La multitud que se había reunido ante las puertas de la Universidad podía llegar a varios centenares de hombres y mujeres. Habíamos creído, por el sonido de las voces, que era menos grande, y por primera vez comprendí cuánto más silenciosa e inactiva es una multitud de ciegos que una de personas normales y de similar tamaño. Es natural, por supuesto, pues los ciegos dependen casi enteramente de sus oídos para enterarse de lo que ocurre, de tal modo que el silencio de cada individuo es una ventaja para todos; pero hasta este momento yo no me había dado cuenta.
Lo que estaba ocurriendo, fuese lo que fuese, se desarrollaba ante las mismas puertas de la Universidad. Logramos descubrir un montículo que nos permitía ver la verja de la entrada por encima de las cabezas de la multitud. Un hombre cubierto con una gorra hablaba continuamente por entre los barrotes. No tenía en apariencia mucho éxito, pues el hombre que estaba del otro lado de los barrotes intervenía en la conversación casi sólo con movimientos negativos de cabeza.
—¿Qué pasa? —murmuró Josella.
La ayudé a subir a mi lado. El hombre que dirigía la conversación volvió un poco la cabeza y pudimos vislumbrar su perfil. Era, me pareció, de unos treinta años, con una nariz recta y fina, y unas facciones bastante huesudas. Tenía el pelo oscuro, pero más que su aspecto era notable la intensidad de sus ademanes.
Aquel coloquio por entre las rejas no llevaba a ninguna parte, y la voz del hombre se hizo más alta y enfática, aunque sin causar ningún efecto visible en su auditorio. No había duda de que el hombre situado detrás de las rejas podía ver; lo observaba todo a través de unos gruesos lentes. Detrás de él, a unos pocos metros, se habían reunido otros tres hombres sobre los que tampoco cabía ninguna duda. Ellos, también, observaban a la multitud y al orador con cuidadosa atención. El hombre que estaba de este lado se acaloró aún más. Elevó la voz como si hablara no sólo para beneficio de la multitud sino para alguno que pudiese estar fuera de ella.
—Escúcheme —dijo el hombre agriamente—. Esta gente tiene tanto derecho a vivir como usted, ¿no es cierto? No es culpa de nadie hasta ahora… pero será culpa suya si se muere de hambre, y usted lo sabe.
Su voz era una curiosa mezcla de rudeza y educación, así que me fue difícil situarlo… Parecía como si ningún estilo le fuese natural.
—He estado enseñándoles dónde conseguir comida. He hecho lo que he podido, pero, Cristo, estoy solo, y hay miles como ellos. Usted podría también encargarse de algunos. ¿Pero lo hace? ¡Ca! ¿Qué hace usted? Importársele un rábano, eso es lo que hace. Piensa sólo en su propio pellejo. Me he encontrado antes con gente de su especie. «Vete al diablo, que yo estoy bien», ése es su lema.
El hombre escupió despreciativamente.
—Ahí —dijo, abarcando todo Londres con un ademán oratorio—, ahí hay miles de pobres diablos que esperan a que alguien les enseñe dónde hay un poco comida. Y usted puede hacerlo. Es algo muy simple. ¿Pero lo hace usted? ¿Lo hacen ustedes, gusanos? No, se encierran en sí mismos y dejan que los demás se mueran de hambre. Sin embargo, cada uno de ustedes podría mantener con vida a cientos de ellos. Dios todopoderoso, ¿no son ustedes seres humanos?
El hombre hablaba con violencia, tenía que ganar un caso y estaba defendiéndolo apasionadamente. Sentí que Josella me apretaba el brazo, y puse mi mano sobre la suya. El hombre situado del otro lado de la verja dijo algo inaudible.
—¿Cuánto? —gritó el hombre de este lado—. ¿Cómo diablos voy a saber cuánto durará la comida? Sólo sé que si los bastardos como ustedes no ofrecen su ayuda, no habrá nadie vivo cuando ellos vengan a arreglar esto. —El hombre miró fijamente a su interlocutor unos instantes—. La verdad es que está usted asustado. ¿Y por qué? Porque cuanto más coman estos pobres diablos menos habrá para ustedes. Eso es lo que pasa, ¿no es cierto? Esa es la verdad… pero usted no es capaz de admitirlo.
Nuevamente no pudimos oír la respuesta del otro hombre, pero cualquiera que fuese, no ablandó al orador. Miró ceñudamente un momento por entre los barrotes, y luego dijo.
—Muy bien, si eso es lo que quieren, lo tendrán.
Metió con rapidez una mano entre los barrotes y alcanzó el brazo del otro hombre. Con un hábil movimiento lo atrajo hacia sí y se lo retorció. Tomó la mano de un ciego que estaba a su lado y la instaló en el brazo.
—No lo suelte, compañero —dijo, y saltó hacia la cerradura de la puerta.
El hombre que estaba en el interior se recobró enseguida. Con su otra mano golpeó como un salvaje entre los barrotes. Un afortunado puñetazo dio en la cara del ciego. Este lanzó un grito y aflojó la mano. El jefe de la multitud estaba trabajando furiosamente en la puerta. En ese momento se oyó el disparo de un rifle. La bala golpeó en los barrotes y rebotó. El jefe se detuvo de pronto, sin saber qué hacer. Detrás de él estalló un coro de maldiciones, y alguien dio un grito. La multitud se adelantó y retrocedió como sí dudara entre escapar o cargar sobre las rejas. Vi a un joven que llevaba algo bajo el brazo y me arrojé al suelo, arrastrando a Josella conmigo. Se oyeron los disparos de una ametralladora.
Era evidente que el hombre tiraba al aire; sin embargo, el ruido entrecortado del arma y el silbido de los proyectiles alarmaba de veras. Una andanada fue suficiente para aclararle todo. Cuando alzamos la cabeza, la multitud había perdido su unidad y sus componentes buscaban refugio en algún lugar seguro escapándose en las tres posibles direcciones. El líder se detuvo un momento, gritó algo ininteligible, y luego se alejó como los demás hacia Malet Street, tratando de reunir a sus dispersos seguidores.
Me senté donde estábamos y miré a Josella. Ella me miró a su vez pensativamente y luego clavó los ojos en el suelo. Pasamos varios minutos sin hablar.
—¿Bueno? —pregunté al fin.
Josella alzo la cabeza, miró al otro lado de la calle, y luego contempló los últimos restos de la multitud que tanteaban patéticamente el camino.
—El hombre tenía razón —dijo Josella—. ¿No es cierto que tenía razón?
—Si, tenía razón… y no la tenía. Pues verás, no hay «ellos» que vayan a arreglar esta situación. Estoy completamente seguro. Nadie la arreglará. Podemos hacer lo que dice el hombre. Podemos enseñar a unos pocos, sólo a unos pocos, dónde hay comida. Podemos hacerlo durante unos días, quizá unas pocas semanas, pero y luego… ¿qué?
—Parece tan horrible, tan duro.
—Si afrontamos honradamente el problema sólo caben dos posibilidades —dijo—. O tratamos de salvar lo que puede salvarse —y eso nos incluye a nosotros—, o nos dedicamos a alargar la vida de esta gente un poco más. No hay punto de vista, para mí, más objetivo.
»Pero sí también que lo más humano sería, quizá, elegir la muerte. ¿Nos pasaremos la vida prolongando miseria cuando sabemos que en última instancia no hay posibilidad de salvación? ¿No podemos hacer un uso mejor de nosotros mismos?
Josella movió afirmativamente la cabeza.
—Dicho de ese modo no parece haber elección posible, ¿no? Y aunque pudiésemos salvar a unos pocos, ¿a quiénes elegiríamos? ¿Y quiénes somos
nosotros
para elegir? ¿Y durante cuánto tiempo podríamos hacerlo, además?
—No es nada fácil todo esto —dije—. No sé a cuántos podríamos sostener una vez que se acabaran los alimentos, pero no creo que fuesen muchos.
—Ya te has decidido entonces —dijo Josella, mirándome. No sé si había o no un matiz de desaprobación en su voz.
—Querida mía —le dije—. Esto me gusta tan poco como a ti. Te he presentado groseramente dos alternativas. ¿Podemos ayudar a aquéllos que han sobrevivido a la catástrofe para que rehagan de algún modo sus vidas? ¿O haremos sólo un gesto moral que quizá no sea más que un gesto? Esa gente que está del otro lado de la calle evidentemente intenta sobrevivir.
Josella hundió los dedos en el suelo y dejó que la tierra le resbalara de la mano.
—Supongo que tienes razón —me dijo—. Pero también tienes razón cuando dices que no me gusta.
—Nuestro gusto como factor decisivo ha dejado de existir —sugerí.
—Quizá, pero me parece que lo que comienza con tiros no puede ser nada bueno.
—El hombre disparó al aire. Y así impidió una batalla —apunté.
La multitud ya había desaparecido. Subí al muro, y ayudé a Josella a saltar al otro lado. Un hombre que estaba en la puerta la abrió para dejarnos entrar.
—¿Cuántos son? —preguntó.
—Sólo nosotros dos. Vimos su señal anoche —le dije.
—Muy bien. Vamos, les presentaré al Coronel —dijo conduciéndonos a través del patio.
El hombre a quien llamaban el Coronel se había instalado en un cuartito no lejos de la entrada, y destinado, parecía, a los porteros. Era un hombre rechoncho que acababa de pasar los cincuenta o se estaba acercando a esa edad. Tenía un cabello abundante, pero bien arreglado, y gris. El bigote hacía juego, y parecía como si ni un solo pelo osase salirse de la fila. Su tez era tan rosada, saludable y fresca que podía haber pertenecido a un hombre de menos años; su mente, lo descubrí más tarde, nunca había dejado de ser joven. Estaba sentado ante una mesa llena de papeles distribuidos con una exactitud matemática en montones regulares, y con una hoja inmaculada de rosado papel secante simétricamente colocada ante él.
Cuando entramos en el cuarto, el hombre nos miró, primero a uno y luego a otro, con una mirada serena y fija, y más larga de lo necesario. Reconocí la técnica. Pretendía dar a entender que el que la usa es un ser perceptivo acostumbrado a tomar con rapidez las medidas de un hombre; el recipiente sentirá, por su parte, que se encuentra ante un hombre digno de confianza, lleno de sensatez, o, alternativamente, que ha sido visto de parte a parte, con todas sus debilidades. La respuesta correcta es devolver una mirada similar y ser considerado un «hombre útil». Así lo hice. El Coronel tomó la pluma.
—¿Sus nombres, por favor? —Se los dimos.
—¿Dirección?
—En las presentes circunstancias temo que no sirvan de mucho —dije—. Pero si usted cree realmente que las necesita. —Le dimos también nuestras direcciones.
El hombre murmuró algo acerca de organización, sistema y otras cosas semejantes, y anotó las direcciones. Siguió la edad, la ocupación y todo el resto. Volvió a lanzarnos aquella mirada inquisitiva, garabateó una nota en cada uno de los papeles y los colocó en un archivo.
—Necesitamos hombres útiles. Asunto sucio es éste. Hay mucho que hacer aquí. Mucho. El señor Beadley les dirá lo necesario.
Salimos otra vez al vestíbulo. Josella se rió entre dientes.
—Olvidó pedirnos referencias en triplicado, pero creo que conseguiremos el empleo —dijo.
El señor Beadley, cuando nos encontramos ante él, resultó ser muy diferente. Era un hombre delgado, alto de hombros anchos y un poco cargado de espaldas, algo parecido a un atleta aficionado a los libros. En reposo su cara tenía una expresión de suave tristeza, a causa de la oscuridad de sus pupilas, pero era muy difícil ver esa cara en reposo. Las pocas canas que manchaban el cabello no ayudaban mucho a conocer su edad. Podía tener cualquiera, entre los treinta y cinco y los cincuenta. Su evidente cansancio hacia aun más difícil toda posible estimación. A juzgar por su aspecto se había pasado en pie toda la noche; sin embargo, nos recibió alegremente e hizo una señal a una muchacha. Esta anotó otra vez nuestros nombres.
—Sandra Telmont —explicó Beadley—. Sandra es nuestra secretaria de hacienda. No dejar de trabajar es su característica más importante, así que consideramos particularmente providencial contar con ella en estos momentos.
La joven me saludó con una inclinación de cabeza, y observó con cierta dureza a Josella.
—Creo que la conozco —dijo, pensativamente. Miró el bloque de papel que tenía en las rodillas. Una débil sonrisa cruzó aquel rostro agradable, aunque un poco exótico.
—Oh, si, claro —dijo recordando.
—¿No te lo he dicho? No se pueden olvidar —me hizo observar Josella.
—¿De qué se trata? —preguntó Beadley.
Se lo expliqué. El hombre examinó con más atención a Josella. La muchacha suspiró.
—Por favor, olvídese —dijo—. Estoy cansada de refutar esa calumnia.
El hombre pareció sorprenderse agradablemente.
—Muy bien —dijo y abandonó el asunto con un movimiento de cabeza. Regresó al escritorio—. Volvamos a lo nuestro. ¿Han visto a Jacques?
—Si se trata del Coronel que está jugando al Servicio Civil, sí, lo hemos visto —le dije.
El hombre sonrió con una mueca.
—Tenemos que saber con quién tratamos. No podemos hacer nada sin conocer su especialidad —dijo imitando hábilmente los modales del Coronel—. Pero es muy cierto, sin embargo —continuó—. Será mejor que les dé una idea de cómo van las cosas. Somos, por ahora, treinta y cinco. Gente de toda clase. Esperamos que durante el día se nos reúnan algunos más. Veintiocho pueden ver. Lo otros son maridos o mujeres —y hay dos o tres niños— ciegos. Hasta ahora pensamos salir de aquí mañana mismo, si estamos listos a tiempo, y buscar un lugar seguro. Usted me entiende.
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Nosotros habíamos decidido partir esta tarde por las mismas razones —le dije.
—¿Con qué transporte cuentan ustedes?
Le expliqué lo referente al camioncito.
—Íbamos a proveernos hoy —añadí—. Así que no tenemos prácticamente nada, excepto cierta cantidad de fusiles anti-trífidos.
El hombre alzó las cejas. La muchacha llamada Sandra me miró también con curiosidad.
—Es raro que hayan pensado en eso como algo esencial— señaló el hombre.
Le di mis razones. Posiblemente no lo hice muy bien, pues ninguno de los dos pareció muy impresionado. Beadley movió afirmativamente la cabeza, y continuó:
—Bueno, si van a venir con nosotros, les sugiero esto. Entren su coche, dejen aquí lo que tengan, y salgan otra vez en busca de un buen camión. Luego… oh, ¿sabe alguno de ustedes un poco de medicina?
Le dijimos que no.
El hombre frunció levemente el ceño.
—Es una lástima. No tenemos todavía a ningún médico. Me sorprendería si no necesitáramos a un doctor dentro de poco. De todos modos, tendremos que vacunarnos. Pero no vale la pena que los mande a buscar medicinas. ¿Qué les parece alimentos y ramos generales? ¿Les agrada?
Beadley hojeó unos papeles unidos por un broche, sacó uno de ellos, y me lo entregó. Tenía como encabezamiento «N° 15», y debajo había una lista escrita a máquina de alimentos en conserva, ollas, sartenes y ropa de cama.