–A veces he llegado a creer –murmuró lord Peter para sí– que ese Bunter me toma el pelo. ¿Qué es, Soames?
–Un telegrama, milord.
–Será de Parker –pensó lord Peter mientras lo abría, y vio que decía así:
«Descripción reconocida por asilo Chelsea. Vagabundo desconocido sufrió accidente callejero viernes pasado. Murió en el asilo el lunes. Entregado aquella misma noche en San Lucas por orden Freke. Muy extrañado. Parker».
–¡Hurra! –exclamó lord Peter contentísimo–. Me alegro haber dejado a Parker sumido en la extrañeza, porque eso me da confianza en mí mismo. Casi me siento un nuevo Sherlock Holmes. «Es muy sencillo, Watson». Pero, en realidad, es un asunto muy desagradable. ¡Pobre Parker!
–¿Qué pasa? –preguntó el duque poniéndose en pie y dando un bostezo.
–He recibido orden de marcha –contestó lord Peter–. He de regresar a Londres. Muchas gracias por tu hospitalidad, muchacho. Me encuentro muchísimo mejor.
–Me gustaría más que te mantuvieras alejado de los cuartelillos de policía –gruñó el duque–. No sabes lo molesto que es para mí tener un hermano que se exhiba tanto como tú.
–Lo siento, Gerald –contestó lord Peter–. Ya sé que soy una mancha en el escudo.
–¡Hombre! ¿Por qué no te casas y llevas una vida pacífica, dedicada a algo útil? –preguntó el duque.
–Ya sabes que esto no es posible –contestó lord Peter–. Además, en la actualidad soy útil de un modo extraordinario. A lo mejor tú mismo podrías necesitarme. Si en alguna ocasión alguien intenta hacerte víctima de un chantaje, Gerald, o bien tu primera mujer que te abandonó aparece inesperadamente en las Indias Occidentales, quizás tengas necesidad de utilizar los servicios de un detective particular en la familia. «Asuntos particulares y delicados se resuelven con tacto y discreción. Se llevan a cabo investigaciones. Especialidad en obtención de pruebas para un divorcio. Máximas garantías». ¿Qué te parece?
–Que eres un asno –exclamó el duque, arrojando con violencia el periódico al sillón–. ¿Para cuándo necesitas el coche?
–Ahora mismo. Oye, Gerald. Me llevo a mamá.
–¿Para qué la has de obligar a intervenir en nada?
–Necesito su ayuda.
–Me parece muy poco aconsejable –observó el duque.
Pero sin embargo, la duquesa viuda no opuso ningún inconveniente.
–La conocía muy bien –dijo– de soltera. Entonces se llamaba Cristina Ford. ¿Para qué me necesita, querido hijo?
–Pues –contestó lord Peter–, porque es necesario darle una noticia terrible acerca de su marido.
–¿Ha muerto?
–Sí. Y será necesario que vaya a identificarlo.
–¡Pobre Cristina!
–Y en circunstancias horribles, mamá.
–Te acompaño, hijo.
–Gracias, mamá. Vales más que el oro. ¿Quieres hacerme el favor de arreglar todas tus cosas para salir cuanto antes? Ya te lo contaré todo durante el viaje.
PARKER, que era fiel aunque también incrédulo, se había procurado un interno: era un joven alto y parecido a un muñeco que hubiese crecido con exceso y tenía ojos inocentes y cara pecosa. Estaba sentado en el sofá ante el hogar de la biblioteca de lord Peter, tan maravillado por el asunto que allí lo llevaba como por el ambiente en que se hallaba y la copa de licor que estaba tomando. Su paladar, aunque no estaba refinado, era sin embargo, bueno y comprendió que habría sido un sacrilegio no dar la importancia debida al licor que estaba tomando.
El individuo llamado Parker, a quien conoció casualmente la tarde anterior, en la taberna de la esquina del Camino del Príncipe de Gales, parecía un buen muchacho. Había insistido en llevarlo a ver a un amigo suyo, que vivía espléndidamente en Piccadilly. Le pareció que Parker sería un mayordomo o bien ocuparía algún empleo en la
City
. En cuanto a su amigo, para empezar, era lord, de modo que se vio algo cohibido en su presencia debido al traje que llevaba. Tenía un criado capaz de helarle la sangre en las venas a causa de la mirada crítica que dirigió al recién llegado. Era evidente que Parker estaba ya acostumbrado a aquel ambiente. Se asombró al ver el desparpajo con que dejaba caer la ceniza del cigarro en la alfombra, que según sabía muy bien, debía de haber costado una fortuna. Los sillones y el sofá eran magníficos. Lord Peter no era hombre de alta estatura, sino más bien bajito, pero sin embargo, no se notaba este detalle. Lo trataron muy bien en aquella casa, y desde luego, no pudo advertir la menor ironía o burla. Vio por todas partes numerosos estantes con libros y escuchó muy atento la conversación agradable que se sostuvo acerca de ellos. Y lord Peter tenía un modo especial de tratar aquellos asuntos, como si el autor, antes de escribir la obra, le hubiese confiado sus planes, de modo que realizaba, acerca de las obras literarias, una verdadera disección, que le recordó el trabajo de su jefe sir Julián Freke.
Por fin se atrevió a intervenir en la conversación y exclamó:
–Lo que me desagrada de las historias de detectives es lo que hicieron en cada minuto del día o de la noche y recuerdan exactamente si llovió o no llovió en un día u hora determinado. Y en la vida no ocurre eso, ¿no le parece, lord Peter? –Éste sonrió, y el interno, algo azorado, se volvió a su amigo Parker–. Seguramente me comprende usted, Parker. Por ejemplo, a mi juicio, un día se parece tanto a otro cualquiera, que tal vez no fuese capaz de recordar lo que hice ayer, y estoy seguro de que no recuerdo nada en absoluto con respecto a la semana pasada, aunque de ello dependiera mi vida.
–Es verdad –dijo Parker–, y las declaraciones que hacen los testigos lo comprueban así. Por ejemplo, ningún testigo dice: «El viernes pasado salí a las diez de la mañana para comprar una libra de carnero. Cuando daba la vuelta a la esquina de Mortimer Street me fijé en una muchacha de unos veintidós años, de cabello y ojos negros, que llevaba una falda verde, una blusa a cuadros, un sombrero panamá y zapatos negros. Montaba en una bicicleta «Royal Sunbeam» y corría a razón de diez millas por hora. Dio la vuelta a la esquina de la calle contra dirección…» En realidad, el testigo llega a decirlo, mas para conseguir eso, es preciso asarlo a preguntas.
–Y en las novelas cortas –dijo lord Peter– es preciso dar el resumen de estas declaraciones, porque si se transcribiese el diálogo, sería tan largo y pesado que nadie tendría la paciencia necesaria para leerlo. Y los autores han de tener en cuenta a sus lectores.
–Sí –replicó el interno–, pero estoy seguro de que muchas personas son incapaces de recordar, aunque se les pregunte debida e intensamente. Por ejemplo, yo mismo me doy cuenta de que soy algo tonto, pero eso le ocurre a la mayor parte de las personas. Ya comprende usted lo que quiero decir. Los testigos no son detectives, sino personas dotadas de la inteligencia vulgar, como usted y yo.
–Naturalmente –replicó lord Peter sonriendo–. Quiere usted darme a entender que si yo lo interrogase a usted, por ejemplo, acerca de lo que hizo la semana pasada, apenas podría darme un detalle.
–Eso es. –Reflexionó un instante y añadió–: Me consta que estuve en el hospital, como de costumbre, y el martes hubo una clase, aunque no recuerdo de qué trató. Por la noche salí con Tommy Pringle… pero no, eso debió de ser el lunes, o tal vez el miércoles. Bueno, ya ve usted que no podría decirle gran cosa.
–Es injusto consigo mismo –le contestó lord Peter–. Por ejemplo, estoy seguro de que recuerda el trabajo que llevó a cabo aquel día en la sala de disección y los cadáveres que estudió.
–De ninguna manera. Tal vez, si pensara bien, acabaría recordándolo, pero no podría jurarlo.
–Le apuesto media corona contra seis peniques –le dijo lord Peter– a que lo recordará dentro de diez minutos.
–Estoy seguro de lo contrario.
–Ahora lo veremos. Usted lleva nota del trabajo que hace en la sala de disección, ¿no es así? Y con toda seguridad, traza algunos dibujos en el registro.
–Sí, señor.
–Piense en eso. ¿Cuál es la última cosa que consiguió allí?
–Eso es fácil, porque la última nota la consigné esta mañana. Se trataba de los músculos de la pierna.
–Bien, ¿quién era el sujeto?
–Una vieja que murió de pulmonía.
–Ahora, mentalmente, vuelva las páginas de su librito de notas. ¿Qué había anotado antes?
–Algunos animales. Más piernas. En la actualidad me dedico a los músculos motores. En fin, esa fue la demostración del viejo Cunningham acerca de la anatomía comparada. Trabajé bien con las patas de una liebre y de una rana y asimismo en las patas rudimentarias de una serpiente.
–Muy bien. ¿Qué día da clase el señor Cunningham?
–El viernes.
–Bueno. Ahora vuelva otra página. ¿Qué hay en ella?
El interno meneó la cabeza.
–¿Empiezan las notas o los dibujos en la página de la derecha o de la izquierda? ¿Puede ver cuál es el primer dibujo?
–Sí, señor; en primer lugar está consignada la fecha. Hay una sección de una de las patas posteriores de una rana en la página de la derecha.
–Bueno, ahora recuerde usted el libro abierto. ¿Qué hay enfrente?
Esta respuesta exigió alguna concentración mental.
–Algo redondo y coloreado. Sí, es una mano.
–De modo que usted partió de los músculos de la mano y del brazo para seguir con los músculos de la pierna y los del pie.
–Sí, señor; en primer lugar está consignada la fecha.
–¿Los hizo el jueves?
–No, señor, porque en ese día no asisto a la sala de disección.
–¿El miércoles, pues?
–Sí, señor. Fui allá, después de haber visitado por la mañana a unos enfermos del tétanos. Esos dibujos son del miércoles por la tarde. Y sé que fui allá, porque deseaba terminarlos. Trabajé mucho para lo que acostumbro y por esta razón los recuerdo.
–¿Y cuándo los había empezado?
–El día anterior, o sea el martes.
–¿Y se trataba del brazo de un hombre o de una mujer?
–De un hombre.
–Resulta, pues, que el martes pasado, o sea la semana anterior, estaba usted disecando el brazo de un hombre. Por consiguiente, me debe seis peniques.
–¡Caramba!
–Espere usted un momento. Conoce usted muchísimos detalles más. Ni siquiera tiene idea de lo que sabe. Por ejemplo, ¿está enterado de cómo era ese hombre?
–Nunca lo vi completo. Llegué aquel día algo tarde. Pedí un brazo y Watts prometió guardármelo.
–Sí, llegó tarde y encontró el brazo que ya lo esperaba. Empezó a disecarlo. Tomó las tijeras, cortó la piel y la retiró a un lado y a otro. ¿Era una piel joven y lisa?
–No, señor. Muy basta, según creo, y cubierta de vello… sí, eso es.
–¿Era un brazo flaco y desprovisto de grasa?
–No, señor. Me molestó bastante, porque yo deseaba un brazo musculado y aquél estaba muy poco desarrollado y tenía demasiada grasa.
–Sin duda, de un hombre sedentario, que no realizaba ningún trabajo manual.
–Es verdad.
–Disecó usted la mano y luego hizo un dibujo, de modo que tal vez pudo observar algunos detalles.
–No los tenía.
–No, pero tal vez sabrá si era el brazo de un hombre joven. ¿Encontró carne joven y dura y articulaciones flexibles?
–No.
–Sería, pues, un brazo perteneciente a un viejo.
–Más bien a un hombre de mediana edad, que sufriera reumatismo. En las articulaciones había un depósito calcáreo y los codos estaban algo hinchados.
–Sería, pues, un hombre de unos cincuenta años.
–Más o menos.
–¿Había algún otro estudiante trabajando con usted?
–Sí, señor.
–Y desde luego, debieron de hacer las bromas acostumbradas de su trabajo.
–Naturalmente.
–Quizá recordará alguna. ¿Cuál es el gracioso entre ustedes?
–Tommy Pringle.
–¿Y qué hacía?
–No puedo recordarlo.
–¿En qué lugar trabajaba Tommy Pringle?
–Al lado del armario del instrumental y en el desagüe C.
–Bien. Ahora contemple usted mentalmente a Tommy Pringle.
El interno se echó a reír.
–Ya lo recuerdo. Tommy Pringle dijo que aquel viejo carcamal…
–¿Por qué lo llamó así?
–Lo ignoro.
–Tal vez tenía aspecto de serlo. ¿Vio usted su cabeza?
–No.
–¿Quién la tenía?
–No lo sé… Sí, ya me acuerdo. Freke se quedó con la cabeza, y el pequeño Bouncible Binns estaba muy enojado, porque le habían prometido una cabeza.
–¿Y qué hacía sir Julián con ella?
–Nos llamó para mostrarnos los efectos de una hemorragia espinal y algunas lesiones nerviosas.
–Bien, volvamos a Tommy Pringle.
–Un compañero, que trabajaba a su lado, hizo observar que aquel individuo estaba gordo, como resultado de una sobrealimentación.
–Deduzco que el compañero de Tommy Pringle estaba trabajando en el canal alimenticio.
–Sí, y Tommy dijo que si él hubiera estado seguro de que los alimentaban tan bien, ingresaría a un asilo.
–De modo que el cadáver pertenecía a un pobre del asilo.
–Así lo supongo.
–¿Sabe usted si los pobres del asilo suelen estar gordos y bien alimentados?
–Por regla general, no, señor.
–Pero Tommy Pringle y su compañero se fijaron en que aquel cadáver tenía esta anormalidad.
–Sí, señor.
–Y puesto que el canal alimenticio resulta tan interesante para aquellos señores, supongo que el sujeto debió de hallar la muerte después de haber comido bien.
–Me parece que sí.
–Es evidente, porque no habría hecho tal observación si el sujeto hubiese estado enfermo algún tiempo, alimentándose de caldos y otras cosas parecidas.
–¡Claro está!
–Pues bien, ya ve usted cómo sabe muchas cosas acerca de eso. El martes pasado estaba usted disecando los músculos del brazo de un hombre reumático, de edad madura, de costumbres sedentarias, que murió poco después de haber comido en abundancia, a causa de una contusión o herida que produjo hemorragia espinal y algunas lesiones nerviosas. Y así sucesivamente. Además, se suponía que ese hombre procedía del asilo.
–En efecto.
–¿Y podría usted jurar todo eso en caso necesario?
–Me parece que sí, señor.
–No hay duda de ello.
El interno permaneció unos instantes pensativo y al fin exclamó:
–Oiga, ¿está usted seguro de que yo sabía todo eso?