Lord Peter Wimsey no se tomaba a sí mismo muy en serio, pero aquella vez se quedó realmente asombrado.
«Es imposible», dijo débilmente su razón. «
Credo quia impossibili
», dijo su certeza interior con intensa satisfacción. «Está bien», dijo la conciencia, dejándose ganar por una fe ciega. «¿Y qué vas a hacer con eso ahora?».
Lord Peter se puso en pie y empezó a pasear por la estancia.
–¡Dios mío! –exclamó–. ¡Dios mío!
Tomó después de un estante que había sobre el teléfono el
Who’s Who
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y buscó consuelo en sus páginas.
Halló la noticia referente a sir Julián Freke. Vio que el eminente especialista en enfermedades nerviosas y cirujano era poseedor de una larga serie de condecoraciones y autor de numerosas obras de Medicina.
–No hay duda –exclamó tirando el libro a un sillón–. En realidad no necesitaba ninguno de esos datos.
PARKER fue llamado a la mañana siguiente a la casa número ciento diez de Piccadilly, y a su llegada encontró a la duquesa viuda que lo acogió con la mayor amabilidad.
–Voy a llevarme a mi hijo a Denver para que pase el fin de semana –dijo, indicando a Peter, que estaba sentado y se limitó a saludar a su amigo con una breve inclinación de cabeza–. Ha trabajado demasiado y esta noche se la pasó casi entera despierto. Al final, casi ha tenido un ataque nervioso a causa de su excitación. Peter, cuando era niño, sufría de frecuentes pesadillas y ahora creo que necesita un buen descanso.
–¡Hombre! Siento mucho enterarme de todo eso –dijo Parker, dirigiéndose a su amigo–. Y, en efecto, observo que tienes cara de fatigado.
–Mira, Parker –dijo lord Peter–, voy a pasar un par de días ausente porque aquí en Londres ya no te sería útil en manera alguna. Lo que ahora ha de hacerse podrás llevarlo a cabo mejor tú solo que yo. Deseo que lleves inmediatamente eso a Scotland Yard –dijo doblando el papel en que había escrito y metiéndolo en un sobre–. Y procura que se dé a conocer en todos los asilos, hospicios, hospitales, cuartelillos de policía, de la Y.M.C.A.
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y demás.
»Es una descripción del cadáver encontrado en casa de Thipps antes de haber sido lavado y afeitado. Deseo averiguar si durante los últimos quince días ha ingresado en alguno de estos establecimientos un individuo que responda a tales señas. Preséntate a sir Andrew Mackenzie y procura que se transmitan inmediatamente estas instrucciones, provistas de su orden; le dirás que has resuelto los problemas del asesinato de Levy y el misterio de Battersea –Parker profirió una exclamación de asombro de la que su amigo no hizo caso–, y le pedirás que tenga hombres preparados y provistos de la orden de prisión contra un criminal muy peligroso e importante, para que ejecuten esa orden en el momento en que tú se lo pidas. Cuando recibas una respuesta a este documento, fíjate en las menciones posibles del Hospital de San Lucas o de alguna persona relacionada con él y me haces llamar inmediatamente.
»Entretanto trabarás conocimiento, y me importa muy poco cómo podrás conseguirlo, con uno de los internos del Hospital de San Lucas. No vayas allí hablando de asesinatos o de órdenes de prisión porque tendrías un fracaso ruidoso. En cuanto reciba tus noticias, volveré inmediatamente. Y espero que acudirá a mi encuentro un ingenioso matasanos.
Y sonrió débilmente.
–¿Quieres darme a entender que has aclarado por completo estos dos asuntos?–preguntó Parker.
–Desde luego puedo estar equivocado y me gustaría mucho que fuese así, pero estoy convencido de lo contrario.
–¿Y no quieres decírmelo?
–No –contestó Peter–. Ya te he dicho que tal vez esté equivocado y te aseguro que experimento la misma sensación que me produciría el acusar al arzobispo de Canterbury.
–Bueno, dime una cosa solamente. ¿Se trata de uno o de dos misterios?
–De uno solo.
–Te referiste antes al asesinato de Levy. ¿Está muerto?
–¡Oh, sí!–contestó Peter, estremeciéndose.
La duquesa levantó la mirada del periódico que estaba leyendo.
–Me parece, Peter, que no estás bueno –observó–. ¿De qué hablan ustedes? Valdría más que dejaran eso, puesto que Peter se excita. Además, es ya casi hora de emprender la marcha.
–Bien, mamá –contestó lord Peter. Se volvió a Bunter, que estaba respetuosamente en pie al lado de la puerta, con un abrigo y un maletín–. Ya sabes lo que debes hacer, ¿verdad?
–Perfectamente, milord. Acaba de llegar el automóvil y está a la disposición de Su Gracia –dijo, volviéndose a la duquesa.
–Dentro está la señora Thipps –observó la duquesa–. Tendrá mucho gusto en verte de nuevo, Peter. Al parecer le recuerdas mucho al señor Thipps. Buenos días, Bunter.
–Buenos días, señora duquesa.
Parker los acompañó escalera abajo.
En cuanto se hubieron marchado, contempló el papel que tenía en la mano, y al recordar que era sábado, comprendió que debía apresurarse y tomó un taxi.
–A Scotland Yard –ordenó.
• • •
El martes por la mañana, lord Peter y un individuo que llevaba chaqueta de pana atravesaban alegremente un campo de nabos cubierto por la primera escarcha. Una intensa agitación en el follaje por delante de ellos indicaba la presencia invisible de uno de los cachorros
setter
del duque de Denver. De pronto voló una perdiz con ruido semejante a una carraca de la policía y lord Peter reaccionó de un modo digno de loa para quien pocas noches antes había sufrido una crisis nerviosa. El
setter
saltó alocado a través de los nabos y pronto volvió con el ave muerta.
–Buen perro –dijo lord Peter.
Alentado por tales palabras, el perro dio una voltereta ridícula y ladró inclinando una oreja.
El hombre de la chaqueta de pana reconvino al perro, que se quedó muy avergonzado. El hombre añadió:
–Es demasiado nervioso, milord. Éste es uno de los cachorros de la Negra.
–¡Caramba! ¿Aún vive?–preguntó lord Peter.
–No, milord. Tuvimos que matarla.
Lord Peter asintió. Sostenía que el campo no le gustaba y que no le interesaba nada referente a las propiedades de la familia, pero aquella mañana gozaba con el aire puro y fresco y con la humedad de la vegetación que le rozaba las brillantes botas. En Denver las cosas se sucedían de un modo ordenado. Nadie moría de repente y no había otras muertes violentas que la de los perros viejos y, desde luego, también de las perdices. Olfateó satisfecho el aire otoñal. En el bolsillo llevaba una carta recibida en el correo de la mañana, pero aún no quería leerla. Parker no había telegrafiado, de modo que era innecesario darse prisa.
Después del almuerzo la leyó en el salón de fumar. Estaba allí su hermano dormitando sobre el
Times
. Era un excelente y correcto inglés, apegado a los convencionalismos y parecido a Enrique VIII en su juventud. Aquél era Gerald, el decimosexto duque de Denver, que consideraba a su hermano menor como un degenerado y algo chiflado. Y, desde luego, le desagradaba su afición por los asuntos policíacos.
La carta era de Bunter, y decía así.
«110 Piccadilly W. 1
»Milord:
»Escribo, según me ordenó Su Señoría, para informarle del resultado de mis investigaciones.
»No tuve dificultad alguna en trabar relaciones con el criado de sir Julián Freke. Pertenece al mismo club que el criado del honorable Frederick Arbuthnot, que es amigo mío. Y no tuvo inconveniente en presentarme. Me llevó ayer domingo por la noche al club y cenamos con aquél, cuyo nombre es John Cummings, y luego invité a este último a tomar unas copas y a fumar un cigarro en el piso. Su Señoría me dispensará por eso, pues ya sabe que no tengo costumbre de hacerlo. Pero me ha enseñado la experiencia que la mejor manera de conquistar la confianza del criado es darle a entender que uno mismo se aprovecha de su señor».
–Siempre sospeché que Bunter era aficionado a estudiar la naturaleza humana –comentó lord Peter.
»Le di una copa del mejor Oporto y sus efectos justificaron mis esperanzas con respecto al asunto que perseguía, pero lamento tener que añadir que aquel individuo se dio tan poca cuenta de lo que se le ofrecía, que se tomó la copa sin dejar de fumar. Ya comprenderá Su Señoría que entonces no hice ninguna alusión a este detalle, pero no dudo que Su Señoría simpatizará con mis sentimientos.
–¿Qué demonios estás haciendo, Peter, ahí sentado y sonriendo como un tonto? –preguntó el duque, despertando de pronto–. ¿Te ha escrito alguien una cosa chistosa?
–Sí, cosas muy agradables –contestó lord Peter. El duque lo miró dudoso.
–Quiera Dios que no te cases con una corista –murmuró para sí, fijando de nuevo la mirada en el
Times
.
«Durante la cena me esforcé en averiguar los gustos de Cummings y pude observar que le agradaban mucho los espectáculos de music-hall. A la primera copa empecé a hablarle de esos espectáculos con objeto de hacerme agradable. Debo añadir que sus puntos de vista acerca de las mujeres y de la escena eran los mismos que ya esperaba de un hombre capaz de fumar un cigarro cuando toma una copa de excelente Oporto.
»A la segunda copa inicié el tema de las investigaciones de Su Señoría y para ahorrar tiempo reproduciré nuestra conversación en forma de diálogo, con la mayor exactitud posible:
»Cummings: Veo, señor Bunter, que tiene usted muchas oportunidades de divertirse.
»Bunter: Siempre las hay, señor Cummings, cuando se saben buscar.
»Cummings: Eso ocurrirá en su casa, señor Bunter. Por de pronto, no está usted casado.
»Bunter: ¡Dios me libre de ello, señor Cummings!
»Cummings: Lo mismo opino, pero ahora ya es demasiado tarde. (Dio un profundo suspiro, y le llené la copa.)
»Bunter: ¿Acaso la señora Cummings vive con usted en Battersea?
»Cummings: Sí, ella y yo servimos en la misma casa. ¡Qué vida! Bien es verdad que se gana el jornal diario. Pero, ¿de qué sirve? Créame usted que estamos ya hasta la coronilla de este maldito suburbio de Battersea.
»Bunter: Desde luego, no hay allí muchas diversiones.
»Cummings: Tiene usted razón. Aquí, en cambio, en Piccadilly, se halla usted en el centro. Y supongo, además, que su amo saldrá todas las noches.
»Bunter: Sí, con mucha frecuencia.
»Cummings: Y usted, desde luego, se aprovechará para salir por su cuenta.
»Bunter: ¡Hombre, señor Cummings!
»Cummings: Sí, ya lo comprendo. Pero, ¿qué puede hacer un hombre con una mujer tonta al lado y un maldito médico científico que se pasa toda la noche en vela, cortando cadáveres y haciendo experimentos con ranas?
»Bunter: Supongo que saldrá alguna vez.
»Cummings: Muy pocas. Y siempre está de regreso antes de las doce. Y hay que ver cómo se pone si no está uno allí cuando él llama.
»Bunter: ¿Tiene mal genio?
»Cummings: No, pero me da unas miradas como si uno estuviese en la mesa de operaciones y él se dispusiera a abrirlo en canal. En realidad, no tengo motivo de queja, porque todo se limita a una mirada desagradable. Pero, por otra parte, es muy correcto y se disculpa si alguna vez se muestra desconsiderado. Pero, ¿de qué sirve todo eso cuando uno apenas puede descansar por las noches?
»Bunter: Pero ¿acaso lo obliga a usted a permanecer levantado?
»Cummings: ¡Oh, no! Desde luego. A las diez y media se cierra la puerta de la casa, y todo el mundo a dormir. Esta es la regla que ha impuesto.
»Bunter: ¿Y él qué hace? ¿Pasear por la casa?
»Cummings: ¡Oh, sí, toda la noche! Y, además, va y viene al hospital por su puerta particular.
»Bunter: ¿Quiere usted decir, señor Cummings, que un gran especialista como sir Julián Freke tiene trabajo nocturno en el hospital?
»Cummings: No es eso. Va allí a realizar su propio trabajo de investigación. Siempre le reservan algunos cadáveres para que lleve a cabo sus estudios. Aseguran que es muy inteligente. Capaz sería de cogernos a usted o a mí, señor Bunter, dividirnos en pedacitos y ponemos luego juntos otra vez y seguiríamos viviendo.
»Bunter: ¿Duerme usted en la planta baja, puesto que puede oírlo con tanta claridad?
»Cummings: No. Nuestro dormitorio está en lo alto, pero desde allí se oye muy bien cuando cierra las puertas.
»Bunter: Muchas veces he tenido que rogar a lord Peter que no hiciera eso. Además, tiene el vicio de hablar por la noche. Y luego los baños…
»Cummings: ¿Baños? Mi esposa y yo dormimos al lado del cuarto cisterna, donde se produce un ruido capaz de despertar a los muertos. A todas horas. Por ejemplo, el lunes por la noche se le ocurrió bañarse. ¿A qué hora le parece, señor Bunter?
»Bunter: Hombre, yo he visto tomar baños a las dos de la madrugada.
»Cummings: Sí, ¿eh? Pues él se baña a las tres. Se lo aseguro.
»Bunter: ¿De veras, señor Cummings?
»Cummings: A veces diseca cadáveres que han muerto de enfermedad contagiosa y es natural que entonces no quiera acostarse sin haberse lavado y desinfectado bien. Pero me parece impropio que un caballero se ocupe de enfermedades a altas horas de la madrugada.
»Bunter: Los grandes hombres siempre hacen las cosas a su manera.
»Cummings: Bien, pero yo opino de otro modo.
»(Desde luego, lo creí, porque Cummings es un hombre vulgar y lleva unos pantalones que no quisiera haber visto en un hombre de su profesión.)
»Bunter: ¿Y habitualmente se acuesta a esas horas, señor Cummings?
»Cummings: Por regla general no, señor Bunter. A la mañana siguiente se disculpó diciendo que haría repasar la cisterna, cosa necesaria, porque el aire entra con gran ruido en las tuberías y no hay quien pueda dormir.
»Bunter: De todos modos, señor Cummings, se pueden disculpar muchas cosas a un hombre que tiene luego la amabilidad de ofrecer sus excusas. A veces no lo pueden remediar. Y también se dan casos de que reciban visitas a una hora avanzada y no puedan librarse de ellas.
»Cummings: Eso es verdad, señor Bunter. Ahora que recuerdo, el lunes por la noche lo visitó un caballero. No llegó muy tarde, pero estuvo en casa cerca de una hora, y eso quizá retrasó el trabajo de sir Julián.
»Bunter: Es muy probable. Otra copa, señor Cummings. O tal vez prefiera un poco de coñac viejo de lord Peter.
»Cummings: Un poco de coñac, señor Bunter. Supongo que estará usted encargado de la bodega –añadió haciendo un guiño.
»Salí en busca del coñac «Napoleón», y le aseguro a Su Señoría que me dolía el corazón por verme obligado a ofrecer una copa de aquel coñac a un hombre semejante. Pero, en vista de la marcha de la conversación, creí que valía la pena.
»–¡Ojalá por las noches siempre viniesen caballeros de visita! –dije.
»Cummings: ¿De modo que Su Señoría es así? (Sonrió y me dio un metido. Suprimo aquí una parte de la conversación, porque resulta ofensiva.) Y prosiguió diciendo: –No puedo decir lo mismo de sir Julián. Por las noches tiene pocas visitas y siempre de caballeros. Y, por regla general, se marchan temprano.
»Bunter: Eso es lo agradable. Lo más aburrido de todo, señor Cummings, es esperar a que se marchen las visitas.
»Cummings: ¡Oh, yo no vi salir a ése! A las diez, más o menos, sir Julián lo acompañó a la puerta. Y oí como aquel caballero daba las buenas noches antes de marcharse.
»Bunter: ¿De modo que sir Julián tiene la costumbre de acompañar a la puerta a sus visitas?
»Cummings: No siempre. Si recibe a sus visitantes en la planta baja, los acompaña a la puerta, pero si los recibe en la biblioteca del primer piso me llama para que me encargue de eso.
»Bunter: Entonces, ese caballero fue recibido en la planta baja, ¿no es así?
»Cummings: Sí, señor. Sir Julián en persona abrió la puerta cuando llamó. Por casualidad trabajaba en el vestíbulo. Pero no, ahora que lo recuerdo mejor, subieron más tarde a la biblioteca. Es curioso. Y me consta porque casualmente subí al vestíbulo llevando carbón, y los oí en el primer piso. Además, pocos minutos después, sir Julián tocó el timbre en la biblioteca para llamarme. Pero, como dije antes, el visitante se marchó a las diez, poco más o menos, después de una permanencia de tres cuartos de hora. Luego sir Julián se pasó la noche abriendo y cerrando con ruido su puerta particular y a las ocho ya estaba en pie desayunándose. Eso es insufrible. Y además, incomprensible. Si yo tuviese su dinero, cualquiera me obligaba a pasarme la noche trabajando en cadáveres. Ya encontraría una ocupación más agradable, ¿no le parece, señor Bunter?
»No es preciso continuar repitiendo su conversación, que ya se hizo desagradable e incoherente, y además no me fue posible obligarle a continuar hablando de los sucesos del lunes por la noche. Hasta las tres no conseguí librarme de él. Lloró abrazado a mi cuello y dijo que Su Señoría y yo éramos, sin duda, dos personas simpatiquísimas. Añadió que sir Julián se enojaría al verle regresar a semejante hora, pero los domingos por la noche tenía permiso; de modo que si su señor le reconvenía con excesiva dureza, se despediría en el acto. Lo creo capaz de eso.
»Debo añadir, en alabanza de la bodega de Su Señoría, que, a pesar de que me vi obligado a beber más de la cuenta, ni entonces ni a la mañana siguiente experimenté la menor molestia.
»Espero que Su Señoría se repondrá de sus fatigas gracias al aire del campo, y supongo también que las noticias antes consignadas serán útiles y agradables.
»Con el mayor respeto debido a toda la familia de Su Señoría, quedo obedientemente a sus órdenes.
»Mervyn Bunter».