Authors: Manuel Vázquez Montalbán
—Porque no somos partidarios de cargar el cuerpo de radiaciones inútiles.
Era la voz de Gastein la que se lo había comentado en alguna visita. Y era la voz de Gastein, porque todo el aventurado recorrido le conducía a Gastein. Le conducía a la sala consultorio de Gastein, en la que emergió como un viajero sorprendido de la redondez de la Tierra. Progresivamente confiado ante la soledad de la habitación, en cambio extrañamente iluminada a aquellas horas de la noche que empezaba a ser madrugada. Extraño que los guardas jurados no hubieran apagado la luz. Extraño que Gastein se hubiera permitido aquella extraña desidia. O tal vez había sido Hans Faber en su veloz paso desde el pasadizo secreto a la sala de video. ¿Por qué había sido precipitado ese paso? ¿Había notado Faber que alguien estaba a sus espaldas en el pabellón? Excesivos enigmas para una sola noche. Atravesó el salón consultorio de Gastein y dejó para mañana lo que ya no podía hacer hoy.
El patriarca doctor Faber, había aplicado en sus hijos sistemas alimentarios consonantes con su filosofía de que la alimentación a base de substancias naturales, principalmente de origen vegetal, era la clave de una buena salud en vida, de una vida larga y feliz, de una muerte en armonía con la ley suprema de la naturaleza: nacer, crecer, morir. Dentro de esa filosofía, la ingestión de alimento fresco tiene importancia capital por cuanto desempeña un importante papel en la transformación, desintoxicación, regulación y regeneración biológicas, tanto en la recuperación genética de las células como en el mejor aprovechamiento del oxígeno. «Lo capital —había escrito el viejo Faber en su Biblia dietética— es el alimento curativo, que compensa de los desastres alimentarios padecidos por el cuerpo, y el alimento protector, que debe atesorar el mayor contenido posible de potencial energético y substancias vitales. Habrá que evitar pues toda clase de desnaturalizaciones, evitación difícil de garantizar en unos tiempos de tierras degeneradas, de uso irracional de insecticidas y de almacenamientos insanos de toda clase de alimentos, para no hablar ya de la alimentación en conserva que destruye valores nutritivos fundamentales y en algunos casos aumenta valores peligrosos como las grasas.» A esta larga cita de Faber, Gastein había añadido por su cuenta la apostilla de que el profético profesor se había ido de este mundo sin poder captar el inmenso daño que había causado la alimentación humana al hombre mismo, al auge de la industria alimentaria construida a partir de la segunda guerra mundial, basada en la consagración de todo lo antinatural: blanqueo, coloración, conservación, desinfección, substancias cancerígenas.
En el resumen de la filosofía del viejo Faber que se suministraba a todo cliente que lo demandara latía una declaración de principios que el patriarca había aplicado en sus hijos para preservarles de una prematura derrota biológica. Sesenta años tomando vegetales crudos, frutos frescos, leches frescas, leches agrias, miel, soja, sésamo, verduras silvestres. No. No había sido la suya ni la alimentación ni la educación de chicos normales. Por ejemplo, en el caso de haber contraído una diarrea, a pesar de los cuidados alimentarios de su progenitor, los chicos Faber habrían experimentado una terapia a todas luces separada de las terapias habituales, fruto de una bárbara medicina químico-farmacéutica. Aconsejaba el viejo Peter que en caso de diarrea el agredido por tan íntima y trasera traición somática recibiera compresas calientes en el vientre durante la noche, también compresas calientes o frías en la espalda y la nuca, masajes del tejido conjuntivo para desviar y eliminar los calambres, recibir una purga compuesta de un litro de manzanilla, dos o tres cucharadas de melaza y treinta gramos de sulfato de magnesio. Y si Feuerbach había llegado a la conclusión de que el hombre es lo que come, afirmación emparentada con la filosofía médica de Esculapio y alimentaria de Aristóteles, los hermanos Faber se habían nutrido de todas las crudezas de este mundo y luego, ya formado su cuerpo y alma, habían llegado a una refinada comida vegetariana, como la tarta de remolacha «que hacía mamá», a la que se había referido, no sin sarcasmo, el menor de los Faber la noche anterior. Y quien dice tarta de remolacha, puede añadir budín de manzanas y sagú, torrijas con ruibarbo, bizcochos de copos de avena, canapés de hongos, albondiguillas de soja, tortillitas de soja, croquetas de arroz con calabacines, patatas con repollo, colinabos estofados, col fermentada, remolachas estofadas. Y para beber, tisanas tan reputadas como la
tisana amarga
, compuesta de ajenjo, centaures menor y cardo santo o hierba bendita, o bien la no menos reputada
tisana carminativa
, de comino, hinojo y anís, indispensable para las flatulencias, como indispensable era la tisana de alquimila para las menstruaciones y la de escaramujo para orinar sin ganas. Y si alguna vez habían padecido insomnio, los chicos Faber tenían el recurso de tomarse o bien tisana de melisa o de azahar o de simple corteza de limón. Y frente a la tentación del alcohol como elixir de escape de las mediocridades cotidianas, zumos de frutas o de hortalizas, enriquecidos o no con licuaciones de vegetales cocidos y singularmente de arroz o cebada y aun de granos de lino. La épica lucha del viejo Faber para dejar de ser un sietemesino se había prolongado en sus hijos para hacer de ellos unidades humanas sanas y de larga duración, a costa de dotarles de una conciencia de marginalidad alimentaria que ellos habían superado en parte gracias a la costumbre, pero también a buscarse relaciones humanas en ámbitos practicantes de la misma filosofía naturista.
Y el resultado de este ingente esfuerzo, de esta prefabricación filosófica impulsada por un incontenible sentido de felicidad y de confianza en las reglas de la naturaleza, en la prolongación de la naturaleza en el mismo hombre, seguía sin embargo siendo frágil. Frágil la vida misma. Allí estaba Hans Faber con los ojos abiertos, las pupilas de vidrio, la boca aplastada contra el suelo y el charco de su propia sangre, los brazos tan muertos como el resto del cuerpo, trazando una patética uve de victoria, abierta hacia el norte de su despacho. Un disparo en el cuello que no le había afectado ninguna arteria, pero otro en el corazón que había sido certero y definitivo. Era la opinión de Gastein, a salvo de que el forense luego decretara otro veredicto. Al lado, Serrano repetía una y otra vez que mañana terminaba aquella pesadilla. Mañana llegarán los americanos. Harán lo que tengan que hacer, y yo habré terminado.
—Cruz y raya. Cruz y raya. Punto final.
Mientras el desconcertado Serrano trazaba en el aire los signos de puntuación que trataban de concluir aquella carnicería, Molinas parecía víctima de un agudo proceso de invalidez y Dietrich Faber, príncipe heredero a todas luces, contemplaba el cadáver de su hermano en la duda de si era un estúpido o la muerte una estupidez, aunque desde la perspectiva de Carvalho el estúpido bien pudiera ser el propio Dietrich, incapaz de concentrarse ni siquiera en la evidencia de que su hermano había sido asesinado.
—Bajo mi responsabilidad, este cadáver ha de permanecer oculto. Faltan pocas horas para que se levante la cuarentena y no vamos a provocar un escándalo histérico.
—¿Cómo se oculta un cadáver para que ocultamente lo examine un forense, para que ocultamente se lo lleven a un depósito de cadáveres, para que ocultamente pase ante los periodistas que nos sitian?… Y luego ocultamente enterrarse, ocultamente comunicar que se ha muerto… ¿de qué?
Pero Serrano estaba demasiado nervioso para atender a Carvalho como se debía y se fue a por él con la barbilla en punta y un deseo en los nudillos blancos de colorearlos contra la cara, a su juicio, demasiado neutra del detective.
—¡No te pases de listo, sabelotodo! Se me han caído cinco cadáveres encima, cinco. Mañana salgo de esta casa y de esta pesadilla y no quiero complicaciones.
Carvalho se encogió de hombros y se fue a por un rincón de la habitación, lejos de la vista y de la capacidad de indignación de un Serrano fuera de sí.
—¿Podernos trasladar el cadáver a una habitación más alejada? —preguntó Molinas, y el deseo del inspector Serrano de decir que sí hubo de contenerse ante la evidencia de que no podía hacerse.
Suspiró entregándose a la fatalidad:
—Déjenlo donde está. Llamaré al forense y trataremos de que no se sepa hasta que el cuerpo esté a punto de salir del balneario. Tú, Paco, ponte en la puerta y no dejes entrar a nadie. Por si acaso, que siempre haya dentro alguno de nosotros vigilando. Vete a saber dónde encuentro yo ahora al forense.
Ahora eran las siete y media de la mañana. Molinas despachaba muy de mañana con el mayor de los Faber, recién terminada el viejo atleta la tabla de gimnasia de todos los días.
—Lo que son las cosas. Uno se acostumbra a todo. Después de la muerte de mistress Simpson iba por esta casa temiendo encontrarme un cadáver o un asesino detrás de cualquier parte. Pero ahora ya estoy hecho a todo y cuando me he metido aquí y he visto al señor Faber en el suelo he sabido inmediatamente que estaba muerto, que le habían asesinado y lo he aceptado como la cosa más natural de este mundo.
—Mañana todo habrá acabado —insistía infantilmente Serrano, y para no irritarle Carvalho se calló su propia reflexión.
¿Qué acabaría mañana? Seguían cinco crímenes impunes, pero Serrano relevaba el caso, tapaba los muertos por el procedimiento empleado por algunos animales para tapar su propia mierda, dando patadas en la tierra para que los cubriese. Aún tenía que cumplir con un mínimo ritual investigador y preguntó sin convicción:
—¿Quién le vio por última vez?
—Yo. Creo que yo. Aunque estaba con su hermano.
—Hombre, el famoso superman del crimen. ¿Y a qué santo le vio usted anoche?
—Tenía que evacuar consultas, como suele decirse.
—¿Evacuar consultas? ¿Usted cree que suele decirse una majadería así? ¿Evacuar consultas?
—Si no le gusta, lo retiro. Pero, en fin, intercambiamos opiniones sobre todo lo sucedido y el señor Faber me contó la historia del origen científico del balneario. Las investigaciones de su padre, un eminente especialista en dietética, muy apreciado por el doctor Noorden de Viena.
—¿Quién es el doctor Noorden de Viena?
—El primer médico convencional que creyó en los procedimientos curativos del viejo Faber. Me habló con mucho entusiasmo de la trayectoria científica de su padre. También hablamos de los crímenes, claro. luego entró aquí el hermano y la conversación se generalizo y se hizo un tanto festiva.
Dietrich Faber le agradeció el adjetivo con una son risa.
—¿Fue usted al encuentro del señor Faber o él solicitó hablar con usted?
—No es tan sencillo. Fue más complejo. En realidad yo descubrí al señor Faber en una vamos a llamarle complicada situación. Traté de aclararme a mí mismo si podía tratarse de una confusión. Charlé con él, me di cuenta de que mi primera impresión era buena y por si acaso luego la ratifiqué.
—¡Por los clavos de Cristo, Carvalho! ¿No podría ser más concreto?
—Ignoro si puedo serlo. Mi cliente ha muerto y mi deber profesional me obliga a reservar determinadas informaciones para hacérselas llegar ante todo a mi cliente.
—¡Pero su cliente está ahí, hecho un fiambre! No me saque de quicio, Carvalho.
—Ante todo pregunto: ¿quién se hace cargo de las responsabilidades contraídas por el señor Faber?
—Yo —exclamó Gastein, antes de que Dietrich se viera obligado a intervenir.
Los ojos risueños del hermano menor agradecieron silenciosamente el gesto de Gastein.
—En este caso mi informe he de presentárselo al doctor Gastein.
—Ni hablar, amigo. Usted me cuenta lo que vio corno dos y dos son cuatro. ¿A qué se refiere cuando dice que vio al señor Faber en una complicada situación?
—Imagínese que le vi bailando por las azoteas o atravesando el río con los zapatos puestos.
—¿Quiere burlarse de mí?
—No.
—Permítame que intervenga, inspector Serrano, pero creo que una entrevista a solas entre el señor Carvalho y yo podría desbloquear la situación. Es muy lógico que él quiera salvar las formas deontológicas de su oficio y que usted quiera saber todo lo que necesite saber para proseguir sus investigaciones… Aunque, al fin y al cabo, usted mañana deja el caso.
—Lo dejo yo, Rafael Serrano Cosculluela, como individuo, como funcionario individuo. Pero no lo deja el Cuerpo. La policía no descansa hasta esclarecer todos los crímenes.
—No lo dudo. Además piense que llegará esa delegación americana y tal vez aporte las pruebas definitivas, las piezas que faltan. ¿Acaso usted, Carvalho, tiene todo el rompecabezas solucionado?
—En absoluto. Al contrario.
—¿Lo ve, inspector? Yo le prometo que le informaré de todo lo que me haya dicho el señor Carvalho que pueda contribuir a desliar este inmenso, trágico lío.
Serrano pegó un manotazo en el aire y les dio la espalda. Gastein salió de la habitación invitando a Carvalho a que le siguiera. Dietrich Faber ni siquiera hizo el ademán de ponerse a su estela. Si Gastein tenía ganas de recibir las revelaciones, lo ocultó suficientemente y precedió a Carvalho hasta su consultorio sin volver la cabeza en busca de un anticipo de la revelación. Producto ejemplar de sus propios criterios alimentarios, la estilizada y fuerte vejez de Gastein caminaba con la armonía estudiada de un adulto orgulloso de su plenitud.
Al llegar a la antesala del consultorio mantuvo una breve conversación disuasoria con la dama nacida en Madrid y criada en Toledo que acudía a Gastein con la consulta de un arrebato de taquicardia.
—Pasaré por su habitación, señora.
Dejó paso a Carvalho y cerró la puerta. Parsimoniosamente fue en busca de un sillón giratorio, se instaló en él con todas sus consecuencias, hasta encontrar el más perfecto gesto de abandono, y con la seriedad de un comerciante consciente de la importancia de la operación instó a Carvalho a que empezara a hablar:
—¿Y bien?
Pero Carvalho no habló. Dejó el centro de la habitación para ir hacia el biombo. Lo replegó sobre sí mismo y dejó al descubierto con toda su blanca inocencia la puerta por la que la noche anterior había llegado desde las entrañas secretas del balneario. Trató de abrirla pero no pudo.
—Está cerrada.
—Siempre está cerrada.
—Anoche no estaba cerrada. Anoche atravesamos esta puerta primero el señor Faber y después yo.