—No es nada rígido —dijo Beadley— pero traten de acercarse a ella todo lo posible, y evitaremos, así, repeticiones inútiles. Que sea todo de la mejor calidad. Con respecto a la comida, concéntrense en el valor alimenticio en relación con el tamaño. Quiero decir que aunque los copos de maíz sean la pasión dominante de sus vidas, olvídenlos. Sugiero que se reduzcan a los grandes almacenes y a los mayoristas. —Beadley me sacó el papel y garabateó dos o tres direcciones—. Carnes en conserva y alimentos empaquetados, a eso se deben dedicar ustedes. Nada de sacos de harina, por ejemplo. Ya hay otros que se encargan de eso. —Miró pensativamente a Josella—. Trabajo pesado, me temo, pero por ahora no puedo ofrecerles nada más útil. Traten de hacer todo lo que puedan antes que oscurezca. Habrá aquí una reunión y discusión general a eso de las nueve y media, esta noche.
Nos volvimos para irnos.
—¿Tienen alguna pistola? —nos preguntó Beadley.
—No había pensado en eso —admití.
—Es lo mejor en caso de dificultades. Basta con tirar al aire —dijo. Sacó de un cajón del escritorio dos pistolas y nos las alcanzó—. Menos sucio que eso —añadió mirando el hermoso cuchillo de Josella.
Aun después de descargar nuestro coche, y salir a la calle, descubrimos que había menos gente que el día anterior. Los pocos que se veían preferían aparentemente subirse a las aceras, al oír el ruido de nuestro motor, y no molestarnos.
El primer camión que elegimos no nos sirvió, pues estaba lleno de pesados cajones de madera. Nuestro próximo encuentro fue más afortunado: un transporte de cinco toneladas, casi nuevo, y vacío. Transbordamos abandonando el camioncito a su suerte.
La primer casa de la lista tenía las persianas metálicas bajas, pero se abrieron sin mucha dificultad ante los argumentos de una barra de hierro que sacamos de una tienda vecina. Dentro, hicimos un hallazgo. Tres camiones alineados junto a una plataforma. Uno de ellos estaba cargado de cajas de carne en conserva.
—¿Puedes manejar una de estas cosas? —le pregunté a Josella.
Josella miró los camiones.
—Bueno, no veo por qué no. Funcionan como todos, ¿no es así? Y no hay problemas de tránsito.
Decidimos llevarnos ante todo el camión vacío. Fuimos a otro almacén y lo cargamos con mantas y acolchados; luego seguimos viaje y adquirimos una ruidosa miscelánea de ollas, calderos, marmitas y sartenes. Cuando llenamos el camión, vimos que había pasado la mañana. El trabajo había sido bastante duro, y nos había abierto el apetito. Entramos en una taberna intacta hasta ese entonces.
La atmósfera que flotaba en los distritos comerciales era tétrica, aunque aún con la apariencia de un domingo o un día festivo antes que un desastre. Se veía a muy poca gente. Si aquello hubiese ocurrido durante el día, y no de noche cuando casi todos habían vuelto ya del trabajo, la escena hubiera sido terriblemente distinta.
Cuando terminamos de refrescarnos, recogimos el camión cargado de carne, y llevamos los dos lentamente y sin contratiempos a la Universidad. Los instalamos en el patio y partimos de nuevo. A las seis y media volvimos otra vez con un par de bien cargados camiones, y el convencimiento de haber hecho un buen trabajo.
Michael Beadley salió del edificio a inspeccionar nuestra contribución. Lo aprobó todo, salvo una docena de cajones que yo había añadido a mi segundo cargamento.
—¿Qué son esos cajones? —preguntó.
—Rifles para trífidos y proyectiles —le contesté.
El hombre me miró pensativamente.
—Oh, sí. Recuerdo que llegó con un lote de armas contra trífidos.
—Creo que vamos a necesitarlas —dije.
Beadley reflexionó un momento. Pude ver que me estaba clasificando como un poco anormal en lo que se refería a los trífidos. Posiblemente atribuyó esta manía a mi trabajo, y al agravante de una fobia nacida de mi último accidente. Y quizá estaba pensando en añadir otra, quizá más peligrosa, clase de locura.
—Mire —sugerí—, hemos traído cuatro camiones llenos. Sólo pido un poco de espacio para llevar esos cajones. Si a usted le parece mucho, saldré y traeré otro camión.
—No, déjelos donde están. No ocupan mucho sitio —decidió Beadley.
Entramos y nos sirvieron un poco de té en una cantina que una mujer madura y de rostro agradable había improvisado con habilidad.
—Beadley cree —le dije a Josella— que tengo la manía de los trífidos.
—Ya se dará cuenta él mismo, por desgracia —dijo Josella—. Es raro que no los hayan visto todavía.
—Recuerda que esta gente no ha salido del centro. Después de todo, hoy no hemos visto ninguno.
—¿Crees que se atreverán a meterse en las calles?
—No lo sé. Quizá unos pocos perdidos.
—¿Cómo se habrán soltado?
—Si tiran de la estaca con bastante fuerza, y durante bastante tiempo, al fin logran desprenderla. En la granja solían romper el alambrado apretándose todos contra un sitio.
—¿No podían hacer más fuertes los cercos?
—Podíamos, pero no queríamos fijarlos definitivamente. No se rompían muy a menudo, y por otra parte los trífidos no hacían más que pasar de un campo a otro, así que volvíamos a ponerlos en su lugar y arreglábamos los alambres. No creo que ninguno venga aquí intencionalmente. Desde el punto de vista de un trífido, una ciudad tiene que ser algo así como un desierto. Creo por eso que tratarán de salir al campo. ¿Has usado alguna vez un rifle contra trífidos?
Josella sacudió la cabeza.
—Había pensado hacer un poco de práctica, sí quieres, después de cambiarme la ropa —sugerí.
Volví media hora más tarde sintiéndome más cómodo gracias a haber infringido la sugestión de Josella de un traje de esquiar y unas pesadas botas. Descubrí por otra parte que ella se había puesto un vestido verde claro. Tomamos un par de rifles y fuimos a los jardines de Royal Square, allí cerca. Habíamos pasado una media hora cortando las puntas de unos arbustos apropiados, cuando una mujer joven, vestida con una chaqueta de color ladrillo y un elegante par de pantalones verdes, cruzó el césped y elevó hacia nosotros una pequeña cámara.
—¿Quién es usted? ¿La prensa? —inquirió Josella.
—Algo parecido —dijo la mujer—. Por lo menos soy la secretaria de informaciones. Elspeth Cary.
—¿Tan pronto? —observé—. Adivino la mano de nuestro ordenado y consciente Coronel.
—No se equivoca —declaró la mujer. Se volvió para mirar a Josella—. Y usted es la señorita Playton. Me he preguntado muchas veces…
—Por favor —interrumpió Josella—. ¿Por que mi reputación tiene que ser lo único estable en este mundo en derrumbe? ¿No podemos olvidar eso?
—Hum —dijo la señorita Cary pensativamente—. Hum. Hum. —Cambió de tema—. ¿Qué es esto de los trífidos? —preguntó.
Se lo dijimos.
—Ellos creen —añadió Josella— que Bill está asustado o loco con respecto a los trífidos.
La señorita Cary me miró a la cara. Tenía un rostro más interesante que hermoso, con una tez tostada por soles más fuertes que el nuestro. Sus ojos eran serenos, observadores y de un color castaño oscuro.
—¿Y lo está usted? —preguntó.
—Bueno, creo que cuando no se los puede dominar son bastante peligrosos como para tomárselos en serio.
La mujer movió afirmativamente la cabeza.
—Es cierto. He estado en lugares donde andan en libertad. Muy desagradable. Pero aquí en Inglaterra… bueno, es difícil imaginarse eso aquí.
—No habrá mucha gente para detenerlos —dije.
La réplica de la mujer, si es que iba a haber alguna réplica, fue interrumpida por el sonido de un motor en el cielo Alzamos la vista y vimos un helicóptero que volaba sobre la terraza del Museo Británico.
—Ese debe de ser Ivan —dijo la señorita Cary—. Había ido a buscar un helicóptero. Tengo que tomar fotografías del aterrizaje. Los veré después.
La mujer se alejó.
Josella se tendió en el césped, con las manos unidas detrás de la cabeza y la mirada clavada en las profundidades del cielo. Cuando el motor del helicóptero dejó de oírse, el silencio pareció mayor que antes.
—No lo puedo creer —dijo Josella—. He tratado, pero sin embargo, no lo puedo creer realmente. Todo no puede seguir así… y seguir… y seguir. Esto es como un sueño. Mañana este jardín estará lleno de ruidos. Los ómnibus rojos pasarán por las calles, las multitudes cubrirán las aceras, volverán a brillar las luces del tránsito… Un mundo no termina así. No puede terminar así, no es posible.
Yo sentía lo mismo. Las casas los árboles, los hoteles absurdamente lujosos del otro lado de la plaza eran demasiado normales… como preparados para volver a la vida ante una simple señal.
—Y, sin embargo —dije—, me imagino que los dinosaurios, sí hubieran sido capaces de pensar, habrían pensado lo mismo. Ocurre de cuando en cuando, es inevitable.
—¿Pero por qué a nosotros? Es como leer en los diarios esas cosas asombrosas que le pasan a otra gente; pero siempre a
otra
gente. No hay nada especial en nosotros.
—Siempre hay un «¿por qué me pasa esto a mí?» Tanto para el soldado que ha salvado la vida cuando sus compañeros han muerto, como para el hombre al que llevan preso porque se ha jugado un dinero que no era suyo. Sólo la ciega casualidad tiene la culpa.
—¿Es una casualidad que haya ocurrido esto? ¿O que haya ocurrido ahora?
—Tiene que ocurrir alguna vez y de algún modo. No es natural que un determinado grupo de criaturas domine perpetuamente el mundo.
—No veo por qué.
—Preguntar por qué no tiene sentido. Pero es indudable que la vida tiene que ser dinámica, y no estática. El cambio debe sobrevenir de un modo o de otro. Recuerda que no pienso que estemos totalmente perdidos, aunque no nos falta mucho.
—Entonces no crees que éste sea el fin… de la gente, quiero decir.
—Puede que lo sea. Pero no lo creo… no por ahora.
Podía
ser el fin.
No lo dudaba. Pero habría, sin duda, otros grupos como el nuestro. Imaginaba yo un mundo vacío con pocas comunidades dispersas que trataban de volver a dominar ese mundo. Yo tenía que creer que algunos, por lo menos, triunfarían.
—No —repetí—, éste no es necesariamente el fin. Todavía tenemos un gran poder de adaptación, y nuestro comienzo no es tan duro comparado con el de nuestros antecesores. Mientras algunos de nosotros conserven la cabeza y la salud tenemos una posibilidad… una buena posibilidad.
Josella no respondió. Se quedó tendida en el césped con los ojos perdidos en alguna parte. Creí poder imaginarme lo que estaba pensando, pero no dije nada. Al fin Josella dijo:
—Sabes, una de las cosas que más me sorprenden es la
facilidad
con que hemos perdido un mundo que parecía seguro y verdadero.
Tenía razón. Y esa misma sencillez era, aparentemente, la verdadera raíz de nuestra sorpresa. Olvidamos, ante lo cotidiano, las fuerzas que conservan el equilibrio, y vemos la seguridad como algo normal. No es así. No se me había ocurrido hasta entonces que la supremacía del ser humano no se debe ante todo a su cerebro, como opinan casi todos los libros, sino a la utilización por parte de ese cerebro de una cierta banda de rayos luminosos visibles. Su civilización, todo lo que había alcanzado o aún podía alcanzar, depende de lo que pueda percibir la franja de vibraciones que se extienden del rojo al violeta. Sin eso, está perdido. Tuve durante un momento la visión de la indudable debilidad este poder, de los milagros que había logrado realizar con un instrumento tan frágil…
Josella había estado siguiendo sus propios pensamientos.
—Va a ser éste un mundo muy raro… por lo menos lo que queda de él. No creo que nos vaya a gustar mucho —reflexionó.
Me pareció un punto de vista bastante raro, como si a uno no le gustase la idea de tener que morir o nacer. Yo prefería pensar, ante todo, en cómo iba a ser el mundo, y hacer luego lo posible por cambiar las partes más desagradables. No repliqué, sin embargo.
De cuando en cuando oíamos los camiones que se dirigían al otro extremo de la Universidad. Era indudable que la mayoría de las patrullas estaban ya de vuelta. Miré mi reloj, y tomé las armas que estaban a mi lado, en el césped.
—Si quieres comer algo antes oír que opinan los demás, es hora de que nos vayamos —dije.
Creo que todos habíamos supuesto que la reunión se reduciría a una breve charla. Distribución del tiempo, instrucciones para el camino, objetivo del día… esas cosas. Yo por lo menos no había esperado que nos sirvieran aquellas ideas.
La reunión se realizó en una salita de conferencias iluminada para esta ocasión por una serie de baterías y faros de automóvil. Cuando entramos en la sala, una media docena de hombres y dos mujeres que parecían haberse constituido ellos mismos en un comité estaban conferenciando detrás de la mesa del orador. Vimos sorprendidos que había unas cien personas sentadas en la sala. Predominaban las mujeres jóvenes en una proporción de cuatro a uno. Hasta que me lo señaló Josella no me di cuenta que muy pocas de esas mujeres podían ver.
Michael Beadley dominaba el grupo del comité con su estatura. Vi que el Coronel estaba a su lado. Las otras caras eran nuevas para mí, salvo la de Elspeth Cary, que había cambiado su cámara por un anotador, presumiblemente para beneficio de la posteridad. Los miembros centraban sobre todo su interés en un hombre de aspecto feo aunque bondadoso con lentes de armazón dorada y larga cabellera blanca. Todos lo miraban preocupados.
La otra mujer del grupo era una muchacha de veintidós o veintitrés años. No parecía contenta de estar allí. De cuando en cuando lanzaba unas miradas inseguras y nerviosas al auditorio.
Entró Sandra Telmont, con una hoja de papel de oficio. Estudió la hoja, y luego rompió el orden del grupo y distribuyó unas sillas. Con un simple ademán señaló a Michael el escritorio, y comenzó la reunión.
Michael Beadley se quedó allí un momento, un poco inclinado, observando al auditorio con ojos sombríos, mientras esperaba a que se apagaran los últimos murmullos. Cuando habló lo hizo con una voz agradable y experimentada, y en un tono familiar.
—Muchos de vosotros —comenzó— estaréis aún aturdidos por la catástrofe. El mundo conocido desapareció de pronto. Algunos podéis creer que esto es el fin. No lo es. Pero os diré a todos que esto puede ser el fin de veras, si no ponemos algo de nuestra parte.