Parker guardó silencio.
–Eso marcha bien –dijo lord Peter.
Parker dio un gruñido e irritado se puso el gabán.
–Me proporciona una gran satisfacción –añadió el lord– el hecho de que en una colaboración como la nuestra todo el trabajo poco interesante, rutinario y desagradable lo has hecho tú.
Parker dio otro gruñido.
–¿Temes que haya alguna dificultad con respecto a la orden de exhumación? –preguntó lord Peter. Y en vista de que Parker se limitaba a gruñir, añadió–: Supongo que habrás hecho lo necesario para que se guarde el secreto acerca de este asunto.
–Claro.
–¿Lo has avisado a los altos funcionarios del asilo?
–Naturalmente.
–¿Y la policía?
–Sí.
–Porque si no lo has hecho, es muy probable que no tengamos a nadie que prender.
–¿Te figuras que soy tonto, Wimsey?
–No tenía tal esperanza.
Parker dio otro gruñido final y se marchó.
Peter tomó asiento y empezó a examinar su
Dante
, pero eso no le proporcionó solaz. En su carrera de detective particular, veíase contenido por la educación recibida. A pesar de las admoniciones de Parker, no siempre podía librarse de aquel inconveniente.
Pero sin embargo, mientras estaba examinando el
Dante
, tomó una resolución.
Por la tarde se dirigió a Harley Street. Sir Julián Freke recibía a los pacientes aquejados de alguna enfermedad nerviosa, desde las dos hasta las cuatro, los martes y los viernes. Lord Peter oprimió el botón del timbre.
–¿Ha sido usted ya citado, señor? –preguntó el individuo que abrió la puerta.
–No –contestó lord Peter–. Pero ¿me hará el favor de pasar mi tarjeta a sir Julián? Espero que me recibirá.
Tomó asiento en la hermosa sala de espera. Estaba llena de gente. Dos o tres damas, muy bien vestidas, hablaban de tiendas y de criados y una niña acariciaba un
griffon
de juguete. Un individuo corpulento y al parecer muy preocupado consultaba el reloj sin cesar. Lord Peter lo conocía de vista. Era el millonario Wintrington, que pocos meses atrás intentó suicidarse. Dominaba las finanzas de cinco países, y en cambio, no conseguía dominar sus nervios. Así las finanzas de cinco naciones estaban en las expertas manos de sir Julián Freke. Al lado de la chimenea estaba sentado un joven de aspecto militar y de una edad aproximadamente igual a la de lord Peter. Tenía el rostro prematuramente arrugado y desencajado; estaba muy erguido y sus inquietos ojos miraban a un lado y a otro, en cuanto se producía el menor ruido. En el sofá había una señora de edad madura y de modesto aspecto, que acompañaba a una joven. Ésta parecía inquieta y desdichada; la mirada de su compañera le demostraba profundo afecto y ansiedad, templada por una tímida esperanza. Al lado de lord Peter había otra mujer, más joven, con una niña, y él pudo observar en ambas los pómulos acentuados y los ojos hermosos, grises y algo inclinados, propios de los eslavos. La niña, que iba de un lado a otro, pisó uno de los zapatos de lord Peter y su madre la regañó en francés, antes de volverse para pedir perdón a lord Peter.
–
Mais je vous en prie madame
–contestó él–. No es nada.
–Está nerviosa.
Pauvre petite
–dijo la joven.
–¿La trae usted para que la visite el doctor?
–Sí. Es maravilloso. Esta niña, monsieur, no puede olvidar las cosas que ha visto –se aproximó más para que la niña no la oyese y añadió–: Hace seis meses pudimos escapar de Rusia, donde nos moríamos de hambre. Tiene un oído agudísimo, y además llora, se echa a temblar, tiene convulsiones, en fin… Al llegar, éramos esqueletos.
¡Mon Dieu!
Pero ahora ya estamos mejor. La pobrecita está muy flaca, pero no depauperada. Si no fuese por los nervios, que le impiden comer, estaría más gruesa. Nosotros, que tenemos más años, olvidamos…
enfin on apprend de ne pas y penser
, pero los niños… cuando se tienen muy pocos años,
monsieur, tout ça impressionne trop
.
Lord Peter, que había podido fugarse del convencionalismo inglés, se expresó en francés, en el cual no se ve la simpatía condenada a la mudez.
–Pero ya está mucho mejor –añadió la madre orgullosa–. Este gran doctor hace maravillas.
–
C’est un homme précieux
–dijo lord Peter.
–Ah,
monsieur, c’est un saint qui opère des miracles. Nous prions pour lui Natasha et moi tous les jours. N’est-ce pas, chérie?
Y tenga usted en cuenta, monsieur, que ce grand home, cet homme illustre hace todo eso sin remuneración alguna. Al llegar aquí, ni siquiera teníamos ropa que ponernos. Estábamos arruinadas y hambrientas
et avec ça que nous sommes de bonne famille, mais hélas! Monsieur, en Russie, comme vous savez, ça ne vous vaut que des insultes, des atrocités
.
Enfin
. Pero en cuanto nos vio sir Julián, dijo: «Madame, su niña me interesa muchísimo. No diga nada más, la curaré gratuitamente
pour ces beaux yeux
»,
a-t-il ajoute en riant. Ah, monsieur, c’est un saint, un véritable saint
. Y Natasha está mucho, muchísimo mejor.
–
Madame, je vous en félicite
.
–¿Y usted, caballero? Es usted joven y parece vigoroso. ¿También está enfermo? ¿Quizá a causa de la guerra?
–Algunos restos de una conmoción a causa de una granada –dijo lord Peter.
–Ah, sí. Muchos hombres jóvenes y valerosos…
Lord Peter saludó a su vecina y atravesó la sala de espera. En cuanto se hubo cerrado a su espalda la puerta de la sala de consulta, recordó que, en una ocasión, entró disfrazado en el despacho de un oficial alemán y experimentó la misma sensación, la de haberse dejado coger en una trampa, pero estaba animado por cierta temeridad, así como también inundado de vergüenza.
Varías veces había visto de lejos a sir Julián Freke, pero nunca de cerca. Entonces, mientras detallaba sinceramente las circunstancias de su reciente ataque nervioso, examinó al doctor. Era más alto que él mismo, tenía unos hombros muy anchos y unas manos maravillosas. El rostro era hermoso, frío e inhumano; los ojos dominantes y fanáticos, de azul intenso, que destacaban entre el color rubio del cabello y de la barba. No eran aquellos ojos de expresión bondadosa, como los del médico de familia, sino los de un sabio investigador que escrutaban el alma de las personas.
«Bueno –pensó lord Peter–; no tendré que ser demasiado explícito».
–Bien –dijo sir Julián–. Ha trabajado usted demasiado. Sin duda ha llevado a cabo una intensa labor intelectual.
–El caso es que me asusté.
–Sí, el ataque debió ser inesperado.
–Efectivamente.
–Y subsiguiente a un período de esfuerzo mental y físico.
–Tal vez. Pero desde luego, nada de particular.
–¿La contingencia tenía importancia personal?
–Exigía una decisión inmediata, de modo que, en cierto sentido, era personal.
–Y probablemente debía usted asumir alguna responsabilidad.
–Sí, señor. Una grave responsabilidad.
–¿Que afectaba a otras personas, además de usted?
–A una persona de un modo vital y a otras indirectamente.
–Ello ocurrió por la noche. ¿Estaba usted a oscuras?
–Al principio no. Luego apagué la luz.
–Se comprende. Este acto fue natural. ¿No tenía usted frío?
–Creo que se había apagado el fuego.
–¿Vive usted en Piccadilly?
–Sí, señor.
–Donde el tráfico es muy ruidoso por la noche.
–En efecto.
–Ahora bien, esta decisión a que se refería… ¿la había tomado ya?
–Sí, señor.
–¿Y estaba decidido?
–¡Oh, sí!
–De modo que había usted resuelto actuar. Y sin duda, eso comprendía un período de inacción y aun, tal vez, de ansiedad. ¿No es así?
–Sí, señor.
–¿Quizá de peligro?
–Creo que entonces no pensé en eso.
–¿Y no había usted sufrido otro ataque semejante?
–Sí, señor. En mil novecientos dieciocho. Estuve algunos meses enfermo.
–Y a partir de entonces se repitieron cada vez con menor frecuencia, ¿verdad?
–En efecto.
–¿Cuándo ocurrió el último?
–Nueve meses atrás.
–¿En qué circunstancias?
–Estaba preocupado por algunos asuntos de familia. Se trataba de decidir acerca de una importante inversión de dinero, en la que yo tenía una gran responsabilidad frente a mis familiares.
–Bien. Creo recordar que el año pasado se interesaba usted en un asunto policíaco.
–Así es. En recobrar el collar de esmeraldas de lord Attenbury.
–Eso requería, naturalmente, un intenso ejercicio mental.
–Tal vez, pero me gustaba mucho.
–Y dígame, el esfuerzo que hubo de realizar para esclarecer el problema, ¿tuvo algún mal resultado físico?
–Ninguno.
–De modo que estaba usted interesado por el caso, pero no preocupado.
–Exactamente.
–¿Y se ha dedicado usted a otras investigaciones del mismo género?
–Sí, a algunas de poca importancia.
–¿Con malos resultados para su salud?
–Ninguno en absoluto. Por el contrario. Esos casos me servían de distracción. Después de la guerra sufrí un choque moral que no mejoró mi salud.
–¿Está usted soltero o casado?
–Soltero.
–¿Me permite que vea una cosa? Acérquese un poco más a la luz. Quiero observar sus ojos. ¿Le ha visitado algún médico?
–Sir James Hodge.
–¡Ah, sí! Fue una triste pérdida para la profesión médica. Un grande hombre y un verdadero sabio. Gracias. Ahora vamos a probar esta pequeña invención.
–¿Qué es eso?
–Me dará cuenta de sus reacciones nerviosas. ¿Quiere sentarse aquí?
Siguió un examen puramente médico, y al terminar, sir Julián dijo:
–Ahora, lord Peter, voy a hablarle en lenguaje vulgar.
–Gracias –dijo el paciente–, porque de otro modo quizá no le entendiera.
–Bien. ¿Le gusta a usted el teatro en particular, lord Peter?
–No mucho –replicó Peter sorprendido–. Por regla general, me aburro bastante, ¿por qué?
–Ya me lo figuraba –contestó secamente el especialista–. Ahora bien, tenga en cuenta que el esfuerzo realizado por sus nervios durante la guerra ha dejado huellas en usted. Algo que pudiéramos llamar antiguas heridas en el cerebro. Las sensaciones recibidas por los extremos de sus nervios, transmiten mensajes a su cerebro, produciendo allí diminutos cambios físicos, que ahora empezamos a descubrir, valiéndonos de instrumentos delicadísimos. Estos cambios, a su vez, crean sensaciones; o hablando con mayor exactitud, esas sensaciones son los nombres que damos a los cambios del tejido, cuando podemos observarlos. Y las llamamos horror, miedo, sentido de responsabilidad y así sucesivamente.
–Comprendo muy bien.
–Ahora, si usted estimula esos lugares débiles en su cerebro, corre el peligro de abrir las antiguas heridas. Quiero decir que si recibe sensaciones nerviosas de cualquier clase, capaces de producir reacciones que llamamos horror, miedo y sentido de responsabilidad, pueden llegar a producir daños a lo largo del antiguo camino y originar, a su vez, cambios físicos que usted denominará como solía, es decir, que los asociará con el temor por las minas alemanas, la responsabilidad por las vidas de sus hombres, la atención exagerada y la incapacidad de distinguir pequeños ruidos a través del rugido de los cañones.
–Ya comprendo.
–Este efecto se verá respaldado por circunstancias exteriores que produzcan otras sensaciones físicas familiares, como la noche, el frío, el ruido del tráfico, etc. Las antiguas heridas están casi curadas, pero no del todo. El ejercicio normal de sus facultades mentales no ejerce ningún efecto perjudicial. Ello ocurre solamente cuando usted excita la parte débil o herida de su cerebro.
–Lo comprendo.
–Es preciso evitar esas ocasiones. Debe usted aprender a no dejarse impresionar por el sentido de la responsabilidad, lord Peter. Y ahora dígame. ¿Esta responsabilidad, de que antes hablaba, se hace sentir todavía en usted?
–Sí, señor.
–¿No ha completado aún el curso de acción que había decidido?
–Aún no.
–¿Y se siente obligado a llevarlo a cabo?
–Ahora ya no puedo retroceder.
–¿Y espera usted otro período de esfuerzo?
–Sí, señor.
–¿Y cree usted que ha de durar mucho?
–Ya muy poco.
–Sus nervios no están como deberían hallarse.
–¿No?
–No. No hay motivo de alarma, pero debe tener el mayor cuidado mientras sufra esta excitación y luego habrá de tomar un descanso completo. ¿Qué le parece un viaje al Mediterráneo, a los mares del Sur o a otra parte?
–Lo pensaré.
–Mientras tanto y con objeto de que pueda salvar sin peligro este nuevo esfuerzo que exige a sus nervios, le daré algo que se los refuerce. Le suavizará los malos efectos de esta nueva violencia impuesta a su sistema nervioso. Voy a darle una receta.
–Gracias.
Sir Julián se puso en pie y se dirigió a su armario lleno de instrumentos quirúrgicos. Lord Peter lo observó y pudo notar que, después de escribir unas palabras en un papel, hizo hervir algo. Regresó poco después con una receta y una jeringa hipodérmica.
–Ahí va la receta, y si quiere usted subirse un poco la manga le inyectaré el tónico que necesita.
Lord Peter, obediente, se arremangó y sir Julián Freke eligió un punto en el antebrazo y lo pintó con tintura de yodo.
–¿Qué va usted a inyectarme? ¿Bichos?
El doctor se echó a reír.
–No es eso –dijo. Pellizcó la carne entre el pulgar y el índice y añadió–: Supongo que ya le habrán inyectado lo mismo.
–Sí –dijo lord Peter, que fascinado observaba aquellos fríos dedos, que aproximaban la aguja a su carne–. Sí. Ya me han inyectado algo por el estilo en otra ocasión y no me gusta.
Al mismo tiempo levantó la mano derecha para cerrarla como si fuese de acero sobre la muñeca del médico.
Hubo un silencio dramático. Los ojos azules del doctor continuaron inmóviles; ardían bajo los gruesos párpados. Luego miró a las pupilas grises de su paciente y así continuaron los dos unos momentos.
No se oía más que el ruido de la respiración de los dos.
–Desde luego, como guste, lord Peter –dijo cortésmente sir Julián.