Aquel fue el primer retroceso del día. El siguiente, de especie muy distinta, ocurrió alrededor de las doce.
Habíamos vaciado todas las tiendas de comestibles de los alrededores, y yo había decidido que nos alejásemos un poco. Creí recordar que encontraríamos otra calle comercial a un kilómetro, en la parte norte del barrio, así que nos dirigimos hacia allí. Encontramos las tiendas, es cierto, pero también algo más.
Los vi tan pronto como doblamos la esquina. Frente a la sucursal de un almacén un grupo de hombres estaba sacando unos cajones a la calle, y los metían luego en un camión. Si no fuese por el vehículo, diferente del nuestro, yo podía estar viendo muy bien a mi propia patrulla. Detuve a mi grupo, de unos veinte hombres, preguntándome qué línea de conducta tendríamos que seguir. Yo me sentía inclinado a emprender la retirada y evitar todo conflicto posible buscando otro sitio libre de competidores. No tenía sentido meterse en dificultades cuando había tanta comida distribuida por diversos almacenes. Pero no me toco a mí decidir la cuestión. Titubeaba yo todavía, cuando un joven pelirrojo apareció confiadamente en la puerta de la tienda. No había duda de que era capaz de ver o, un momento más tarde, de que nos había visto.
El joven no mostró la misma indecisión que yo. Metió rápidamente una mano en el bolsillo. Un instante después una bala golpeaba el muro, a mi lado.
Hubo un breve cuadro vivo. Mis hombres y los del joven pelirrojo volvieron unos hacia otros los ojos ciegos, tratando de comprender qué pasaba. Luego el joven hizo fuego otra vez. Creo que apuntó contra mí, pero la bala tocó al hombre atado a mi mano izquierda. Este gruñó, como sorprendido, y se dobló sobre sí mismo con una especie de suspiro. Retrocedí hasta doblar la esquina arrastrando al otro perro guardián.
—Rápido —le dije—. Déme la llave de estas esposas. Así no puedo hacer nada.
Mi guardián se limito a sonreír con superioridad. Era un hombre de una sola idea.
—Oh —dijo—. Déjese de historias. No me va a engañar.
—En nombre de Dios, maldito payaso… —dije, y tiré de la cadena trayendo hacia nosotros el cuerpo del perro guardián número uno, para que nos protegiese.
El hombre trajo a colación diversos argumentos. Sabe Dios qué sutilezas me estaba atribuyendo su sombría inteligencia. La cadena estaba bastante floja ahora como para que yo pudiese alzar los brazos. Así lo hice. Martillé con mis dos puños la cabeza del hombre y ésta chocó contra la pared con un crujido. Las discusiones terminaron. Encontré la llave en un bolsillo lateral.
—Escúchenme —dije al resto—. Vuélvanse, todos, y caminen en línea recta. No se separen o las pasarán mal. Adelante.
Abrí una de las esposas, me libré de la cadena, y me metí en un jardín saltando por encima de un muro. Me agaché allí mientras me sacaba la otra esposa. Luego crucé el jardín para espiar cautelosamente desde el rincón más lejano del muro. El joven de la pistola no había corrido detrás de nosotros como yo lo había esperado. Estaba aún con su grupo, dando instrucciones. ¿Y por qué habría de apresurarse? Como no habíamos respondido a sus disparos el hombre había comprendido que no llevábamos armas, y además no podíamos alejarnos con mucha rapidez.
Cuando terminó de dar sus órdenes, el joven caminó confiadamente por el medio de la calle hasta un punto desde donde podía ver a mi grupo en retirada. Luego comenzó a seguirlo. En la esquina se detuvo a observar a mis dos caídos perros guardianes. La cadena le sugirió quizá que uno de ellos era el lazarillo de la banda, pues se guardó la pistola en el bolsillo y empezó a seguir al resto de mis hombres de un modo descuidado.
Esto no era lo que yo esperaba, y tardé un minuto en comprender su plan. Al fin me di cuenta de que el hombre pensaba seguir al grupo hasta nuestros cuarteles, y ver qué podía recoger allí. El pelirrojo, tuve que admitirlo, decidía más rápidamente que yo ante lo inesperado, o había concedido una mayor atención previa al estudio de las presuntas posibilidades. Me alegré de haberle dicho a mi grupo que siguiese en línea recta. Se cansarían probablemente después de un rato, pero ninguno de ellos sería capaz de encontrar el camino que llevaba al hotel, y no guiarían al hombre. Mientras no se separaran, yo podría recogerlos más tarde sin mayores dificultades. El problema inmediato era qué hacer con un hombre que tenía una pistola y que no se resistía a usarla.
En algunas partes del mundo uno podría haber entrado en una casa cualquiera y apoderarse de un arma conveniente. Hampstead no era nada de eso, sino un barrio muy respetable, por desgracia. Quizá había un rifle en alguna parte, pero había que buscarlo. Sólo podía hacer una cosa: no perder de vista al pelirrojo con la esperanza de que se me presentara alguna oportunidad favorable. Arranqué la rama de un árbol, volví a saltar sobre el muro, y comencé a tantear mi camino a lo largo de la acera, pareciéndome, confié, a uno de los tantos ciegos que yo había visto en las calles.
La calle corría en línea recta cierto trecho. El joven pelirrojo se encontraba a unos cincuenta metros de mí, y mi grupo a otros cincuenta metros del joven. Continuamos así casi un kilómetro. Observé aliviado que ninguno de los que formaban el grupo trataba de doblar por una de las calles que llevaban al hotel. Estaba preguntándome cuanto tiempo pasaría antes que mis hombres decidiesen que ya se habían alejado bastante, cuando ocurrió un accidente inesperado. Un hombre que había estado quedándose atrás se paró en medio de la calle, soltó el bastón, y se dobló tomándose el vientre con las manos. Al fin cayó al suelo, y allí se quedó, agitándose de dolor. Los otros no esperaron por él. Tenían que haber oído sus gemidos, pero no tenían idea probablemente, de que pertenecía al grupo.
El joven miró la figura caída en el suelo, y titubeó. Cambió de dirección y cruzó la calle. Se detuvo a unos pocos centímetros del hombre y se quedó mirándolo, con los ojos bajos. Durante quizá un cuarto de minuto, lo examinó cuidadosamente. Luego con lentitud, pero con deliberación, sacó la pistola del bolsillo y le disparó a la cabeza.
La patrulla se detuvo al oír el disparo. Yo hice lo mismo. El joven no intentó acercarse al grupo. En realidad, parecía como si de pronto ya no le interesasen. Dio media vuelta, y comenzó a rehacer su camino. Recordé que yo tenía que interpretar mi papel y comencé a tantear otra vez con mi bastón. El joven pasó a mi lado sin mirarme, pero pude verle la cara: estaba preocupado, y sus labios dibujaban una mueca… Seguí adelante hasta que me encontré a una distancia prudencial, y luego corrí hacia mi grupo. Detenidos por el ruido del disparo, los hombres estaban discutiendo si seguirían o no.
Interrumpí la discusión diciéndoles que ahora que mis dos perros guardianes ya no me molestaban, íbamos a ordenar las cosas de otro modo. Yo iría en busca de un camión y estaría de vuelta dentro de unos diez minutos.
El encuentro con otra patrulla organizada había hecho nacer en mí cierta ansiedad, pero pronto descubrimos que nadie había invadido el hotel. La única novedad era que una mujer y otros dos hombres habían sido atacados por esos dolores de vientre y trasladados a una casa vecina.
Organicé de algún modo la defensa contra los merodeadores que podían presentarse mientras yo estaba ausente. Luego formé un nuevo grupo y partimos en un camión, esta vez en una dirección distinta.
Yo recordaba, de mis anteriores visitas a Hampstead, que la estación terminal de ómnibus estaba rodeada de un cierto número de almacenes y tiendas. Con ayuda de un mapa de la ciudad encontré el sitio sin mayores dificultades… Y no sólo lo encontré, descubrí también que estaba maravillosamente intacto. Salvo uno o dos escaparates rotos, parecía como si el barrio hubiese cerrado sus puertas en un fin de semana.
Pero había algunas diferencias. Ante todo, nunca había habido allí un silencio semejante, ni en sábados ni en domingos. Y en las calles se veían algunos cuerpos. Por ese entonces uno ya se había acostumbrado a no prestarles mucha atención. Yo, en realidad, me preguntaba cómo no nos encontrábamos con más. Probablemente la mayoría había buscado donde refugiarse, ya fuese por miedo o porque comenzara a sentirse demasiado débil. Por esta misma razón uno no se sentía muy inclinado a entrar en las residencias.
Detuve el camión frente a una tienda de provisiones y escuché unos instantes. El silencio cayó sobre nosotros como una manta. No se oía ni el sonido de un bastón: no se veía a nadie; nada se movía.
—Muy bien —dije—. Abajo, compañeros.
La puerta de la tienda se abrió fácilmente. Dentro encontramos varias ordenadas hileras de paquetes de manteca, quesos jamones, latas de azúcar, y otras cosas similares. Puse a trabajar a los hombres. Habían llegado a desarrollar cierta destreza, y se manejaban con más seguridad. Podía dejarlos solos durante un rato, así que fui a recorrer los fondos de la tienda y luego el sótano.
Mientras me encontraba abajo, examinando el contenido de unos cajones, oí unos gritos que venían de afuera. Casi enseguida unas desordenadas pisadas sacudieron el piso. Un hombre cayó cabeza abajo por la trampa. Pensé que estaba desarrollándose, allá arriba, una batalla con una banda rival. Pasé por encima del cuerpo tendido en el piso y subí lentamente por la escalerilla protegiéndome la cabeza con un brazo.
Lo primero que vi fue unas botas que se arrastraban por el piso, demasiado cerca, y que retrocedían hacía la trampa del sótano. Salí rápidamente para impedir que me aplastaran. Justo en ese momento vi que el vidrio del escaparate se hacía pedazos, y que tres hombres caían con él. Un largo látigo verde restalló sobre ellos alcanzando a uno de los hombres. Los otros dos se arrastraron entre las ruinas del escaparate y rodaron por el interior de la tienda. Sus cuerpos hicieron retroceder a los otros, y dos hombres más cayeron al sótano.
Me bastó vislumbrar aquel látigo para comprender qué pasaba. Durante el trabajo de aquellos últimos días casi me había olvidado de los trífidos. Subiéndome a un cajón pude ver por encima de las cabezas de los hombres. Alcancé a distinguir tres trífidos, uno en la calle, y dos más cerca en la acera. Cuatro hombres yacían allí, inmóviles. Comprendí entonces por qué estas tiendas estaban intactas y por qué no se veía a nadie en la vecindad. Al mismo tiempo me maldije a mi mismo por no haber examinado de más cerca los cuerpos que había visto en la calle. La marca de un aguijón hubiese bastado como advertencia.
—No se muevan —grité—. Quédense donde están.
Salté del cajón, di un empellón a los hombres que se encontraban en el borde de la trampa, y la cerré.
—Hay una puerta aquí atrás —les dije—. Salgan con tranquilidad.
Los dos primeros salieron ordenadamente. Luego un trífido envió su sibilante aguijón al interior de la tienda, a través del escaparate. Un hombre cayó dando un grito. El pánico se apoderó del resto, y me arrastraron con ellos. Hubo una confusión en el umbral. Detrás de nosotros un aguijón silbó dos veces antes que acabáramos de salir.
En la habitación trasera miré a mi alrededor, jadeando. Éramos siete.
—No se muevan —dije otra vez—. Estamos bien aquí.
Volví a la puerta. El fondo de la tienda estaba fuera del alcance de los trífidos… mientras se quedaran en la calle. Podía llegar sin peligro a la puerta de la trampa. La abrí. Los dos hombres que acababan de caer reaparecieron. Uno traía un brazo roto; el otro sólo se había lastimado, y maldecía.
El cuarto daba a un patiecito. En el otro extremo del patio, en una pared de ladrillos de unos dos metros y medio de altura, había una puerta. Yo había aprendido a ser precavido. En vez de dirigirme directamente hacía la puerta, subí al techo de unas dependencias de la casa. La puerta, según alcanzaba a ver, se abría a una callejuela que tenía el largo de la manzana. Estaba desierta. Pero del otro lado del muro, en el extremo más lejano de unos jardines, pude distinguir las copas de dos trífidos, inmóviles entre los matorrales. Podía haber otros. La pared por aquel lado era además más baja y los trífidos podían lanzar sus aguijones a través de la callejuela. Expliqué lo que ocurría a los otros.
—Bichos malditos, antinaturales —dijo uno—. Siempre odié a esos bastardos.
Volví a investigar. El edificio más próximo, del lado norte, resultó ser una casa donde se alquilaban automóviles. Tres de los coches estaban ya preparados. Fue una tarea difícil hacer pasar a los hombres por encima de los dos muros laterales, principalmente al que tenía el brazo roto, pero al fin lo conseguimos. De algún modo, también, logré meterlos en un gran
Daimler
. Cuanto todos estaban adentro, abrí las puertas que daban a la calle y corrí de vuelta hacia el coche.
Los trífidos no tardaron en mostrar su interés. Aquella increíble sensibilidad a los sonidos les dijo que algo ocurría. Mientras salíamos, un par de ellos ya estaba acercándose a la entrada. Nos lanzaron sus aguijones, pero éstos golpearon inútilmente las cerradas ventanillas. Giré bruscamente atropellando a uno y pasé por encima de él. Luego remontamos la calle en busca de un barrio menos peligroso.
Aquella noche fue para mí la peor de todas, desde la iniciación del desastre. Libre de mis dos guardias, me metí en un cuartito donde podía estar solo. Puse una hilera de seis velas encendidas encima de la chimenea, y me senté en un sofá tratando de pensar en todo lo que había pasado. Habíamos descubierto, al regresar, que un enfermo había fallecido. El otro estaba agonizando, indudablemente… y había otros cuatro casos. Al terminar la cena, había ya otros dos. Yo no sabia qué enfermedad podía ser ésa. Con la falta de servicios públicos, y tal como iba todo, podía ser muchas cosas. Pensé en el tifus, pero tenía la vaga idea de que el periodo de incubación era más largo… aunque saberlo con exactitud no habría representado ninguna diferencia. Sólo sabía que era algo bastante peligroso como para que aquel joven pelirrojo usara su pistola, y abandonase la idea de seguir a mis hombres.
Comenzó a parecerme que los beneficios que yo estaba rindiendo a mi grupo eran bastante discutibles. Había logrado mantenerlos con vida, alejarlos de una banda rival por una parte, y de los trífidos por otra. Ahora se presentaba esta enfermedad. Y, olvidándose de esto, sólo había impedido que se murieran de hambre un poco antes.
Tal como marchaban ahora las cosas, yo no veía qué camino podía tomar.
Y luego me acordé de Josella. Las mismas cosas, quizá peores, podían estar ocurriendo en su distrito.