Coker dejó caer los compases que estaba usando.
—¿Y qué sugiere usted?
—Bueno, creo que podríamos examinar el distrito desde el aire con más eficacia. Pueden apostar cualquier cosa que si alguien oye el motor de una máquina aérea tratará de hacer alguna señal.
Coker sacudió la cabeza.
—Bueno, como no lo habíamos pensado antes. Tiene que ser un helicóptero, naturalmente. ¿Pero dónde vamos a encontrar uno, y quién va a dirigirlo?
—Oh, yo podría manejar una de esas cosas —dijo el hombre de la radio con confianza.
Había algo en el tono de su voz.
—¿Ha volado alguna vez en uno? —preguntó Coker.
—No —admitió el hombre de la radio—, pero me parece que no ha de ser muy difícil. Bastarán unas pruebas.
—Hum —dijo Coker mirándolo con un poco de desconfianza.
Stephen recordó que había dos campos de la Real Fuerza Aérea no muy lejos, y que una compañía de taxis aéreos tenía su base en Yeovil.
A pesar de nuestras dudas el hombre de la radio confirmó sus palabras. Parecía confiar de veras en que su instinto por la mecánica no lo dejaría caer. Luego de practicar durante media hora levantó vuelo y partió de vuelta hacia Charcot.
Durante cuatro días la máquina voló sobre los alrededores en círculos cada vez más anchos. En dos de esos días Coker hizo de observador; en los otros dos yo fui su reemplazante. En total descubrimos diez grupitos de gente. En ninguno de ellos se había oído el nombre de Beadley, y en ninguno de ellos estaba Josella. Cada vez que encontrábamos un grupo aterrizábamos. Casi siempre eran parejas o tríos. El mayor fue de siete personas. Nos recibían con una esperanzada excitación, pero tan pronto como descubrían que pertenecíamos a un grupo similar al de ellos, y que no éramos la punta de lanza de una patrulla de rescate en gran escala, perdían todo interés. Poco podíamos ofrecerles que ya no tuvieran. Algunos de ellos se volvían, al desilusionarse, irracionalmente ofensivos y amenazadores, pero la mayoría volvía a caer en el sopor del desaliento. Como regla general mostraban poco entusiasmo en unirse a otros grupos, y se mostraban inclinados a quedarse donde estaban, cuidando de sí mismos en el interior de sus refugios tan cómodamente como fuera posible mientras esperaban a los americanos. Estos ya estaban buscando el modo de llegar allí. A propósito de esto la idea fija parecía ser general. Nuestra sugerencia que los posibles sobrevivientes americanos debían de estar más que ocupados en su propia casa, fueron recibidas como expresiones malhumoradas de un aguafiestas. Los americanos, nos aseguraron, no hubiesen permitido nunca que una cosa semejante ocurriese en su patria. Sin embargo, a pesar de este entusiasmo por las hadas madrinas americanas, y por si cambiaban de parecer y querían unirse para protegerse mejor, dejamos en todos los grupos un mapa que indicaba la posición aproximada de la gente que habíamos descubierto.
Como trabajo, los vuelos no eran nada agradable, pero por lo menos eran preferibles a aquellas exploraciones solitarias. Al fin del infructuoso cuarto día se decidió abandonar la búsqueda.
Por lo menos eso fue lo que decidieron los demás. Yo no pensaba lo mismo. Mi interés era personal, el de ellos no. Quienquiera que fuese el que encontraran, ahora o más tarde, siempre sería para ellos un desconocido. Yo buscaba el grupo de Beadley no como un fin, sino como un medio. Si llegaba a encontrarlo, y descubría que Josella no estaba allí, seguiría adelante. Pero no podía esperar que dedicaran más tiempo a esa búsqueda sólo en mi beneficio.
Comprendí curiosamente que no me había encontrado hasta entonces con alguien que buscase a algún otro. Todos, salvo el caso de Stephen y su compañera habían sido separados limpiamente de amigos y familiares y estaban comenzando una nueva vida en compañía de desconocidos. Sólo yo, parecía, había establecido rápidamente lazos nuevos… y durante tan poco tiempo que apenas había comprendido en ese entonces su importancia.
Una vez tomada la decisión de abandonar la búsqueda, Coker dijo:
—Muy bien. Esto quiere decir que tendremos que ocuparnos de nosotros mismos.
—Lo que significa que hay que acumular provisiones para el invierno, y seguir así. ¿Qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Stephen.
—He estado pensándolo —le dijo Coker—. Quizá eso sirva durante un tiempo, pero ¿y después?
—Si se nos acaban las provisiones hay muchas más por ahí —dijo el hombre de la radio.
—Los americanos llegarán antes de Navidad —dijo la amiga de Stephen.
—Oiga —le dijo Coker pacientemente—. Ponga a los americanos por ahora en el departamento del futuro ¿quiere? Trate de imaginarse un mundo donde no haya americanos. ¿Puede hacerlo?
La muchacha lo miró fijamente.
—Pero no puede no haber americanos —dijo.
Coker suspiró tristemente. Se volvió hacia el hombre de la radio.
—Esos almacenes se agotarán un día. Me parece que tendremos que iniciar una nueva vida, en un nuevo mundo. Tenemos mucho de casi todo para comenzar, pero no va a durar eternamente. No podríamos comernos todas las provisiones que están a nuestro alcance, ni en varias generaciones… si se conservasen bien. Pero no se van a conservar. Muchas de ellas van a estropearse con gran rapidez. Y no sólo los alimentos. Todo va a estropearse con mayor lentitud, pero de un modo inexorable, hasta hacerse pedazos. Sí queremos tener alimentos frescos para el año que viene, tendremos que cultivarlos nosotros mismos. Llegará un día, también, en que todos los tractores estarán gastados o cubiertos de herrumbre, y no habrá, por otra parte más petróleo para ponerlos en marcha así que tendremos que volver a la naturaleza y los benditos caballos.
»Esta es una pausa —una pausa providencial— que nos servirá para reponemos del primer choque y estrechar filas; pero no es más que una pausa. Más tarde tendremos que arar, y más tarde aun tendremos que aprender a hacer arados de reja, y luego a fundir el hierro para hacer las rejas. Por un tiempo no haremos más que retroceder y retroceder y retroceder, hasta que podamos —
si
podemos— reconstruir lo que hemos gastado. Hasta ese entonces no podremos detenernos en ese sendero que lleva al salvajismo. Pero quizá luego podamos volver al punto de partida.
Coker miró a su alrededor para ver si lo seguíamos.
—
Podemos
hacerlo, si queremos. Lo que más nos ayudará al iniciar nuestra tarea será el conocimiento. Este es el atajo que nos evitará comenzar en el punto que lo hicieron nuestros antecesores. Todo está en los libros; basta que nos tomemos la molestia de buscarlo.
Todos estaban mirando a Coker con curiosidad. Era la primera vez que oían una de sus piezas oratorias.
—Bien —continuó Coker—, de mis lecturas de historia he deducido que lo más indispensable para poder usar el conocimiento es el ocio. Cuando
todos
tienen que trabajar duramente para ganarse la vida, y no hay tiempo libre para pensar, el conocimiento se estaciona, y la gente con él. La labor intelectual tiene que ser realizada por gente que no producen directamente, por gentes que parecen vivir, casi, del trabajo de los demás, pero que son en realidad una inversión a largo plazo. El conocimiento creció en las ciudades y en las grandes instituciones, y era mantenido por el trabajo de los campesinos. ¿Están ustedes de acuerdo?
Stephen hizo crujir sus nudillos.
—Más o menos, pero no sé adónde quiere ir.
—A esto: el tamaño económico. Una comunidad de nuestro tamaño actual no puede hacer otra cosa que existir y degenerar. Si seguimos como hasta hoy, sólo diez de nosotros, el fin es, inevitablemente, una gradual e inútil extinción. Si tenemos niños, no podremos robar a nuestro trabajo sino muy poco tiempo, y les daremos por lo tanto una educación rudimentaria; una generación más, y tendremos salvajes o zoquetes. Para seguir siendo lo que somos, para poder utilizar el conocimiento acumulado en las bibliotecas, debemos tener maestros, y médicos, y jefes, y debemos poder mantenerlos mientras ellos nos ayudan.
—¿Y? —dijo Stephen luego de una pausa.
—He estado pensando en ese sitio que vimos Bill y yo, en Tynsham. Ya les hemos hablado de él. La mujer que está tratando de dirigirlo necesita ayuda, la necesita de veras. Tiene unos cincuenta o sesenta ciegos a cargo. Tal como andan allí las cosas, la mujer no va a hacer nada. Ella lo sabe, aunque no quiera reconocerlo. No quiso pedirnos que nos quedásemos. No quería debernos nada. Pero se pondrá muy contenta si volvemos y le pedimos que nos admita.
—Dios santo —dije—. No creerá usted que nos ha orientado mal a propósito.
—No sé. Sería injusto con ella; pero es raro que no hayamos visto ni oído nada de Beadley y compañía, ¿no es cierto? De todos modos, lo haya hecho o no a propósito, la mujer salió con la suya, pues yo he decidido volver. Si quieren oír mis razones, aquí están; las dos más importantes. Primero, si alguien no se encarga del lugar, éste va a hacerse pedazos, lo que es una pérdida de veras y una lástima, si se piensa en toda la gente que hay allí. El otro motivo es que esa finca está mucho mejor situada que ésta. Tiene una granja que no costará mucho poner en orden; está un poco encerrada en sí misma, pero puede extenderse, si es necesario. Será mucho más difícil en cambio preparar este sitio.
»Lo más importante. Tynsham es bastante extenso. Nos sobrará tiempo para educar a los ciegos y a los niños. Creo que puede hacerse, y yo pondré de mi parte todo lo posible. Y si la arrogante señorita Durrant no quiere aceptarnos, que se tire de cabeza al río.
»Y llegamos al punto esencial de la cuestión.
Creo
que puedo dirigir esa finca en su estado actual, pero sé que si vamos todos podremos reorganizarla y ponerla en marcha en un plazo de pocas semanas. Viviremos entonces en una comunidad que podrá crecer y luchar. La alternativa es quedarse en una pequeña comunidad que irá debilitándose poco a poco y que estará, a medida que pasa el tiempo, más desesperadamente sola. ¿Qué opinan ustedes?
Hubo algunas discusiones y preguntas, pero casi ninguna duda. Aquéllos que habían recorrido la región habían vislumbrado la soledad terrible que podía traer el futuro. Ninguno se sentía atraído por la casa que estábamos ocupando. Había sido elegida por sus defensas, y no tenía otros méritos. La mayor parte podía sentir ya la opresión del aislamiento. La idea de una mayor y más variada compañía era en sí misma atrayente. Al cabo de una hora nos encontramos discutiendo los detalles del transporte y la mudanza, y todos habíamos aceptado, más o menos implícitamente, la sugerencia de Coker. Sólo la amiga de Stephen tenía algunas dudas.
—¿Ese lugar, Tynsham… tiene bastante importancia como para estar en los mapas? —preguntó, inquieta.
—No se preocupe —la tranquilizó Coker—. Figura en los mejores mapas americanos.
En las primeras horas de la mañana siguiente supe que no iba a ir a Tynsham con los demás. Iría, quizás más tarde, pero no por ahora…
En un principio había pensado acompañarlos, aunque más no fuese para arrancarle la verdad a la señorita Durrant con respecto al destino de Beadley y su grupo. Pero tuve que admitir otra vez la perturbadora posibilidad de que Josella no estuviera con él… En verdad toda la información que yo había recogido hasta entonces sugería que no estaba. Era casi seguro que no había pasado por Tynsham. Pero si no había ido tras ellos, ¿dónde podía encontrarse? Parecía muy probable que hubiese habido una segunda dirección en el edificio de la Universidad, una que yo no había visto… Y entonces, como un relámpago recordé la discusión que habíamos tenido en nuestro piso. Podía verla aún sentada, vestida de azul, con la luz de las velas reflejada en sus diamantes, y diciendo:
—¿Qué te parecen los bajos de Sussex? Conozco una granja encantadora en la parte norte..
Y supe entonces lo que yo iba a hacer.
Se lo dije a Coker a la mañana. Se mostró de acuerdo pero trató visiblemente de no darme demasiadas esperanzas.
—Muy bien. Haga usted lo que mejor le parezca —dijo—. Espero… bueno, de cualquier modo usted sabe dónde estamos y pueden venir los dos a Tynsham a ayudarme a manejar a esa mujer.
Aquella misma mañana se estropeó el tiempo. Mientras subía una vez más al camión familiar, la lluvia caía a cántaros. Sin embargo, me sentía aliviado y lleno de esperanzas; podía haber llovido diez veces más fuerte sin que eso alcanzase a deprimirme o alterar mis planes. Coker salió a verme partir. Yo sabía por qué había tratado de justificar su punto de vista. Sin que él me lo dijera yo veía que el recuerdo de su primer plan y su consecuencias aún lo perturbaban. Se quedó a un lado de la cabina, con el pelo aplastado. El agua le empapaba el cuello. Me hizo un saludo.
—Cuidado, Bill. No hay ambulancias ahora, y ella preferirá que llegue usted entero. Buena suerte, y mis disculpas por todo a la muchacha, cuando la encuentre.
La palabra fue «cuando», pero el tono quería decir «si».
La mañana estuvo llena de menudos contratiempos. Primero entró agua en el carburador. Luego, no sé cómo, viajé quince kilómetros hacia el norte con la impresión de que me estaba dirigiendo hacia el este, y antes de lograr rectificar mi error tuve dificultades con el sistema de ignición en una meseta desierta, a varios kilómetros de cualquier parte. Estas demoras, y mi reacción natural, estropearon bastante el buen ánimo con que había salido. Cuando arreglé el inconveniente, era la una de la tarde, y el día había aclarado.
Salió el sol. Todo parecía brillante y fresco, pero aun eso, y el hecho de que en los siguientes veinticinco kilómetros todo anduviera bien, no bastaron para borrar la depresión que estaba otra vez invadiéndome. Ahora que dependía realmente de mí mismo no podía librarme de aquella sensación de soledad. La sentí nuevamente como cuando nos separamos para buscar a Michael Beadley… pero ahora era dos veces mayor. Hasta entonces yo había pensado siempre en la soledad como algo negativo, como una ausencia de compañía, y, por supuesto, algo temporario… Aquel día aprendí que era mucho más. Era algo que podía apretar y oprimir, que podía deformar las cosas más comunes, hacerle jugarretas a la mente. Algo inamistoso que se arrastraba a mi alrededor, poniéndome los nervios de punta y destrozándolos con sucesivas alarmas; algo no permitía olvidar que nadie vendría a ayudarnos, que nadie se preocupaba de nosotros. La soledad lo hacia sentir a uno como un átomo en medio de la inmensidad. Esperaba continuamente una oportunidad cualquiera para aterrorizarnos… Eso era lo que estaba realmente tratando de hacer, y eso era lo que había que impedir por todos los medios.