El tiempo seguía siendo bueno. En los terrenos más altos el aire era todavía bastante puro, aunque la mayor parte de las aldeas se habían convertido en lugares desagradables. De cuando en cuando veíamos una figura tendida a un lado del camino; pero, como en Londres, la mayoría había tratado de esconderse en alguna especie de refugio. En casi todas las aldeas las calles estaban vacías, y el campo de los alrededores parecía tan desierto como si la totalidad de la raza humana y la mayoría de los animales se hubiesen desvanecido. Hasta que llegamos a Steeple Honey.
Desde el camino, mientras descendíamos la colina, tuvimos una vista de todo Steeple Honey. Las casas se agrupaban en el extremo más lejano de un puente de piedra tendido sobre un río estrecho y centelleante. Era un lugarcito tranquilo donde se alzaba una iglesia de aspecto somnoliento rodeada por unas casitas de muros blancos. Parecía como si durante todo un siglo nada hubiese perturbado las pacificas existencias que se desarrollaban bajo los techos de paja. Pero, como en otras aldeas, no había en ella gente ni humo. Y de pronto, cuando habíamos descendido ya la mitad de la cuesta, mis ojos advirtieron un movimiento.
A la izquierda, en el otro extremo del puente, una casa se alzaba un poco oblicuamente al lado del camino, de modo que miraba hacia nosotros. En la pared colgaba la enseña de una taberna, y en la ventana que estaba inmediatamente encima se agitaba algo blanco. Al acercarnos vi a un hombre que sacaba el cuerpo afuera y nos llamaba la atención frenéticamente con una toalla. Juzgué que tenía que ser ciego, pues si no hubiese salido al camino a interceptamos el paso. Y movía la toalla con demasiado vigor para ser un hombre enfermo.
Le hice una seña a Coker y, luego de cruzar el puente me detuve. El hombre de la ventana dejó caer la toalla. Me gritó algo que se perdió en el ruido del camión, y desapareció. Coker y yo apagamos los motores. El silencio era tan grande que podíamos oír las pisadas del hombre en los escalones de madera, dentro de la casa. Se abrió la puerta y el hombre salió al camino con las manos extendidas hacia delante. Algo surgió como un rayo del matorral que estaba a su izquierda, y lo golpeó. El hombre dio un solo grito, agudo, y cayó al suelo.
Tomé mi escopeta y descendí de la cabina. Di un pequeño rodeo hasta que pude ver al trífido, que acechaba desde las sombras de un arbusto. Le hice saltar la copa en pedazos.
Coker había salido también de su camión, y estaba de pie a mi lado. Miró al hombre tendido en el suelo y luego al trífido.
—¿Estaba…? No, maldita sea, no podía estar
esperándolo
—dijo—. Tuvo que haber sido… No sabía que iba a salir por esa puerta. Quiero decir, no
podía
saberlo. ¿O podía?
—¿O podía? Fue un excelente trabajo —dije.
Coker volvió hacia mí unos ojos inquietos.
—Demasiado excelente. Usted no creerá de veras que…
—Hay algo así como una conspiración para no creer nada acerca de los trífidos —dije, y añadí—: Debe de haber otros por aquí cerca.
Miramos por los alrededores y no encontramos nada.
—Necesitaría beber algo —sugirió Coker.
Excepto por el polvo acumulado en el mostrador, la taberna parecía normal. Nos servimos dos vasos de whisky. Coker se bebió el suyo de un trago. Luego me miro con preocupación.
—Esto no me gusta. No me gusta nada. Usted tiene que saber de estas malditas cosas más que la mayoría de la gente, Bill. No estaba… Quiero decir, tenía que estar ahí por casualidad, ¿no es cierto?
—Creo… —comencé a decir. Me detuve al escuchar el tamborileo entrecortado que venía de afuera. Me cerqué a la ventana y la abrí. Le disparé al ya podado trífido la otra carga, esta vez a la parte superior del tronco. El tamborileo cesó.
—Lo malo con los trífidos —dije mientras nos servíamos otro vaso— es que sabemos muy poco de ellos.
Le repetí a Coker una de las teorías de Walter. Coker me miró fijamente.
—No tratará de insinuar que «hablan» cuando hacen ese ruido.
—Nunca lo supe de veras —admití—. Sólo diré que estoy seguro de que es una especie de señal. Pero Walter creía que era un verdadero lenguaje, y entre los hombres que he conocido nadie sabía más de trífidos que él.
Saqué de la escopeta los dos cartuchos vacíos, y volví a cargarla.
—¿Y llegó a mencionar la ventaja de un trífido sobre un hombre ciego?
—Sí, pero de eso hace ya varios años —apunté.
—De todos modos es una curiosa coincidencia.
—Usted es el mismo impulsivo de siempre —dije—. La mayor parte de los golpes del destino pueden parecer un día curiosas coincidencias. Basta que uno investigue lo suficiente, y espere lo suficiente.
Terminamos de beber y nos dirigimos a la salida. Coker lanzó una ojeada por la ventana. Enseguida me tomó el brazo, y señaló hacia afuera. Dos trífidos habían doblado la esquina y se acercaban balanceándose al matorral donde el otro había estado escondido. Esperé a que se detuvieran y luego decapité a los dos. Salimos por la ventana, que estaba fuera del alcance de cualquier posible escondite, y nos acercamos a los camiones mirando cuidadosamente a nuestro alrededor.
—¿Otra coincidencia? ¿O vinieron a ver qué le había ocurrido a su compañero? —preguntó Coker.
Salimos de la aldea y comenzamos a viajar por estrechos caminos de tierra. Me pareció que había ahora más trífidos que los que habíamos visto en el viaje anterior. ¿O es que yo me fijaba más en ellos? Podía ser que hubiésemos encontrado menos por haber viajado hasta ahora sólo por carreteras asfaltadas. Yo sabía por experiencia que los trífidos trataban de evitar los pisos duros, quizá porque éstos causaban alguna molestia a las patas-raíces. Pronto me convencí de que estábamos
viendo
a más trífidos, y me pareció que no les éramos totalmente indiferentes. Aunque no era posible saber si aquéllos que cruzaban el campo venían o no por casualidad hacia nosotros.
Un incidente más importante ocurrió cuando un trífido me lanzó su aguijón al pasar, desde un matorral. Por suerte no sabía apuntar a un vehículo en movimiento. Disparó su aguijón un poco demasiado pronto y dejó su huella en el parabrisas: unas pocas gotas de veneno. Antes que pudiera golpear otra vez, yo ya me había alejado. Pero desde ese momento, y a pesar del calor, viajé con las ventanillas levantadas.
Durante la última semana, o más, yo había pensado en los trífidos sólo cuando me encontraba con ellos. Los que había visto en casa de Josella, lo mismo que los que habían atacado a mi grupo, cerca de Hampstead Heath, me habían preocupado bastante; pero la mayor parte del tiempo había estado absorbido por asuntos más inmediatos. Pero recordando ahora nuestro viaje, y cómo estaban las cosas en Tynsham antes que la señorita Durrant hubiese limpiado el lugar a tiros de escopeta, y el aspecto de las aldeas que acabábamos de cruzar, empecé a preguntarme hasta qué punto habrían intervenido los trífidos en la desaparición de la gente.
Al llegar a la aldea más próxima comencé a conducir con lentitud y mirando atentamente a mi alrededor. En varios de los jardines pude ver unos cuerpos tendidos en el suelo, indudablemente desde hacía varios días… y casi siempre un trífido cerca. Parecía como si los trífidos acecharan solamente en lugares donde el suelo les permitía hundir sus raíces. Donde una puerta se abría directamente a la calle, pocas veces se veía un cuerpo, y nunca un trífido.
Me parece que lo que ocurrió en la mayor parte de las aldeas es que la gente que salió en busca de comida con una cierta seguridad mientras anduvo por el pavimento, pero tan pronto como pisó la tierra o aun pasó junto a una verja o el muro de un jardín, peligró de ser alcanzada por los aguijones. Alguno gritó, quizá, al sentir el golpe, y al no regresar, los que quedaron esperándolo se asustaron todavía más. De cuando en cuando alguno salió arrastrado por el hambre. Unos pocos fueron bastante afortunados como para poder regresar, pero la mayoría se extravió y vagó por las calles hasta rodar por el suelo, o pasar no muy lejos de algún trífido. Los que quedaron en las casas llegaron, quizá, a sospechar qué ocurría. Donde había un jardín pudieron oír el silbido del aguijón, y comprendieron que se encontraban ante la alternativa de morirse de hambre o correr la misma suerte de aquellos que habían salido. Muchos se quedarían escondidos, viviendo de la comida que tenían almacenada y esperando una ayuda que nunca iba a llegar. A esa categoría había pertenecido, seguramente, el hombre de la taberna de Steeple Honey.
Pensar que en las áreas que estábamos cruzando podía haber casas en las cuales sobrevivían aún algunos grupos, no era muy agradable. Se presentaba otra vez el mismo problema que habíamos afrontado en Londres. Sentíamos que, de acuerdo con las normas más civilizadas, debíamos tratar de encontrarlos y hacer algo por ellos. Y sabíamos que, como había ocurrido antes, cualquiera de esas tentativas terminaría en un fracaso.
El mismo viejo problema. ¿Qué se podía hacer, aun con la mejor buena voluntad del mundo, sino prolongar la angustia? Aplacar durante un tiempo la voz de la conciencia, sólo para ver una vez más cómo se malgastaban los resultados del esfuerzo.
No era conveniente, tuve que decirme con firmeza, entrar en un área sísmica mientras caían los edificios. Había que iniciar el rescate y el salvamento cuando cesaran los temblores. Pero los razonamientos no ayudaban mucho. El viejo doctor había acertado de veras al referirse a las dificultades de la adaptación mental.
Los trífidos eran una complicación en una escala inesperada. Había por supuesto muchas estaciones experimentales además de las plantaciones de nuestra compañía. Los habían criado allí para nosotros, para clientes privados o para venderlos a cierto número de industrias menores donde se usaban los derivados del aceite. La mayoría de esas estaciones estaban situadas, por motivos climáticos, en el sur. Sin embargo, si lo que habíamos visto era una muestra de los que habían logrado escapar de las plantaciones, los trífidos tenían que ser más numerosos de lo que yo había creído. La perspectiva de que muchos más alcanzaran la madurez y de que los ejemplares podados volvieran a desarrollar sus aguijones no era muy tranquilizadora…
Con sólo otras dos paradas, una para comer y la otra para abastecernos de combustibles, aprovechamos bien el tiempo y a eso de las cuatro y media de la tarde entrábamos en Beaminster. Llegamos hasta el centro del pueblo sin haber visto nada que sugiriese la presencia del grupo de Beadley.
La primera impresión era de que el lugar estaba tan desprovisto de vida como los que habíamos visto durante el viaje. Cuando entramos en la calle comercial vi un par de camiones estacionados junto a la acera. Me dirigí hacia ellos, y cuando estaba a unos veinte metros, un hombre apareció de detrás de uno de los camiones y apuntó con un rifle. Tiró deliberadamente por encima de mi cabeza y luego bajó la mira.
Nunca discuto esa clase de advertencias. Paré el camión.
El hombre era corpulento y rubio. Manejaba el rifle con familiaridad. Sin dejar de apuntarme movió dos veces la cabeza hacia un lado. Pensé que quería que bajara. Así lo hice, y levanté las manos. Otro hombre, acompañado por una joven, salió de detrás del camión. La voz de Coker sonó a mis espaldas:
—Será mejor que baje ese rifle, compañero. Estamos en inferioridad de condiciones.
El hombre rubio dejó de mirarme para buscar a Coker. Yo podía haber saltado sobre él, si hubiese querido, pero dije:
—Tiene razón. Además, somos gente pacífica.
El hombre bajó el rifle, no muy convencido. Coker, que al descender había quedado detrás de mi camión, se hizo visible.
—¿Qué pasa aquí? ¿Una guerra fratricida? —preguntó.
—¿No son más que dos? —dijo el segundo hombre.
Coker lo miró.
—¿Qué esperaba? ¿Una convención? Sí, somos sólo dos.
El trío sintió un visible alivio. El hombre rubio explicó:
—Podía tratarse de la banda de alguna ciudad. Pensamos que vendrán a atacarnos en busca de comida.
—Oh —dijo Coker—. Parece que no han echado una ojeada a ninguna ciudad últimamente. Si eso es lo único que le preocupa, olvídelo. Si aún existen algunas bandas estarán haciendo todo lo contrario. En realidad estarán haciendo —si puedo decirlo así— lo mismo que ustedes.
—¿No cree usted que vengan?
—Estoy condenadamente seguro que no. —Coker miró a los tres—. ¿Pertenecen ustedes al grupo de Beadley?
La respuesta fue claramente negativa.
—Es una lástima —dijo Coker—. Hubiese sido nuestro primer golpe de suerte en mucho tiempo.
—¿Qué es eso del grupo de Beadley? —preguntó el hombre rubio.
Después de pasar varias horas en la cabina recalentada por el sol, yo me sentía sediento y fatigado. Sugerí que dejásemos de discutir en medio de la calle y buscásemos un sitio más conveniente. Pasamos por detrás de los camiones y entre una familiar acumulación de cajas de bizcochos, paquetes de té, jamones, bolsas de azúcar, bloques de sal, y todo el resto, hasta una puerta próxima que daba al salón de un bar. Ante unos potes de medio galón, Coker y yo les dimos un resumen de lo que habíamos hecho, y de lo que sabíamos. Luego les llegó el turno.
Eran, parecía, la más activa mitad de un grupo de seis. Otras dos mujeres y un hombre estaban de guardia en la casa que les servía de base.
Alrededor del mediodía del martes 7 de mayo el hombre rubio y la muchacha que lo acompañaba estaban dirigiéndose hacia el oeste en un automóvil. Habían pensado pasar dos semanas de vacaciones en Cornwall, y todo iba a las mil maravillas cuando un ómnibus de dos pisos surgió en una curva cerca de Crewkerne. El automóvil lo rozó y lo último que recordaba el hombre era la horrorosa visión del ómnibus, alto como un acantilado, y ya encima de ellos.
El hombre despertó en cama para descubrir, como yo, que a su alrededor reinaba un misterioso silencio. Aparte de algunos dolores, unas pocas heridas superficiales y unos chichones en la cabeza, no parecía tener nada. Como, dijo el hombre, nadie venía, decidió investigar, y descubrió que aquello era un pequeño hospital. En una sala encontró a la muchacha y a otras dos mujeres. Una de ellas estaba consciente, pero incapacitada por un brazo y una pierna enyesados. En otra sala había dos hombres: uno de ellos, su compañero allí presente, el otro con una pierna rota también enyesada. En total había once personas en el lugar, ocho de ellas con vista. De los ciegos, dos guardaban cama y estaban seriamente enfermos. Nada se sabía del personal de la institución. Su experiencia había sido, ante todo, más desconcertante que la mía. Se habían quedado en el hospital, ayudando como podían a los imposibilitados, preguntándose qué pasaría, y con la esperanza de que apareciese alguien a ofrecer su ayuda. No sabían qué podía haberles ocurrido a los dos pacientes ciegos e ignoraban cómo tratarlos. No podían hacer más que darles de comer y tratar de que se quedaran tranquilos. Los dos murieron al día siguiente. Un hombre desapareció y nadie lo vio irse. Los heridos en el vuelco del ómnibus eran gente del pueblo. Una vez recobrados, salieron en busca de sus parientes. El grupo quedó así reducido a seis miembros, dos de los cuales tenían algo roto.