—Aquí estamos, señores. Piccapuercodilly Circus. El centro del mundo. El eje del universo. Donde los nobles vienen a buscar vino, mujeres y canto.
El hombre no era ciego, nada de eso. Lo miraba todo, tomando nota mientras hablaba. Algún accidente similar al mío le había salvado la vista. Estaba borracho de veras, y lo mismo los otros hombres.
—Y nosotros venimos a lo mismo —añadió—. Próxima parada, el famoso
Café Royal
… y todas las bebidas de la casa.
—Sí. ¿Pero y las mujeres? —preguntó una voz, y alguien se rió.
—Oh, las mujeres. ¿Eso es lo que deseas? —dijo el líder.
Dio un paso adelante, y tomó a una muchacha del brazo. La muchacha no dejó de gritar mientras el hombre la llevaba a rastras.
—Ahí la tienes, compañero. Y no digas que te trato mal… Es una chica magnífica, si eso representa algo para ti.
—Eh, ¿y yo? —dijo otro.
—¿Tú, compañero? Bueno, veamos. ¿Te gustan las rubias o las morenas?
Según pensé luego, creo que me conduje como un tonto. En ese entonces, yo tenía aún la cabeza llena de normas y convenciones ya sin aplicación. No se me ocurrió que las personas adoptadas por esta banda tendrían más posibilidades de sobrevivir —si alguien sobrevivía— que las abandonadas a sus propios medios, como aquella muchacha por ejemplo. Impulsado por una mezcla de nobleza y heroísmo escolar, me abrí paso hacia el hombre. No me vio sino cuando yo ya estaba muy cerca. Le lancé un puñetazo a la mandíbula, pero, infortunadamente, el hombre fue un poco más rápido…
Cuando volví a interesarme por las cosas de este mundo, me encontré tendido en la calle. El bullicio de la pandilla se perdía a lo lejos, y el profeta de la condenación, otra vez elocuente, les estaba lanzando furiosos anatemas, fuegos infernales, y un trozo de ladrillo.
Ya un poco repuesto, agradecí que el asunto no hubiese terminado de un modo peor. Si el resultado hubiese sido distinto, hubiera tenido quizá que hacerme responsable de los hombres que el otro estaba conduciendo. Al fin y al cabo, y aunque uno no estuviese de acuerdo con sus métodos, el hombre era los ojos del grupo, y ellos contaban con él tanto para la comida como para la bebida. Y las mujeres se unirían al grupo, también, por su propia voluntad, tan pronto como sintiesen bastante hambre. Y ahora, al mirar a mi alrededor, me pregunté si a alguna de aquellas mujeres le importaría realmente.
Recordando que se habían dirigido hacia el
Café Royal
, decidí entonarme y aclararme un poco la cabeza en el
Regent Palace Hotel
. Parecía que otros habían pensado lo mismo, pero había aún muchas botellas que nadie había encontrado.
Creo que fue entonces, mientras estaba allí, sentado cómodamente, con un brandy, y un cigarrillo en la mano, cuando comencé a aceptar la realidad —y lo inevitable— de todo lo que había visto. No era posible retroceder, ya nunca sería posible.
Quizá había necesitado aquel golpe para entenderlo de veras. Ahora me encontraba cara a cara con el hecho de que mi vida carecía de centro. Mi modo de vivir, mis planes, ambiciones, esperanzas, todo había sido borrado junto con las condiciones de su existencia. Supongo que si hubiese tenido algún pariente o amigo íntimo a quien llorar me hubiese sentido abandonado e inclinado al suicidio. Pero lo que me había parecido a veces una vida bastante vacía, resultaba ahora una suerte. Mi padre y mí madre habían muerto, mi única tentativa matrimonial había fracasado años atrás, y nadie en particular dependía de mí. Y me descubrí sintiendo —consciente de que no era eso lo que debía sentir— cierto alivio…
No era sólo efecto del brandy, pues esa sensación no me abandonó. Pienso que quizá se debió al hecho de tener que enfrentarme con algo totalmente nuevo. Todos los viejos problemas —los ya rancios—, tanto los personales como los generales, habían sido borrados de un solo plumazo. Sólo el cielo sabía cuáles surgirían ahora —y parecía que iban ser muchos—, pero serían
nuevos
. Yo era ahora dueño de mí mismo, y ya no más el diente de un engranaje. Era posible que tuviese que enfrentarme con un mundo lleno de horrores y peligros, pero los enfrentaría a mi modo. Nunca más sería llevado de aquí para allá por fuerzas e intereses que ni me importaban ni podía entender.
No, no era efecto del brandy, pues aun ahora, cuando ya han pasado varios años, puedo sentir algo de aquello… aunque quizá el brandy simplificó un poco las cosas.
No sabía aún, tampoco, cuál sería mi primer paso, como y dónde comenzaría esta nueva vida. Pero no dejé que eso me preocupara mucho por el momento. Bebí el resto del brandy y salí del hotel a ver qué podía ofrecerme este extraño mundo.
Con el propósito de mantenerme razonablemente apartado del grupo del
Café Royal
, tomé una calle lateral hacia Soho. Luego volvería a Regent Street.
Quizá el hambre estaba sacando a la gente de las casas. Cualquiera fuese el motivo, descubrí que los barrios en que entraba ahora estaban más poblados que todos los que había visto desde mi huida del hospital. Las gentes chocaban continuamente unas con otras en aceras y callejuelas, y la confusión de aquellos que querían ir a alguna parte, era mayor a causa de los grupos reunidos frente a los escaparates rotos. Entre los que formaban esos grupos, nadie parecía saber con seguridad ante qué clase de escaparate se encontraban. Los de las primeras filas trataban de descubrirlo tanteando en busca de objetos reconocibles; otros, arriesgándose a dejar las entrañas entre los trozos de vidrio, se metían en los escaparates.
Sentí que debía indicar a esa gente dónde encontrar comida. ¿Pero debía hacerlo? Si los guiase hasta una tienda de comestibles todavía intacta, se formaría muy pronto una multitud que no solo barrería el lugar en cinco minutos, sino que aplastaría además a los miembros más débiles. Pronto, de cualquier modo, toda la comida habría desaparecido. ¿Y que ocurriría entonces con los miles de personas que pedirían a gritos más alimentos? Uno podía reunir un pequeño grupo y mantenerlo con vida durante algún tiempo, pero ¿a quien escoger y a quién dejar fuera? Nada parecía justo, desde ningún punto de vista.
Aquello era como un negocio turbio, sin caballerosidad, donde no se debía nada y se tomaba todo. Un hombre chocaba con otro, y al sentir que éste llevaba un paquete, se lo arrancaba de las manos y huía con la esperanza de que fuese un poco de comida, mientras la víctima lanzaba manotones al aire o golpeaba a tontas y a locas. En una ocasión, tuve que apartarme apresuradamente para que un viejo que corría, por la calle, sin temer encontrarse con un posible obstáculo, no me derrumbara. Tenía una expresión artera, y apretaba ávidamente contra el pecho dos latas de pintura roja. En una esquina un grupo gemía casi de desilusión ante un niño asombrado que podía ver, pero que era demasiado pequeño y no entendía para qué lo querían.
Comencé a inquietarme. En pugna con el impulso civilizado que me llevaba a ayudar a esa gente, algo instintivo me decía que me mantuviese apartado. Todos estaban perdiendo rápidamente sus inhibiciones. Yo tenía, por otra parte, un sentimiento irracional de culpabilidad. Yo era capaz: de ver, y ellos no. Tenía la rara sensación de estar ocultándome, aun en los momentos en que andaba entre ellos. Más tarde descubrí hasta qué punto mi instinto tenía razón.
Cerca de Golden Square pensé que era hora de doblar a la izquierda, y volver a Regent Street donde la anchura de la calle me permitiría caminar más fácilmente. Iba ya a doblar una esquina, cuando un grito agudo y penetrante me detuvo de pronto. A lo largo de toda la calle la gente, inmóvil, volvió las cabezas a un lado y a otro, tratando con aprensión de descubrir qué ocurría. La alarma, sumada a la zozobra y a la tensión nerviosa hizo llorar a algunas mujeres; los nervios de los hombres estaban también bastante deshechos; sin embargo, no hicieron más que maldecir a quien los había asustado. Pues había sido un grito horroroso, algo similar a lo que habían estado esperando inconscientemente. Todos aguardaban ahora que volviera a repetirse.
Así ocurrió. Un grito de horror, que terminó en un gemido. Pero ahora menos alarmante, pues uno ya estaba preparado. Esta vez logré localizarlo. Unos pocos pasos me llevaron a la entrada de un callejón. Mientras doblaba la esquina volvió a oírse un grito que era casi un sollozo.
A unos pocos metros de la entrada del callejón un hombre corpulento castigaba con una varilla de bronce a una muchacha acurrucada en el suelo. El vestido de la joven estaba roto en la espalda, y en la carne se veían algunas manchas rojas. Cuando me acerqué comprendí porque la muchacha no huía; tenía las manos atadas con una cuerda que terminaba en la muñeca izquierda del hombre.
Llegué junto a ellos cuando el brazo del hombre se elevaba para descargar otro golpe. Fue fácil arrancarle la varilla de la mano y dejarla caer con cierta fuerza sobre su hombro. El individuo me lanzó rápidamente un puntapié, pero yo ya había retrocedido y su radio de acción estaba además limitado por la longitud de la cuerda. Dio otro inútil puntapié mientras yo buscaba un cortaplumas en mi bolsillo. No encontrando a nadie, el hombre se volvió y pateó a la muchacha, como medida de precaución. Luego le echó unas cuantas maldiciones y tiró de la cuerda para que se incorporara. Le golpeé entonces la cabeza, no muy fuerte. Sólo quería detenerlo y atontarlo un poco. No podía decidirme a castigar a un ciego, aunque fuese un individuo de esta especie. Mientras el hombre se recobraba, me incliné con rapidez y corté la cuerda. Un ligero empellón bastó para que retrocediera, tambaleándose, y girara sobre sí mismo hasta que ya no supo dónde estaba. Con la mano izquierda trazó un semicírculo en el aire. No me alcanzó, pero se encontró al fin con la pared. Después de esto pareció perder interés en todo, salvo el dolor de sus nudillos. Ayudé a incorporarse a la muchacha, le solté las manos, y la llevé callejón abajo mientras el hombre comenzaba otra vez a golpear el aire.
Mientras doblábamos la esquina la muchacha pareció salir de su estupor. Volvió hacia mí una cara tiznada y cubierta de lágrimas y me miró fijamente.
—¡Pero usted puede ver! —me dijo incrédula.
—Claro que si —le dije.
—¡Oh, gracias a Dios! ¡Pensé que era la única! —dijo, y se echó otra vez a llorar.
Miré a nuestro alrededor. Unos metros más allá había una taberna donde sonaba un gramófono, estallaban los vasos, y todos parecían divertirse de veras. Un poco más lejos había otra taberna, más pequeña, y todavía intacta. Un buen empujón con el hombro y abrí la puerta que conducía al salón. Lleve casi a rastras a la joven y la senté en una silla. Luego desarmé otra, y antes de fijarme en los reconstituyentes que se alineaban detrás del mostrador, introduje dos de las patas en los manubrios de las puertas de vaivén, como para descorazonar a unos futuros y posibles visitantes.
No había prisa. La muchacha bebió a sorbos, y atragantándose, el primer vaso. Le di tiempo a que se adaptara, haciendo girar mi bebida entre los dedos, y escuchando el gramófono de la otra taberna que emitía la muy popular, pero bastante lúgubre cantinela:
Tengo mi amor en una congeladora,
y el corazón en un bloque de hielo.
Se ha ido con otro. No sé adónde ha ido,
pero me escribe que nunca volverá.
Ahora que ya no le importo
soy sólo un hombre helado
y no me gusta mucho
vivir en el frío
con mi amor en una congeladora
y el corazón en un bloque de hielo.
De cuando en cuando miraba furtivamente a la muchacha. Sus ropas, o lo que quedaba de ellas, eran de buena calidad. Tenía, también, una voz excelente, no adquirida en la escena o en los estudios de cine, pues no había en ella ningún tono forzado. El pelo era rubio, pero con algunas franjas platinadas. Bajo el barro y los tiznes quizá fuese bastante bonita. Era unos diez centímetros más baja que yo; esbelta, pero no flaca. Me pareció que, si fuese necesario, demostraría tener bastante fuerza, pero una fuerza que, en sus aproximadamente veinticuatro años de edad, no había sido aplicada a nada más importante que golpear pelotas, bailar, y, quizá, sofrenar caballos. Sus bien formadas manos eran suaves, y las uñas, todavía intactas, tenían una longitud más decorativa que útil.
La bebida hizo al fin, y gradualmente, un buen efecto. Al terminar el vaso, la muchacha estaba bastante repuesta como para acordarse de sí misma.
—Dios mío —dijo—, debo de estar horrible.
Pensé que sólo yo podía advertirlo, pero no hice comentarios.
La muchacha se incorporó, y se acercó a un espejo.
—Es cierto —confirmó—. ¿Dónde…?
—Puede probar por ahí —sugerí.
Tardó veinte minutos en regresar. Teniendo en cuenta las pocas facilidades de que pudo disponer, realizó un buen trabajo. Había recobrado la moral. Parecía más una heroína cinematográfica después de una pelea, que lo que era realmente.
—¿Un cigarrillo? —pregunté, mientras le servía otro vaso fortificante.
Mientras el proceso de recuperación se completaba, intercambiamos nuestras historias. Para darle tiempo, primero le conté la mía. Luego la muchacha dijo:
—Estoy realmente avergonzada de mí. No soy así realmente. Como usted me encontró, quiero decir. Al contrario, soy muy dueña de mí misma, aunque usted no lo crea. Pero de algún modo esto último fue demasiado para mí. Lo que había ocurrido ya era bastante malo, pero de pronto me pareció que no podía afrontar ese horrible futuro. Comencé a pensar que yo era quizá la única persona en el mundo que conservaba la vista. Me derrumbé, y al mismo tiempo me sentí aterrorizada y tonta. Perdí la cabeza y grité como la protagonista de un melodrama victoriano. Nunca, nunca lo hubiese creído de mí.
—No se preocupe —le dije—. Probablemente pronto estaremos aprendiendo muchas cosas nuevas acerca de nosotros mismos.
—Pero me preocupa de veras. Si vuelvo a perder la cabeza… —La muchacha no concluyó su frase.
—Yo también sentí casi pánico en aquel hospital —le dije—. Somos seres humanos, no máquinas.
La muchacha se llamaba Josella Playton. Me pareció que el nombre me era algo familiar, pero no pude localizarlo. Vivía en Dene Road, St. John’s Wood. El distrito tenía cierta relación con mis sospechas. Yo recordaba muy bien Dene Road. Casas independientes y cómodas, feas, en su mayor parte, pero todas caras. Josella se había salvado del desastre general por un accidente no menos casual que el mío… bueno, quizá más. Había estado en una fiesta el lunes por la noche, una verdadera fiesta, parecía.