempo, señor? —preguntó Tristán.

Arturo miró hacia las oscuras vigas del techo con el ceño fruncido.

—¿Llueve? ¡Hacía mucho que no llovía!

Tristán repitió la pregunta y Arturo rehusó contestar nuevamente. Isolda tomó la mano de su príncipe y la sostuvo mientras Tristán recordaba a Arturo la batalla del valle del Lugg.

—Cuando todos os abandonaron, señor, yo acudí a vuestro lado —le dijo.

—Ciertamente, príncipe —admitió Arturo.

—Y cuando luchasteis contra Owain, señor, estuve a vuestro lado.

—Así fue.

—Y llevé los halcones de mis escudos a Londres.

—Es verdad, lord príncipe, y allí lucharon bravamente.

—Y di mi palabra en la Mesa Redonda —añadió Tristán. Ya nadie la llamaba la Hermandad de Britania.

—Cierto, señor —asintió Arturo con pesadez.

—Así pues, señor —suplicó Tristán—, ¿no merezco acaso vuestra ayuda?

—Merecéis mucho, lord príncipe, y todo lo tengo en cuenta. —Fue una respuesta evasiva, la única que Tristán recibiría aquella noche.

Dejamos a los amantes en la fortaleza y nos preparamos unas yacijas de paja en los pequeños almacenes. La lluvia cesó durante la noche y el día siguiente amaneció cálido y espléndido. Me desperté tarde y descubrí que Tristán e Isolda habían huido de la fortaleza.

—Si tienen dos dedos de frente —me dijo Culhwch con un gruñido— se habrán alejado cuanto hayan podido.

—¿Seguro?

—No tienen dos dedos de frente, Derfel, están enamorados. Creen que el mundo existe sólo para su conveniencia. —Culhwch caminaba cojeando ligeramente, consecuencia de la herida sufrida en la batalla contra Aelle—. Se han ido hacia el mar —me dijo—, a rezar a Manawydan.

Culhwch y yo seguimos a los amantes; salimos de la hondonada boscosa a una colina barrida por el viento que terminaba en un acantilado agreste donde sobrevolaban las gaviotas y el ancho océano rompía en blancas embestidas de espuma. Nos detuvimos en la cima del acantilado y miramos hacia abajo, donde, en una pequeña cala, descubrimos a Tristán e Isolda paseando por la arena. La noche anterior, contemplando a la tímida reina, no llegué a comprender en realidad qué era lo que había sumido a Tristán en la locura de amor, pero aquella mañana ventosa lo entendí.

Me quedé mirando y la niña echó a correr de pronto alejándose de Tristán, brincando, dándose media vuelta y riéndose de su amado, que caminaba despacio tras ella. Llevaba un amplio vestido blanco, su pelo negro volaba libremente al viento salado. Parecía un espíritu, una ninfa del agua como las que danzaban en Britania antes de la llegada de los romanos. Y entonces, acaso para hacer una broma a Tristán, o tal vez para llevar sus plegarias más cerca de Manawydan, el dios del mar, se arrojó de cabeza al agitado oleaje. Zambullóse en las aguas y desapareció por completo, mientras Tristán permanecía consternado en la arena contemplando la demoledora masa blanca del agitado mar. Después, lustrosa como una nutria en la corriente, apareció su cabeza. Agitó la mano, nadó un poco y regresó a la playa con el vestido blanco pegado a su patético cuerpecillo delgado. No pude evitar la vista de sus pequeños y altos senos y sus largas y estilizadas piernas; Tristán la ocultó a nuestros ojos envolviéndola en las alas de su gran manto negro y allí, a la orilla del mar, la estrechó con fuerza y apoyó la mejilla en su pelo, empapado de agua salobre. Culhwch y yo nos retiramos y dejamos a los amantes solos en el viento marino que soplaba desde la fabulosa Lyonesse.

—No puede enviarlos allá —gruñó Culhwch.

—No puede —dije. Nos quedamos contemplando el movimiento del mar infinito.

—Entonces, ¿por qué no les quita un peso de encima? —preguntó Culhwch enfadado.

—No lo sé.

—Tenía que haberlos enviado a Brocielande —dijo Culhwch. Empezamos a caminar hacia el oeste, rodeando las colinas por encima de la cala, y el viento le levantaba la capa. El camino nos llevó a una gran altura desde donde avistamos un enorme puerto natural; el mar había invadido un valle fluvial y formaba una cadena de lagos marinos amplia y bien resguardada.

—Halewm —dijo Culhwch que se llamaba el puerto—, y el humo procede de las minas de sal. —Señaló hacia un tenue color gris que rielaba en el lado más lejano de los lagos.

—Aquí tiene que haber marineros capaces de llevarlos a Brocielande —dije al ver al menos doce barcos anclados al abrigo del puerto.

—Tristán no lo aceptaría —contestó Culhwch sombríamente—. Se lo propuse, pero cree que Arturo es amigo suyo. Confía en él. No puede esperar a ser rey, pues dice que para entonces, todas las lanzas de Kernow estarán al servicio de Arturo.

—¿Por qué no mataría a su padre, simplemente? —pregunté con amargura.

—Por la misma razón por la que ninguno de nosotros mata a ese enano mal nacido de Mordred —replicó Cwlhwch—. Matar a un rey no es moco de pavo.

Aquella noche cenamos de nuevo en la fortaleza, y nuevamente presionó Tristán a Arturo para que le dijera cuánto tiempo podrían permanecer Isolda y él en Dumnonia, pero Arturo tampoco quiso responder en aquella ocasión.

—Mañana, lord príncipe —le prometió—, mañana lo decidiremos todo.

Pero a la mañana siguiente, dos grandes naves de altos mástiles e irregulares velas y con proas altas talladas en forma de cabeza de halcón entraron en los lagos salados de Halewm. Los bancos de ambas naves estaban llenos de hombres que, al quedarse sin viento para las velas a causa del resguardo que la tierra proporcionaba, prepararon los remos e impulsaron las grandes naves negras hacia la playa. Veíanse a popa haces de picas en reposo mientras los remeros trabajaban con los pesados remos. A proa, las cabezas de halcón lucían ramas verdes, señal de que acudían en son paz.

No sabía quién arribaba en las dos naves, pero me imaginé que sería el rey Mark, que acababa de llegar de Kernow.

El rey Mark era un hombre muy corpulento que me recordaba a Uther cuando ya chocheaba. Tan obeso estaba que no podía subir las colinas de Halewm sin ayuda, de modo que hubieron de transportarlo cuatro lanceros en una silla sujeta por dos fuertes palos. Acompañaban al rey cuarenta lanceros más y abría la marcha Cyllan, su paladín. La inestables parihuelas se balanceaban colina arriba y ladera abajo, hasta llegar a la hondonada boscosa donde Tristán e Isolda creían haber encontrado refugio.

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