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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (12 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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Morgana, su amiga pagana, había sido la suma sacerdotisa de Merlín hasta que la joven Nimue le arrebató tal posición, pero Merlín y Nimue estaban lejos, lo cual dejaba a Morgana como gobernadora en funciones de las tierras de Merlín en Avalon. Con la máscara de oro tras la que escondía su rostro deformado por el fuego y la túnica negra que cubría su cuerpo retorcido por las llamas, asumió el poder de Merlín, concluyó la reconstrucción de la fortaleza del Tor y organizó la recaudación de impuestos en la zona norte de las tierras de Arturo. Se convirtió en la consejera de mayor confianza de Arturo, y, de hecho, cuando el obispo Bedwin murió de fiebres en otoño, Arturo llegó a proponer, contra todo precedente, que fuera nombrada consejera real con plenos poderes. Ninguna mujer se había sentado nunca en el consejo real de Britania y Morgana bien pudo haber sido la primera, pero Ginebra se opuso. Ginebra nunca habría consentido que una mujer fuera consejera mientras ella no lo fuera; además, odiaba la fealdad y bien saben los dioses que la pobre Morgana era grotesca aun con la máscara de oro. Así pues, Morgana permaneció en Ynys Wydryn y Ginebra siguió ocupándose de la construcción del nuevo palacio en Lindinis.

Tratábase de un magnífico palacio. La antigua villa romana que Gundleus había incendiado fue reconstruida y ampliada, de manera que los claustros laterales rodeaban dos grandes patios en los que el agua corría por canales de mármol. Lindinis, cercana al pico de los reyes de Caer Cadarn, sería la nueva capital de Dumnonia, aunque Ginebra se aseguró de que Mordred, con su deforme pie izquierdo, no pudiera acercarse. Sólo la belleza tenía acceso a Lindinis; en los patios porticados, Ginebra reunió estatuas procedentes de todos los templos y villas de Dumnonia. No había capilla cristiana allí, pero Ginebra mandó construir un salón oscuro para Isis, la diosa de las mujeres, y reservó un ala de suntuosas estancias para cuando Lancelot fuera a visitarlos desde su nuevo reino en Siluria. Allí se alojó Elaine, la madre de Lancelot, que en su día había hecho de Ynys Trebes un lugar muy hermoso y en aquel tiempo ayudaba a Ginebra a convertir el palacio de Lindinis en un templo a la belleza.

Sé que Arturo rara vez estaba en Lindinis. Se dedicó por entero a los preparativos de la gran guerra contra los sajones, que comenzaron reforzando las antiguas ciudadelas de tierra del sur de Dumnonia. Incluso los muros de Caer Cadarn, en pleno corazón del reino, fueron reforzados, y en las murallas se colocaron nuevas plataformas de madera para el combate, pero las obras de mayor envergadura tuvieron lugar en Caer Ambra, a tan sólo media hora de camino al este de Las Piedras, que sería la nueva base de resistencia a los sais. El pueblo antiguo había levantado allí una fortaleza, pero durante todo el otoño y todo el invierno, los esclavos trabajaron sin cesar para hacer más inexpugnables las viejas murallas de tierra y construir nuevas empalizadas y plataformas de combate en lo alto de los muros. Fortificaron otras muchas plazas al sur de Caer Ambra para defender la zona meridional de Britania de las incursiones de los sajones de aquella región que, con Cerdic a la cabeza, nos atacarían sin duda aprovechando la ausencia de Arturo, el cual combatía contra Aelle en el norte. Me atrevería a afirmar que desde la época de los romanos no se había removido tanta tierra ni se habían talado tantos árboles en Britania. Arturo jamás habría logrado sufragar ni la mitad de tamaños esfuerzos con su probo sistema de impuestos, por lo cual tuvo que embargar el dinero necesario a las iglesias cristianas más ricas y poderosas del sur de Britania, las mismas que habían apoyado a Nabur y a Sansum en sus esfuerzos por deshacerse de él. El embargo fue retornado con el tiempo y a los cristianos les sirvió para protegerse de las terribles atenciones de los paganos sajones, pero nunca perdonaron a Arturo ni tuvieron en cuenta que el mismo embargo fue practicado en los escasos templos paganos que aún poseían riquezas.

No todos los cristianos eran enemigos de Arturo. Al menos un tercio de sus lanceros profesaban la nueva fe pero eran tan leales como cualquier pagano. Muchos otros cristianos aprobaban su forma de gobierno, pero la mayoría de los dirigentes de la Iglesia dejaron que la codicia dictara su lealtad, y fueron éstos los que se opusieron a él. Creían que su dios volvería algún día a la tierra y pasearía entre nosotros como un mortal, pero tal cosa no sucedería hasta que todos los paganos abrazaran su credo. Los predicadores maldecían a Arturo en voz baja porque sabían que era pagano, pero él hacía caso omiso y proseguía con sus continuos viajes al sur de Britania. Un día estaba con Sagramor en la frontera con Aelle, al siguiente luchaba contra un destacamento de Cerdic que se había internado en los valles fluviales del sur y, luego, cabalgaba hacia el norte de Dumnonia y recorría las tierras de Britania desde Gwent hasta Isca discutiendo con los jefes del lugar el número de lanceros que podrían reclutar en Gwent, al oeste, o en Siluria, al este. Tras la victoria del valle del Lugg, Arturo era mucho más que señor de la guerra de Dumnonia y protector de Mordred; era el señor de la guerra de Britania, jefe indiscutible de todos los ejércitos, y por entonces no había rey que se atreviera a rechazarlo, ni siquiera a pensar en ello.

Pero yo no viví tales acontecimientos, pues me encontraba en Caer Sws, en compañía de Ceinwyn, y estaba enamorado.

Aguardábamos a Merlín.

Merlín y Nimue llegaron a Cwm Isaf pocos días antes del solsticio de invierno. Las nubes negras se amontonaban por encima de las copas desnudas de los robles en las laderas del valle y la escarcha matutina duró hasta mucho después del mediodía. El río era un mosaico de témpanos de hielo y regueros de agua, las hojas caídas quedaban tiesas y el suelo estaba duro como la piedra. Encendimos una hoguera en la habitación central, de modo que la casa se calentó bastante, aunque el humo nos asfixiaba, pues se acumulaba entre los toscos maderos de la techumbre antes de encontrar el pequeño respiradero del caballete del techo. También humeaban hogueras en los refugios que mis lanceros habían construido por todo el valle, pequeñas cabañas anchas y bajas con paredes de tierra y guijarros, que sostenían techumbres de madera y helechos. Habíamos levantado un establo para las bestias detrás de la casa, donde por la noche se recogían, a salvo del lobo, un buey, dos vacas, tres cerdas, un verraco, una docena de ovejas y unos veinte pollos. Abundaban los lobos en aquellos bosques y oíamos sus aullidos todos los días a última hora del crepúsculo. Algunas noches los oíamos escarbar cerca del establo. Las ovejas balaban en tono lastimero y las gallinas armaban un gran alboroto de cacareos aterrorizados, hasta que Issa o quien estuviera de guardia gritaba y arrojaba una tea encendida al lindero del bosque ahuyentando así a los lobos. Una mañana en que iba a primera hora a coger agua al río, me encontré frente a frente con un perro lobo grande y viejo. Estaba bebiendo, pero cuando salí de entre los arbustos, levantó el hocico gris, me observó y esperó hasta que le hice un gesto de saludo antes de continuar su silencioso camino río arriba. Lo interpreté como un buen augurio, en aquellos días en los que, mientras esperábamos a Merlín, toda señal del destino era vital.

También cazábamos lobos. Cuneglas nos había dado tres parejas de perros lobos de pelo largo, más grandes y lanudos que los famosos perdigueros cazadores de ciervos de Powys como los que Ginebra tenía en Dumnonia. El deporte mantenía activos a mis lanceros e incluso Ceinwyn disfrutaba de aquellos largos y fríos días en el bosque. Se vestía con calzones, botas altas y un jubón de piel, y se colgaba un largo cuchillo de cazador en la cintura. Se recogía el pelo hacia atrás haciéndose un nudo y trepaba por las rocas, descendía por los barrancos y saltaba sobre los árboles caídos, siempre detrás de su pareja de perros, atados con largas correas de crin. La forma más simple de cazar lobos era con arco y flechas, pero como entre nosotros no había muchos que dominaran la técnica, utilizábamos perros, picas de guerra y cuchillos; cuando regresó Merlín, habíamos acumulado un buen montón de pellejos en el barracón de intendencia de Cuneglas. El rey habría querido que regresáramos a Caer Sws, pero Ceinwyn y yo ya éramos tan felices como lo permitía la perspectiva de lo que habríamos de pasar con Merlín, y preferimos quedarnos en nuestro pequeño valle contando los días.

Eramos felices en Cwm Isaf. Ceinwyn se empeñó en hacer todo aquello que hasta el momento los siervos habían hecho por ella, aunque, curiosamente, nunca logró retorcer el pescuezo a un pollo y yo me reía cuando la veía matando a una gallina. No tenía necesidad de hacerlo, pues cualquiera de los siervos los habría matado y mis lanceros se desvivían por servirla, pero ella insistía en participar en el trabajo aunque, tratándose de gallinas, patos o gansos jamás lograra hacerlo bien. El método que inventó para superar su aprensión consistía en dejar al pobre animal en el suelo, ponerle su pequeño pie en el cuello y luego, con los ojos bien cerrados, tirar fuertemente de la cabeza.

Se desenvolvía mejor con la rueca. Todas las mujeres de Britania, excepto las más ricas, tenían siempre entre las manos una rueca y un huso. El hilado de lana era una tarea interminable, tarea que no dejará de hacerse seguramente hasta que el sol complete su última vuelta alrededor de la tierra. Tan pronto como se hilaban los vellones de un año, los del año siguiente llenaban los almacenes y las mujeres acudían a recoger atadillos de lana, que lavaban y cardaban antes de empezar de nuevo el hilado. Hilaban paseando, hilaban hablando e hilaban siempre que no tuvieran las manos ocupadas en cualquier otra labor. Era un trabajo monótono pero que requería cierta habilidad; al principio, Ceinwyn no conseguía sino tristes hilachas de lana, pero en seguida mejoró aunque nunca fuera tan veloz como las mujeres que se habían dedicado a la tarea desde que les cupo la rueca entre las manos. Por la noche se sentaba a contarme las incidencias del día al tiempo que giraba la varilla con la mano izquierda y con la derecha daba golpecitos en el huso cargado que colgaba de la rueca para alargar y retorcer el hilo saliente. Cuando el huso llegaba al suelo, enrollaba el hilo devanado, lo sujetaba en la parte superior del huso con una pieza de hueso y empezaba de nuevo. La lana que hiló aquel invierno tenía nudos o se rompía, pero usé lealmente la camisa que me tejió después hasta que se cayó a trozos.

Cuneglas nos visitaba con frecuencia, pero su esposa Helledd nunca lo acompañó. La reina Helledd era muy convencional y desaprobaba profundamente la conducta de Ceinwyn.

—Cree que traerá desgracias a la familia —comentó con despreocupación.

Junto con Arturo y Galahad, se convirtió en uno de mis amigos más queridos. Creo que se sentía solo en Caer Sws. Aparte de Iorweth y algunos druidas más jóvenes, no tenía más hombres con quien hablar de otra cosa que no fuera la caza o la guerra, de manera que ocupé el lugar de los hermanos que había perdido. Su hermano mayor, el que debería haber sucedido al padre en el trono, había muerto a consecuencia de una caída del caballo, el segundo cayó víctima de fiebres y el más joven pereció luchando contra los sajones. Cuneglas tampoco aprobaba la decisión de Ceinwyn de acompañarnos al Sendero Tenebroso, pero me confió que nada, salvo una espada certera, la detendría.

—Todos la tienen por dulce y amable —me confió—, pero posee una voluntad de hierro. Es terriblemente empecinada.

—No es capaz de matar un pollo.

—¡Ni siquiera la imagino intentándolo! —exclamó riendo—. Pero es feliz, Derfel, y por ello debo daros las gracias.

Fue una época de felicidad, la más feliz de cuantas épocas felices vivimos, aunque siempre empañada por la certidumbre de que Merlín volvería para que cumpliéramos nuestros juramentos.

Llegó una tarde helada. Estaba yo en el exterior de la casa cortando con un hacha de guerra sajona los troncos recién talados que llenarían la casa de humo, y Ceinwyn en el interior poniendo paz en una disputa surgida entre sus siervas y la indomable Scarach, cuando un cuerno sonó en el valle. Era la señal de mis lanceros que avisaba de la llegada de un extraño a Cwm Isaf y bajé el hacha a tiempo de ver la esbelta figura de Merlín avanzando entre los árboles. Nimue le acompañaba. Después de la ceremonia de compromiso de Lancelot, Nimue permaneció una semana con nosotros y luego, sin explicación alguna, una noche desapareció, pero allí estaba de nuevo, vestida de negro y junto a su señor, que llevaba su eterna túnica blanca.

Ceinwyn salió de la casa con el rostro tiznado de hollín y las manos manchadas de sangre, pues estaba descuartizando una liebre.

—Creí que vendría con una tropa de guerreros —comentó con los ojos fijos en Merlín.

Antes de marcharse, Nimue nos había dicho que Merlín estaba reuniendo el ejército que lo protegería en el Sendero Tenebroso.

—Quizá los haya dejado al otro lado del río —dije.

Apartóse de la cara un mechón de pelo, con lo que añadió una mancha de sangre al hollín.

—¿No tenéis frío? —me preguntó, pues me había desnudado el torso para cortar la leña.

—Todavía no —contesté, pero me puse una camisa de lana mientras Merlín cruzaba la corriente a grandes zancadas. Mis lanceros, ansiosos de noticias, salieron de las cabañas tras sus pasos, pero quedaron fuera de la casa cuando su druida desapareció por el bajo dintel de la puerta.

Pasó por nuestro lado sin saludarnos siquiera, Nimue lo siguió y, cuando entramos Ceinwyn y yo, ya estaban acuclillados junto al fuego. Merlín tendió las manos hacia las llamas y dejó escapar un largo suspiro. No pronunció palabra y no le preguntamos por las nuevas. Me senté, como él, junto al hogar mientras Ceinwyn guardaba la liebre a medio descuartizar en un recipiente y se limpiaba las manos de sangre. Hizo un gesto a Scarach y a las siervas para que salieran de la casa y se sentó a mi vera.

Merlín se estremeció y luego pareció relajarse. Su larga espalda se fue encorvando a medida que echaba el cuerpo hacia delante y cerraba los ojos. Así permaneció durante largos instantes, con el rostro cetrino surcado de arrugas profundas y la barba deslumbrantemente blanca. Como todos los druidas, se afeitaba la parte frontal del cráneo, pero aquel día la tonsura estaba cubierta de una fina capa de pelo cano, señal del largo tiempo que llevaba viajando, sin cuchilla ni espejo de bronce. Se le veía viejo, incluso débil, agazapado allí junto al fuego.

Nimue, sentada frente a él, tampoco abría la boca. Se levantó una vez y descolgó a Hywelbane de los clavos de los que pendía en la viga central y vi que sonreía al reconocer los dos huesos incrustados en la empuñadura. La desenvainó y la sostuvo sobre las ascuas humeantes hasta que el acero se cubrió de hollín, y luego, con una astilla, arañó cuidadosamente una inscripción. Las letras no eran como las que ahora utilizo yo, comunes a nuestra escritura y la de los sajones, sino antiguos caracteres mágicos, simples palotes cruzados, patrimonio exclusivo de druidas y brujos. Arrimó la vaina al muro y volvió a colgar la espada, pero no explicó el significado de la inscripción. Merlín no reparó en ella.

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