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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (11 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—Me agrada esa mujer —respondió riendo.

—Me parecía imposible que congeniarais —confesé.

—¿Por qué razón? Es luchadora y eso me gusta. Hay que tomar la vida, no someterse. Me he pasado el tiempo complaciendo a los demás. Siempre he sido buena —dijo poniendo un acento irónico en la palabra «buena»—. Siempre fui una niña obediente, una hija ejemplar. Fue fácil, ya que mi padre me distinguía con su amor, él que tan parco se mostraba con los demás, pero he disfrutado de cuanto se me antojaba a cambio tan sólo de ser bonita y obediente. Y he sido muy obediente.

—Y bonita.

Me dio un codazo reprobatorio en las costillas. Una bandada de aguzanieves alzó el vuelo entre las brumas que cubrían la corriente río arriba.

—Siempre fui obediente —dijo con melancolía—. Sabía que tendría que casarme con quien dispusieran, pero no me preocupaba porque así ha de ser con las hijas de los reyes, y recuerdo haberme sentido muy feliz cuando conocí a Arturo. Pensé que mi buena estrella se prolongaría eternamente. Me habían asignado un hombre excepcional, pero entonces, sin previo aviso, él desapareció.

—Y ni siquiera os fijasteis en mí —dije.

Yo era el lancero más joven de la guardia de Arturo cuando éste fue a Caer Sws a prometerse con Ceinwyn. Fue entonces cuando ella me dio el pequeño broche que yo todavía llevaba prendido. Entregó un obsequio a cada hombre de la guardia de Arturo, pero nunca supo el fuego que aquel día encendió en mi corazón.

—Estoy segura de haber reparado en vos. ¿Quién podría pasar por alto un mocetón tan alto y desgarbado, con ese pelo del color de la paja? —Se rió de mí y después me permitió ayudarla a pasar por encima de un roble caído. Llevaba el mismo vestido de lino con que se había presentado la noche anterior, pero la blanqueada tela se había ensuciado de barro y musgo—. Luego me prometí con Caelgyn de Rheged, y me pareció que mi buena fortuna ya no era tan buena. Era una bestia taciturna, pero prometió a mi padre un centenar de lanceros y el precio de una novia en oro, y me convencí de que sería igualmente feliz aunque tuviera que vivir en Eheged, pero Caelgyn murió de fiebres. Luego fue Gundleus. —Frunció el ceño al recordar—. Fue entonces cuando comprendí que yo no era sino un peón en el juego de la guerra. Mi padre me amaba, pero me entregaría a Gundleus a cambio de lanzas con las que combatir a Arturo. Por primera vez entendí que sólo sería feliz en la medida en que yo fuera la artífice de mi propia felicidad, y en ese momento vinisteis vos y Galahad a visitarnos. ¿Lo recordáis?

—Lo recuerdo. —Había acompañado a Galahad en su fallida misión de paz. En aquella ocasión, Gorfyddyd nos insultó haciéndonos comer en el pabellón de las mujeres, pero allí, a la luz de las velas, acompañados por la música de una arpista, hablé con Ceinwyn y le juré protegerla.

—Y vos os preocupasteis de si era feliz —dijo.

—Estaba enamorado de vos —confesé—. Era como un perro aullando a una estrella —añadí, y ella sonrió.

—Entonces llegó Lancelot, el encantador Lancelot, el bello Lancelot. Todos me dijeron que era la mujer más afortunada de Britania, pero ¿sabéis lo que sentí? Que no sería sino una propiedad más de Lancelot, y parece tener tantas... Pero aun así no estaba segura de qué camino tomar, y entonces vino Merlín y me habló. Dejó a Nimue conmigo y ella también habló y habló, pero yo ya sabía que no deseaba pertenecer a ningún hombre. Toda mi vida he pertenecido a algún hombre. Entonces Nimue y yo hicimos una promesa a Don y juré que si me daba fuerzas para ganar mi propia libertad, nunca me casaría. Os amaré —me prometió mirándome a los ojos—, pero no he de pertenecer a ningún hombre.

Quizá no, pero no por eso dejaba de ser una pieza en el juego de Merlín. ¡Qué ocupado había estado, y Nimue con él! Así pensaba, pero nada dije, ni hablé del Sendero Tenebroso.

—Os habéis granjeado la enemistad de Ginebra —advertí a Ceinwyn cambiando de tema.

—Sí, pero siempre fue así, desde el mismo instante en que decidió arrebatarme a Arturo, pero entonces yo no era más que una niña y no sabía cómo enfrentarme. Anoche le devolví el golpe, pero en adelante me mantendré al margen. Y vos, ¿ibais a casaros con Gwcnhwyvach? —preguntó sonriendo.

—Sí —confesé.

—Pobre Gwenhwyvach —dijo Ceinwyn—. Siempre me trató bien cuando vivió aquí, pero recuerdo que cada vez que su hermana entraba en una estancia, ella huía. Era como un ratón regordete, y su hermana le parecía el gato.

Arturo se presentó en el valle aquella tarde. La cola que sujetaba los huesos incrustados en la empuñadura de Hywelbane estaba todavía húmeda cuando sus guerreros aparecieron entre los árboles de la ladera sur de Cwm Isaf, frente a nuestra pequeña casa. La actitud de los lanceros no era amenazadora, sencillamente se habían desviado en su larga marcha hacia las comodidades de Dumnonia. No vimos rastro de Lancelot ni de Ginebra cuando Arturo cruzó el arroyo en solitario, sin espada ni escudo.

Salimos a la puerta a recibirlo, él se inclinó ante Ceinwyn y le sonrió.

—Mi querida señora —se limitó a decir.

—¿Estáis enojado conmigo, señor? —le preguntó angustiada.

—Así lo cree mi esposa, pero no es cierto. ¿Cómo podría enojarme? Habéis procedido de igual modo que yo un día, pero al menos tuvisteis la gracia de hacerlo antes de comprometeros por juramento —añadió sonriendo de nuevo—. No digo que no me hayáis incomodado, pero me lo merecía. ¿Permitís que me lleve a Derfel a pasear?

Tomamos el mismo camino que habíamos recorrido por la mañana Ceinwyn y yo, y Arturo, cuando estuvimos fuera de la vista de sus lanceros, me pasó un brazo por los hombros.

—Bien hecho, Derfel —dijo en voz baja.

—Lamento haberos perjudicado, señor.

—No seas necio. Yo hice lo mismo en una ocasión, y os envidio por la novedad. Cambia las cosas, nada más, pero, como ya he dicho, es sólo un inconveniente.

—No seré paladín de Mordred —dije.

—No, pero alguien ocupará el puesto. Si dependiera de mí, amigo mío, os llevaría a los dos a casa, te nombraría paladín y os daría cuanto estuviera en mi mano, pero las cosas no siempre son de nuestro gusto.

—Eso significa que la princesa Ginebra no me perdonará —dije sin rodeos.

—No. Y Lancelot tampoco —respondió con tristeza, y suspiró—. ¿Qué voy a hacer con Lancelot?

—Casadlo con Gwenhwyvach —dije— y enterradlos a ambos en Siluria.

—Si pudiera, sin duda lo enviaría a Siluria —dijo riendo—, pero dudo que Siluria sea bastante para él. Sus ambiciones van más allá de ese pequeño reino, Derfel. Yo esperaba que Ceinwyn y una familia lo retuvieran allí, pero ahora... Mejor habría sido daros el reino a vos. —Retiró el brazo de mis hombros y se puso frente a mí—: No te eximo del juramento, lord Derfel Cadarn —dijo en tono solemne—. Todavía estás a mi servicio y cuando te mande llamar, acudirás.

—Sí, señor.

—Será en primavera —dijo—. He jurado mantener la paz con los sajones durante tres meses y respetaré la tregua. Pasados los tres meses, el invierno impedirá que empuñemos las lanzas, pero en primavera marcharemos y necesito a tus hombres en mi barrera de escudos.

—Allí estarán, señor —prometí.

Levantó los brazos y me puso las manos en los hombros.

—¿Has jurado servir a Merlín? —me preguntó mirándome a los ojos.

—Así es, señor —admití.

—¿Vas a la caza de un puchero que no existe?

—En busca de la olla mágica, sí.

—¡Tamaña estupidez! —exclamó cerrando los ojos. Dejó caer los brazos y me miró de nuevo—. Creo en los dioses, Derfel, pero ¿creen los dioses en Britania? Ésta no es la vieja Britania —dijo con vehemencia—. Tal vez en otro tiempo fuéramos un pueblo de sangre pura, pero no ahora. Los romanos trajeron gentes de todos los rincones del mundo; dálmatas, libios, galos, númidas, griegos... Nuestra sangre se ha mezclado con la de todos ellos, del mismo modo que en ella bulle el espíritu romano y se junta ahora con sangre sajona. Somos lo que somos, Derfel, no lo que fuimos. Tenemos cientos de dioses ahora, no sólo los dioses antiguos, y no podemos recorrer los años en sentido contrario, ni siquiera con la olla mágica y todos los tesoros de Britania.

—Merlín es de otra opinión.

—Y Merlín querría que combatiera a los cristianos para dar campo libre a sus dioses, pero no lo haré, Derfel. —Hablaba indignado—. Busca ese puchero imaginario si lo deseas, pero no creas que seguiré el juego a Merlín persiguiendo a los cristianos.

—Merlín dejará el destino de los cristianos en manos de los dioses —respondí a la defensiva.

—¿Y qué somos nosotros sino instrumento de los dioses? Pero no seré yo quien combata a otros britanos por el hecho de que adoren a un dios diferente. Ni tú, Derfel, mientras no te exima de tus votos.

—No, señor.

Arturo dejó escapar un suspiro.

—En verdad siento aversión por tanto rencor religioso, pero Ginebra siempre me dice que soy ciego a los dioses. Dice que ése es mi gran error. —Sonrió—. Si has jurado servir a Merlín, Derfel, debes ir con él. ¿Adonde os dirigiréis?

—A Ynys Mon, señor.

Se quedó mirándome fijamente en silencio unos instantes y luego se estremeció.

—¿A Lleyn? —preguntó con incredulidad—. Nadie regresa vivo de Lleyn.

—Yo volveré —respondí con presunción.

—Asegúrate de que así sea, Derfel —dijo con voz fúnebre—. Necesito que me ayudes a derrotar a los sajones. Después, tal vez puedas regresar a Dumnonia. Ginebra no es rencorosa.

Yo lo dudaba, pero nada dije.

—Te llamaré en primavera —prosiguió Arturo—, y ruego por que vuelvas de Lleyn con vida. —Me cogió del brazo e iniciamos el camino de regreso a la casa. —Y si alguien te pregunta, Derfel, acabo de regañarte con mucha aspereza. Te he maldecido e incluso te he golpeado.

—Os perdono la paliza, señor —dije riendo.

—Date por amonestado —dijo— y considérate además el segundo hombre más afortunado de Britania.

El más afortunado del mundo, pensé, pues el anhelo de mi corazón se había hecho realidad. O se haría, con la ayuda de los dioses, cuando Merlín consiguiera el suyo.

Me quedé mirando la retirada de los lanceros. Vislumbré un momento el oso de la enseña de Arturo entre los árboles, él se despidió con un gesto, montó en su caballo y desapareció.

Estábamos solos.

Así pues, no estuve en Dumnonia para presenciar el regreso de Arturo, como habría sido mi deseo. Volvía como un héroe a un reino que había dudado seriamente de sus posibilidades de sobrevivir y había conspirado para sustituirle por criaturas de peor laya.

La comida escaseó aquel otoño. El repentino estallido de la guerra mermó la cosecha, pero no hubo hambruna y los hombres de Arturo recaudaron con justicia. Puede parecer que
no
fue una gran mejora, pero conociendo las circunstancias de los años anteriores, es comprensible la revolución que significó en la tierra. Sólo los ricos pagaron impuestos al tesoro real, pero, aunque algunos pagaban en oro, la mayoría entregaba grano, pieles, lino, sal, lana y pescado ahumado, recaudado previamente entre sus aparceros. En los últimos años, los ricos habían pagado muy poco al rey mientras que los pobres habían pagado mucho a los ricos, por lo que Arturo envió lanceros a preguntar a los pobres lo que habían pagado, y utilizó las respuestas para establecer lo diezmos que debían pagar los ricos. De las ganancias, retornó un tercio a las iglesias y a los magistrados, a fin de que éstos distribuyeran la comida en invierno. Con esta sola acción, Dumnonia supo que un nuevo poder había sido instaurado en el reino y, aunque los hacendados rezongaron, nadie osó levantar una barrera de escudos contra Arturo. Era el señor de la guerra de Mordred, el triunfador del valle del Lugg, el ejecutor de reyes, y sus oponentes le temían.

Mordred fue puesto bajo la custodia de Culhwch, un guerrero tosco y honrado, primo de Arturo, al que probablemente no preocupaba demasiado el destino de aquel niño problemático. Culhwch estaba ocupado en la represión de la revuelta que Cadwy de Isca había desencadenado en el oeste de Dumnonia. Según supe, atravesó el gran páramo con sus lanceros en una campaña rápida y luego se dirigió al sur, internándose en las tierras salvajes de la costa. Arrasó el centro de las tierras de Cadwy y luego asaltó la antigua plaza fuerte romana de Isca, donde se refugiaba el príncipe rebelde. Los veteranos del valle del Lugg treparon por las murallas, que el tiempo se había encargado de erosionar, y se lanzaron por las calles a la caza de los rebeldes. Al príncipe Cadwy lo descuartizaron en el mismo templo romano en que fue reducido. Arturo ordenó que las distintas partes de su cuerpo se exhibieran en las ciudades de Dumnonia y que la cabeza, fácilmente reconocible por los tatuajes azules de las mejillas, fuera enviada al rey Mark de Kernow, que había apoyado la revuelta. El rey Mark respondió enviando un tributo consistente en lingotes de estaño, un tonel de pescado ahumado, tres pulidos caparazones de tortuga, tan abundantes en las costas de sus agrestes tierras, y una inocente declaración en la que negaba toda complicidad en la rebelión de Cadwy.

Culhwch envió a Arturo las cartas que encontró tras el asalto a la plaza fuerte de Cadwy. Habían sido redactadas por la facción cristiana de Dumnonia antes de iniciarse la campaña que concluiría en el valle del Lugg y revelaban el alcance de los planes tramados para librar a Qumnonia de Arturo. Los cristianos se oponían a Arturo desde que éste había revocado la norma de Uther, el rey supremo, que eximía a la Iglesia de impuestos y empréstitos forzosos, y estaban convencidos de que su dios conduciría a Arturo a una gran derrota a manos de Corfyddyd. Fue el convencimiento de la inevitabilidad de tal derrota lo que los animó a poner sus pensamientos por escrito, y dichos escritos pasaron entonces a manos de Arturo.

Las misivas hablaban de las preocupaciones de la comunidad cristiana, que deseaba la muerte de Arturo pero también temía la intromisión de los lanceros paganos de Gorfyddyd. Para cubrirse las espaldas y salvar sus pertenencias estaban dispuestos a sacrificar a Mordred, y en sus mensajes animaban a Cadwy a tomar Durnovaria por asalto durante la ausencia de Arturo, asesinar a Mordred y luego rendir el reino a Gorfyddyd. Los cristianos le garantizaban su ayuda con la esperanza de que los lanceros de Cadwy los protegieran cuando gobernara Gorfyddyd.

Sin embargo, tan sólo consiguieron castigos. El rey Melwas de los belgas, un rey vasallo que había apoyado a los cristianos que se oponían a Arturo, fue nombrado gobernador de las tierras de Cadwy. No podía considerarse una recompensa, ya que el nombramiento obligaba a Melwas a separarse de los suyos para acudir a un lugar en el que Arturo podía vigilarlo de cerca. Nabur, el magistrado cristiano que había sido el tutor de Mordred y que había utilizado su posición para organizar el grupo de oposición a Arturo, fue clavado en una cruz y expuesto en el anfiteatro de Durnovaria. En los tiempos que corren, como es natural, se le considera santo y mártir, pero lo único que recuerdo de Nabur es que era un embustero, corrupto y sutil. Dos sacerdotes, otro magistrado y dos terratenientes fueron asimismo ejecutados. El obispo Sansum también había participado en la conspiración, pero no era tan ingenuo como para dejar constancia de su nombre en los escritos, previsión que, unida a la curiosa amistad que mantenía con Morgana, la deforme hermana de Arturo, de fe pagana, le salvó la vida. Prometió lealtad eterna a Arturo y, con la mano sobre un crucifijo, juró no haber conspirado jamás contra el rey y, de esa forma, conservó su puesto de guardián del templo del Santo Espino en Ynys Wydryn. Se podría atar a Sansum con cables de acero y ponerle una espada en la garganta, aun así conseguiría ponerse a salvo.

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