–¿Qué ha sido del pobre Peter?
Parker empezó a explicarse y el fiscal lo miró irritado. Alguien, sin embargo, fue a decirle unas palabras al oído y entonces él tosió y se tomó otra pastilla de formitrol.
–Vinimos en automóvil –dijo la duquesa–. Es un viaje muy fatigoso, porque los caminos son malos. Y además tenía invitados y me vi obligada a despedirlos, porque, como usted comprenderá, no me era posible permitir que esta pobre señora viniera sola. Además, ha ocurrido una cosa rarísima con respecto al fondo para la reconstrucción de la iglesia. El vicario… ¡Dios mío! Ya vuelve esa gente. Bueno, se lo contaré después. Fíjese en esa pobre mujer que parece estar escandalizada, y en la muchacha del traje gris, cuya actitud da a entender que tiene ya costumbre de ver a unos caballeros desnudos todos los días de su vida… Bueno, no quiero decir eso. Me refiero a cadáveres, naturalmente. Pero hoy día se siente una tan anticuada… ¡Qué hombre tan bajito es el fiscal! ¿Verdad? Me está apuñalando con los ojos. ¿Cree usted que se atreverá a expulsarme o a condenarme por lo que sea?
La primera parte de las declaraciones no fue muy interesante para Parker. El desdichado señor Thipps, que había cogido un resfriado en la cárcel, declaró con voz que parecía un graznido, que había descubierto el cadáver cuando, a las once de la mañana, fue a tomar su baño. Tuvo un susto enorme, de modo que se vio obligado a sentarse y a pedir a la doncella que le sirviera una copa de coñac. Nunca en su vida había visto al muerto y no tenía la menor idea de cómo pudo llegar allí.
Sí, el día anterior estuvo en Manchester. Llegó a la estación de Saint Paneras a las diez. Dejó su maleta en la consigna. Al llegar a este punto, el señor Thipps se sonrojó confuso y, muy nervioso, miró al Tribunal.
–Vamos a ver, señor Thipps –dijo el fiscal–. Es preciso que tengamos una clara idea de sus movimientos. Sin duda, comprenderá usted la importancia de este asunto. Se ha decidido usted a declarar, cosa que podía haberse evitado, pero, puesto que lo ha hecho, vale más ser explícito.
–Sí, señor –contestó Thipps con voz débil.
–¿Ha advertido usted debidamente a este testigo? –preguntó el fiscal volviéndose al inspector Sugg.
El inspector contestó que, en efecto, había advertido al señor Thipps de que todo lo que dijera podría ser utilizado contra él en el acto del juicio. El señor Thipps se puso pálido en extremo y, con voz temblorosa, dijo que nunca se propuso hacer cosa alguna que no fuese correcta y legal.
Esta observación causó alguna sorpresa y el fiscal siguió hablando en tono más ácido.
–¿Hay aquí acaso algún representante legal del señor Thipps? –preguntó irritado–. ¿Acaso no le han advertido a usted de que podía y debía estar representado? ¿No lo ha hecho usted? ¿Es posible, inspector? ¿Ignoraba usted, señor Thipps, que tiene el derecho de hallarse representado legalmente?
El señor Thipps se apoyó en el respaldo de una silla y, con voz débil y apenas audible, contestó negativamente.
–Es increíble –exclamó el fiscal– que las personas educadas puedan ser tan ignorantes de los procedimientos legales de su propio país. Eso nos sitúa en una posición muy molesta y desagradable. No estoy seguro, inspector, de si debo permitir al preso, es decir, al señor Thipps, que declare en este acto. Es una situación delicada.
El señor Thipps tenía la frente bañada en sudor.
–¡Dios nos proteja contra nuestros amigos! –murmuró la duquesa a Parker–. Si ese medicastro hubiese dado instrucciones a los jurados, que tienen caras de idiotas, para que acusaran de asesinato a ese pobre desgraciado, no habría podido hacerlo con mayor claridad.
–Desde luego, y como ya sabe usted, señora duquesa, él no puede declarar contra sí mismo –observó Parker.
–¡Pero hombre! –exclamó la duquesa–. ¿Cómo podría ser eso, si el pobre desdichado no ha matado siquiera una mosca en su vida? Ustedes no piensan en nada más que en el papeleo.
Mientras tanto, el señor Thipps se secaba la frente con el pañuelo e hizo acopio de valor. Se irguió con débil dignidad como conejo que se ve acorralado.
–Quisiera decir algo –exclamó–, aunque realmente es muy desagradable para un hombre en mi situación. Me parece imposible que alguien pueda creer por un instante que yo he cometido ese crimen espantoso. No puedo resistir esa idea. De ningún modo. Prefiero decirles la verdad, aunque me pone en una situación… bueno, voy a decírselo todo.
–¿Se da usted cuenta de la gravedad de sus palabras, señor Thipps? –preguntó el fiscal.
–Sí, señor –contestó el acusado–. Lo comprendo muy bien. ¿Podría beber un poco de agua?
–Tómese todo el tiempo que sea necesario –dijo el fiscal, al mismo tiempo que dirigía una impaciente mirada a su reloj.
–Muchas gracias, señor –contestó el señor Thipps–. Pues bien, es cierto que llegué a las diez a Saint Paneras. Pero en el vagón había un individuo conmigo. Subió en Leicester. Al principio no lo reconocí, pero luego resultó que era un compañero de colegio.
–¿Cómo se llamaba ese caballero?–preguntó el fiscal, tomando el lápiz.
El señor Thipps se asustó.
–Siento mucho no poder decírselo –contestó–. Como comprenderán ustedes, eso podría ocasionarle molestias y no tengo el derecho… No, no puedo hacerlo aunque mi vida dependiese de eso. No, de ningún modo –añadió–. No puedo.
–Bien, bien –dijo el fiscal.
La duquesa se inclinó hacia Parker y le dijo:
–Empiezo a admirar a ese hombrecillo.
–Al llegar a Saint Paneras –añadió Thipps–, yo quería dirigirme a casa, pero mi amigo no me lo consintió. Hacía muchos años que no nos habíamos visto y dijo que habíamos de celebrarlo corriendo una juerga. Desde luego, yo fui débil y me dejé persuadir para acompañarlo a uno de los lugares que él solía frecuentar. Y le aseguro a usted, señor, que si hubiese sabido de antemano adonde íbamos, no habría puesto los pies en aquel sitio.
»Dejé mi maleta en la consigna, porque a él le pareció muy molesto llevarla con nosotros, nos metimos en un taxi y éste nos llevó a la esquina de Tottenham Court Road y Oxford Street. Entonces anduvimos unos minutos y nos metimos en un callejón, no recuerdo dónde, y había una puerta abierta y la luz encendida. Un hombre estaba en una taquilla y mi amigo compró unos billetes. Luego oí cómo el hombre de la taquilla le decía algo acerca de «su amigo», refiriéndose a mí. Y mi compañero contestó: «¡Oh, sí! Ya ha estado aquí otras veces. ¿No es verdad, Alí?». (Así me llamaba cuando íbamos a la escuela). Pero yo le aseguro, señor –añadió el señor Thipps con la mayor vehemencia–, que nunca había estado allí y que por nada del mundo volvería.
»Bueno. Bajamos a una sala del sótano, donde despachaban bebidas. Y mi amigo tomó unas copas, obligándome a que tomara un par, a pesar de que soy hombre abstemio. Luego él habló con otros hombres y algunas muchachas que estaban allí, todos ellos muy ordinarios. Pasamos a otra sala, donde había mucha gente bailando danzas modernas. Mi amigo bailó y yo me senté en un sofá. Una de las señoritas se acercó y me preguntó si bailaba. Cuando le contesté que no, me preguntó si la invitaba a tomar una copa. Yo me opuse, diciendo que quizás era demasiado tarde, pero ella contestó que no le importaba. Pedí la copa que, según recuerdo, era de ginebra. Yo no quise beber, pero ella pareció contrariada, y luego yo creí que no era correcto negarme cuando ella me lo rogaba. Bebí al fin contra mi deseo –dijo el señor Thipps de un modo ambiguo, pero con la mayor seriedad.
Al llegar a este punto de su declaración, alguien del público gritó:
–¡Vaya un juerguista!
Y otro chasqueó los labios.
–Que expulsen de la sala al que acaba de pronunciar estas palabras y también al que ha hecho este ruido –ordenó el
coroner
muy indignado. Luego añadió–: Continúe, señor Thipps.
–Bien –dijo éste–, hacia las doce y media, según creo, la cosa empezó a animarse y yo buscaba a mi amigo para despedirme, pues deseaba volver a casa, como comprenderán ustedes; pero lo vi en compañía de una de las señoritas. Por consiguiente, me pareció mejor salir sin despedirme, pero de pronto oí el ruido de una riña y un grito, y antes de que me diese cuenta de lo que ocurría, entraron seis agentes de policía, se apagaron las luces y todos echaron a correr y empezaron a gritar. Fue algo espantoso. Aquel torbellino de gente me derribó al suelo, y al chocar de cabeza contra una silla, me produje la contusión por la que tanto me han preguntado. Temía que no podría salir de allí y que tal vez aparecería mi retrato en los periódicos; pero de pronto alguien me agarró. Creo que era la señorita a quien convidé a tomar una copa de ginebra. «Por aquí». Me empujó por un corredor y salí a la parte posterior del edificio. Anduve por varias calles y al fin me vi en Goodge Street, donde tomé un taxi y volví a casa. Más tarde leí en los periódicos un relato de aquel hecho. Me enteré de que mi amigo había logrado escapar, y como yo no deseaba que se hiciese pública mi aventura, ni tampoco comprometer a mi amigo, no dije nada a nadie. Pero esta es la verdad.
–Bien, señor Thipps –dijo el
coroner
–. Podremos comprobar una buena parte de lo que acaba de declarar. El nombre de su amigo…
–No –contestó el señor Thipps con firmeza–. De ningún modo.
–Bien –dijo el
coroner
–. Ahora, ¿puede usted decirnos a qué hora regresó a su casa?
–Hacia la una y media, según creo. Pero estaba tan trastornado…
–Claro. ¿Se acostó inmediatamente?
–Sí, señor. Aunque antes tomé un emparedado y un vaso de leche. Creí que eso me pondría bien el estómago –añadió en son de disculpa–, pues no estoy acostumbrado a tomar alcohol a semejante hora de la noche, y menos con el estómago vacío.
–Se comprende. ¿Nadie le aguardaba a usted a su llegada?
–No, señor. Nadie.
–¿Cuánto tardó en acostarse?
El señor Thipps creyó que había transcurrido media hora.
–¿Visitó usted el cuarto de baño antes de acostarse?
–No, señor.
–¿Y durante la noche no oyó cosa alguna?
–No, señor. Me quedé dormido en seguida. Como estaba un poco agitado, tomé una pequeña dosis de calmante para dormir, y entre la fatiga, la leche y el calmante, me quedé dormido y no desperté hasta que me llamó Gladys.
El subsiguiente interrogatorio aportó muy pocas cosas interesantes. Sí, la ventana del cuarto de baño estaba abierta a la mañana siguiente cuando entró. Estaba seguro de ello y aun regañó a la criada por esta causa. Estaba dispuesto a contestar a todas las preguntas y deseoso de aclarar por completo aquel espantoso suceso.
Gladys Horrocks declaró que llevaba tres meses al servicio del señor Thipps. En las casas que había servido anteriormente podían dar informes acerca de ella. Uno de sus deberes era pasar revista a todo el piso por la noche, después de las diez, hora en que se acostaba la señora Thipps. Sí, recordaba haberlo hecho así el lunes por la noche. Había visitado todas las habitaciones. ¿Se acordaba de haber cerrado la ventana del baño aquella noche? No, no podía jurarlo, pero en cambio, estaba segura de que, a la mañana siguiente, cuando la llamó el señor Thipps, la ventana estaba abierta. No había estado en el cuarto de baño antes de que entrara el señor Thipps. En otras ocasiones ocurrió que ella había dejado abierta aquella ventana, y si alguien quería bañarse por la noche, corría la cortina. La señora Thipps se bañó el lunes por la noche, porque tenía costumbre de hacerlo así. Y temía no haber cerrado la ventana aquella noche, cosa que lamentaba en extremo.
La testigo se echó a llorar, le dieron agua y mientras tanto el
coroner
tomó otra pastilla.
En cuanto se hubo calmado un tanto, la testigo afirmó que antes de acostarse pasó revista a todas las habitaciones. No. Habría sido imposible que estuviera un cadáver oculto en la casa sin que ella lo viese. Pasó gran parte de la noche en la cocina, en donde no había espacio suficiente ni siquiera para guardar el servicio de la cena, de modo que habría sido imposible ocultar un cadáver. La anciana señora Thipps estaba en la sala. Sí, estaba segura de que había estado en el comedor. ¿Cómo? Porque dejó allí la leche y los emparedados preparados para el señor Thipps, y desde luego, podía jurar que allí no había nada, así como tampoco en el dormitorio y en el vestíbulo. ¿Había registrado el armario del dormitorio y el cuarto oscuro? Desde luego, no se puede decir que los hubiese registrado, porque no tenía la costumbre de buscar esqueletos por los rincones. ¿Así, pues, pudo un hombre haberse ocultado en el cuarto oscuro o en un armario? Ella suponía que era posible.
Contestando a una mujer que formaba parte del jurado, le dijo que, en efecto, tenía la costumbre de salir con un joven llamado Bill Williams. Bueno, sí, ya que insistían, William Williams. Era vidriero, y algunas veces había estado en el piso. Probablemente conocía su disposición. ¿Acaso ella alguna vez…? No, desde luego, no. Y si se hubiese figurado que le iban a preguntar eso, no se habría ofrecido a declarar. El vicario de Santa María podría responder de ella y también del señor Williams. Éste fue a verla al piso quince días antes. No era aquella la última vez que había visto al señor Williams. El último día fue el lunes por la noche. No quería ocultar nada y era mucho mejor perder la casa que verse ahorcada, aunque era realmente una crueldad la pretensión de que una muchacha no pudiera divertirse sin que de repente apareciese un cadáver a través de la ventana para meterla en un lío. Después de haber acostado a la señora Thipps, ella salió para asistir al baile de los vidrieros y de los fontaneros, en el «Cordero de la Cara negra». El señor Williams fue a recogerla a la puerta de su casa y luego la acompañó al regreso. Podría declarar dónde había estado ella y asegurar que no hizo nada malo. Salió antes de terminar el baile. Quizás eran las dos cuando regresó. Sacó las llaves del piso del cajón de la señora Thipps, aprovechando un momento de distracción de ésta. Había pedido permiso para salir, pero no se lo dieron a causa de la ausencia del señor Thipps. Se arrepentía de haberse conducido así y estaba segura de que éste era su castigo. A su regreso no oyó nada sospechoso y se acostó inmediatamente, sin registrar el piso. ¡Ojalá se hubiese muerto!
No. Sus señores apenas recibían visitas y llevaban una vida muy retirada. Aquella mañana, como de costumbre, abrió la puerta, que halló con el cerrojo corrido. Nunca creería que el señor Thipps pudiese hacer algo malo.