Me mostré también de acuerdo. El momento en que los trífidos esparcían su semilla era algo digno de verse. La vaina verde oscura de la base del cáliz adquiría un brillante color y llegaba a tener el tamaño de una manzana. Al estallar, el ruido podía oírse desde una distancia de veinte metros. Las semillas blancas se elevaban en el aire como una nube de vapor, y bastaba la brisa más ligera para que se alejasen flotando. Si en los últimos días de agosto se observaba desde lo alto un campo de trífidos, uno podía creer que estaba asistiendo a un desordenado bombardeo.
Fue Walter también quien descubrió que los extractos eran de mejor calidad si las plantas conservaban su aguijón. En consecuencia, en las plantas industriales se interrumpió la práctica de la poda, y tuvimos que munirnos de dispositivos protectores.
El día que tuve aquel accidente que me llevó al hospital, yo estaba con Walter. Examinábamos unos ejemplares que presentaban ciertas características individuales bastante notables. Ambos llevábamos unas máscaras de alambre tejido. No sé exactamente qué pasó. Recuerdo sólo que en un momento en que me incliné hacia delante un aguijón golpeó con violencia mi máscara de alambre. Noventa y nueve veces de cada cien no hubiese importado; para eso estaban las máscaras. Pero el golpe fue tan fuerte que uno de los saquitos de veneno estalló contra el alambre y algunas gotas me entraron en los ojos.
Walter me llevó al laboratorio y me administró enseguida el antídoto. Sólo gracias a eso pudieron salvarme la vista. Pero aun así tenía que pasarme una semana en cama, y a oscuras.
Mientras descansaba en el hospital decidí que cuando —y si— recobraba la vista, pediría que me transfirieran a otra sección. Y si eso no era posible, dejaría el trabajo.
Desde que aquel aguijón me golpeó en el jardín mi cuerpo había desarrollado una considerable resistencia al veneno de los trífidos. Podía recibir, y había recibido, aguijonazos que hubiesen terminado con la vida de cualquier otro hombre. Pero ahora me acordaba de aquel viejo refrán acerca de un cántaro que tanto va a la fuente… Había recibido la primer advertencia.
Pasé, recuerdo, mucha de mis obligadas y oscuras horas pensando en qué clase de trabajo me ocuparía si no me concedían esa transferencia.
Teniendo en cuenta lo que estaba esperándonos, es difícil que hubiese podido entregarme a meditaciones más ociosas.
La puerta de la taberna quedó balanceándose mientras me dirigía a la esquina de la calle principal. Allí titubeé.
A la izquierda, luego de varios kilómetros de calles suburbanas, se extendía el campo; a la derecha, el oeste de Londres; y luego el centro de la ciudad. Me sentía ya bastante repuesto, pero con una cierta y curiosa indiferencia, y desorientado a la vez. No tenía ningún plan, y ante lo que me parecía al fin una vasta catástrofe, no sólo limitada a la ciudad de Londres, me sentía aún demasiado sorprendido como para pensar en algo. ¿Qué plan podía desarrollarse ante una cosa como ésta? Me sentía perdido, abandonado en plena desolación, y no de veras real, no de veras yo mismo.
No se veía ningún coche, ni siquiera se lo oía. Las únicas señales de vida eran unas pocas personas que aquí y allá caminaban con precaución, tanteando los frentes de las casas.
Era un día perfecto de principio de verano. El sol brillaba en un cielo profundamente azul, matizado por penachos de lanudas nubes blancas. Todo era claro y limpio. Salvo la mancha oscura de una columna de humo grasiento que surgía de las casas del norte.
Estuve allí, indeciso, unos poco minutos. Luego doblé hacia el oeste, hacia el centro de la ciudad.
Hasta hoy no sé decir por que hice eso. Quizá el instinto me llevó a los lugares familiares, o quizá creí que si había aun alguna autoridad estaría en aquel sitio.
El brandy me había dado más hambre, pero alimentarse no era tan fácil como yo había creído. Sin embargo, allí estaban las tiendas vacías y sin vigilancia, con comida en los escaparates… y aquí estaba yo, con hambre y con dinero para pagar. Y si no quería pagar sólo tenía que romper unos vidrios y servirme a mi gusto.
Sin embargo, era difícil decidirse. No estaba preparado todavía para admitir, después de casi treinta años de una existencia respetuosa del derecho y de una vida sujeta a las leyes, que las cosas hubiesen cambiado, de algún modo, fundamentalmente. Tenía también la impresión de que mientras siguiese siendo el mismo las cosas volverían, aunque no imaginaba cómo, a su normalidad. Era indudablemente absurdo, pero sentía de veras que en el momento en que metiese la mano en uno de esos escaparates, dejaría para siempre el viejo orden. Me convertiría en un ladrón, un asaltante, un animal de rapiña que se alimenta de un cadáver: ese sistema que me había alimentado hasta entonces. ¡Qué sensibilidad tan fina en un mundo destruido! Y sin embargo, me complace todavía recordar que las costumbres civilizadas no me abandonaron demasiado pronto, y que por algún tiempo al menos, caminé a lo largo de unos escaparates que me hacían agua la boca mientras mis ya anticuadas convenciones no me apagaban el hambre.
El problema se resolvió sofísticamente cuando casi había recorrido un kilómetro. Un taxi, después de subir a la acera, había terminado por hundir el radiador en una pila de conservas. Ya no era como si yo mismo hubiese roto el vidrio. Pasé por encima del taxi, y recogí los ingredientes de una buena comida. Pero seguía conservando algo de las viejas normas. Concienzudamente dejé sobre el mostrador una buena cantidad de dinero.
Casi enfrente había un jardín. Era probablemente el cementerio de una iglesia desaparecida. Habían sacado las viejas lápidas y las habían puesto contra la pared de ladrillos que rodeaba el jardín. En el espacio abierto había crecido el pasto y había además unos senderos de grava. Los árboles, de hojas nuevas, daban una sombra agradable, y llevé mi almuerzo a uno de los bancos.
El lugar era retirado y tranquilo. Nadie entró en el jardín aunque de cuando en cuando pasaba alguna figura tomándose de los hierros de la verja. Arrojé algunos mendrugos a los gorriones, los primeros pájaros que veía yo ese día. Observando su gallarda indiferencia ante el desastre, me sentí mucho mejor.
Cuando terminé de comer, encendí un cigarrillo. Mientras estaba allí, fumando, preguntándome a dónde iba a ir, y qué iba a hacer, el sonido de un piano, que alguien tocaba en un edificio vecino, rompió de pronto el silencio. La voz de una muchacha comenzó a cantar. La canción era una balada de Byron:
So, we´lI go no more a roving
So late into the night,
Though the heart be still as loving,
And the moon be still as bright.
For the sword outwears its sheath,
And the soul wears out the breast
And the heart must pause to breathe,
And love itself have rest.
Though the night was made for loving,
And the day returns to soon,
Yet well go no more a roving
By the light of the moon.
[2]
Escuché, contemplando el dibujo de las hojas tiernas contra el cielo azul. La canción terminó. Las notas del piano murieron a lo lejos. Se oyó entonces un sollozo, un suave sollozo de desamparo, abandono y angustia. No sé si era la muchacha que acababa de cantar u otra que lloraba la muerte de sus esperanzas. Pero no pude seguir escuchando. Con los ojos húmedos, volví silenciosamente a la calle.
Hasta la esquina de Hyde Park, cuando llegué allí, estaba desierta. En las calles había algunos coches y camiones abandonados. Muy pocos, parecía, habían corrido sin dirección. Un ómnibus había atravesado un sendero y se había detenido en Green Park. Un caballo desbocado, todavía con los arneses puestos, se había roto la cabeza contra la estatua. Los únicos que se movía eran unos pocos hombres y unas más escasas mujeres que se adelantaban con prudencia tomándose de las barandas, o que arrastraban los pies protegiéndose con los brazos extendidos. Además, algo inesperadamente, había uno o dos gatos, con la vista en apariencia intacta y que afrontaban la situación con la sangre fría propia de los animales de su especie. Rondaban por aquella atemorizadora quietud con muy poca fortuna: los gorriones escaseaban, y las palomas habían desaparecido.
Atraído aún magnéticamente por el viejo centro de las cosas, crucé la calle en dirección a Piccadilly. Entraba allí, cuando noté un nuevo y quebrado sonido, un golpeteo regular, no muy lejano, y que se acercaba. Miré hacia Park Lane y descubrí su origen. Un hombre, más vestido que todos lo que había visto hasta entonces, venía rápidamente hacia mí, golpeando la pared con un bastón blanco. Tan pronto como oyó el sonido de mis pisadas, el hombre se detuvo, con el oído atento.
—No tema —le dije—. Adelante.
Sentí alivio al verlo. Era, por así decir, un ciego normal. Sus anteojos oscuros me perturbaban menos que los ojos fijos, pero inútiles, de los otros.
—Quédese ahí —me dijo el hombre—. Ya he tropezado Dios sabe con cuántos esta mañana. ¿Qué diablos ha pasado? ¿Por qué este silencio? No es de noche, puedo sentir la luz del sol. ¿Qué anda mal?
Le conté lo que sabía.
Cuando terminé, el hombre no dijo nada durante casi un minuto. Al fin lanzó una risa breve y amarga.
—Se me ocurre algo —dijo—. Ahora necesitarán para ellos mismos toda su maldita compasión.
Y el hombre se enderezó, casi desafiante.
—Gracias. Buena suerte —me dijo y partió hacia el oeste, con un exagerado aire de independencia.
El sonido de su vivaz y confiado golpeteo murió a lo lejos mientras yo subía por Piccadilly.
Había más gente ahora. Caminé entre los vehículos que obstruían la calle. Allí molestaba menos a los que se arrastraban tanteando los frentes de las casas, pues cada vez que oían unos pasos, se detenían y se abrazaban a sí mismos, protegiéndose de un posible choque. Estos tropezones ocurrían casi continuamente, pero hubo uno que me pareció significativo. Los protagonistas habían venido tanteando el frente de una tienda en direcciones opuestas hasta que se dieron un encontronazo. Uno de ellos era un hombre joven, bien vestido, pero con una corbata que había sido elegida indudablemente al tacto; el otro era una mujer que llevaba en brazos a una niña. La niña dijo algo ininteligible. El joven comenzó a moverse como para seguir su camino. De pronto, se detuvo.
—Un momento —dijo—. ¿Su chico puede ver?
—Si —dijo la mujer—. Pero yo no.
El joven se volvió. Con un dedo señaló el vidrio del escaparate.
—Oye, hijito, ¿qué hay ahí?
—No soy un chico —objetó la niña.
—Vamos, Mary. Díselo al señor —la animó la madre.
—Unas señoras bonitas —dijo la niña.
El hombre tomó a la mujer por el brazo y llegó hasta el otro escaparate.
—¿Y qué hay aquí? —preguntó otra vez.
—Higos y manzanas —dijo la niña.
—¡Magnífico! —dijo el joven.
Se sacó un zapato, y golpeó el vidrio con el tacón. No tenía experiencia; el primer golpe no tuvo éxito, el segundo rompió ruidosamente el escaparate. El hombre volvió a ponerse el zapato, metió cuidadosamente un brazo por el vidrio roto, y tanteó el interior hasta que encontró un par de naranjas. Le dio una a la mujer y otra a la niña. Volvió a meter el brazo, sacó otra naranja para él y comenzó a pelarla. La mujer tocaba, indecisa, la suya.
—Pero… —comenzó a decir.
—¿Qué pasa? ¿No le gustan las naranjas? —preguntó el hombre.
—Pero no está bien —dijo la mujer—. No debimos tomarlas. No de este modo.
—¿Y de que otro modo va a conseguir comida? —preguntó el hombre.
—Y… supongo que… bueno, no sé —admitió la mujer, vacilante.
—Muy bien. Esa es la respuesta. Cómasela, e iremos luego en busca de algo más substancial.
La mujer sostenía aún la naranja en la mano, con la cabeza inclinada, como si pudiese verla.
—Lo mismo no me parece bien —dijo la mujer otra vez, pero con un tono menos convencido.
Al fin bajó a la niña y comenzó a pelar la naranja.
Piccadilly Circus era el lugar más poblado que había encontrado hasta ahora. Después de haber visto las otras calles, aquello parecía una multitud, aunque no había allí, en total, más de cien personas. La mayoría llevaba unas ropas raras, mal combinadas, y se movían en círculos incesantes, como si estuviesen todavía un poco dormidos. De cuando en cuando, algún mal paso provocaba un estallido de maldiciones y rabia impotente, y una reacción algo infantil. Pero con una única excepción había poca charla y poco ruido. Parecía como si la ceguera hubiese encerrado a la gente en sí misma.
La excepción se había instalado en uno de los refugios contra el tránsito. Era un hombre alto, maduro, flaco, con una mata de pelambre gris, y que predicaba enfáticamente acerca del arrepentimiento, la ira de Dios, y el terrible fin de los pecadores. Nadie le prestaba atención; para la mayoría el fin había llegado ya.
De pronto, a lo lejos, se oyó un sonido que atrajo la atención general. Era el rumor creciente de un coro:
Y no me entierren cuando muera. Pongan mis huesos en alcohol.
Monótono y desentonado, el coro recorría las calles desiertas, seguido y anticipado por unos débiles ecos. Todas las cabezas de Piccadilly Circus se volvían ahora hacia la izquierda, tratando de localizar su dirección. El profeta de la condenación elevó la voz contra esta competencia. La canción gemía desafinadamente, ya más cercana:
Pónganme una botella en la cabeza y los pies y así mis huesos podrán conservarse.
Y como acompañamiento, un arrastrarse de pies más o menos firmes.
Desde donde yo me encontraba pude ver como los componentes del coro salían de una calle lateral en fila india, entraban en la avenida Shaftesbury, y doblaban hacia Piccadilly Circus. El segundo de la fila apoyaba las manos en los hombros del guía, el tercero en los del segundo, y así todos los demás hasta llegar a veinticinco o treinta. Al terminar la canción alguien comenzó a entonar:
«¡Cerveza, cerveza, gloriosa!»
en un tono tan agudo que era difícil entender las palabras.
Los hombres se dirigieron trabajosamente hacia el centro de Piccadilly Circus, y allí el líder alzó la voz. Era una voz verdaderamente notable, digna de dirigir un desfile.
—¡Compañía-a-a-a! ¡
Alto
!
Toda la gente de Piccadilly Circus estaba ahora inmóvil, con los rostros vueltos hacia el jefe de la banda, tratando de adivinar qué estaba preparándose. El jefe volvió a alzar la voz, imitando el tono de un cicerone: