–Me alegro mucho de verla, duquesa –dijo el financiero al iniciar la conversación–, pues deseo darle las gracias por su amable invitación. Es un cumplido que aprecio en todo su valor.
La duquesa le sonrió, mientras pasaba rápida revista a sus reservas intelectuales.
–Siéntese y hablaremos, señor Milligan –dijo–. Me gusta mucho conversar con los grandes hombres de negocios. Me parece recordar que usted es una especie de rey de los ferrocarriles.
–Es muy interesante –dijo el señor Milligan sentándose– para nosotros los hombres de negocios el trato de la aristocracia británica. Y ahora que recuerdo, recibí hace pocos días la visita de lord Peter y lo confundí con su hermano.
–Me alegro mucho de que lo conociera usted –contestó la duquesa–. Mis dos hijos son mi único consuelo. Gerald es más amigo de los convencionalismos y más indicado para la Cámara de los Lores. Además, es un agricultor magnífico. En cuanto a Peter es un muchacho muy divertido, muy bueno y muy correcto.
–Agradecí muchísimo la invitación de lord Peter –añadió el señor Milligan–. Y tengo entendido que se debe a usted, de modo que estoy dispuesto a ir allá el día que me indique, aunque sospecho que me ha lisonjeado demasiado.
–Quizá –contestó la duquesa– no sea usted el juez más indicado. Desde luego soy ignorante en los negocios y algo anticuada, pero sin embargo, cuando me encuentro con un hombre distinguido, me doy cuenta de ello. Para lo demás he de confiar en mi hijo.
Estas palabras eran tan lisonjeras, que el señor Milligan casi dio un ronquido de satisfacción, como los gatos, y contestó:
–Yo creo, señora duquesa, que una dama que posee un alma hermosa, siempre tiene grandes ventajas sobre las frívolas mujeres más jóvenes, y desde luego, merece todo el respeto de los hombres.
–Lo cierto es –dijo la duquesa– que yo he de darle las gracias en nombre del vicario de Denver por el generoso cheque que recibió ayer para el fondo de la restauración de la iglesia. El pobre hombre estaba encantado y asombrado a la vez.
–Eso no vale nada –contestó el señor Milligan–. En nuestro país no tenemos edificios viejos, y al mismo tiempo, artísticos como aquí, de modo que casi es una suerte tener la posibilidad de ayudarlos cuando a nuestros oídos llega la noticia de que alguno se halla en malas condiciones. Por eso en cuanto su hijo me habló de esta iglesia, me tomé la libertad de enviar alguna cosa, sin esperar a que se abriese el bazar.
–Ha sido usted muy bondadoso –dijo la duquesa–. ¿De modo que asistirá usted al bazar? –añadió dirigiéndole una mirada de súplica.
–¡Oh, sí! –contestó el señor Milligan–. Lord Peter me dijo que usted me indicaría la fecha, pero siempre estaremos a tiempo de realizar un buen trabajo. Desde luego, cuento con usted y creo que podré hacer un uso discreto de la palabra.
–No tengo ninguna duda de eso –dijo la duquesa–, y en cuanto a la fecha, nada puedo decirle aún, pero ya veré…
–No se moleste mucho –contestó el señor Milligan–, porque ya sé que ha de tener en cuenta numerosos detalles. Me consta igualmente que no soy yo solo, sino que habrá de consultar también a los hombres más ilustres para poder elaborar el programa.
Palideció la duquesa ante la idea de que cualquiera de aquellos ilustres personajes apareciese un día en su casa, pero mientras tanto, se acomodó en un sillón y empezó a ver claras sus posibilidades.
–No sabe usted cuánto se lo agradecemos –dijo–. Será algo magnífico. ¿Tiene inconveniente en indicarme de qué hablará?
–Pues… –empezó a decir el señor Milligan.
De pronto se pusieron todos en pie, y una voz penitente exclamó:
–Lo siento muchísimo y espero que me perdonará usted, lady Swaffham. ¿Cree usted, querida lady, que podía olvidar una invitación suya? Lo cierto es que tuve que ir a Salisbury a ver a un individuo que luego no quería dejarme marchar. Me siento verdaderamente avergonzado ante usted, lady Swaffham. ¿Quiere usted que vaya a tomar el aperitivo en un rincón?
Lady Swaffham perdonó al culpable y le dijo:
–Aquí está su mamá.
–¿Cómo estás, mamá? –preguntó lord Peter inquieto.
–¿Y tú, querido hijo? –le contestó la duquesa–. Siento que hayas llegado en este momento, porque el señor Milligan iba a explicarme sobre qué versará el tema de su interesante discurso en el bazar, pero con tu entrada lo has interrumpido.
La conversación durante el aperitivo se dirigió al asunto de Battersea y la duquesa imitó perfectamente a la señora Thipps cuando fue interrogada por el
coroner
.
–«¿Oyó usted algo desacostumbrado durante la noche?», preguntó el
coroner
a gritos e inclinándose hacia ella. Y al mismo tiempo se congestionó su rostro y se le enderezaron las orejas. Y la pobre señora Thipps contestó: «Claro que sí, muchas veces, durante mi larga vida de ochenta años». ¡Sabe Dios lo que entendería! El caso es que todo el mundo se echó a reír y entonces el
coroner
exclamó en voz alta: «¡Maldita sea esa mujer!». Aquella vez lo oyó, no sé cómo, y se apresuró a replicar: «No pronuncie usted palabras feas, joven, y recuerde que aquí se halla casi ante la Providencia… ¡Cómo está la juventud!». Y hay que tener en cuenta que el
coroner
tiene sesenta años por lo menos –añadió la duquesa.
Por transición natural, la señora Tommy Frayle se refirió al individuo que fue ahorcado por haber dado muerte a sus tres esposas en un baño.
–Siempre pensé que eso era muy ingenioso –dijo mirando a lord Peter–: y entonces Tommy, que contrató un seguro sobre mi vida, me inspiró grandes recelos, de modo que renuncié a bañarme por las mañanas y lo hacía por la tarde, cuando él estaba en la Cámara, es decir, cuando no estaba en casa.
–Querida lady –dijo lord Peter en son de reproche–. Recuerdo perfectamente que aquellas tres mujeres eran muy feas. Pero realmente el plan del asesino fue muy ingenioso, aunque tuvo el inconveniente de repetirse.
–En la actualidad –dijo lady Swaffham–, es preciso que todo el mundo sea original, incluso los asesinos. Lo mismo se exige a los dramaturgos. Claro está que en tiempo de Shakespeare, el oficio era mucho más sencillo. Siempre aparecía la misma muchacha vestida de hombre y aun el mismo argumento se tomaba de Boccaccio, Dante u otro cualquiera. Estoy segura de que si yo hubiese sido un héroe de Shakespeare, en cuanto viera a un paje esbelto, habría exclamado: «¡Bueno, ya tenemos aquí otra vez a esa muchacha! »
–Eso es precisamente lo que ocurrió –dijo lord Peter–. Cuando quiera usted cometer un asesinato, lady Swaffham, lo primero que debe usted hacer es impedir que la gente lleve a cabo alguna asociación de ideas; muchas personas no son capaces de eso y sus ideas ruedan de un lado a otro como guisantes secos sobre una bandeja. Hacen mucho ruido y no van a ninguna parte, pero en cuanto se ensartan los guisantes y se convierten en un collar, tal vez éste llegue a ser lo bastante fuerte para ahorcarla a usted.
–¡Dios mío! –exclamó la señora Tommy Frayle–. ¡Qué suerte la mía de que mis amigos no tengan ninguna idea!
–Recuerden –añadió lord Peter mientras detenía a medio camino el tenedor– que sólo en Sherlock Holmes y en otras historias semejantes, la gente piensa con lógica. Por lo común, si alguien le dice a usted algo raro, se limita a contestar: «¡caramba!» o «¡qué pena!» y ya no se acuerda más, a no ser que luego ocurra algo que se lo traiga de nuevo a la memoria. Por ejemplo, lady Swaffham, al llegar le he dicho a usted que había estado en Salisbury y eso es verdad, aun cuando supongo que no le llamó mucho la atención; y creo que tampoco le extrañaría leer mañana en el periódico que se había descubierto en Salisbury el cadáver de un procurador; pero si la semana próxima yo regresara a Salisbury y al día siguiente encontrasen muerto al médico, usted se diría que yo era un ave de mal agüero para los habitantes de esa población, y si se repetía el caso y usted se enterara de que el obispado de Salisbury había quedado vacante de repente y yo hubiera hecho otro viaje por allá, empezaría usted a preguntarse a qué iba y por qué nunca dije que tenía amigos en aquella población. Y es posible que se le ocurriera ir usted misma a Salisbury para preguntar a todo el mundo si habían visto a un joven que llevaba calcetines de color verdoso rondando en torno del palacio episcopal.
–Desde luego lo haría –dijo lady Swaffham.
–Lo creo, y si averiguase que el procurador y el médico tuvieron algo que hacer en Poggleton-on-the-Marsh, cuando el obispo era allí vicario, recordaría usted haberme oído decir que había visitado aquella población, mucho tiempo atrás, y entonces iría a consultar los registros parroquiales para descubrir que yo me había casado bajo un nombre supuesto, que el vicario bendijo la unión y que mi esposa era viuda de un rico granjero, que murió repentinamente de peritonitis, según certificado del médico, después que el notario hubo redactado un testamento en el que me legaba todo su dinero. Entonces empezaría usted a creer que yo tenía muy buenas razones para librarme de unos chantajistas en potencia, como serían el notario, el médico y el obispo. Pero si yo no hubiese originado una sucesión de ideas en su mente, librándome de esos sujetos en el mismo lugar, jamás se le ocurriría ir a Poggleton-on-the-Marsh y ni siquiera recordaría que yo hubiese estado allí.
–¿Y fue alguna vez allá, lord Peter? –preguntó inquieta la señora Tommy.
–Me parece que no. Ese nombre no despierta ningún recuerdo en mí, pero desde luego, cualquier día puedo ir allá.
–Pero si investigara usted un crimen –observó lady Swaffham–, habría de empezar por las cosas habituales, como averiguar qué había hecho la víctima, a quién había visitado, y además buscaría el móvil. ¿No es así?
–¡Oh, sí! –exclamó lord Peter–. Pero muchos de nosotros tenemos docenas de móviles para asesinar a las personas inofensivas. Por mi gusto me agradaría asesinar a varias personas. ¿Y a usted?
–¡Oh, sí, muchas! –contestó lady Swaffham–. Por ejemplo, ese odioso… pero vale más que no lo diga, porque tal vez lo recuerde usted algún día.
–Vale más que no lo diga –asintió lord Peter–. Nunca se sabe lo que puede ocurrir, y si mañana se muriese ese individuo de repente, yo me quedaría muy preocupado.
–Supongo –dijo el señor Milligan– que la dificultad en este caso de Battersea, es que al parecer nada tiene la menor relación con el individuo que encontraron en el baño.
–Eso es muy triste para el pobre inspector Sugg –dijo la duquesa–. Me apené por él al ver que tenía que contestar tantas preguntas, cuando en realidad no podía hacerlo.
Lord Peter se dedicó a comer, porque se había quedado algo retrasado y luego oyó que alguien preguntaba a la duquesa si había visto a lady Levy.
–Está muy apenada –añadió la señora que acababa de preguntarlo–, aunque, al parecer, todavía espera que su marido se presentará un día u otro. Supongo, señor Milligan, que usted lo conocía. Espero que no habrá muerto.
Aquella señora era esposa de un notable director de una compañía de ferrocarriles llamado Freemantle y era famosa por su ignorancia con respecto al mundo financiero, de modo que sus torpezas animaban las reuniones de señoras.
–He cenado con él –dijo el señor Milligan– y creo que hemos hecho cuanto nos ha sido posible para arruinarnos mutuamente. Si estuviéramos en los Estados Unidos, tal vez todos sospecharían que yo había secuestrado a sir Reuben. Pero aquí no se hacen negocios de este modo.
–Supongo que será muy interesante dedicarse a ellos en América –dijo lord Peter.
–¡Oh, sí! –dijo el señor Milligan–. Supongo que mis hermanos se divierten mucho allí. Pronto iré a reunir– me con ellos, es decir, en cuanto haya terminado algunos asuntos en Inglaterra.
–Es preciso que no se marche usted antes de que se celebre mi bazar –dijo la duquesa.
Pasó lord Peter la tarde persiguiendo en vano a Parker, hasta que por casualidad lo encontró.
Parker estaba sentado en un viejo sillón, con los pies en la repisa de la chimenea y entretenido en una lectura. Recibió amablemente a lord Peter, aunque sin manifestar entusiasmo y le ofreció un whisky con soda. Los dos hombres guardaron silencio unos minutos, y al fin lord Peter preguntó:
–Vamos a ver, ¿te gusta tu trabajo?
El detective se quedó pensativo y contestó al fin:
–En realidad, sí. Me doy cuenta de que es útil y de que tengo las condiciones necesarias para llevarlo a cabo. Cumplo mi cometido de un modo suficiente para que me proporcione cierta satisfacción. El trabajo es muy variado y le obliga a uno a mantenerse despierto, y además hay un porvenir. Sí, me gusta, ¿por qué?
–Por nada –contestó lord Peter–. En mí es un pasatiempo. Y lo peor es que también me gusta, hasta cierto punto. Si estuviera todo impreso en un papel, todavía me gustaría más. Me agrada mucho el comienzo de un trabajo, cuando uno no conoce a nadie, porque entonces resulta excitante y divertido. Pero cuando estas actividades son la causa de que a un pobre individuo lo metan en la cárcel o lo ahorquen, entonces creo, a veces, que no tengo excusa por haberme metido en ello, puesto que no he de ganarme la vida así. Y tengo la sensación de que nunca más me parecerá agradable. Pero me gusta.
–Te comprendo muy bien –contestó Parker, que había escuchado atentamente.
–Por ejemplo, ahí tenemos al viejo Mulligan –añadió lord Peter–. En un libro nada sería más divertido que poner al descubierto sus actividades. Pero realmente es un hombre decente y a mi madre le resulta simpático. Además, me demuestra amistad. Y me pareció muy entretenido ir a sonsacarle con el cuento del bazar y de la reparación de la iglesia. Pero al verlo tan complacido, me desprecié a mí mismo. Y ahora imagínate que el viejo Milligan ha degollado a Levy arrojándolo después al Támesis; ¿qué me importa a mí?
–Nos interesa a todos –contestó Parker–. Y no es mejor descubrir a un criminal por dinero que hacerlo gratuitamente.
–Sí –insistió lord Peter–, cuando se ha de vivir de este modo; es la única excusa que se tiene por dedicarse a este trabajo.
–Pero, hombre –replicó Parker–, Si Milligan hubiese degollado al pobre Levy sin más motivo que aumentar sus riquezas, no veo la razón de que pudiera redimirse regalando mil libras esterlinas para la reparación de una iglesia y por qué habría de perdonársele por ser infantilmente vanidoso o cursi.
–No estoy conforme –contestó lord Peter.
–Será tal vez porque se ha aficionado a ti.