Salí de la cama y me acerque al ventanal. La vista era reducida. Un patio interior con tragaluces y muros embaldosados que llegaban hasta el cuarto piso, el de mi celda. No había mucho que hacer por este lado. Alf había cerrado la puerta con llave, pero fui a probar por las dudas. Lo que había en la habitación no me sugirió nada. Parecía un cuarto de hotel de tercera categoría. Aunque sólo quedaba la cama.
Volví a sentarme y reflexioné un rato. Quizá podía saltar sobre Alf, aun con esas ataduras, siempre que el hombre no tuviese un cuchillo. Pero probablemente tenía uno, y eso sería desagradable. Un ciego no perdería tiempo en amenazarme con un cuchillo; lo usaría seguramente para deshacerse de mí. Además, no podía saber con cuántos tendría que cruzarme antes de dejar el hotel. Y no deseaba por otra parte hacerle daño a Alf. Parecía más prudente esperar una oportunidad… la que puede llegarle a un hombre normal entre ciegos.
Alf regresó una hora más tarde con un plato de comida, una cuchara y más té.
—No muy apropiado —se disculpo—. Pero ellos dijeron que nada de cuchillos o tenedores, así que tendrá que arreglárselas con esto.
Mientras devoraba la comida, le pregunte por los otros. No pudo decirme mucho, y no conocía los nombres, pero descubrí que entre los que habían traído había también algunas mujeres. Enseguida volví a quedarme solo durante algunas horas, tiempo que aproveché para dormir y tratar de librarme de aquel dolor de cabeza.
Cuando Alf reapareció con más comida y el inevitable cacharro de té, lo acompañaba el hombre llamado Coker. Llevaba bajo el brazo un fajo de papeles. Me miró inquisitivamente.
—¿Ya está enterado? —me preguntó.
—Sé lo que me dijo Alf —le respondí.
—Muy bien.
Coker arrojó los papeles sobre el lecho, tomó el que estaba encima y lo desdobló. Era un plano de Londres y la zona suburbana. Señaló con el dedo un área que comprendía Hampstead y Swiss Cottage, bordeada por una gruesa línea de lápiz azul.
—Esta es su zona —me dijo—. Su grupo trabajará aquí, y en ninguna otra parte. Hay que evitar que todos vayan a los mismos almacenes. Su tarea será la de encontrar comida en esa área. Eso es todo lo que necesitan. ¿Me entiende?
—¿O qué? —le pregunté mirándolo.
—O tendrán hambre. Y si eso ocurre, peor para usted. Algunos de los muchachos son un poco toscos, y ninguno se toma esto como una diversión. Mañana a la mañana los llevaremos a usted y los demás en camiones. Después de eso, dependerá de usted que el grupo siga con vida, hasta que llegue alguien a arreglar las cosas.
—¿Y si no viene nadie? —le pregunté.
—Alguien
tiene
que venir —dijo Coker sombríamente—. De cualquier modo, ése es su trabajo… Y recuerde que no tiene que salir de su zona.
Detuve a Coker cuando estaba a punto de marcharse.
—¿Tienen con ustedes a una señorita Playton? —le pregunté.
—No conozco el nombre de ninguno —me dijo.
—Rubia. Algo más de uno sesenta de estatura, ojos azules grisáceos —precisé.
—Hay una muchacha de ese tamaño, y rubia. Pero no me fijado en sus ojos. Tengo cosas más importantes que hacer —dijo Coker, y salió de la habitación.
Estudié el mapa. El distrito que me había tocado en suerte no me entusiasmaba demasiado. Era en parte un barrio bastante saludable, de veras, pero en aquellas circunstancias yo hubiera preferido un lugar donde hubiese más depósitos y almacenes. Y era indudable que no habría allí ninguna tienda de comestibles importante. Pero, como hubiese dicho Alf, «no todos pueden sacarse la lotería», y además yo tenía el propósito de quedarme allí el menor tiempo posible.
Cuando Alf apareció de nuevo, le pregunté si llevaría una nota a Josella. Alf sacudió la cabeza.
—Lo siento, compañero. No está permitido.
Le prometí que sería una nota inocente, pero no se conmovió. No podía acusarlo. No tenía por qué confiar en mí, y no podía leer la nota para comprobar si era de veras tan inocente. Además, yo no tenía ni lápiz ni papel, así que tuve que renunciar. Después de un rato, Alf consintió en hacerle saber a Josella que yo estaba allí, y en preguntarle el nombre del distrito a donde iban a enviarla. Alf no tenía muchas ganas de hacerlo, pero al fin reconoció que si aquel desbarajuste llegaba a arreglarse, me sería más fácil encontrarla si sabía cómo iniciar la búsqueda.
Después de eso no me quedó otra compañía que la de mis propios pensamientos.
Ninguna de aquellas dos posibilidades me entusiasmaba de veras. Desgraciadamente veía defectos en ambos lados. Sabía que el tiempo y el sentido común apoyaban a Michael Beadley. Si su plan se hubiera puesto en marcha, Josella y yo los hubiésemos acompañado, sin duda, y hubiésemos trabajado con ellos. Pero yo sabía, sin embargo, que no hubiera sido muy fácil. No estaba todavía seguro de que nada se pudiese hacer por el buque náufrago, ni de que algún motivo razonable hubiese decidido mi elección. Si no iba a llegar ninguna ayuda, entonces el punto de vista más inteligente era el de tratar de salvar lo que todavía podía salvarse. Pero, afortunadamente, la inteligencia no es de ningún modo lo único que guía los asuntos humanos. Yo no me oponía totalmente a esos principios que según el viejo doctor eran tan difíciles de romper. El hombre tenía razón acerca de la dificultad de adoptar nuevas normas. Si, por ejemplo, llegase milagrosamente algún alivio, me sentiría como un cobarde por haberme alejado —cualquiera fuese la causa—, y me despreciaría de veras por no haberme quedado en Londres a ayudar hasta donde fuera posible.
Pero si, por otra parte, no ocurría eso, ¿cómo me sentiría por haber malgastado mi tiempo y mis esfuerzos mientras otras gentes de mayor fortaleza estaría iniciando ya una nueva vida?
Tenía que decidirme de una vez para siempre. Pero no podía hacerlo. La balanza se inclinaba a un lado y a otro. Horas más tarde caí dormido, y la balanza seguía todavía oscilando.
No era posible saber qué había decidido Josella. Yo no había recibido ningún mensaje aclaratorio. Alf había metido la cabeza en el cuarto, durante la noche, y me había dicho brevemente:
—Westminster. No creo que vayan a encontrar mucha comida en el Parlamento.
La entrada de Alf me despertó temprano a la mañana siguiente. Venía acompañado por un hombre corpulento, de ojos inquietos, que esgrimía un cuchillo de carnicero con una innecesaria ostentación. Alf dio un paso adelante y arrojó un lío de ropas sobre la cama. Su compañero cerró la puerta y se apoyó contra ella, observándome con una mirada astuta.
—Extienda las manos, compañero —dijo Alf.
Alargué las manos. Alf tanteó buscando los alambres y los cortó con una tenaza.
—Ahora póngase ese traje —me dijo, dando un paso atrás.
Me vestí mientras el hombre del cuchillo seguía cuidadosamente todos mis movimientos. Cuando terminé, Alf sacó un par de esposas.
—Ahora esto —me dijo.
Titubeé. El hombre de la puerta dejó de balancearse y adelantó el cuchillo. Este era para él, indudablemente, el momento interesante. Decidí que no era, por lo mismo, el momento de intentar algo. Extendí las muñecas. Alf tanteó alrededor y me puso las esposas. Luego salió y me trajo el desayuno.
Dos horas más tarde volvió a aparecer el otro hombre, exhibiendo el cuchillo. Señaló con él la puerta.
—Vamos —dijo. Era la primera palabra que yo le oía. Sintiendo en la espalda el contacto poco tranquilizador del cuchillo, descendimos unas escaleras y cruzamos el vestíbulo. En la calle esperaban dos camiones cargados. Coker estaba con otros dos hombres junto a la parte trasera de uno de ellos. Me indicó que me acercase. Sin decirme nada me pasó una cadena por las esposas. En cada extremo había una correa. Una de ellas rodeaba ya la muñeca izquierda de un ciego corpulento. Coker ató la segunda correa a la muñeca derecha de otro hombre, de modo que yo quedaba entre los dos. No dejaban nada al azar.
—Si yo fuera usted —me recomendó Coker— no intentaría nada. Pórtese bien y ellos harán lo mismo.
Los tres subimos torpemente al camión, y nos pusimos en marcha.
Paramos no muy lejos de Swiss Cottage y bajamos de los camiones. Veinte personas, por lo menos, se arrastraban aparentemente sin meta a lo largo de las calzadas. Al oír el ruido de los motores todos volvieron las cabezas con una expresión de incredulidad; luego comenzaron a acercarse esperanzadamente, llamándonos. Los conductores de los camiones nos gritaron que volviéramos a subir. Retrocedieron, giraron y escapamos por donde habíamos venido. La gente que se acercaba se detuvo. Uno o dos gritaron algo; la mayoría volvió; silenciosa y desanimadamente a su vagabundeo. Una mujer, a unos cincuenta metros de distancia, rompió en un llanto histérico y comenzó a golpearse la cabeza contra una pared. Me sentí enfermo.
Me volví hacia mis acompañantes.
—Bueno, ¿qué quieren ante todo? —les pregunté.
—Alojamiento —dijo uno—. Tenemos que encontrar algún sitio donde descansar.
Reconocí que tenía que encontrarles eso por lo menos. No podía escapar y abandonarlos a su suerte en cualquier sitio. Ya que habíamos llegado hasta allí, no podía dejar de buscarles algo así como unos cuarteles, un centro de operaciones. Lo más conveniente sería un lugar donde fuera posible alojarse, almacenar los productos, comer, y mantener el grupo unido. Los conté. Eran cincuenta y dos, incluyendo catorce mujeres. Lo mejor sería encontrar un hotel, así no habría que salir en busca de camas y ropas.
Encontramos una especie de magnífica casa de huéspedes formada por cuatro edificios victorianos unidos entre sí, y donde sobraban las comodidades. En el interior de la casa, había una media docena de personas. Dios sabe qué había pasado con los demás. Los seis restantes se amontonaban asustados en un sofá: un viejo, una mujer mayor (que resultó ser la encargada de la casa), un hombre de mediana edad, y tres niñas. La encargada tuvo bastante presencia de ánimo como para amenazarnos, pero su frialdad, aunque mostrase los modales más severos de su oficio, no era mucha. El viejo trató de apoyarla emitiendo algunas jactancias. El resto no hizo nada, salvo volver nerviosamente las caras hacia nosotros.
Les expliqué que íbamos a instalarnos en la casa. Si no les gustaba, podían irse; si, en cambio, preferían quedarse, y compartir con equidad lo que encontrásemos, estaban en libertad de hacerlo. El grupo no pareció muy complacido. Su reacción sugería que allí, en la casa, tenían algunas provisiones que no querían compartir. Cuando comprendieron que pensábamos aumentar las reservas, la actitud de todos cambio perceptiblemente, y se dispusieron a sacar todo el provecho posible.
Decidí que tenía que quedarme un día o dos hasta que todos estuvieran perfectamente instalados. Sospeché que Josella estaría sintiendo lo mismo con respecto a su grupo. Hombre ingenioso, ese Coker… Estaba seguro de que no íbamos a dejar caer el bebé. Pero yo me escaparía, y me uniría a Josella.
Durante los próximos dos días saqueamos sistemáticamente los mayores almacenes de los alrededores, sucursales casi todos de los almacenes del centro, y no muy grandes por lo tanto. En su mayoría ya habían sido visitados por otros. Los frentes estaban en muy mal estado. Habían destrozado las ventanas, y en los pisos, entre los vidrios, había unas cajas a medio abrir y unos paquetes rotos que habían desilusionado a sus descubridores, y que formaban ahora una masa pegajosa y maloliente. Pero por lo común el daño era superficial y las pérdidas de poca importancia. Los cajones de mayor tamaño, en el interior y en el fondo de los almacenes, estaban intactos.
No era nada fácil, para hombres ciegos, acarrear y manejar cajones y cargarlos en carros de mano. Además, había que llevarlos hasta nuestro refugio, y almacenarlos allí… Pero la práctica repetida pronto les dio cierta habilidad.
El impedimento más grande era la necesidad de mi presencia. Poco o nada podía hacerse sí yo no estaba allí, dirigiéndolos. Era imposible usar más de un grupo a la vez, aunque hubiésemos podido utilizar por lo menos a doce. Nada marchaba tampoco en el hotel mientras yo estaba fuera a cargo de alguna patrulla. Además, las horas que yo empleaba en visitar y examinar el distrito eran tiempo perdido para los otros. Dos hombres normales hubiesen hecho más del doble del trabajo.
Una vez iniciadas las tareas del día, yo estaba demasiado ocupado como para pensar en otra cosa, y demasiado cansado por la noche como para no dormirme tan pronto como ponía la cabeza en la almohada. Una y otra vez me decía a mí mismo: «Mañana a la noche tendrán ya bastantes provisiones, las suficientes como para que puedan seguir solos por un tiempo. Entonces me escapare, y buscare a Josella».
Todo aquello estaba muy bien, pero yo postergaba indefinidamente mi decisión y cada vez se me iba haciendo más difícil. Algunos habían comenzado ya a ponerse prácticos, pero nada podía hacerse todavía —desde buscar las casas de comestibles hasta abrir las latas— sin mi presencia. Parecía, tal como iban las cosas, que yo me estaba haciendo más, y no menos, indispensable.
No era culpa de ellos. Y eso era lo peor. Algunos ponían toda su voluntad. Sólo observarlos bastaba para que la idea de una huida se me hiciese más y más imposible. Me pasaba las horas maldiciendo a Coker por haberme metido en esta situación… pero eso no me ayudaba a solucionarla. Al fin me sorprendía a mí mismo preguntándome cómo terminaría todo esto.
Vislumbré por primera vez el fin, aunque apenas lo reconocí como tal, en la cuarta mañana —o quizá fue la quinta—, en el momento de salir. Una mujer nos gritó desde las escaleras que había dos enfermos arriba; bastante graves aparentemente.
A mis dos perros guardianes no les gustó la noticia.
—Escuchen —dije—. Ya he tenido bastante de este asunto de la cadena. Sin ella trabajaríamos mejor.
—¿Para que se escape y se junte con su vieja pandilla? —dijo alguien.
—No trato de engañarlos —dije—. Podía haberme librado de este par de gorilas en cualquier momento del día o de la noche. No lo he hecho porque no tengo nada contra ellos. Aunque me molestan bastante.
—Este… —comenzó a exponer uno de mis guardias.
—Pero —continué— si no me dejan ver a esa gente, que estos dos se preparen a recibir un buen golpe.
Los dos hombres me comprendieron enseguida; pero cuando llegamos al cuarto, se quedaron tan lejos como se los permitió la extensión de la cadena. Los enfermos resultaron ser dos hombres, uno joven, otro de mediana edad. Los dos tenían una fiebre muy alta y se quejaban de dolores en el vientre. Yo no sabía mucho de todo eso, pero no lo necesitaba para sentirme preocupado. No se me ocurrió otra cosa que ordenar que los llevaran a alguna casa vacía, y decirle a una de las mujeres que tratara de atenderlos lo mejor posible.