El Balneario (30 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

BOOK: El Balneario
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—Mira, el detective. Muy complacido de haberle conocido y ya sabe dónde me tiene. Me ha de enseñar un día sus trucos, porque este oficio de político es el oficio menos seguro que existe y quién sabe.

—La operación de esta mañana ha sido de una coordinación perfecta.

—Cierto, estaba todo perfectamente estudiado. No se ha dejado nada a la improvisación. Es una prueba más de que España está llegando a la plena modernidad.

Tenía prisa el subdirector de Orden Público y sus protectores le flanquearon para que no se repitieran intromisiones como la de Carvalho. Se quedó solo el detective, a unos metros de la soledad de Gastein, a lo lejos el rumoroso hervor de los acontecimientos preparados para la gran fiesta, recién llegado Juanito de Utrera,
el Niño Camaleón
, y su guitarrista y la orquesta Tutti Frutti, que iba a melodiar la segunda parte de la velada con un repertorio de canción nostálgica y
salsa
bailarina. Fue entonces cuando se abrió la puerta y en el marco quedó la silueta de Gastein, que avanzó hacia Carvalho sin verlo, hasta que estuvo a medio metro de distancia y entonces recuperó la mirada exterior y la sonrisa.

—Usted… Como un buitre a la espera de la carroña.

—Termino lo que empiezo.

—Déjeme coordinar las pocas ideas que me quedan y dentro de media hora le espero en mi consultorio.

Se fue Gastein con su caminar exhibicionista de siempre y era ahora Serrano el que ocupaba la puerta con un cigarrillo cansado entre los dedos y los ojos tapiados por los párpados llenos de insomnio. Carvalho se le acercó y le siguió cuando el inspector le dio la espalda y regresó a la habitación con paso lento.

—Id recogiéndolo todo. Esto se ha acabado.

Mientras el segundo inspector y la mecanógrafa cumplían sus órdenes, Serrano se sentó sobre el tablero de la mesa y observó a Carvalho como midiéndole, midiendo sus méritos para concederle la que iba a ser su última audiencia.

—¿Ya se ha ganado la minuta, huelebraguetas?

—Creo que sí. Dentro de un orden. Dentro del ritmo moderado de actuación que impone el régimen alimentario que aquí llevamos.

—Labia no le falta. Los detectives privados de las películas y las novelas suelen ser poco locuaces. Usted es un orador.

Y siguió estudiándole con un ojo, mientras con el otro vigilaba los movimientos de sus subalternos.

—¿Ya está?

—Ya está.

Se puso en pie y se quedó mirando a Carvalho desde una íntima satisfacción.

—No le voy a contar nada. Para coger peces hay que mojarse el culo. Soy un funcionario público y no tengo por qué facilitar las cosas a un mercenario.

—No necesito que me las facilite.

—Entonces, ¿qué hace aquí?

—Venía a despedirme.

—Adiós muy buenas. Esto se ha terminado. Se sepa lo que se sepa, a mí ya no me interesa. Me destinan otra vez a lo mío y en Madrid. Más no se puede pedir.

—¿Es un premio a lo que ha sabido o a lo que se calla?

Pasó a su lado y ya en la puerta se llevó la mano a la posición teórica de los testículos y dijo a manera de mutis final:

—Es un premio a lo que me sale de los cojones.

30

—Mañana ya podremos salir de aquí.

—Lo sé. He cursado yo las instrucciones.

—¿Lo del baile ha sido idea suya?

—También. Lo he dispuesto todo esta mañana, a primera hora.

Apenas si hay luz en el consultorio. Apagada la central,

Gastein ha sofocado con su bata la luz de la lámpara de mesa y su busto cobra aspecto de pitonisa convocante de la luminosidad opaca de la bola de cristal.

—¿Se va a marchar usted mañana mismo?

—Sí. Ya he hecho el análisis de comprobación. Mañana tendré los resultados.

—No habrá hecho el período de readaptación. Puede ser peligroso. Debería quedarse en la clínica dos días más.

Carvalho abrió los brazos en un gesto de imposibilidad. Gastein se resignó, tiró de un cajón y sacó un papel que le tendió.

—Tenga, es un sistema de readaptación por su cuenta. Yoghourts. Quesos frescos. Verduras muy cocidas. El estómago tiene que reencontrar su función. Y siga bebiendo casi la misma cantidad de agua que bebía aquí.

La consulta ha terminado. Gastein se pasa la mano por la cara y la retira llena de sonrisa. En su rostro sólo hay ahora preocupación.

—Yo también me voy mañana. Hemos convenido con Fresnedo y Serrano que me someta a un interrogatorio convencional con un juez instructor. En el transcurso de ese interrogatorio seré detenido y retenido sin fianza. Al menos durante algunos días. Luego se me dará la libertad bajo fianza y ya está.

—Con el tiempo el expediente se acumulará y se sobreseirá por falta de pruebas.

—Ya podría sobreseírse ahora. No hay ninguna prueba. Pero hay, al parecer, obviedades.

—Usted sabe todo lo que ha sucedido.

—Todo no, pero casi todo. En cualquier caso el señor Faber le pagará sus honorarios a poco que demuestre habilidad para hacer un informe coherente.

—Hay una cadena lógica en los tres crímenes. Dentro de la lógica a la que yo puedo llegar sin saber todo lo necesario sobre el archivo secreto. Mistress Simpson vuelve a reclamar parte de ese archivo o algo complementario. Madame Fedorovna ha preparado un sicario, Karl Frisch, para que la elimine. El cadáver de Von Trotta sobra un poco, tal vez este hombre sobró un poco toda la vida. Pero quizá fue un desliz de Karl o una asignatura pendiente de madame Fedorovna. Hasta aquí todo cuadra. Pero luego matan a Frisch fuera del balneario y a Faber dentro. Es entonces cuando todos se vuelven hacia usted.

—Y me miran las manos.

Gastein le tendió sus bonitas manos blancas, pulimentadas, transparentes, fuertes.

—Y las tengo sensatamente limpias. Le voy a contar toda la historia, todo lo que sé de esta historia, y le digo para empezar que yo asumo voluntariamente el papel de sospechoso para concluirla, no porque me guste o lo sea realmente. Con la sospecha de mi culpabilidad termina un embrollo ambiguo, que me ha dado muchas preocupaciones, pero también casi todas las satisfacciones que he recibido a lo largo de cuarenta años de mi vida.

Carvalho se sentó en la penumbra enfrentada a la de Gastein.

—Puede perderse la actuación del
Niño Camaleón
.

—Lo resistiré.

—Es una historia larga que comienza hace más de cuarenta años. A los pocos días de hundirse el frente alemán, tanto en el este como en el oeste y empezar la carrera de rusos y americanos para llegar los primeros a Berlín. Suiza era una isla. Casi siempre ha sido una isla. Nuestra historia moderna carece de interés, pero hemos estado en la platea de la historia de Europa y conocemos el precio que hay que pagar por vivir una historia interesante. No vale la pena. Yo era entonces un recién graduado en medicina, especialidad dietética, muy inclinado al naturismo y colaborador casi desinteresado del padre de los Faber. Creo que el otro día Hans le habló mucho de su padre. Era un tipo notable a casi todos los niveles menos a uno, y grave. No registraba realidad, no servía para vivir. Servía para investigar y elaborar teoría médica. Pero no para vivir. Era demasiado dogmático, rígido, moralista, y todo lo que tenía de admirable como profesor o médico, lo tenía de nefasto como padre y esposo. Sus hijos fueron sus víctimas predilectas. Hans vivió siempre acomplejado por no estar a la altura de su padre y Dietrich ya ni se lo planteó. Asumió su papel de necio simpático y algo irresponsable, del que nada podía esperarse. Yo en cambio era un ejemplo constante en boca del viejo. El joven investigador tenaz y brillante, frente a su apocado hijo que ni siquiera podía aprobar un curso completo de medicina. Hans y yo éramos amigos, teníamos ciertas afinidades adolescentes, pero era yo el llamado a ser sucesor de su padre. ¿Sucesor? ¿De qué? Él apenas si conseguía ganarse la vida y el tiempo para seguir investigando. Había tratado de montar consultorios privados, clínicas… inútilmente. No tenía sentido práctico. Teníamos Hans y yo veintipocos años. Dietrich unos cuantos menos; aún creo recordarle entonces, en 1945, con pantalones de golf, unos pantalones bombachos que los muchachos de mi tiempo llevaban hasta que terminaban la adolescencia. Hans y yo éramos unos hombres ya, compartíamos igualmente la relación con el viejo, ideas anarquistas, muy equívocas, y una voluntad de reafirmación individual, de que se nos reconociera, él frente a su padre, yo frente a todo y a todos. Al fin y al cabo Hans entonces ya era el hijo del doctor Faber, yo ni siquiera era Gastein. Terminaba la guerra y empezaba un nuevo mundo. Eso hasta en Suiza se olía. Habían terminado los años de aventura, años en los que fue posible cambiar el mundo mediante revoluciones de uno u otro signo. Empezaba la edad del hielo, de la hibernación de toda fiebre de cambio, del aplazamiento de todas las causas, de la guerra de trincheras, del empate, del empate histórico. Llegarían tiempos de real individualismo en el que la regla tanto tienes, tanto vales sería la dominante y yo no quería ser un pionero del naturismo, ridiculizado por los santones de la medicina tradicional y alimentado con las suculentas y sanas raíces de la tierra. Y llegaron ellos como caídos del cielo. Llegaron ellas como caídas del cielo.

—Las hermanas Ostrovsky.

—Sí, ellas, pero no se hacían llamar Ostrovsky. En teoría eran el señor Von Trotta y su esposa y una hermana. Eran polacas, decían, pero de la Prusia polaca, y habían conseguido traspasar la frontera desde Alemania huyendo de la suerte y de las miserias de la guerra. Eran mayores que nosotros, unos diez años. Y además tenían esa fuerza de los animales supervivientes que han pasado por las más terribles pruebas y llegan de pronto a una Suiza que sólo había ayudado a esquiar a los esquiadores capaces de evadirse de la guerra y a almacenar riquezas en sus bancos seguros. Eran hermosísimas, fuertes, generosas. Nos enamoramos de ellas y ni siquiera Von Trotta fue un obstáculo para que fueran nuestras amantes, no digamos ya Tatiana, que no era nada suyo, sino su propia mujer Catalina, algo espléndido, estimulante o quizá me lo parecía a mí entonces, un casi virgen joven médico al que le regalan el quehacer de un amante insaciable. Llegamos a ser inseparables los cinco, Von Trotta incluido, y supimos de nosotros mucho más que nosotros mismos y, desde luego, mucho más que de nosotros de ellas. Hans y yo queríamos convertir todo el saber científico de su padre y el mío propio en un negocio. Intuíamos que la gente volvería a preocuparse por sí misma después de veinte años de preocuparse por la historia, intuíamos esos tiempos de narcisismo que estallaron plenamente en los años sesenta. Ante todo, montar una gran instalación clínica en Suiza a la sombra del prestigio de Faber y sentar las bases de una multinacional de la salud naturista. Hans pone la gestión, yo el ascendiente sobre su padre y mis conocimientos científicos, pero ¿quién pone el dinero? Fue entonces cuando Tatiana, es decir, mistress Simpson, dio un paso al frente: nosotros.

»Nos conocían mucho y sabían que éramos vagamente anarquistas, tanto quizá como para no serlo y estar en condiciones de aceptar cualquier posibilidad de conducta y destino individuales. Así que se nos confesaron. En realidad eran bielorrusas anticomunistas que habían jugado un papel político en el Gobierno bielorruso que los alemanes crearon durante su ocupación. No sólo eso, sino que habían militado en las SS bielorrusas y en estrecho contacto con los Einsatzgruppen, formaciones móviles especiales organizadas por Himmler encargadas de la liquidación de oficiales comunistas, resistentes, saboteadores, judíos del frente oriental, por un procedimiento extralegal; eran, pues, columnas exterminadoras en las que las hermanas Ostrovsky desempeñaron un papel en los servicios de información. Gracias a ese papel habían conectado con la Abweher, el servicio de espionaje y contraespionaje alemán primero dirigido por Canaris hasta su eliminación. No soy un especialista en el tema, pero las narraciones complementarias de Tatiana y Catalina me quedaron grabadas como sólo quedan grabados los relatos más fascinantes de la infancia, y lo atribuyo precisamente a la naturaleza provinciana de mi imaginación y mi memoria. Y también nombres, nombres que luego nunca he necesitado recordar para nada, como el de Carlomagno y

Guillermo Tell. ¿Qué le dicen a usted apellidos como Gehlen o Wisner?

—¿Frank Wisner?

—Yo lo recuerdo por Wisner a secas.

—Si hablamos de espionaje, hablamos del mismo hombre. Frank Wisner fue el fundador de la Office of Policy and Coordination, OPC, una central de información y de guerra ideológica contra la Unión Soviética.

—Hablamos de la misma persona. Del mismo modo que la ciencia y la tecnología de las potencias vencedoras en la guerra, especialmente Estados Unidos y la URSS, utilizaron el talento y el nivel de investigación de los científicos y técnicos nazis, igual hicieron con sus más hábiles espías y agentes de información. Se estaba preparando la guerra fría y era fundamental contar con agentes provenientes de aquella feroz escuela de antisovietismo que habían sido las SS y también con agentes oriundos de más allá del Telón de Acero, buenos conocedores de los mecanismos económicos, políticos, sociales, psicológicos, culturales de la URSS y sus satélites. Reinhard Gehlen era el hombre que Wisner necesitaba para tejer una red disuasoria del espionaje, a su vez nutrido también por ex nazis.

«Ustedes los españoles tienen un refrán maravilloso: «a caballo regalado, no le mires el dentado». Rusos y norteamericanos utilizaron a ex nazis sin ni siquiera pasarlos por un proceso de depuración ideológica. Wisner no le miró el dentado a Gehlen y lo convirtió en su hombre clave para la construcción de un servicio de espionaje antisoviético, en el momento culminante del estallido de la guerra fría, es decir, hacia 1946 o 1948. Pero me estoy precipitando. Ni le he aclarado quién es Gehlen. Reinhard Gehlen había sido uno de los mejores espías alemanes durante la segunda guerra mundial, el jefe de la Fremde Heere Ost, la sección oriental de información militar, y cuando vio que las cosas iban mal dadas, procuró que le detuvieran las tropas americanas y negoció su rendición en compañía de su equipo de colaboradores y de los inmensos archivos que tenía. Ironías de la historia. Gehlen fue el único general de la Wehrmacht en activo después de la guerra y al frente de un equipo de operaciones… intacto… Luego fue jefe del contraespionaje de la RFA y murió en los años sesenta como un ciudadano respetable. Las guerras, señor Carvalho, sólo las pierden realmente los que mueren o los que no tienen nada que vender o cambiar. Y él tenía mucho que ofrecer a Wisner y entre otras cosas una red importante de bielorrusos colaboracionistas que dentro y fuera de la URSS continuarían pugnando contra el régimen soviético, sobre todo si eran bien pagados, aunque en este tipo de juegos siempre hay idealistas insensatos. Pero a estos acuerdos Gehlen llegaría en 1948, al menos a los acuerdos definitivos; mientras tanto había establecido sus redes propias de supervivencia, redes precarias dentro de la Europa ocupada por los aliados, pero importantes y con futuro en lo que quedaba de la Europa fascista, por ejemplo España y Portugal, para no hablar de los países latinoamericanos que simpatizaban con las potencias del Este por odio a la colonización yanqui. Pues bien, los Von Trotta pasaban por Suiza, camino de España o, mejor dicho, de momento de un puerto de embarque donde cargar una mercancía que mantenían oculta por encargo de Gehlen: la documentación sobre el colaboracionismo de las SS de los bielorrusos y documentación secreta del Gobierno títere. Y algo más que se habían callado: dinero. Mejor aún: oro y joyas. Lingotes de los bancos expoliados y joyas de las familias judías o simplemente nacionalistas que tanto en la URSS como en Polonia habían visto confiscadas sus propiedades. No nos informaron tan crudamente como yo a usted sobre el origen del dinero, pero, ¡en fin!, tanto Hans como yo teníamos suficientes elementos de juicio como para deducirlo, pero no quisimos hacerlo. La oferta era tentadora. Nos ofrecían parte de ese dinero para blanquearlo. Nosotros realizábamos nuestra multinacional, ellos quedaban como socios y la empresa cumpliría trabajos de tapadera de la red Gehlen. De momento ya les ayudábamos trasladando el botín a los sótanos de un viejo almacén que el padre de los Faber destinaba a laboratorio de alimentos dietéticos, y para ello tuvimos que meter en el ajo a Dietrich, encargado por su padre de la vigilancia del almacén para compensar su tendencia a la molicie. No se lo contamos todo, pero no nos dejó ni acabar. Pidió su parte, se la garantizamos y eso fue todo. Creo que desde entonces, es decir, desde 1946, no había vuelto a hablar con Dietrich de todo esto hasta esta tarde, en presencia de Fresnedo y Serrano.

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