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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

El Balneario (26 page)

BOOK: El Balneario
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Dietrich Faber se encogió de hombros.

—No habla muy bien el español —salió en su ayuda su hermano mayor—. Lo habla justo para saludar a un cliente. Domina ese lenguaje del comedor, saludos, estímulos…

Pero no pudo continuar. Su hermano había exagerado la sonrisa y de su boca salió un falsete cantarín:

—¿Qué tal, señor Carvalho? ¡Qué magnífico aspecto! ¿Le sienta bien la cura? Pero no debería preguntárselo porque su cara lo dice todo. Le voy a encender una vela para celebrar el triunfo sobre sí mismo.

Y mantuvo su cara de ventrílocuo, como si hubiera hecho, hablar a un muñeco que era él mismo, sin esperar aplausos ni carcajadas, ni siquiera la sorpresa de Carvalho, ni la indignación de su hermano. Como si estuviera roto. Un muñeco de ventrílocuo roto. Pero de pronto el muñeco volvió a animarse y de su boca salió otra vez aquella voz horrible de payaso falso:

—Anda, Hans. Cuéntale a este señor lo que dijo nuestro padre cuando mamá se inventó aquella tarta de remolacha.

—No recuerdo.

—Lo recuerdas muy bien. Lo has contado trescientas veces en mi presencia.

—La verdad, Dietrich, no recuerdo.

—Papá le dijo a mamá…

—¡Basta, Dietrich!

Consiguió que se callara, pero con los ojos picaros el muñeco Dietrich preparaba una nueva intervención que mantenía alerta a su hermano.

—Es muy tarde, señor Carvalho. La vida de la clínica exige que los dueños demos cierto ejemplo.

—Sólo una cosa más, señor Faber. Tanto al inspector Serrano como a Molinas les he expuesto mis principales puntos de reflexión, las disonancias o concordancias que percibo en este asunto. Coincido con usted en la excepcionalidad del caso Karl Frisch… Ahora tiene sentido otra incoherencia que había captado, la regañina que le dio madame Fedorovna a mistress Simpson… es decir, a su hermana. Pero queda en pie todavía una duda, quizá menor. La noche en que montamos una pequeña juerga, asaltamos la cocina y nos apoderamos de la manzana, cuando nos desarticularon el comando junto al pabellón de los fangos, de pronto apareció mistress Simpson a nuestras espaldas y a nuestras espaldas estaba la puerta del pabellón… Mistress Simpson salía del pabellón a una hora poco lógica.

—¿Está seguro de que salía y no paseaba simplemente por el parque y se sumaba al grupo?

—No. Mantuvimos una cierta tensión y mirábamos a todas partes porque de un momento a otro iba a llegar el guarda jurado, e iba armado. Mistress Simpson salió del pabellón.

—¡Qué raro!, ¿verdad?

—Rarísimo —contestó Hans Faber a la primera cosa coherente que había dicho su hermano—. Pero si recuerda usted la psicología del personaje, no es tan raro. Era una vieja excéntrica.

—Tan excéntrica como su hermana. Lo suficientemente excéntrica como para convivir sin revelar su identidad y para odiarse.

—¿Odiarse?

—No sé si puedo hablar en recíproco. Pero me apuesto algo a que al menos madame Fedorovna odiaba a mistress

Simpson. La miraba como si la quisiera hacer desaparecer.

—Hay hermanos que miran castigadoramente, señor Carvalho. —Dietrich volvía a hablar como un muñeco—: Mi hermano Hans me mira castigadoramente cuando me porto mal y en cambio sería incapaz de pegarme un tiro en la pista de tenis.

Hans Faber estaba cansado de la situación y de su hermano y probablemente de Carvalho. Hizo un incontrolado gesto de fastidio y disolvió la reunión por el procedimiento de marcharse. Quedaron a solas Carvalho y el ventrílocuo. El detective le dio la espalda y cuando estaba llegando a la puerta oyó otra vez la voz de falsete del muñeco roto:

—¿Qué tal, señor Carvalho? ¡Qué magnífico aspecto! ¿Le sienta bien la cura? Pero no debería preguntárselo porque su cara lo dice todo. Le voy a encender una vela para celebrar el triunfo contra sí mismo.

26

Aprovechó la claridad lunar para dar un paseo final por el jardín y se encaminó de nuevo hacia el pabellón de los fangos. Todo lo que había vivido allí dentro había sido posible porque la puerta estaba abierta. Lo seguía estando. Volvió a empujarla apenas con las yemas de los dedos y se le abrió una oscuridad inmediata que se aclaraba a medida que avanzaba hacia el centro radial sobre el que el lucernario dividía en haces la dejadez blanquecina de la luna. Le guiaba un instinto de final y un fragmento de conversación con un masajista que llegaba de la memoria de las primeras experiencias vividas en el balneario: «Hay una galería corta tapiada y una escalera que conduce a un sótano que no se usa; precisamente por ahí llegan las aguas sulfurosas y dicen que hay una mina abierta que llega hasta el centro de la sierra del Algarrobo. Le llaman cerro del Algarrobo, pero no porque haya uno solo, que bien lleno está.»

El masajista hablaba de aquellos extremos semisecretos del balneario con el respeto debido a una relación causa-efecto radicalmente mágica: mágicas las aguas portadoras de salud enviadas desde un oculto designio de la tierra.

«Dicen que esas aguas nacen en los volcanes, en bolsas que quedan enterradas después del estallido de los volcanes. Vaya usted a saber dónde está la bolsa de agua que llega hasta aquí y en qué época estalló el volcán. Hace millones de años. Las aguas un día desaparecerán y entonces este viejo balneario no tendrá razón de existir.»

De nuevo el recuerdo de las ruinas contemporáneas de Kelitea, a pocos kilómetros de Rodas, la estación termal construida por Mussolini con el esplendor colosalista del régimen y de pronto la retirada de las aguas, la primera derrota del fascismo a cargo del sentido oculto, si es que lo tienen, de la naturaleza, la simple ley de lo que nace, se desarrolla y muere. ¿Acaso todo desarrollo no es una extinción? Pero las aguas de El Balneario siguen vivas. Las escucha levemente, más intenso en cambio el goteo de algún grifo mal cerrado, o las aguas condensadas en vapor que desde los techos recuperan con precisión y voluntad de gota su antigua presencia. Ahí están las naves de la derecha, de las mujeres, y de la izquierda, de los hombres. También la nave de servicios y el breve brazo que une la puerta con la fuente, distribuidor, lucernario central, y a espaldas de la fuente la evidencia de la nave tapiada ante la que se detiene Carvalho y acaricia la pared en busca del resorte mágico que la abra, que le enseñe el camino de huida del mayor de los Faber, en su fantasmagórico juego anterior de estar y no estar.

«Eso sólo pasa en las películas de Fu-Manchú.»

No hay resorte o no sabe encontrarlo. La pared tiene una solidez antigua y a no ser que Hans sea inmaterial, gracias a los prodigios dietéticos de su padre, por allí no ha podido pasar el mayor de los Faber. Tampoco por la puerta. Queda por ver el sótano por donde llegan las aguas y hay que buscar la escalera que conduce a él, entre pasos en falso y palpeo de volúmenes húmedos a medida que se aleja del centro radial y sus claridades lunares. Saca una caja de cerillas del bolsillo y aprovecha el tiempo de cada iluminación para eliminar posibilidades de encontrar la escalera, y por fin aparece, al final de una habitación cerrada de azulejos verdes, con cinco duchas en cada una de sus paredes laterales. La baranda de la escalera es de viejo hierro forjado, como si fuera una cuerda áspera y fría que avisara al usuario de la necesidad de bajar con tiento por los peldaños flotantes de hierro humedecido. Las pisadas de Carvalho levantan sonoras paletadas de metal hasta que los pies llegan al piso del sótano y las cerillas ofrecen su textura de habitación vacía por cuyo centro circula una acequia semillena de aguas vaporosas que vienen de la oscuridad y van hacia un depósito que las distribuirá por la retícula de acequias enhebrantes de las habitaciones superiores. Las cerillas queman los dedos de Carvalho y toda posibilidad de encontrar otra puerta en la pared. No hay otra salida que una entrada: la bovedilla de metro y más de altura, de la que vienen las aguas por una mina rumorosa que tal vez, tal vez proceda del corazón de la sierra del Algarrobo. Pero la memoria auditiva de Carvalho le reproduce el sonido de las recientes pisadas escuchadas sobre un fondo de agua, pisadas chapoteantes que han dejado humedecidos los zapatos y los bajos del pantalón de Hans Faber. En ninguna zona de la habitación superior había la suficiente agua encharcada como para provocar tales mojaduras, y Carvalho deduce que Hans Faber ha chapoteado por la acequia de aguas sulfurosas. Y no por capricho. Mete la cabeza Carvalho bajo la entrada de la bovedilla, luego casi medio cuerpo y finalmente introduce los pies en el agua para poder cobijar el cuerpo bajo la bóveda, encender otra cerilla y comprobar que apenas tiene tres metros de longitud y que luego se abre una boca negra de montaña sulfurosa que le llena la nariz de noche de pólvora silenciada. Tiene miedo a la oscuridad final del fondo de aquella mina, pero Hans Faber no ha tenido otro camino de salida y avanza con el cuerpo inclinado, pateando el agua que se queja, y llega al final de la bóveda, donde ilumina el camino que le espera. De pronto se levanta el techo hasta una altura que la luz de las cerillas no le ayudan a encontrar; prosigue la acequia central su camino hacia lo desconocido, pero a un lado suben escalones que llevan hasta una puerta de metal. O adentrarse en las profundidades de la montaña en busca de las fuentes telúricas del agua o acogerse a la propuesta de una escalera y una puerta construidas por el hombre. Sube los escalones y llega ante el nuevo enigma de la puerta. Le basta hurgar con las uñas en el límite del metal contra la pared y despega la chapa de metal, que chirría sobre sus goznes ofreciéndole un nuevo espacio lleno de oscuridad. Lentamente retorna el silencio. La breve iluminación de otra cerilla le permite captar una alargada nave, similar a las que están en uso al otro lado de la pared que la separa del conjunto del pabellón. Allí está la pared tapiadora, pero para llegar a ella hay que sortear una completa exposición de cajones cuidadosamente alineados y componiendo un pequeño laberinto de metro y medio de altura. La habitación no tiene ventanas al exterior y por eso necesita algún punto de luz que no es otro que un ojo de buey cenital encendido desde un conmutador adosado a la pared. Hecha la luz, hecha la lógica. Todo adquiere sentido: la pared que mutila el pabellón, el carácter de almacén de la nave prohibida y, al otro extremo, escaleras descendientes que van a parar, por debajo del nivel del suelo, a otra puerta tan metálica y enigmática como las anteriores. Tanto misterio para guardar unos simples cajones metálicos. Pero esos cajones no han podido llegar por el complicado recorrido de la acequia, la bóveda, la mina excavada en la roca. Tampoco por la escalera que ultima la nave cegada. Esas cajas entraron aquí antes de dejarlas secuestradas y alejadas de la vida normativa del balneario, antes de tapiar la nave. Están cerradas por candados eficientes, diríase que repuestos no hace mucho tiempo. Tal vez aquí estén las fórmulas secretas del nigromántico padre de los Faber, de ese Nostradamus suizo que revolucionó la dietética moderna y enseñó a comer y a diagnosticar al mismísimo doctor Noorden de Viena. Tan largo viaje necesita el premio de la comprobación y Carvalho ensaya con su llavero maestro la fidelidad de los candados al secreto encargado. Resisten todas las pruebas y Carvalho busca algún objeto con el que hacer palanca y poder saltar la barra de hierro que traba el candado. En un rincón encuentra una barra de hierro descerrajada y primero trata de localizar la caja abierta a la que pertenecía para comprobar con una muestra el interés de la búsqueda. La caja juega al escondite, confiada en la fatiga visual de Carvalho ante tanta repetición de módulos cúbicos de metal verde, pero finalmente aparece, como una mella de seguridad en la dentadura completa del hermetismo de sus hermanas. La abre y surge el alma oculta de papeles amarillos, apilados con un cuidado antiguo, olorosos a humedades rancias, pero íntegros en sus letras alemanas, en sus firmas de jefes militares y políticos, la Wehrmatch, las SS, Waffen Sturmbrigade Belarus, Waffen-Grenadier-Division der SS-Russische n.° 2, Gauleiter Kube, General Kommissar Kurt von Gottberg, Einsatzgruppen B, Einsatzgruppen A, Vorkommando, Amt/Ausland, Abwehr, Geheime Staastspolizei, Kriminalpolizei, Sicherheitsdie-enst, Obersturmbannführer Friedrich Buchardt, Reinhard Gehlen… sólo los nombres tenían capacidad de reclamo sobre el extenso limbo de redacciones en alemán, signos del poder político y militar… sólo los nombres, pero eran suficientes para, en compañía de las fechas situadas entre 1941 y 1944, dar sentido al contenido de aquel archivo oculto de cosas sucedidas cuarenta años atrás. Carvalho utilizó la barra de hierro para forzar otras dos cajas. Documentos. Nombres, cargos, localidades, una nomenclatura de amenazas condicionadas por las fechas de una tragedia y por la agresividad que su imaginación visual ponía al servicio de la gesticulación y las voces del Ejército alemán de ocupación, tal como lo había visto en películas y documentales. Probó otra caja y en lugar de papeles oficiales aparecieron cantos rodados de río y viejas bolas de viejos papeles de periódicos amarilleantes y semipodridas, según pudo comprobar cuando las desarrugó en busca de noticias sumergidas desde hacía muchos años. Eran papeles de periódicos españoles fechados en 1949. Francos amarillos inaugurando cosas amarillas. Frases amarillas prometiendo lealtades amarillas. Fervores amarillos sepultados en olvidos amarillos. Los documentos admitían fechas hasta 1945; en cambio las inútiles bolas de periódico habían sido cuidadosamente arrugadas y sepultadas todas en 1949. Carvalho estaba cansado de tensiones y misterios y lo notó cuando tuvo necesidad de recostarse contra las cajas, dejar de mirar, dejar de oír y recuperar su propia conciencia cerrando los ojos. A la tensión muscular sucedió un relax incontrolado, sensación de sueño, de abandono de todos los esfínteres del alma. Poco a poco recuperó una paulatina sensación de urgencia: debía salir de allí, bien volviendo hacia atrás, bien persiguiendo más allá de la nueva puerta las nuevas sorpresas que le reservaba el balneario.

«Volveré mañana.»

¿Pero habría un mañana propicio en aquella orgía de historia y sangre? Se mentalizó para seguir adelante, esta vez conservando la barra de hierro en una mano, y ultimó la nave para detenerse ante los escalones descendientes y repensar por última vez el sentido de su tozudez. Por fin sus piernas decidieron antes que su cerebro y trotaron sobre los escalones hasta llegar al descansillo final, frente a frente a la puerta situada otra vez por debajo del nivel del suelo. Simplemente estaba entornada, denunciando la reciente escapada de Hans Faber, y la abrió para entrar en otro pasillo oscuro aunque un interruptor visto a su izquierda lo convirtió en un callejón nocturno, rectangular, mal iluminado, pero lo suficiente para que lo recorriera ayudándose de las manos regularmente apoyadas en paredes rezumantes de humedad. De nuevo la tensión y la esperanza de acabar cuanto antes se apoderaron más de sus piernas que de su cerebro y acabó el recorrido casi corriendo, desorientado sobre la ruta que había realizado bajo el suelo del parque. El pasillo culminaba en unos escalones que ascendían hasta otra puerta, pero esta vez no era metálica, sino de madera, bien trabajada, con las carnes lisas pintadas de esmalte blanco, un color de clínica que anunciaba que estaba en la frontera del retorno al universo convencional del balneario. Un nuevo miedo sustituyó al terror del minero o del espeleólogo que le había azuzado durante el recorrido clandestino. Era el miedo al encuentro con la normalidad. El miedo a que la normalidad denunciara, en cualquier forma, su condición de furtivo ladrón de secretos que no le pertenecían. Se temía un coro de dedos acusadores esperándole más allá de la puerta, señalando no sólo su culpa, sino la gravedad de un descubrimiento que complicaba aún más el misterio ensimismado de Faber and Faber. Podía volver atrás, desandar lo andado y salir de nuevo al jardín por la puerta del pabellón, sin mancha de espía rastreador de laberintos sumergidos. Tenía que elegir entre dos miedos, dos tensiones. El retorno a profundidades prohibidas o la salida a la superficie agredida por su búsqueda. Y se decidió por lo más inmediato. Por la distancia más corta hacia una normalidad que necesitaba después de la sobrecarga de sorpresas. Subió los escalones y abrió la puerta, brevemente, hacia sí. Tardó en reconocer el lugar de arribada, tal vez porque la inmediatez de un biombo blanco le impidió la perspectiva total de la sala, perspectiva que sólo conseguiría si abría más la puerta y arriesgaba la cabeza y sus cinco sentidos en busca de la nueva realidad. Se detuvo a la espera de alguna imagen o sonido que delatara la posibilidad de alguna presencia objetivamente amenazante. El silencio total del balneario nocturno no tenía otros ruidos que el de los grillos y era un sonido también de luz blanca eléctrica que revelaba todas las posibles presencias de aquella habitación de llegada. Se decidió pues a abrir más la puerta, a jugarse aún más la cabeza, y la estancia fue cobrando sentido total. El esmalte blanco de las paredes. Las enmarcadas reproducciones de paisajes del valle del Sangre. Una estantería con libros que había visto más de una vez, dos, tres. Él había estado en esta habitación y había visto esta camilla arrinconada junto a un aparato de rayos equis que jamás o casi jamás se utilizaba.

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