El cadáver con lentes (4 page)

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Authors: Dorothy L. Sayers

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El cadáver con lentes
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–El señor Parker, milord.

Lord Peter se puso en pie, muy satisfecho.

–Me alegro mucho de verte, amigo. ¡Vaya una tarde de niebla!, ¿verdad? Bunter, un poco más de ese admirable café. Otra copa y cigarros. Supongo, Parker, que estarás ya cansado de crímenes, de modo que a ti y a mí esta noche sólo nos gustaría un incendio premeditado o un asesinato. En una noche como ésta… Bunter y yo estábamos charlando. Acabo de comprar un
Dante
y un
Caxton
en folio, prácticamente único, en la venta de sir Ralph Brocklebury. Bunter, que fue a comprar eso, obtendrá en premio un objetivo fotográfico, que hace una serie de cosas maravillosas con los ojos cerrados. Además, tenemos un cadáver en el baño. De modo que ya ves, Parker, que no podemos quejarnos. Ahora son las nueve, pero voy a darte cuenta de todo ello. ¿Por qué no consientes en trabajar con nosotros? Deberías poner la carne en el asador. Aunque es posible que, por tu parte, tengas un cadáver en otro lugar.

–Sé –contestó Parker– que has estado en Queen Caroline Mansion’s. Yo también he ido allá y encontré a Sugg, quien me dijo que te había visto. Estaba enojado por tu intromisión injustificable.

–Ya lo sabía –dijo lord Peter–. Me gusta mucho irritar al viejo Sugg, porque siempre se muestra muy descortés. En el
Star
he visto que se ha excedido a sí mismo, poniendo bajo custodia a esa muchacha Gladys, cuyo apellido ignoro. Y tú, ¿qué hacías allí?

–A decir verdad –contestó Parker–, fui con objeto de averiguar si aquel desconocido de aspecto semítico que fue a parar al baño del señor Thipps, era, por casualidad, sir Reuben Levy. Pero no es él.

–¿Sir Reuben Levy? Espera un momento. He leído algo acerca de él. Ya sé. Una titular: «Desaparición misteriosa de un financiero». ¿Sabes algo de eso? Porque leí muy distraído.

–Es un poco raro, aunque tal vez, en realidad, no haya ocurrido nada importante. Puede ser que ese individuo haya desaparecido o se haya ocultado por una razón cualquiera, que él conocerá muy bien. Sucedió esta mañana, y nadie se habría preocupado por ello, si no diera la casualidad de que hoy mismo había de asistir a una importante reunión financiera, en la que se trataba de asuntos por valor de muchos millones. No tengo todos los detalles. Pero sé que sus enemigos estaban dispuestos a que no se resolviera bien este asunto. Por esta razón, en cuanto me enteré de que había aparecido ese cadáver en el cuarto de baño, fui a dar un vistazo, con objeto de examinarlo. Desde luego, era muy improbable que hubiese ocurrido lo que yo temía, pero cosas más extrañas se ven a veces en nuestra profesión. Lo más raro es que el viejo Sugg tiene la impresión de que se trata de él y ha dirigido varios telegramas a lady Levy, con objeto de que venga a identificar el cadáver. Pero, en realidad, el individuo del baño no es sir Reuben Levy. Aunque es cierto que se parecería mucho a sir Reuben si llevara barba. Como lady Levy se hallaba en el extranjero, con la familia, alguien puede asegurar que el muerto es sir Reuben, y entonces se hallará en situación de construir una hermosa teoría, semejante a la Torre de Babel, y, como ella, condenada a la destrucción.

–Sugg es semejante a un asno rebuznador –dijo lord Peter–. Tiene todo el tipo de detective de novela. Yo no sé una palabra con respecto a Levy, pero he visto el cadáver y, desde luego, me parece que es una idea absurda imaginar que se trata de sir Reuben. ¿Qué te parece el coñac?

–Algo estupendo. Pero necesito conocer tu versión del asunto.

–Supongo que no te importará que Bunter la oiga. Ese Bunter es un hombre increíble, que hace cosas extraordinarias con una máquina fotográfica. Y lo más raro es que siempre está al alcance de mi voz cuando necesito el baño o las botas. No sé cómo se las arregla para llevar a cabo su trabajo. A veces he llegado a imaginarme que lo hace mientras duerme. ¡Bunter!

–¡Milord!

–Mira, deja todo lo que estás haciendo y prepara lo necesario para venir a beber con nosotros.

–Con mucho gusto, milord.

–El señor Parker tiene un truco nuevo: «El financiero desaparecido». No hay engaño. A la una, a las dos, y a las tres, y ya no está. ¿Alguno de los caballeros presentes quiere hacer el favor de subir al escenario y examinar el armario? Muchas gracias, señor. La rapidez de la mano engaña a la vista.

–Me temo que mi historia es muy pobre –dijo Parker–. Es una de esas cosas sencillas, que no tienen mango. Sir Reuben Levy cenó anoche con tres amigos, en el Ritz. Después de cenar, los amigos se fueron al teatro. Él no quiso acompañarlos, diciendo que tenía una cita. No he conseguido saber cuál era, pero lo cierto es que regresó a su casa, 9A, Park Lane, a las doce de la noche.

–¿Quién lo vio?

–Su cocinera, que acababa de acostarse, lo vio en la puerta de entrada y luego pudo oír cómo penetraba en la casa. Subió la escalera después de dejar el abrigo colgado en el perchero y el paraguas en el paragüero. Ya recordarás que anoche llovió. Se desnudó y se acostó. Pero a la mañana siguiente ya no estaba allí y no se sabe nada más –dijo Parker, interrumpiéndose en seco y haciendo un ademán.

–¡No se ha terminado! ¡No se ha terminado! ¡Continúa, papá! El cuento no ha terminado aún –dijo lord Peter.

–Pues no sé nada más. Cuando su criado fue a despertarlo, ya no estaba allí. Pudo darse cuenta de que la cama estaba deshecha. Vio también el pijama y toda su ropa, y le llamó la atención el hecho de que ésta hubiese sido arrojada, sin cuidado alguno, sobre la otomana que hay al pie de la cama, en vez de estar cuidadosamente doblada sobre una silla, como era costumbre de sir Reuben. Es decir, que aquello daba a entender que estuvo muy agitado e indispuesto. No faltaba ninguna ropa limpia. Ningún traje, ni tampoco ningún par de zapatos. En una palabra, nada en absoluto. El calzado que llevó la noche anterior se hallaba en el tocador, como de costumbre. Sir Reuben se limpió los dientes e hizo todas las demás pequeñas cosas acostumbradas. La doncella, a las seis y media, se hallaba en el vestíbulo limpiando y poniendo orden en todo, y puede jurar que, a partir de aquella hora, no vio entrar ni salir a nadie. Por consiguiente, no hay más remedio que suponer que un respetable financiero hebreo, de edad madura, se volvió loco entre las doce de la noche y las seis de la mañana y salió sin ruido de su casa, en el traje de Adán, en una noche de noviembre, o bien fue raptado, como la dama de las leyendas
Ingoldsby
, sin dejar más que un montoncito de ropa arrugada.

–¿Estaba cerrada la puerta principal?

–Ya esperaba esta pregunta. Por lo menos tardé una hora en pensar en ello. No. Contrariamente a la costumbre de la casa, la puerta sólo estaba cerrada con la cerradura «yale». Por otra parte, algunas de las criadas pidieron permiso, la noche anterior, para ir al teatro, y se puede imaginar que sir Reuben no atrancó la puerta, bajo la impresión de que aún no habían regresado. En otras ocasiones había sucedido lo mismo.

–¿Y ya no sabes nada más?

–Nada más. A excepción de una circunstancia poco importante.

–Me gustan en extremo –contestó lord Peter con infantil vehemencia–. Muchos hombres han sido ahorcados a causa de esas circunstancias insignificantes. ¿Qué es ello?

–Sir Reuben y lady Levy, que se profesan grande afecto, siempre comparten la misma habitación. Lady Levy, según ya dije antes, se halla en Mentón en este momento, para cuidar de su salud. En su ausencia, sir Reuben duerme en el lecho matrimonial y ocupa el lado exterior de la cama como siempre. Anoche puso las dos almohadas una encima de otra y durmió en el centro de la cama o más cerca de la pared que otras veces. La doncella, que es una muchacha muy inteligente, observó este detalle cuando iba a hacer la cama e impidió que lo hiciese otra persona, aunque tardaron todavía mucho en avisar a la policía.

–¿Había en la casa alguien más, aparte de sir Reuben y de los criados?

–No. Lady Levy se llevó consigo a su hija y a su doncella. En la casa no había más que el ayuda de cámara, el cocinero, la doncella, la criada para todo y la ayudante de cocina. Y, naturalmente, todas estas personas emplearon una o dos horas en cambiar impresiones. Yo llegué hacia las diez.

–¿Y qué has hecho desde entonces?

–Esforzarme en averiguar cuál era la cita a la que había de acudir sir Reuben, anoche, ya que, a excepción de la cocinera, la persona o personas con quienes estaba citado, fueron las últimas que lo vieron antes de su desaparición. Es posible que eso tenga una explicación muy sencilla, aunque, por el momento, no se me ocurre cuál pueda ser. Como comprenderás, no es posible imaginar que un hombre entre en su casa, se acueste y luego se aleje, en plena noche, sin llevar nada puesto.

–Quizá salió disfrazado.

–Ya he pensado en eso y, en realidad, parece ser la única explicación posible. Sin embargo, es muy raro, Wimsey. Un hombre importante, como sir Reuben, en vísperas de una transacción de muchos millones, sin avisar a nadie absolutamente, se aleja en plena noche, disfrazado y dejando en su habitación el reloj, el monedero, el talonario de cheques y, lo más misterioso e importante de todo, sus lentes, sin los cuales no podría andar siquiera, porque es muy corto de vista, y…

–Eso es muy importante –interrumpió Wimsey–. ¿Estás seguro de que no se llevó otros?

–Su ayuda de cámara asegura que sólo tenía dos, uno de los cuales fue encontrado en la mesa del tocador, y los otros en el cajón donde solía guardarlos.

–Eso es muy raro, Parker –dijo lord Peter–. Aun en el caso de que hubiera salido con el propósito de suicidarse, se habría llevado un par.

–Eso es lo que te figuras tú, porque, realmente, si se los hubiese olvidado, el suicidio habría ocurrido en cuanto intentara cruzar la calle. Sin embargo, no he dejado de tener en cuenta esa posibilidad. He ido a enterarme de los accidentes de circulación ocurridos hoy, y con la mano en el pecho puedo asegurar que ninguna de las víctimas fue sir Reuben. Además, se llevó la llave de la casa y eso parece indicar su propósito de volver.

–¿Has visto a los individuos con quienes cenó?

–En el club vi a dos de ellos. Dijeron que sir Reuben parecía gozar de muy buena salud y de excelente ánimo y que habló de su deseo de ir a reunirse en breve con lady Levy. Tal vez en Navidad. Además, se refirió, muy satisfecho, al negocio que había de llevar a cabo esta mañana y en el cual uno de mis interlocutores, llamado Anderson, de Wyndham, estaba también interesado.

–En tal caso, no tenía ninguna intención de salir de su casa antes de las nueve.

–Ninguna, desde luego, a no ser que ese hombre fuese un actor consumado. Y cualquier cosa que ocurriese para hacerle cambiar de propósito debió de presentarse a su mente ya en la misteriosa cita a la que acudió después de cenar, o mientras estaba en la cama, entre las doce de la noche y las cinco de la mañana.

–Bueno, Bunter –dijo lord Peter–. ¿Qué te parece eso?

–No entra en mi especialidad, milord. Diré, sin embargo, que es muy raro el hecho de que un caballero, que estaba demasiado agitado e indispuesto para no doblar su ropa como de costumbre, se acordase, sin embargo, de limpiarse los dientes y de descalzarse. Son dos cosas que con frecuencia se olvidan, milord.

–Supongo que eso no será ninguna indirecta –observó lord Peter–, y si es así, debo manifestarte que no me parece muy apropiada. Yo, Parker, tengo un problema, pequeño, desde luego, pero muy complicado. Mira, no quiero ser entrometido, pero mañana me gustaría mucho ver ese dormitorio. No desconfío de ti, querido amigo, pero me gustaría verlo. No me digas que no. Toma otra copa de coñac y un cigarro, pero no te niegues a mi deseo.

–Podrás ir a verlo y es muy posible que observes muchas cosas que me hayan pasado por alto –dijo Parker, apretando la copa y el cigarro.

–Querido Parker, honras a Scotland Yard. Cuando te miro, Sugg se me aparece como un mito, una fábula, un tonto tendido a la luz de la luna, hijo de la fantasía de un poeta. Sugg es demasiado perfecto para ser posible. ¿Y qué opina él acerca de ese cadáver?

–Sugg dice –contestó Parker– que ese hombre murió por haber recibido un golpe en la nuca. Así se lo comunicó el médico. Creen que murió uno o dos días atrás. También se lo dijo el médico. Asegura que es el cadáver de un hebreo acomodado, de unos cincuenta años de edad. Cualquiera puede haberle dicho eso. Y asegura que es ridículo suponer que lo hicieran pasar por la ventana, sin que nadie se diera cuenta. Él sostiene la teoría de que tal vez atravesó la puerta principal y fue asesinado por algún individuo de la casa. Ha detenido a esa muchacha, a pesar de que es una joven de baja estatura y de aspecto débil, de modo que sería imposible que hubiese matado de un golpe a un semita alto y vigoroso. No hay duda de que también habría detenido a Thipps, mas por fortuna, éste estuvo, durante los dos últimos días, en Manchester y no regresó a Londres hasta ayer noche. A pesar de todo, quería detenerlo, pero yo le recordé que si la víctima había muerto uno o dos días atrás, el pequeño Thipps no podía ser el autor del asesinato, puesto que llegó anoche a las diez y media. No obstante, lo detendrá mañana, como cómplice, y no me extrañaría que también metiera en la cárcel a la anciana señora que hace calceta.

–Me alegro mucho de que ese hombrecillo tenga tan buena coartada –dijo lord Peter–, aunque no deberá extrañarte que un fiscal idiota, haciendo caso omiso de la declaración del médico forense, basada en la lividez, la rigidez y todas las demás circunstancias que se advierten en ese cadáver, se atreva a formular otras conclusiones. ¿Te acuerdas del caso de Impery Biggs, cuando defendía aquel asunto del salón de té de Chelsea? Seis médicos se contradecían uno a otro ante el tribunal. El viejo Impery empezó a citar casos extraordinarios, hasta que los jurados se marearon. «¿Está usted dispuesto a jurar, doctor Thingumtight, que la aparición de la rigidez cadavérica indica la hora de la muerte sin posibilidad de error?». «A juzgar por lo que me ha enseñado la experiencia, así es, en la mayoría de los casos», contesta el doctor muy serio. «¡Ah!», exclama Biggs, «tenga usted en cuenta, doctor, que aquí estamos en un tribunal de justicia y no en una elección parlamentaria. No podemos seguir adelante sin conocer lo que sucede a la minoría. La ley, doctor Thingumtight, respeta los derechos de la minoría, muerta o viva». Un asno se echa a reír y el viejo Biggs hincha el pecho y adopta un tono solemne. «Señores, este no es asunto de risa. Mi cliente, que es un caballero honorable y digno, se ve ahora juzgado y corre peligro de perder la vida. La vida, señores, y la acusación tiene el deber de demostrar su culpabilidad. Ahora, doctor Thingumtight, le pregunto de nuevo si puede jurar, sin la menor duda, absolutamente sin ninguna duda, que esa desdichada mujer halló la muerte no antes ni después del jueves por la noche. ¿Tiene usted una opinión probable? Aquí, caballeros, hemos de saber la verdad absoluta, porque ningún jurado británico puede condenar a un hombre por la autoridad de una opinión probable». Aplausos.

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