Por ese entonces ya habían comprendido que el desorden era bastante grande como para que tuvieran que depender de sí mismos, al menos durante un tiempo, pero no habían llegado a imaginar su verdadera extensión. Decidieron dejar el hospital y buscar un lugar más apropiado, pues creían que en las ciudades habría mucha más gente con vista, y que la desorganización traería como consecuencia el imperio de la ley de las muchedumbres. Habían estado esperando diariamente el arribo de esas multitudes, ya que las provisiones almacenadas en la ciudad se terminarían muy pronto, y hasta las habían imaginado como un ejército de langostas que invadía la campaña. Su principal preocupación, por lo tanto, había sido la de reunir provisiones preparándose para un sitio.
Cuando les aseguramos que esto era lo que menos podía ocurrir, se miraron unos a otros inexpresivamente.
Era un trío raro. El hombre rubio resultó ser un corredor de bolsa llamado Stephen Brennell. Su compañera era una muchacha robusta, bonita, que de cuando en cuando mostraba una superficial petulancia, pero que no se sorprendía realmente ante los aspectos imprevisibles de la vida. Había hecho una carrera irregular —diseño de vestidos, venta de vestidos, extra de cine, oportunidades perdidas de ir a Hollywood, encargada de guardarropas en clubes nocturnos— y se había ayudado en esas actividades con los medios que ellas mismas ofrecían. La proyectada vacación en Cornwall parecía ser uno de esos medios. Estaba totalmente convencida de que nada serio podía haber pasado en América, y que sólo se trataba de aguantar un poco hasta que llegaran los americanos a poner todo en orden. Yo no había encontrado, desde el comienzo de la catástrofe, una persona menos perturbada. Aunque de vez en cuando sentía alguna nostalgia por las luces brillantes, las cuales, esperaba, serían arregladas rápidamente por los americanos.
El tercer miembro, el joven moreno, estaba enojado. Había trabajado y ahorrado duramente para instalar su tienda de radiotelefonía, y había tenido ambiciones.
—Miren a Ford —nos dijo—, y miren a Lord Nuffield. Comenzó con un negocio de bicicletas no más grande que mi tienda y vean adónde llegó. Eso es lo que yo iba a hacer. ¡Y miren ahora dónde hemos caído! ¡No es justo!
El destino, tal como él lo veía, no necesitaba más Fords o Nuffields; pero no pensaba abandonar la lucha. Esto era sólo un intervalo de prueba. Un día lo verían de vuelta en su tienda de radio con un pie firme al primer escalón hacia la millonariedad.
Lo más desilusionante en esta gente fue descubrir que no sabían nada de Michael Beadley. Sólo habían visto un grupo, en un pueblito situado un poco más allá de la frontera de Devon, y un par de hombres provistos de escopetas les habían advertido que no volvieran acercarse por allí. Los hombres, explicó el trío, eran indudablemente de la localidad. Coker sugirió que eso significaba que el grupo era pequeño.
—Si hubieran pertenecido a un grupo grande se hubiesen mostrado menos nerviosos y con más curiosidad —afirmó—. Pero si la gente de Beadley anda por aquí tenemos que ser capaces de encontrarlos. —Y le dijo al hombre rubio—: Oiga, ¿qué le parece si nos juntamos? Podemos repartirnos en la búsqueda, y cuando los encontremos todo será más fácil.
Los tres se miraron inquisitivamente, y luego dijeron que sí con la cabeza.
—Muy bien. Dennos una mano en la carga, y nos pondremos en marcha —dijo el hombre rubio.
A juzgar por su aspecto la vieja mansión Charcot había sido alguna vez una residencia fortificada. Ahora se la fortificaba de nuevo. En alguna época del pasado habían secado el foso que rodeaba la mansión. Stephen, sin embargo, creía haber arruinado lo bastante el sistema de desagües como para que el agua volviese lentamente. Planeaba además volar las partes que habían sido rellenadas y completar así el círculo. Nuestras noticias, al sugerirle que esto no sería necesario, lo dejaron un poco meditabundo y con una mirada de desilusión. Las paredes de piedra de la casa eran fuertes. Tres ventanas por lo menos exhibían armas de fuego, y el hombre había montado dos más en la terraza. En el interior del edificio, junto a la puerta principal, había un pequeño arsenal de morteros y bombas, y (Stephen nos los mostró orgullosamente) varios lanzallamas.
—Encontramos un depósito de armas —explicó—, y pasamos todo un día juntando esto.
Mientras yo miraba el material comprendí por primera vez que la catástrofe, por su misma extensión, había sido bastante misericordiosa. Si el diez o quince por ciento de la población hubiera conservado la vista, las pequeñas comunidades como ésta hubiesen tenido quizá que luchar contra bandas hambrientas. Tal como estaban las cosas, parecía que Stephen se había armado inútilmente. Pero algo podía servir. Señalé los lanzallamas.
—Estos deben ser útiles contra los trífidos —dije.
Stephen sonrió con una mueca.
—Tiene usted razón. Muy efectivos. No hemos usado otra cosa. Y a propósito, no conozco nada mejor para eliminar a los trífidos. Uno puede dispararles un arma de fuego hasta hacerlos pedazos, y no se mueven. Supongo que no saben de dónde viene la destrucción. Pero una lengüetada caliente de esto, y se precipitan a la muerte.
—¿Les han dado mucho trabajo? —pregunté.
Parecía que no. De cuando en cuando, uno, y quizá dos o tres, se acercaban, y eran rápidamente abrasados. En sus viajes habían logrado escapar, con bastante suerte; pero por lo común no salían de los camiones sino en las áreas edificadas, donde era difícil encontrar trífidos.
Aquella noche subimos todos a la terraza. Era demasiado temprano y no había salido la luna. El paisaje que se extendía ante nosotros era totalmente negro. Miramos con atención, pero ninguno pudo descubrir ni un punto de luz. Nadie recordaba tampoco haber visto la menor traza de humo durante el día. Bajé al salón iluminado por la luz de unas lámparas, bastante abatido.
—Sólo nos queda una cosa —dijo Coker—. Tenemos que dividir el distrito en áreas y buscarlos.
Pero no lo dijo con mucho entusiasmo. Sospeché que pensaba como yo que el grupo de Beadley continuaría exhibiendo deliberadamente una luz durante la noche o algún otro signo —quizá una columna de humo— durante el día.
Pero a nadie se le ocurrió nada mejor, así que dividimos el mapa en secciones, tratando de que a todos le tocase alguna altura desde donde pudiese examinar cómodamente los alrededores.
Al día siguiente fuimos al pueblo en un camión. Allí estaba el camino bañado por la luz del sol, y la hierba verde de la primavera. Los anuncios apuntaban a «EXETER Y EL OESTE» y a otros lugares, como si allá siguiera la vida normal. A veces, aunque raramente, se veían algunas aves. Y las flores silvestres crecían como siempre en los prados.
Pero el otro lado del cuadro no era tan agradable. Había campos donde el ganado yacía tendido en el suelo y unas vacas sueltas mugían de dolor, y las ovejas, que se descorazonaban fácilmente, se habían resignado a morir en los alambrados de púas, y otras pacían sin rumbo, o se morían de hambre con una mirada de reproche en sus ojos.
No era agradable pasar por las cercanías de las granjas. Para mayor seguridad no me concedía a mí mismo más que la poca ventilación que podía dar una estrecha abertura en la parte superior de la ventanilla; pero cuando veía una granja cerraba del todo.
Los trífidos abundaban. A veces los veía mientras cruzaban los campos, o advertía su presencia detrás de los setos. En más de una granja se habían entronizado en los sembradíos a esperar a que el ganado alcanzase el grado exacto de putrescencia. Yo los veía con un gusto que nunca había sentido antes. Horribles y extraños seres que algunos de nosotros habíamos creado, de algún modo, y que el resto, con su inconsiderada codicia, había cultivado en todo el mundo. No podía acusarse a la naturaleza. En cierto modo eran obra nuestra… como las flores hermosas o aquellas grotescas parodias de perros… Comencé a detestarlos por algo más que su costumbre de alimentarse de carroña. Ellos, más que ninguna otra cosa, parecían capaces de sacar el mayor provecho de nuestro desastre…
A medida que el día avanzaba, crecía mi sensación de soledad. Me detuve en una colina para examinar la región hasta donde me lo permitieran mis anteojos de campaña. Una vez vi humo y fui hasta allí para descubrir que un vagón de ferrocarril se estaba quemando en las vías. No sé aún cómo pudo haber ocurrido eso; no había nadie cerca. Otra vez una bandera me hizo correr hasta una casa, para descubrir que en ella reinaba el silencio, aunque no estaba vacía. Y otra vez me llamó la atención algo blanco que se movía en una loma distante, pero cuando miré con mis anteojos descubrí que se trataba de una media docena de ovejas que corrían aterrorizadas mientras un trífido lanzaba continuamente —e inútilmente— su aguijón contra los lomos lanudos. No pude ver en ninguna parte la menor señal de vida humana.
Cuando me detuve para almorzar, no empleé más tiempo del necesario. Devoré rápidamente mi comida, prestando atención a un silencio que me estaba destrozando los nervios, y ansioso por reiniciar mi viaje acompañado, al menos, por el ruido del motor.
Comencé a imaginarme cosas. En una ocasión vi un brazo que me hacía señas desde una ventana, y cuando llegué allí era sólo la rama de un árbol que se balanceaba ante los vidrios. Vi a un hombre que se detenía en medio del campo y que volvía hacia mí la cabeza mientras yo pasaba; pero los anteojos me demostraron que no podía haberse detenido ni haberse vuelto hacia mí: era un espantapájaros. Oí voces que me llamaban por sobre el ruido del automóvil. Me detuve y apagué el motor. No había voces, nada; sólo lejos, muy lejos, la queja de una vaca sin ordeñar.
Se me ocurrió que aquí y allá, desparramados por el campo, debía de haber mujeres y hombres que se creían totalmente solos, los únicos sobrevivientes. Sentí tanta lástima por ellos como por cualquier otro alcanzado por el desastre.
Durante la tarde, con escaso ánimo y poca esperanza, seguí recorriendo obstinadamente mi sección. No quería que mi certeza interna quedase sin pruebas. Al fin me sentí satisfecho. No había podido recorrer todos los senderos y caminos laterales, pero estaba dispuesto a jurar que el sonido de mi nada débil bocina tenía que haberse oído en todo mi sector. Terminé mi tarea y me dirigí de vuelta al lugar donde habíamos estacionado nuestro camión y con un humor realmente sombrío. Descubrí que ninguno había vuelto aún, así que para pasar el tiempo, y porque necesitaba sacarme ese frío del alma, entré en la taberna más próxima y me serví un buen brandy.
Stephen fue el segundo en llegar. La expedición parecía haberlo afectado tanto como a mí, pues ante mi mirada interrogativa meneó la cabeza y se dirigió directamente a la botella que yo había abierto. Diez minutos más tarde se nos unió el ambicioso de la radio. Venía con él un desgreñado joven de ojos asombrados que parecía no haberse afeitado o lavado durante varias semanas. El hombre de la radio lo había encontrado en el camino. Esta era, parecía, su única profesión. Una tarde, no podía decir exactamente cuándo, había descubierto un hermoso y cómodo granero para pasar la noche. Como se había pasado en su cuota habitual de kilómetros, se quedó dormido tan pronto como se acostó. A la mañana siguiente se había encontrado al despertar con una pesadilla, y se preguntaba todavía si era el mundo o él quien se había vuelto loco. Reconocimos que un poco lo estaba, realmente, pero sabía aún con bastante claridad para qué servía la cerveza.
Pasó aproximadamente otra media hora, y llegó Coker. Venía acompañado por un cachorro alsaciano y una anciana inverosímil. La mujer estaba vestida con las que eran evidentemente sus mejores galas. Su limpieza y escrupulosidad eran tan notables como la ausencia de esas mismas cualidades en el otro recluta. La anciana se detuvo con una leve indecisión en el umbral de la taberna. Coker hizo de introductor.
—Esta es la señora Forcett, exclusiva propietaria de las
Tiendas Universales Forcett
, unas diez mansiones, dos tabernas y una iglesia conocida como Chippington Durney… Y la señora Forcett sabe cocinar. ¡Dios, sabe cocinar!
La señora Forcett nos saludó con dignidad, avanzó con confianza, se sentó con circunspección, y consintió que le sirvieran un vaso de oporto… seguido por otro vaso de oporto.
En respuesta a nuestras preguntas confesó que la noche fatal, y la noche siguiente, había dormido con desacostumbrada pesadez. No especificó la causa precisa de tanto sueño, y nosotros no se lo preguntamos. Había continuado durmiendo, ya que nada había ocurrido que pudiera despertarla, hasta la mitad del día siguiente. Cuando despertó, no se sentía muy bien, y no trató por lo tanto de levantarse hasta media tarde. Le había parecido raro, pero providencial, que nadie la hubiese necesitado en la tienda. Cuando dejó la cama vio «uno de esos trífidos horribles» en su jardín y un hombre tendido en el camino, al lado del cerco… por lo menos alcanzó a verle las piernas. Estaba a punto de salir y acercarse al hombre cuando vio el movimiento del trífido. Cerró la puerta justo a tiempo. Era indudable que había sido un mal momento para la mujer, y para olvidar aquella escena tuvo que servirse un tercer vaso de oporto.
Después de eso esperó a que vinieran a llevarse el trífido y el hombre. Le pareció que tardaban mucho, pero mientras podía vivir cómodamente del contenido de la tienda. Estaba todavía esperando, explicó la mujer mientras se servía un cuarto vaso de oporto con un correcto aire de distracción, cuando Coker, interesado por el humo de su cocina, arrancó de un disparo la copa del trífido y entró a investigar.
La mujer le había dado de comer a Coker, y éste como retribución le había dado algunos consejos. No había sido fácil hacerle entender el verdadero estado de las cosas. Al fin Coker había sugerido que ella podía echar una mirada a la aldea, cuidándose de los trífidos, y que regresaría a las cinco para ver qué pensaba. Al volver la había encontrado vestida, con el equipaje preparado y lista para irse.
De vuelta en Charcot volvimos a reunirnos aquella noche alrededor del mapa. Coker comenzó a marcar nuevas áreas para continuar la búsqueda. Los demás lo mirábamos sin mucho entusiasmo. Fue Stephen quien dijo lo que todos, incluso, creo, Coker, estábamos pensando:
—Oigan, hemos recorrido entre todos un círculo de veinte kilómetros de diámetro. Es evidente que no están en los alrededores. O la información de ustedes es errónea o han decidido no detenerse aquí, y seguir adelante. Me parece que si seguimos buscándolos como hoy perderemos el tiempo.