—No veo por qué tiene que derramar sobre mí todo su desprecio por las mujeres —dijo la muchacha, malhumorada—. Y todo por un motor viejo y sucio.
Coker alzó los ojos al cielo.
—¡Dios mío! Y aquí he estado yo explicando que las mujeres tienen
todas
las capacidades y que sólo falta que las utilicen.
—Usted dijo que éramos parásitos. No es nada bonito oír eso.
—No trato de decir cosas bonitas. Digo sólo que en el mundo que acaba de desaparecer las mujeres tenían gran interés en actuar como parásitos.
—Y todo eso porque ocurre que no sé nada acerca de un motor ruidoso y maloliente.
—¡Demonios! —dijo Coker—. Olvídese un instante de ese motor, ¿quiere?
—¿Entonces por qué…?
—El motor es sólo un símbolo. Lo que importa es que tenemos que aprender no sólo lo que nos gusta, sino también todo lo que concierne al gobierno de una comunidad y a su mantenimiento. Los hombres no podrán contentarse ya con meter un voto en una urna y pasarle el poder a otro. Y nadie podrá decir que una mujer cumpla con sus obligaciones sociales porque convenza a un hombre de que la mantenga y le facilite un refugio donde pueda producir niños, irresponsablemente, para que otro los eduque.
—Bueno, no veo que tiene eso que ver con motores…
—Escuche —dijo Coker con paciencia—. Si tuviera usted un niño, que le gustaría más, ¿que creciera como un salvaje o como un hombre civilizado?
—Como un hombre civilizado, por supuesto.
—Bueno, entonces tendrá que crecer en un ambiente civilizado. Las normas que aprenderá, las aprenderá de nosotros. Debemos entender el mayor número posible de cosas, y vivir con toda la inteligencia de que seamos capaces, para darle así lo mejor. Eso representará un trabajo duro, y un mayor empleo del cerebro. Un cambio de condiciones tiene como inevitable consecuencia un cambio de perspectivas.
La muchacha recogió su zurcido. Durante algunos instantes miró críticamente a Coker.
—Con puntos de vista como el suyo creo que se encontraría más a gusto en el grupo del señor Beadley —dijo—. No pensamos aquí cambiar de perspectivas, ni dejar de lado nuestros principios. Por eso nos separamos de los otros. De modo que si las costumbres de la gente decente y respetable no son bastante buenas para usted, creo que sería mejor que se fuera a otra parte. —Y aspirando brevemente y con fuerza por la nariz, la muchacha se alejó.
Coker la observó mientras se iba. Cuando se cerró la puerta dio rienda suelta a sus sentimientos. Me reí.
—¿Qué esperaba usted? —le dije—. Discute usted con ella como si se encontrase ante un auditorio de criminales y fuese responsable, además, de todo el sistema social de Occidente. Y luego se sorprende porque se enoja.
—Uno espera que vean dónde está la razón —murmuró Coker.
—No veo por qué. La mayoría no ve sino aquello a que está habituado. La muchacha se opone a cualquier cambio, razonable o no, que entre en conflicto con los sentimientos en los que ha sido educada. Depende de lo que según ella está bien, y cree haber demostrado gran firmeza de carácter. Usted tiene demasiada prisa. Muéstrele a un hombre los Campos Elíseos cuando acaba de perder su hogar y no le parecerán gran cosa; déjelo allí un tiempo y pensará que se parecen a su casa, aunque ésta era más cómoda. La muchacha terminará por adaptarse, y continuará negando que se haya adaptado.
—En otras palabras, conténtese con improvisar. No trate de hacer planes. Eso no nos llevará muy lejos.
—Aquí es donde interviene la acción del jefe. El jefe hace planes, pero tiene la prudencia de no decirlo. Cuando es necesario hacer algún cambio, lo presenta como una concesión —temporaria, naturalmente— a las circunstancias, y si es un buen jefe esas concesiones entrarán a formar parte del orden natural de las cosas. Siempre hay abrumadoras objeciones a cualquier plan, pero todos admiten qué se pueda hacer concesiones ante una emergencia.
—Eso me suena a maquiavelismo. Me gusta ver a dónde voy, e ir directamente.
—La mayoría de la gente no comparte ese gusto, aunque lo niegue. Prefieren que se les disfrace la verdad, o hasta que los lleven por la nariz. De ese modo nunca podrán cometer un error; si se equivocan siempre es por culpa de algo o de algún otro. Ese ir directamente a las cosas es propio de una máquina y la gente, en general, no son máquinas. Tienen un cierto modo de pensar, casi siempre bastante torpe, y se sienten más cómodos si siguen el camino de costumbre.
—Parece como si no creyera usted en las posibilidades de éxito del grupo de Beadley. Beadley es todo plan.
—Beadley encontrará sus dificultades. Aunque ellos ya eligieron voluntariamente. Este grupo es negativo —apunté—. Aquí hay que luchar contra una tenaz resistencia a toda clase de plan. —Hice una pausa. Luego añadí—: Esa muchacha tenía razón en una cosa. Usted estaría mejor con Beadley. La reacción de esta mujer es una muestra de lo que obtendría usted si tratara de dirigir este grupo a su modo. No es posible dirigir un rebaño de ovejas al mercado en una perfecta línea recta, pero hay otras maneras de llevarlo.
—Está usted desacostumbradamente cínico esta noche, y además metafórico —observó Coker.
Me mostré en desacuerdo.
—No es nada cínico haber observado como un pastor maneja a su rebaño.
—Pero si lo sería para algunos comparar a los seres humanos con ovejas.
—Menos cínico, sin embargo, y más remunerador, que compararlos con un equipo de maquinarias manejadas por ondas mentales.
—Hum —dijo Coker—. Tendré que pensar en las posibles consecuencias de esa frase.
La mañana siguiente fue, para mí, un completo desorden. Miré un poco por todas partes, di una mano aquí y allá, e hice un montón de preguntas.
Había pasado una mala noche. Sólo al acostarme comprendí hasta qué punto había contado con ver allí a Josella. Aunque estaba muy cansado a causa del viaje, no pude dormir. Tendido en la oscuridad me sentí como perdido y sin planes. Había asumido con tanta confianza que Josella y el grupo de Beadley tenían que estar en Tynsham, que no había pensado hasta entonces cómo podría buscarlos. Se me ocurría ahora, por primera vez, que aun en el caso de que pudiese llegar hasta ellos, quizá no encontrase a Josella. Si Josella había dejado el distrito de Westminster sólo poco antes que yo llegase allí, no podía haber salido con el grupo principal. Evidentemente yo tenía que preguntar cuidadosamente por todos los que habían llegado a Tynsham en los últimos días.
Por el momento tenía que pensar que había seguido este camino. Era mi único hilo conductor. Y eso significaba también que Josella había vuelto a la Universidad y había descubierto la dirección escrita con tiza… Aunque también era posible que no hubiese tomado la ruta más corta para alejarse de aquel lugar maloliente en que se había convertido Londres.
Lo que no quería admitir, de ningún modo, era que Josella se hubiese contagiado la enfermedad, cualquiera que ésta fuese, que había terminado con los dos grupos. No tendría en cuenta esa posibilidad hasta que tuviese que hacerlo.
En la somnolienta claridad de las primeras horas del alba descubrí que mi prisa por unirme al grupo de Beadley era algo muy secundario comparado con mi deseo de hallar a Josella. Si cuando me encontrase con ellos, Josella no estaba allí… bueno, ya decidiría entonces qué había que hacer, pero no iba a resignarme.
Cuando desperté, la cama de Coker estaba ya vacía. Decidí dedicar la mayor parte de la mañana a investigar. Por desgracia a nadie se le había ocurrido anotar los nombres de aquéllos a quienes Tynsham había parecido poco atractivo y que habían seguido viaje. El nombre de Josella sólo significaba algo para quienes lo recordaban con desaprobación. Mis descripciones no despertaron ningún recuerdo que pudiese resistir un examen cuidadoso. Parecía cierto que no se había presentado ninguna muchacha con un traje de esquiar azul marino; pero yo, por otra parte, no podía estar seguro de que Josella anduviese vestida aún de ese modo. Mi investigación hizo que todos se cansaran al fin de mí, y aumentó mi sensación de fracaso. Existía la débil posibilidad de que una joven que había llegado el día anterior a nuestra llegada fuese ella, pero no me parecía verosímil que Josella les hubiese llamado tan poco la atención… Aunque no fuese más que por prejuicio, tenían que recordarla mejor…
Coker reapareció a la hora del almuerzo. Había estado estudiando extensivamente todas las cosas importantes. Había contado las cabezas de ganado y el número de animales ciegos. Había inspeccionado el equipo de granja y la maquinaria. Había revisado los depósitos de agua. Había mirado en los lugares donde se guardaba la comida, tanto para los seres humanos como para el ganado. Había descubierto cuántas de las muchachas eran ya ciegas antes de la catástrofe, y había distribuido a los otros en clases para que ellas los instruyeran del mejor modo posible.
Había encontrado a la mayor parte de los hombres sumidos en una profunda melancolía a causa de que el vicario les había asegurado que había muchas cosas útiles que hacer, como por ejemplo… este… canastas, y… este… tejidos, y había tratado de animarlos con unos proyectos más atrayentes. Al encontrarse con la señorita Durrant le había dicho que si las mujeres ciegas no tomaban a su cargo parte del trabajo que realizaban ahora las muchachas normales, todo se vendría abajo antes de diez días. Y le dijo además que si las plegarias del vicario porque viniesen más ciegos eran escuchadas, nada se podría hacer allí. Estaba embarcándose en otras observaciones, que incluían la necesidad de aumentar inmediatamente las reservas de alimentos, y de comenzar a construir unos aparatos que permitirían a los hombres ciegos hacer algún trabajo útil, cuando la mujer lo interrumpió secamente. Coker había podido ver que la señorita Durrant estaba más preocupada de lo que ella admitía, pero con la misma determinación con que había cortado relaciones con el otro grupo, mandó a paseo a Coker. La mujer terminó por decirle que tanto él como sus puntos de vista no armonizaban de ningún modo con la comunidad.
—Lo malo con esa mujer es que quiere ser jefe —dijo Coker—. Es algo constitucional… sin ninguna relación con sus orgullosos principios.
—No es así —le dije—. Lo que usted quiere decir es que los principios de la mujer son tan impecables que se siente responsable de todo. Y por eso considera que su deber es guiar a los demás.
—Quiere decir lo mismo —dijo Coker.
—Pero suena mucho mejor —señalé.
Coker reflexionó un momento.
—Va a hacer de esto un desbarajuste total, a menos que comience a organizarlo rápidamente. ¿Ha ido usted a mirar nuestros camiones?
Sacudí la cabeza. Le dije como había pasado la mañana.
—No parece haber obtenido nada nuevo. ¿Qué piensa hacer? —me dijo Coker.
—Voy a ir en busca del grupo de Beadley —le contesté.
—¿Y si la muchacha no está con ellos?
—Por el momento no puedo pensarlo. Tiene que estar. ¿En dónde puede estar si no ahí?
Coker comenzó a hablar, y se detuvo. Luego continuó:
—Me parece que iré con usted. Considerando lo que ha pasado, creo que esa gente no me recibirá con más alegría que ésta, pero trataré de borrar aquella falta. He visto ya cómo se hacía pedazos un grupo, y puedo ver que a éste le pasará lo mismo… con más lentitud y, quizá, de un modo más desagradable. ¿Es curioso, no es cierto? Las buenas intenciones parecen ser ahora las más peligrosas. Es una condenada lástima, porque este lugar podría ir adelante, a pesar de la proporción de ciegos. Todo lo que necesita es que lo aporreen un poco. Así podría marchar durante un tiempo sólo se requiere organización.
—Y ganas de que lo organicen.
—Eso también —admitió Coker—. Sabe usted, lo malo es que a pesar de todo lo que ha ocurrido, esta gente no se ha convencido todavía. No quieren dar la espalda al pasado… todo les parecería entonces demasiado irremediable. En el fondo de sus mentes están acampando por unos días, y esperando que venga algo o alguien.
—Cierto, pero apenas sorprendente —admití—. Nosotros mismos tardamos mucho en convencernos, y esta gente no ha visto lo que hemos visto nosotros. Y, de algún modo, parece menos irremediable y menos… menos directo aquí en el campo.
—Bueno, tendrán que empezar a darse cuenta enseguida si quieren salvarse —dijo Coker mirando a su alrededor—. Ningún milagro va a venir en su ayuda.
—Deles tiempo. Se darán cuenta, como nosotros. Usted siempre tiene prisa. El tiempo ya no es oro.
—El oro no tiene ya ninguna importancia, pero si el tiempo. Tienen que pensar en la cosecha, en un molino para la harina, en guardar forraje para el invierno.
Sacudí la cabeza.
—No es tan urgente, Coker. Hay sin duda grandes depósitos de harina en los pueblos, y, a juzgar por las apariencias, no serán muchos los que recurrirán a esos depósitos. Podemos vivir durante un tiempo del capital acumulado. Creo que el trabajo inmediato es enseñar a los ciegos cómo trabajar, antes que tengan realmente que ponerse a eso.
—A pesar de todo, a menos que aquí se haga algo, las personas con vista van a derrumbarse. Basta que le ocurra a uno o a dos, y esto se convertirá en un revoltijo.
Tuve que darle la razón.
En las primeras horas de la tarde logré entrevistarme con la señorita Durrant. Nadie sabía aparentemente, ni a nadie le importaba, a dónde habían ido Michael Beadley y su grupo, pero me parecía increíble que no hubiesen dejado alguna indicación para los que podían venir detrás. La señorita Durrant no se mostró complacida ante mi pregunta. En un principio llegué a creer que no iba a decírmelo. No sólo porque implicaba de mi parte una preferencia por el otro grupo. La pérdida de un hombre hábil, aun incompatible con los intereses de la comunidad, era algo grave en aquellas circunstancias. Sin embargo, prefirió no mostrarse débil y no me pidió que me quedase. Al fin me dijo con brusquedad:
—Pensaban instalarse en algún lugar cerca de Beaminster en Dorset. No puedo decirle más.
Volví y se lo dije a Coker. El hombre miró a su rededor. Luego sacudió tristemente la cabeza.
—Muy bien —dijo—. Saldremos de este vaciadero mañana.
—Habla usted como un pionero —le dije—. Por lo menos más como un pionero que como un inglés.
A las nueve de la mañana del día siguiente ya estábamos a unos veinte kilómetros de Tynsham, y viajando como antes en nuestros dos camiones. Se nos había presentado el problema de si debíamos tomar un vehículo más manuable y dejar los camiones para beneficio de la gente de Tynsham, pero yo no tenía ganas de abandonar el mío. Lo había cargado personalmente y sabía qué contenía. Me había concedido a mí mismo un margen bastante ancho en la última carga, y había seleccionado algunas cosas que sería difícil encontrar fuera de una ciudad; objetos tales como un pequeño generador eléctrico, algunas bombas, cajas de herramientas. Todo esto podría recogerse fácilmente más tarde, pero habría un interludio en el que seria preferible no acercarse a ciudades y pueblos. La gente de Tynsham podía proveerse en algunos sitios donde no había aún señales de la enfermedad. Un par de cargamentos no representaba para ellos gran diferencia, así que salimos como habíamos llegado.