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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

El día de los trífidos (20 page)

BOOK: El día de los trífidos
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—¿No sabe el nombre del hotel?

—No. No sirve de nada saber el nombre de los lugares cuando no se puede ver para leerlos.

—Pero usted debe de recordar algo.

—No, no recuerdo.

La mujer alzó el envase y olió con precaución el contenido.

—Oiga —le dije fríamente—. Usted quiere conservar esas latas, ¿no es así?

La vieja movió un brazo, para acercar las latas hacia ella.

—Bueno, entonces será mejor que me diga todo lo que pueda acerca de ese hotel —continué—. Debe de saber por ejemplo si era pequeño o grande.

La mujer meditó un momento protegiendo aún las latas con el brazo.

—En la planta baja había mucho eco, así que quizá era grande. Probablemente era también lujoso… Quiero decir que había alfombras gruesas, y buenas camas, y buenas sábanas.

—¿Nada más?

—No, yo por lo menos… Sí, algo más. Había dos escalones afuera y se entraba por una de esas puertas giratorias.

—Eso está mejor —le dije—. ¿Está usted segura, no? Si no encuentro el hotel, la
encontraré
de nuevo a usted, ya sabe.

—Se lo juro, señor. Dos escalones, y una puerta giratoria.

La mujer metió la mano en un saco viejo que tenía a su lado, sacó una cuchara sucia, y comenzó a probar los guisantes como si fueran un manjar paradisíaco.

Había, descubrí, muchos más hoteles por aquel lugar, y un número sorprendente de ellos tenían puertas giratorias. Pero no me desanimé.

Cuando lo encontré, ya no tuve más dudas. Los vestigios y el olor eran demasiado familiares.

—¿No hay nadie aquí? —pregunté en el resonante vestíbulo.

Iba a seguir adelante, cuando de uno de los rincones vino un gruñido. Era un hombre acostado en un banco. Aun en la penumbra pude distinguir que estaba muy enfermo. No me acerqué mucho. El hombre abrió los ojos. Durante un instante pensé que me miraba.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó.

—Sí. Quisiera…

—Agua —dijo el hombre—. Por Cristo, déme un poco de agua.

Fui hasta el comedor, lo crucé, y llegué a la cocina. De los grifos no salía nada. Vacié un par de sifones en un jarro y lo llevé al vestíbulo con una copa. Los coloqué en el piso, al alcance del hombre.

—Gracias, amigo —me dijo—. Puedo arreglármelas. Déjeme solo.

Metió la copa en la jarra y se la bebió.

—Dios —dijo—. Cómo necesitaba esto. —Y volvió a beber—. ¿Qué está usted haciendo? —me preguntó—. No es bueno andar por aquí, usted sabe.

—Estoy buscando una muchacha. Una muchacha que puede ver. Se llama Josella. ¿No está aquí?


Estaba
aquí. Pero ha llegado tarde, amigo.

Una repentina sospecha me atravesó de parte a parte como una puñalada.

—No… no querrá decir que…

—No. Tranquilícese, amigo. No ha pescado esta enfermedad. No. Se ha ido simplemente… como todos los otros.

—¿Sabe adónde?

—Lo ignoro, amigo.

—Ya veo —dije, pesadamente.

—Será mejor que usted también se vaya. Si se queda aquí pronto no va a poder irse, como yo.

Tenía razón. Lo miré un rato.

—¿No necesita nada más?

—No. Estoy terminado. No tardaré mucho en no necesitar nada. —El hombre hizo una pausa. Luego añadió—: Adiós, amigo. Y muchas gracias. Y si la encuentra, cuídela bien. Es una buena muchacha.

Cuando, un poco más tarde, yo estaba alimentándome con un poco de jamón y cerveza, se me ocurrió que no le había preguntado al hombre cuando se había ido Josella; pero decidí que en su estado era difícil que tuviese una idea clara del tiempo.

El único lugar a que podía ir ahora era la Universidad. Josella hubiese pensado lo mismo, y existía la esperanza de que algunos de los elementos dispersos del grupo hubiesen regresado allí en un esfuerzo por volver a estrechar filas. No era una esperanza muy firme, pues el sentido común los hubiese empujado a dejar la ciudad días atrás.

Había aún dos banderas en la torre, que flameaban en el aire del atardecer. De las dos docenas de camiones que habían sido estacionados en el patio, quedaban cuatro, intactos en apariencia. Detuve el coche junto a ellos, y entré en el edificio. Mis pasos resonaron en el silencio.

—¡Hola! ¡Hola! —llamé—. ¿No hay nadie aquí?

Los ecos de mi voz se repitieron en los corredores y en los huecos de las escaleras, disminuyeron hasta convertirse en un suspiro, y luego en silencio. Seguí hasta las puertas de la otra sala, y volví a llamar. Una vez más los ecos murieron limpiamente, posándose con suavidad como nubes de polvo. Sólo entonces, al volverme, advertí que alguien había trazado con tiza una inscripción en la parte de adentro de la puerta de calle. Con grandes letras daba simplemente una dirección.

FINCA TYNSHAM

TYNSHAM

DEVIZES NORTE, WILTS.

Esto era algo por lo menos.

Miré la inscripción y pensé. En una hora, o menos, caería la noche. Devizes estaba, me parecía, a ciento cincuenta kilómetros de distancia, probablemente a más. Salí otra vez al patio y examiné los camiones. Uno de ellos era el último que yo había traído; aquél en que había almacenado mi despreciado armamento anti-trífido. Recordé que el resto de la carga era una útil variedad de alimentos y enseres. Seria mucho mejor llegar con eso que con las manos vacías en un automóvil. Sin embargo, si no había ninguna razón urgente yo prefería no conducir —y menos un camión grande y pesado— de noche y por caminos donde se podía esperar razonablemente un gran número de sorpresas. Si llegaba a volcar, y esto era lo más posible, perdería más tiempo en encontrar otro camión y transferir la carga, que en pasar aquí la noche. Salir a la mañana temprano ofrecía mejores perspectivas. Trasladé mis cajas de cartuchos del automóvil a la cabina del camión para tener todo preparado. No me desprendí de la pistola.

Encontré el cuarto del que había huido ante la falsa alarma de incendio, tal como lo había dejado. Mis ropas estaban aún en la silla; y hasta los cigarrillos y el encendedor seguían en el mismo sitio, junto a aquella improvisada cama.

Era muy temprano para pensar en dormir. Encendí un cigarrillo, me guardé la cigarrera, y decidí salir un rato.

Antes de internarme en el jardín de Russell Square, lo examiné cuidadosamente. Yo había aprendido a desconfiar de los lugares abiertos. Advertí enseguida la presencia de un trífido. Estaba en el ángulo noroeste, muy quieto, pero sobresalía de los arbustos de alrededor. Me acerqué, e hice saltar la copa de un solo disparo. El ruido en la plaza silenciosa no hubiese sido más alarmante si yo hubiera disparado un obús. Cuando estuve seguro de que no había otros trífidos por las cercanías, entré en el jardín y me senté apoyando la espalda en un árbol.

Me quedé allí quizá unos veinte minutos. El sol estaba bajo, y las sombras envolvían ya la mitad de la plaza. Pronto tendría que irme. Mientras aún había luz yo podía animarme a mí mismo, pero en las sombras algo podía arrastrarse silenciosamente hacia mí. Quizá no antes de mucho tiempo yo comenzaría a pasar las horas de oscuridad en un miedo continuo, como seguramente las habían pasado mis remotos antecesores, observando, siempre con desconfianza, la noche que se alzaba fuera de la caverna. Me quedé un minuto más, para observar cuidadosamente la plaza como si ésta fuese el párrafo de un manual de historia que yo tenía que aprender antes que alguien diera vuelta la hoja. Y mientras estaba allí, observando, escuché el sonido de unos pasos en la calle, un sonido leve, pero parecido, en aquel silencio, al golpear de una rueda de molino.

Me volví, con el arma preparada. Crusoe no se sorprendió más al ver la huella de un pie que yo al oír aquel sonido, pues no había en él el titubeo de un hombre ciego. Vislumbré en la semioscuridad a la móvil figura. Cuando dejó la calle y entró en el jardín noté que era un hombre. Me había visto, evidentemente, antes que yo lo hubiese oído, pues venía en línea recta hacia mí.

—No necesita tirar —dijo el hombre levantando unas manos vacías.

No vi quién era hasta que estuvo a unos pocos metros. El hombre me reconoció también enseguida.

—Oh, es usted —dijo.

Seguí apuntando con el arma.

—Hola, Coker. ¿Qué está buscando? ¿Quiere que me una a otro de sus grupitos? —le pregunté.

—No. Puede bajar eso. Hace mucho ruido por otra parte. Por eso lo encontré. No— repitió—. Tengo ya bastante. Voy a irme al diablo, lejos de aquí.

—Yo lo mismo —dije, y bajé la pistola.

—¿Qué pasó con su grupo? —me preguntó.

Se lo dije. Coker movió afirmativamente la cabeza.

—Lo mismo el mío. Lo mismo los demás, supongo. Pero por lo menos hemos…

—Equivocado el camino —le dije.

Coker volvió a hacer otro signo afirmativo.

—Sí —admitió—. Reconozco que ustedes tenían razón desde un comienzo. Sólo que no parecía justo hace una semana.

—Hace seis días —corregí.

—Una semana —dijo Coker.

—No. Estoy seguro… Oh, bueno, ¿qué diablos importa al fin y al cabo? —dije—. ¿Qué le parece si dadas las circunstancias actuales decretamos una amnistía y empezamos de nuevo?

Coker estuvo conforme.

—Me equivoqué —dijo—. Creí que era el único que se tomaba las cosas en serio… pero no me las tomaba bastante en serio. No podía creer que aquello fuese a durar, o que no llegase alguna ayuda. Y mire ahora. Y así debe de ser en todas partes. Europa, Asia, América. Es difícil imaginarse América así… Pero así debe de ser. Si no, ya estarían aquí, ayudando y poniendo las cosas en su sitio. Así son ellos. No; reconozco que ustedes lo comprendieron todo desde un principio.

Meditamos unos instantes, y al fin pregunté:

—Esta enfermedad, esta plaga, ¿qué cree que es?

—Lo ignoro. Pensé al principio que era tifus, pero alguien me dijo que el tifus se desarrolla más lentamente, así que no sé. No sé tampoco por qué no caí enfermo, salvo que fuese porque pude mantenerme lejos de todos los contagiados, y cuidar de que todo lo que comía estuviese limpio. No comía más que alimentos en conserva y yo mismo abría los envases, y sólo bebía cerveza embotellada. De todos modos, aunque he tenido hasta ahora bastante suerte, no quiero quedarme aquí mucho tiempo. ¿Adónde va usted?

Le hablé de la dirección escrita con tiza en la puerta. Coker no la había visto aún. Estaba dirigiéndose a la Universidad cuando el sonido de mi disparo le había hecho dar un rodeo por precaución.

—La… —comencé a decir, y me interrumpí de pronto. De una de las calles del Oeste vino el ruido de un coche que se ponía en marcha. Engranó rápidamente y luego se perdió a lo lejos.

—Bueno, por lo menos hay algún otro con vida —dijo Coker—. ¿Y quién habrá escrito esa dirección? ¿Sabe usted quién fue?

Me encogí de hombros. Quizá había sido uno de los miembros del grupo de la Universidad, que había logrado volver, o alguno que no había caído en manos de Coker y había quedado en el edificio. No había modo de saber cuánto tiempo llevaba allí esa inscripción. Coker pensó un momento.

—Será mejor que nos mantengamos juntos. Iré con usted y veremos qué se puede hacer. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dije—. Iba a acostarme para salir mañana temprano.

Cuando desperté, Coker dormía aún. Me vestí sintiéndome mucho más cómodo con el traje de esquiar y los pesados zapatones que con las ropas que me habían proporcionado los compañeros de Coker. Cuando volví con varios paquetes y latas, me encontré con que mi acompañante ya estaba también levantado y vestido. Después del desayuno decidimos que la bienvenida que nos darían en Tynsham sería mucho más entusiasta si llevábamos un camión cada uno en vez de viajar los dos en un solo coche.

—Y cuide que las ventanillas de la cabina cierren bien —sugerí—. Hay muchos criaderos de trífidos en los alrededores de Londres, particularmente en el Oeste.

—Hum. He visto a algunas de esas feas bestias por ahí —dijo Coker con descuido.

—Yo también las he visto… y en acción —le dije.

En el primer garaje nos proveímos de combustible. Luego, atravesando las calles silenciosas con el ruido de un convoy de tanques, iniciamos el viaje hacia el oeste con mi camión de tres toneladas en la punta.

La marcha era cansadora. Cada diez metros había que sortear un vehículo abandonado. De cuando en cuando dos o tres coches juntos bloqueaban totalmente la calle de modo que había que detenerse y sacar a uno de ellos del camino. Muy pocos estaban estropeados. La ceguera parecía haber caído sobre los conductores rápidamente, pero no con demasiada rapidez como para que hubiesen perdido el dominio del volante. Comúnmente habían tenido tiempo de acercarse a la acera. Si la catástrofe hubiese ocurrido durante el día, las avenidas hubiesen sido intransitables, y abrirnos camino desde el centro por calles laterales nos hubiese llevado días, pasados en su mayor parte en retroceder ante impenetrables murallas de vehículos y en buscar otro camino. Sin embargo, pronto descubrí que nuestro progreso era menos lento de lo que parecía en detalle, y cuando después de unos pocos kilómetros advertí un vehículo volcado en la acera comprendí que estábamos ahora en una ruta que ya había sido seguida y aclarada por todos.

En los límites exteriores de Staines comenzamos a sentir que Londres estaba al fin detrás de nosotros. Me detuve, y fui hacia el camión de Coker. Cuando éste cerró el motor, se hizo un silencio espeso y antinatural, solo interrumpido por el crujido del metal que se enfriaba. Me di cuenta, de pronto, que no habíamos visto una sola criatura viviente, salvo unos pocos gorriones, desde la iniciación del viaje. Coker salió de su cabina.

De pie, en medio del camino, escucho y miró a su alrededor.

And yonder all before us lie

deserts of vast eternity

[3]

Murmuró.

Lo miré de frente. Su expresión grave y reflexiva se convirtió de pronto en una falsa sonrisa.

—¿O prefiere usted a Shelley? —me preguntó.

My name is Ozymandias, king of kings,

look on my works, ye mighty, and despair!
[4]

—Vamos, comamos algo —añadió Coker.

—Coker —dije, mientras terminábamos de comer sentados en un mostrador y extendíamos mermelada sobre unos bizcochos, —usted me intriga. ¿Qué es usted? La primera vez que lo vi estaba usted delirando —si me perdona que use la palabra apropiada— en una especie de jerga de los muelles. Ahora me cita a Marvell. No tiene sentido.

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