El día de los trífidos (16 page)

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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El día de los trífidos
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—¿Cuántos crees que decidirán venir con nosotros? —le pregunté a Josella.

La muchacha miró alrededor.

—Casi todos… mañana por la mañana.

Sentí ciertas dudas. Había muchas objeciones y argumentos. Josella dijo:

—Si fueras una mujer que va a pasarse una hora o dos antes de dormir pensando si elegirá tener hijos y una organización que cuide de ella, o se adherirá a principios que pueden significar muy bien nada de hijos y además el desamparo, no tendrías ninguna duda. Y al fin y al cabo la mayor parte de las mujeres quiere tener hijos, sea como sea. El marido es sólo lo que el doctor Vorless llamaría el medio local para un fin.

—Me parece que hay un poco de cinismo en esa frase.

—Si crees realmente que hay aquí cinismo debes ser muy sentimental. Estoy hablando de mujeres reales, no de las que pueblan el mundo de las revistas cinematográficas.

—Oh —dije.

Josella se quedó pensativa durante un rato, y fue frunciendo gradualmente el ceño:

—Me preocupa otra cosa. ¿Cuántos hijos esperarán de una? Me gustan los niños, es cierto, pero hay límites.

El debate siguió ásperamente durante una hora, o algo así, y al fin se cerró. Michael pidió que los que querían unirse a su plan dejaran sus nombres en su oficina antes de las diez de la mañana del día siguiente. El Coronel ordenó que todos los que supieran conducir camiones se presentaran ante él a las siete de la mañana. Luego se levantó la sesión.

Josella y yo salimos a dar un paseo. Era una noche templada. La luz de la torre volvía a apuntar esperanzadamente al cielo. La luna acababa de aparecer sobre el Museo Británico. Encontramos una pared baja y nos sentamos en ella y observamos las sombras de la plaza y escuchamos el débil sonido del viento en las ramas de los árboles. Fumamos un cigarrillo casi en silencio. Cuándo llegué al fin del mío, lo arrojé lejos y eché una bocanada.

—Josella —dije.

—¿Mm? —me respondió, sin abandonar del todo sus pensamientos.

—Josella —dije otra vez—. Este… esos niños. Yo… este… me sentiría muy orgulloso y feliz si pudieran ser míos tanto como tuyos.

Durante un rato Josella no se movió; no dijo nada. Al fin volvió la cabeza. La luz de la luna resplandecía sobre su pelo rubio, pero tenía la cara y los ojos en sombra. Esperé mientras el corazón me golpeaba en el pecho y sentía una casi enfermiza inquietud. Josella dijo con una calma que, me sorprendió:

—Gracias, Bill, querido. Creo que yo sentiría lo mismo.

Suspiré. Los latidos de mi corazón no se apaciguaron mucho, y vi que me temblaba la mano cuando tomé la de Josella. No sabía qué decir, por el momento. Josella, en cambio, sí.

—Pero no es tan fácil, ahora.

Di un salto.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Creo que si yo fuese ellos —dijo pensativa y señalando la torre con la cabeza—, establecería una regla. Dividiría a todos en grupos. Diría que todo hombre que se casara con una mujer normal debería tomar también a dos muchachas ciegas. Eso haría.

Miré fijamente su rostro en la sombra.

—No hablas en serio —protesté.

—Temo que sí Bill.

—Pero, oye…

—De lo que ellos decían se deduce que piensan algo parecido.

—Es posible —admití—. Pero que establezcan esa regla es otra cosa. No veo…

—¿Quieres decir que no me quieres lo bastante como para tomar a otras dos mujeres?

Tragué saliva. Y objeté además:

—Mira. Todo esto es una locura. No es natural. Lo que sugieres…

Josella alzó una mano para que me callara.

—Escúchame un momento, Bill. Reconozco que sorprende un poco al principio, pero no es disparatado. Es muy claro, y no muy fácil.

»Todo esto —señaló con una mano los alrededores— me ha cambiado de algún modo. Es como si de pronto lo viese todo distinto. Y me parece ahora que aquellos que logren sobreponerse, se van a sentir más unidos, más dependiente los unos de los otros… bueno, más como una
tribu
.

»Durante todo el día he estado viendo a gente infortunada que va a morir muy pronto. Y durante todo el día me he estado diciendo a mí misma: «Gracias a Dios…». Y añadía luego: «¡Pero esto es un milagro! No merezco más que cualquiera de ellos. Y sin embargo, ha ocurrido. Aquí estoy yo, todavía viva… de modo que ahora me toca a mí justificarme». De algún modo me he sentido más cerca que nunca del prójimo. Eso que me preguntara a mí misma, continuamente, cómo podía ayudarlos.

»Comprende, algo tenemos que hacer para justificar ese milagro, Bill. Yo pude haber sido cualquiera de esas muchachas ciegas; tú pudiste haber sido cualquiera de esos hombres errantes. No es mucho lo que podemos hacer. Pero si protegemos a unos pocos y les damos toda la felicidad posible, devolveremos algo de lo que hemos recibido, una pequeña parte. Tú también lo ves así, ¿no es cierto, Bill?

Pensé en todo eso un minuto o más.

—Creo —dije— que éste es el argumento más extraño que haya oído hoy… o nunca. Y sin embargo…

—Y sin embargo es verdad, ¿no es cierto, Bill? Sé que es verdad. He tratado de ponerme en el lugar de una de esas muchachas ciegas, y he comprendido. Todas las posibilidades que ellas puedan tener dependen de nosotros. ¿Les daremos eso como parte de nuestra gratitud o nos lo guardaremos todo en nombre de los prejuicios que nos han inculcado? Eso es lo que importa.

Me quedé callado durante un rato. Era indudable que Josella había hablado muy en serio. Medité en los recursos puestos en práctica por mujeres decididas y rebeldes como Florence Nightingale y Elisabeth Fry. Nada se puede hacer contra mujeres como ésas… y muy a menudo resulta que ellas han tenido razón después de todo.

—Muy bien —dije al fin—. Si tú crees que así debe ser. Pero espero…

Josella me interrumpió.

—Oh, Bill, sabía que habías entendido. Oh, estoy contenta… tan contenta. Me has hecho tan feliz.

Hubo una pausa y dije otra vez.

—Espero que…

Josella me golpeó una mano, tranquilizándome.

—No tienes por qué preocuparte, querido. Elegiré dos muchachas hermosas e inteligentes.

—Oh —dije.

Nos quedamos sentados allí, en la pared, tomados de la mano, mirando los árboles salpicados por la luna, pero sin verlos mucho. Yo, por lo menos, miraba sin ver. De pronto, en el edificio, detrás de nosotros, alguien puso en marcha un gramófono, con un vals de Strauss, La música sonó en el patio vacío con una dolorosa nostalgia. Por un instante la calle ante nosotros se convirtió en el fantasma de un salón de baile; un torbellino de color, con la luna como candelero de cristal.

Josella descendió de la pared. Con los brazos extendidos, las muñecas y los dedos ondeantes, balanceando el cuerpo, Josella bailó, flotando en el aire como un hilo de seda, en un gran círculo a la luz de la luna. Dio la vuelta y llegó otra vez a mí con los ojos brillantes y llamándome con los brazos.

Y bailamos, en la orilla de un ignorado futuro, con el eco de un desvanecido pasado.

8
Frustración

Yo caminaba por una ciudad desierta y desconocida donde sonaba una lúgubre campana y una voz sepulcral e incorpórea llamaba en el vacío: «¡La bestia anda suelta! ¡Cuidado! ¡La bestia anda suelta!». Desperté y descubrí que estaba sonando una campana de veras. Era una campana que emitía un doble tañido de bronce, tan duro y alarmante que durante un momento no pude recordar dónde estaba. Me senté, todavía soñoliento, y oí unos gritos: «¡Fuego!». Salté al suelo, y sin vestirme salí al corredor. Había olor a humo, y se oían unos pies apresurados y el golpear de unas puertas. La mayor parte del ruido parecía venir de mi derecha donde seguía sonando la campana, y desde donde llamaban aquellas voces, así que doblé hacia allí, sin dejar de correr. La luz de la luna se filtraba por los ventanales del fondo con suficiente intensidad como para que yo pudiese correr por el medio del pasillo, evitando así a los que tanteaban las paredes.

Llegué a las escaleras. La campana tañía aún en el vestíbulo. Bajé tan rápidamente como pude, a través del humo cada vez más espeso. Cuando estaba casi al pie de las escaleras, tropecé y caí hacia delante. Las débiles sombras se convirtieron en una oscuridad repentina en la que una luz estalló como una nube de agujas. Y luego, nada.

Cuando abrí los ojos, lo primero que sentí fue un dolor de cabeza. Enseguida vi un resplandor. Al principio me encegueció, como la luz de un faro, pero cuando miré otra vez, entrecerrando cuidadosamente los ojos, descubrí que era solo una ventana común. Yo estaba tendido en una cama, pero no me senté para tratar de averiguar algo más; un pistón que golpeaba en el interior de mi cabeza se oponía a que intentase cualquier clase de movimiento. Así que me quede tranquilo y comencé a estudiar el cielorraso, hasta que descubrí que tenía las manos atadas y juntas.

Esto me sacó de mi letargo, a pesar del dolor de cabeza. La atadura era un trabajo bien hecho. No me lastimaba, pero era de veras eficiente. Varias vueltas de cable me envolvían las muñecas, y el complicado nudo estaba colocado de tal modo que me era imposible alcanzarlo con la boca. Lancé unas cuantas maldiciones y miré a mi alrededor. El cuarto era pequeño y no había en él otra cosa que mi cama.

—¡Eh! —llame—. ¿No hay nadie aquí?

Aproximadamente medio minuto después se oyó el rumor de unos pies que venían arrastrándose por el pasillo. Se abrió la puerta, y apareció una cabeza. Era una cabeza pequeña, coronada por una gorra de fieltro. El hombre tenía una corbata muy gruesa, y la sombra de una barba crecida le cruzaba la cara. No me miraba directamente, pero volvía el rostro hacia mí.

—Hola, compañero —me dijo, con bastante amabilidad—. ¿Así que se despertó? Espere un poco y le traeré un poco de té. —Y el hombre desapareció de nuevo.

La recomendación de que esperara era superflua, pero el hombre no tardó mucho. Volvió al cabo de unos minutos, trayendo un cacharro de estaño con un poco de té.

—¿Dónde está? —me preguntó el hombre.

—Justo frente a usted, en la cama —le dije.

El hombre se adelantó con la mano extendida, hasta que tocó el pie de la cama; luego caminó alrededor y extendió el cacharro.

—Tome, compañero. Sabe un poco raro, pues el viejo Charlie le echo un poco de ron, pero creo que eso no le molestará.

Tomé el cacharro, sosteniéndolo con un poco de dificultad entre las manos atadas. El té era fuerte y dulce, y no habían escatimado el ron. El gusto era quizá un poco raro, pero a mí me pareció el elixir de la vida.

—Gracias —dije—. Es usted un hacedor de milagros. Me llamo Bill.

El hombre dijo llamarse Alf.

—¿Qué es esto, Alf? ¿Qué pasa aquí? —le pregunté.

Se sentó en la cama y sacó un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas. Tomé uno, encendí primero el de Alf, luego el mío, y le devolví la caja de cerillas.

—Ya verá, compañero —me dijo Alf—. Sabrá que hubo un alboroto ante las puertas de la Universidad ayer a la mañana. Quizá estaba usted allí.

Le dije que lo había visto todo.

—Bueno, cuando aquello terminó, Coker —el que dijo el discurso— estaba muy enojado. «Muy bien» dijo, de bastante mal humor. «El hijo de… lo ha pedido. Se lo expliqué claramente. Ahora tendrán que atenerse a las consecuencias». Bueno, nos reunimos con un par de otros compañeros y una vieja que todavía podía ver, y arreglamos todo. Un hombre de veras, ese Coker.

—¿Quiere decir… que Coker fraguó el asunto? ¿Qué no hubo ningún incendio ni nada?

—¿Incendio? ¡Mí tía! Provocaron un cortocircuito o dos, pusieron fuego a unos papeles y maderas en el vestíbulo, e hicieron funcionar la campana. Sabíamos que los que podían ver saldrían primero, ya que había un poco de luna. Y así fue. Coker y otro compañero los desmayaban a medida que aparecían, y nos los pasaban a nosotros para que los metiésemos en el camión. Tan fácil como beberse un vaso de agua.

—Hum —dije, tristemente—. Un hombre hábil, ese Coker. ¿Cuántos cayeron en la trampa?

—Yo diría que un par de docenas, aunque resultó que cinco o seis eran ciegos. Cuando ya no cabían más en el camión, escapamos de allí, dejando a los otros.

Cualquiera que fuese la idea de Coker, era evidente que Alf no nos tenía ninguna animosidad. Parecía considerarlo todo como un deporte. Encontré un poco difícil clasificar el asunto de este modo, pero me saqué el sombrero ante Alf. Me parecía que en su lugar yo no me habría sentido con bastante ánimo como para considerarlo un deporte. Terminé el té, y acepté otro cigarrillo.

—¿Y cuál es el programa ahora?

—Coker piensa repartirnos y poner a uno de ustedes al frente de cada grupo. Tendrán que encargarse de la comida, y hacer de lazarillos. Así podremos mantenernos hasta que venga alguien a terminar con esta situación.

—Ya veo —dije.

Alf volvió la cabeza hacia mí. No era tonto. Yo no pensaba que el tono de mi voz hubiese revelado tanto.

—¿Cree que eso va a tardar mucho?

—No sé. ¿Qué dice Coker?

Coker, parecía, no había dado mayores detalles. Alf tenía su propia opinión sin embargo.

—Si me lo pregunta, le diré que no creo que alguien venga. Si no, ya estaría aquí. Sería diferente si estuviésemos en un pueblecito de campaña. ¡Pero en Londres! Es indiscutible que ya habrían llegado. No, no han venido todavía, y eso significa que
nunca
vendrán, o sea que no hay nadie que pueda venir. ¿Quién iba a pensar que iba a ocurrir algo parecido?

No dije nada. Alf no era de los que pueden recibir fácil consuelo.

—¿Usted piensa lo mismo, no es cierto? —me dijo.

—No tiene muy buena cara —admití—. Pero hay todavía una posibilidad… gente del extranjero.

—Ya habrían llegado. Ya estarían recorriendo las calles con altoparlantes diciendo lo que tenemos que hacer. No amigo, todo es inútil. Nadie va a venir, de ninguna parte. Esa es la realidad.

Estuvimos callados un rato.

—Oh, bueno, no fue una vida muy mala mientras duró —dijo Alf al fin.

Hablamos un poco de su vida. Había tenido varios empleos, y a todos parecía haberle sacado un provecho especial.

—De un modo o de otro nunca pasé miserias —concluyó Alf—. ¿En qué trabajaba usted?

Se lo dije. No se impresionó mucho.

—¿Trífidos, eh? Bastante desagradables. No tan simples como algunos piensan.

No discutimos el asunto.

Alf se fue, dejándome a solas con mis pensamientos y con un paquete de cigarrillos. Examiné las perspectivas, y no pude sacar muchas conclusiones. Me pregunté que estarían pensando los otros, particularmente Josella.

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