–No, pero…
–Tal vez.
–Pero ¿lo crees?
–No quiero creerlo.
–¿Porque te demuestra amistad?
–Desde luego, eso ejerce cierta influencia…
–Lo comprendo. Tú no crees que un criminal pudiera mostrarse afable y cordial.
–Bueno, tal vez será preciso decir lo contrario, admitiendo que me es simpático.
–También me parece buena razón. Lo has observado deduciendo subconscientemente que no es un criminal. ¿Por qué? Tienes derecho a tomarlo en consideración.
–Pero tal vez me equivoque, y en efecto, sea el criminal.
–En tal caso, ¿por qué te dejas guiar por estas impresiones y no te esfuerzas en desenmascarar al cruel asesino de un hombre inocente y digno de todo afecto?
–Ya lo sé. Pero me parece que no obraría bien.
–Mira, Peter –dijo el detective–. Suponte que te libras de ese complejo deportivo de una vez para siempre. Al parecer no hay duda de que a sir Reuben Levy le ha ocurrido algo desagradable y supondremos que se trata de un asesinato, en beneficio de la discusión. En el caso de que sir Reuben haya sido asesinado, ¿crees prudente dejarse guiar por esos sentimientos tontos y tratar el asunto como si fuese un juego?
–Eso mismo es lo que me avergüenza –contestó lord Peter–. Para mí es un juego, al que me entrego alegremente, y, de pronto, me doy cuenta de que alguien va a resultar perjudicado y entonces quiero abandonarlo.
–Lo comprendo –dijo el detective–. Pero eso se debe a que piensas en tu propia actitud. Quieres seguir una conducta grata para todo el mundo, distraerte ante una comedia de muñecos o desempeñar un magnífico papel en una tragedia de humanos pesares. Pero eso es infantil. Si tienes algún deber para con la sociedad, cuando buscas la verdad de un asesinato, debes cumplirlo, cualquiera que sea la actitud que para ello hayas de adoptar. ¿Quieres aparecer elegante e indiferente? Bien estará si la verdad que encuentres te permite seguir así, porque esa actitud, por sí misma, carece en absoluto de valor. Cualquiera podría creer que deseas perseguir a un criminal por el gusto de descubrirlo y de alcanzar la victoria y luego estrecharle la mano, diciéndole: Bien jugado. Has tenido mala suerte, pero mañana podrás desquitarte». Eso no es posible hacerlo, porque la vida no es un partido de fútbol. Tú quieres ser un buen deportista y no es posible porque, en realidad, eres un hombre responsable.
–Me parece que lees demasiado –dijo lord Peter–, y la lectura de la filosofía, por ejemplo, tiene una influencia embrutecedora.
Se puso en pie y empezó a pasear por la estancia, mirando distraído las hileras de libros que había por las paredes. Luego tomó asiento, lentamente fue llenando de tabaco la pipa, la encendió y dijo:
–Bien, valdrá más que te cuente todo lo que se refiere al feroz y contumaz Crimplesham.
Hizo un relato de su visita a Salisbury, y explicó que, una vez convencido de su buena voz, el señor Crimplesham le dio amplios detalles acerca de su visita a la capital.
–Los he comprobado todos –gimió lord Peter–, y si no ha sobornado a medio Balham, no hay duda de que pasó allí la noche. La tarde la empleó sin duda con esos individuos del Banco. Y la mitad de los habitantes de Salisbury lo vieron salir el lunes antes del almuerzo. Además, nadie sino su propia familia o el joven Wicks ganaría nada con su muerte. Y aun en el caso de que el joven Wicks quisiera librarse de él, sería absurdo pensar que pudiese asesinar a un desconocido en casa de Thipps con el único fin de ponerle en las narices los lentes de Crimplesham.
–¿Y dónde estaba el lunes el joven Wicks? –preguntó Parker.
–Asistió a una ceremonia religiosa, donde fue visto por todos sus correligionarios. –Hizo una pausa y añadió–: Háblame de la encuesta.
Parker lo complació, haciéndole un resumen de las declaraciones.
–¿Crees que el cadáver pudo haber estado oculto en el piso? –preguntó–. Ya sé que buscamos indicios de ello, pero quizá nos pasó algo por alto.
–Puede ser. Pero Sugg también los buscó.
–¿Sugg?
–Eres injusto con él –dijo lord Peter–. Si existieran algunos indicios de la complicidad de Thipps, Sugg los habría encontrado.
–¿Por qué?
–Pues, porque lo buscaba. Él está persuadido de que el crimen lo cometió Thipps, Gladys Horrocks o el novio de ésta. Por consiguiente, encontró unas señales en el antepecho de la ventana y cree que por allí entró el novio de Gladys o entregó algo a ésta. Y no encontró señales en el tejado, porque no las buscaba.
–Pero estuvo allí antes que yo.
–Sí. Pero con el único objeto de demostrar que allí no había indicios. Él razona así: el novio de Gladys es vidriero y los vidrieros trabajan muchas veces con escaleras de mano. Por consiguiente, el novio de Gladys tendría a su disposición una escalera de mano y subió al piso de este modo. Habrá huellas en el antepecho de la ventana y no se encontrarán en el tejado. No halló ninguna señal en el suelo, pero lo atribuyó sin duda a que éste se hallaba cubierto de una capa de asfalto. De igual modo creyó que el señor Thipps pudo haber ocultado el cadáver en el cuarto oscuro o en otra parte. Ten la seguridad de que buscó el lugar en que pudiera haber sido escondido. De haber existido algún indicio, no hay duda de que lo hubiera encontrado, porque andaba buscándolo y así hemos de creer que, si no lo encontró, es porque no estaba.
Y continuó detallando la declaración médica.
–Mira –dijo lord Peter–, pasando por un momento a fijarnos en el otro caso, ¿se te ha ocurrido la posibilidad de que Levy hubiera salido el lunes por la noche con objeto de visitar a Freke?
–Eso fue lo que hizo –contestó Parker.
Y continuó dando cuenta a su amigo de su entrevista con el famoso médico.
–¡Hum! –exclamó lord Peter–. Son detalles muy raros, ¿no te parece, Parker? Todas las pistas que seguimos parecen disolverse y desaparecer. De momento, un detalle que parece muy interesante y luego no resulta nada. Se parece a esos ríos que se hunden en la arena.
–Esta mañana he perdido otro –contestó Parker.
–¿Cuál?
–Estaba interrogando al secretario de Levy, acerca de su negocio. Apenas me enteré de alguna cosa interesante, a excepción de unos detalles referentes a las «argentinas» y cosas por el estilo. Luego creí oportuno dirigirme a la
City
a fin de averiguar algo de esas acciones de petróleo del Perú, pero, según me informé, Levy ni siquiera oyó hablar de ellas. Interrogué a algunos agentes y, a pesar de todas las dificultades, al fin descubrí un nombre que, al parecer, está relacionado con eso. Pero no era el de Levy.
–¿No? ¿De quién, pues?
–Por raro que te parezca, de Freke. Ello me pareció misterioso. La semana pasada, adoptando procedimientos cautelosos, lanzó al mercado una serie de acciones, algunas a su propio nombre y luego las vendió el martes, con un pequeño beneficio. Obtuvo unos pocos centenares de libras, que no justificaban las molestias que se había tomado.
–Nunca creí que se dedicara a eso.
–Por regla general no lo hace.
–Nunca se sabe lo que puede hacer un individuo –dijo lord Peter–. La gente hace cosas por el estilo, para demostrarse a sí mismo, o a otra persona, que, si quisieran, podrían conquistar una fortuna. Yo mismo lo he hecho en pequeña escala.
Golpeó la pipa para vaciarla y se puso en pie.
–Oye –dijo de pronto, cuando Parker se disponía a acompañarlo–. ¿Se te ha ocurrido pensar que la historia de Freke no concuerda con lo que Anderson dijo acerca de que ese pobre hombre había estado muy alegre en la cena del lunes por la noche? ¿Crees tú que estarías muy contento si temieras por el buen estado de tu salud?
–No, desde luego –contestó Parker–. Pero –añadió con su habitual prudencia–, hay individuos que bromean en la sala de espera del dentista. Y tú eres uno de esos.
–Tienes razón –contestó lord Peter, disponiéndose a bajar la escalera.
LLEGÓ lord Peter a su casa hacia las doce de la noche, sintiéndose muy despierto y afinado. Algo le preocupaba, dándole la sensación de que era un enjambre de abejas, a las que se ha molestado con un bastón. Parecíales estar ante un enigma, cuya solución le dieron una vez y él la hubiese olvidado, aunque estuviera siempre a punto de recordarla.
«De un modo u otro –se decía–, he encontrado la clave de esos dos misterios. Estoy seguro, pero no puedo recordar cuál es. Alguien le dijo, tal vez yo mismo. No me es posible acordarme, pero estoy convencido de que lo sé. Acuéstate, Bunter, porque aún pasaré un rato levantado. Me pondré un batín».
Sentóse ante el fuego, con la pipa en la boca y envuelto en un batín. Siguió una y otra línea de investigación y, cada una de ellas, le parecía ser un río que se sumerge en la arena. Recordaba a Levy, a quien vieron por última vez a las diez en el Camino del Príncipe de Gales. Luego se le apareció aquel grotesco cadáver en el baño del señor Thipps y pensó de igual modo en el tejado de la casa, pero siempre se le escapaba el final.
Estaba seguro de que alguien le había dado la solución pero no podía recordarla. Se incorporó para arrojar un pedazo de leña al fuego y tomó uno de los libros que el infatigable Bunter había traído del
Times Book Club
. Resultó ser «Las Bases Fisiológicas de la Conciencia», de sir Julián Freke, cuya crítica leyó dos días antes.
–Eso es capaz de hacer dormir a cualquiera –murmuró lord Peter–, y si no puedo abandonar a mi subconsciencia esos problemas, mañana estaré derrengado.
Abrió despacio el libro y leyó distraído el prefacio.
«Quizá, en resumidas cuentas, Levy estaba enfermo –pensó, dejando el libro a un lado–, pero no lo creo probable. Y sin embargo… ¡Que se vaya todo a paseo! Es preciso que me esfuerce en no acordarme más de eso».
Durante un rato se entregó resueltamente a la lectura.
«Supongo que mamá no tenía relaciones demasiado estrechas con los Levy –pensó luego–. A papá le molestaban esos nuevos ricos y no los quería en Denver. Y Gerald conserva esa tradición. Me gustaría saber si mi madre conocía bien a Freke en sus buenos tiempos. Al parecer, ese Milligan le ha sido simpático. Confío mucho en el buen juicio de mamá. Se condujo de un modo magnífico en el asunto del bazar. Yo debiera haberle avisado. Una vez dijo…»
Por unos instantes persiguió un fugitivo recuerdo, hasta que se desvaneció por completo después de haber agitado burlonamente el rabo. Y se dedicó otra vez a su lectura.
Se le ocurrió otra idea, por haber visto la fotografía de un experimento quirúrgico.
«Si las declaraciones de Freke y de Watts no hubieran sido tan precisas –se dijo–, me sentiría inclinado a examinar esos filamentos encontrados en la chimenea».
Reflexionó un momento, meneó la cabeza y de nuevo hizo un esfuerzo por leer.
La mente y la materia eran una sola cosa. Tal era el tema del fisiólogo. La materia podía transformarse, por decirlo así, en ideas. Con un cuchillo, era posible tallar pasiones en el cerebro. Por medio de unas substancias químicas era posible librarse de la imaginación y curar una preocupación cualquiera, como si fuese una enfermedad. «El conocimiento del bien y del mal es un fenómeno observado y dependiente del estado de ciertas células cerebrales que se puede modificar». Ésta era una frase. Y añadió luego:
«La conciencia humana puede ser comparada al aguijón de una abeja que, lejos de tender al bienestar de su poseedor, no puede funcionar ni siquiera una sola vez sin ocasionar la muerte. El valor de la supervivencia en cada caso es, pues, simplemente social. Y si la humanidad sale de su fase actual de desarrollo social, para pasar a un individualismo más elevado, como se han atrevido a profetizar algunos de nuestros filósofos, hemos de suponer que este interesantísimo fenómeno mental cesará de aparecer gradualmente del mismo modo como los nervios y músculos que, en épocas remotas, dirigieron los movimientos de nuestras orejas y de la piel del cráneo, han quedado atrofiados, exceptuando algunos casos de individuos atrasados y, actualmente, sólo tienen interés para el fisiólogo».
«¡Caramba! –exclamó lord Peter–, es la doctrina ideal para el hombre perverso. Un hombre que creyera eso, nunca…»
Y entonces sucedió lo que había estado esperando de un modo subconsciente. Se presentó de repente, con seguridad, con tanta certeza y precisión como el sol cuando se asoma por el horizonte. Recordó no solamente una cosa u otra, sino una lógica sucesión de cosas que formaban un todo completo, perfecto, dotado de todas las dimensiones; y él parecía estar fuera del mundo y verlo suspendido en un espacio infinito de tres dimensiones; ya no tuvo necesidad de seguir razonando ni de pensar acerca del particular, porque lo sabía.
Hay un juego en el cual le presentan a uno una colección de letras para que con ellas forme una palabra. Por ejemplo:
TASREIJ
El sistema lento de resolver el problema consiste en buscar todas las combinaciones sucesivamente, aunque rechazando las agrupaciones imposibles de las letras. Otro sistema consiste en examinar aquellos elementos, desprovistos de coordinación, hasta que, gracias, no a la mente consciente sino a impulso de un estímulo externo, se le ocurra a uno la verdadera combinación:
TIJERAS
Y cuando sucede así, ya no hay ninguna duda. Ni siquiera la necesidad de disponer las letras en su debido orden, porque se ha llegado a la solución de un modo intuitivo.
Así fue como en la mente de lord Peter se resolvieron los dispersos elementos de dos grotescos enigmas. Un golpe en el tejado de la casa; Levy hablando bajo la lluvia con una mujer en Battersea Park Road; un solo cabello de color rojo; vendajes de gasa; el inspector Sugg que llamó al gran cirujano que se hallaba en la sala de disección del hospital; lady Levy con un ataque nervioso; el olor de jabón fenicado; la voz de la duquesa; acciones de petróleo peruano; la piel oscura y el perfil carnoso del cadáver que había en el baño; el doctor Grimbold declarando: «Según mi opinión, la muerte no ocurrió hasta después de algunos días de haber recibido el golpe»; y luego, débilmente, oyó la voz del señor Appledere: «Vino a visitarme llevando en la mano un folleto contra la vivisección». Todas estas cosas y otras muchas se situaron ordenadamente como las campanas de un campanario y una de ellas, la que llevaba la voz cantante, parecía exclamar:
«El conocimiento del bien y del mal es un fenómeno cerebral que se puede corregir… que se puede corregir. El conocimiento del bien y del mal se puede corregir».