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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

El Balneario (24 page)

BOOK: El Balneario
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—¿Tiene eso algo que ver con lo que ha estado ocurriendo aquí?

—¿Por qué no? Detrás de todo esto debe de haber una estrategia. Un crimen aislado puede ser fruto de un pronto irracional. Cuatro crímenes no. Crímenes provocadores, audaces, con la voluntad de llamar la atención.

Molinas anunció la gravedad de sus futuras revelaciones mediante una geografía facial adecuada: ojos brillantes y entreabiertos, cejas fruncidas, continuo trasiego de saliva, frotamiento de manos y un silencio previo, expectante a su tarea reveladora.

—Bajo mi responsabilidad les informo, consciente de que tengo el deber de darle al doctor Gastein los elementos que le corresponden porque es la verdadera alma del balneario y a usted porque se ha visto implicado profesionalmente por expreso deseo de los señores Faber y de mí mismo.

Gastein se predispuso generosamente a admitir los tributos que Molinas quisiera ofrecerle y Carvalho se minimizó en uno de los sillones del consultorio.

—No sé por dónde empezar. He tomado unas notas y voy a atenerme a ellas. Ante todo, doctor Gastein, he de manifestarle mi asombro ante la cantidad de sorpresas que hoy me he llevado. Personas con las que hemos estado trabajando años y años, codo con codo, no eran exactamente quienes creíamos que eran. Ya sabíamos que mistress Simpson se llamaba en realidad Ana Perschka y era de origen polaco, pero ésa tampoco era toda la verdad. Mistress Simpson se llamó Ana Perschka a partir de 1946, cuando consiguió un visado de entrada en los Estados Unidos, pero su nombre real era Tatiana Ostrovsky, ciudadana de la URSS, residente hasta el final de la segunda guerra mundial en Bielorrusia. Átense los cinturones porque esto no queda así. Nuestra madame Fedorovna tampoco era madame Fedorovna. Se llamaba Catalina Ostrovsky y era hermana de Tatiana. Es decir, para resumir la misma sorpresa: madame Fedorovna y mistress Simpson eran hermanas.

Les dejó tiempo para que digirieran la primera ración de realidad. Viejos fajadores, ni Gastein ni Carvalho parecían especialmente conmovidos y Molinas se creyó invitado a continuar:

—En cuanto a Von Trotta, era realmente alemán. Josef Sigfried Keller su nombre auténtico, oficial de información del Ejército de Hitler y, agárrense, que ahora viene lo bueno, desde 1942 esposo de Catalina Ostrovsky, es decir, de madame Fedorovna. Mantuvieron en secreto ese vínculo al menos durante los veinte años, casi, que colaboraron en los distintos complejos sanitarios de los hermanos Faber. Y en cuanto a Karl Frisch, su nombre auténtico es por el que le conocemos, aunque en la ficha de la Interpol aparece con distintos alias. El más frecuente,
Exterminador
. Es un asesino a sueldo, exmercenario en África…

—«
El Exterminador
, exterminado», dijo para sí Gastein, recordando la leyenda que había aparecido sobre el cadáver del marido de Helen, y como prosiguiendo un razonamiento íntimo preguntó:

—¿Y la señora Frisch?

—No hay tal señora Frisch. Al menos no estaban casados. Ha declarado en Bolinches que se conocieron este invierno en el Caribe durante un crucero y luego él le propuso venir aquí y hacerse pasar por marido y mujer. Pero desconoce totalmente de dónde venía, a qué se dedicaba, quién era.

Molinas parecía esperar las intervenciones de Gastein y Carvalho.

—¿Eso es todo? —preguntó Gastein.

—No. Hay mucho más, pero el señor Fresnedo ha dicho que el asunto está muy enmarañado y que el Departamento de Estado norteamericano, que había interferido los informes de la Interpol, ha solicitado del Gobierno español una reserva de tema mientras reúne nuevos datos y solicita intervenir en un asunto que le afecta directamente… exactamente eso ha dicho, le afecta directamente, ha repetido varias veces el señor Fresnedo.

—¿Del señor Carvalho no hay datos? —preguntó Gastein entre una risa que trataba de contener pero que se le escapaba a borbotones.

—No, pero de otros clientes españoles o extranjeros de la clínica, sí. No revelan nada especial. De Sánchez Bolín hay una ficha política que le describe como miembro del radicalismo esteticista. Es un profesional del izquierdismo ideológico, ha dicho el señor Fresnedo, pero no es peligroso.

—Es un censo incompleto, Molinas. ¿No hay datos reveladores sobre los hermanos Faber?

—¿Y sobre mí? ¿Qué saben ustedes sobre mí? ¿Me llamo realmente Gastein? ¿Soy el verdadero Gastein?

—Le envidio su sentido del humor, doctor.

—Muy bien, me doy por envidiado y es muy halagador. Pero nos han dado una serie de clarificaciones biográficas y una serie de ocultos parentescos que no explican estos crímenes a cuatro esquinas. A no ser que haya por medio la disputa de una herencia.

—Mistress Simpson era riquísima por sus dos o tres matrimonios americanos, pero no por sus propiedades europeas. Era una fugitiva de la segunda guerra mundial.

—¿Fugitiva de quién?

Había sonado por primera vez la voz de Carvalho y Gastein le dirigió una sonrisa admirada y estimuladora.

—Siga, siga pensando en voz alta, señor Carvalho.

—No me gusta pensar en voz alta pero la pregunta tiene sentido. ¿De quién huyó Tatiana Ostrovsky a finales de la segunda guerra mundial? ¿Del Ejército rojo soviético? ¿De su propio pasado? ¿Por qué ocultaron su matrimonio Von Trotta y madame Fedorovna? ¿Qué papel jugaba este balneario en esa historia? ¿Quién contrató a Frisch? ¿Por qué? ¿Para qué?

—Eso sólo lo sabremos cuando los americanos aporten las piezas que faltan.

—Un asesino o varios asesinos andan sueltos por este balneario. Es imposible saber qué han perseguido con tanto crimen, pero es algo que está aquí, algo que puede tocarse con los dedos o no, pero que está aquí. Y lo suficientemente importante como para empezar una carnicería a la desesperada.

—En eso discrepo de usted, señor Carvalho. No tiene por qué ser una carnicería a la desesperada. Le he hablado antes de mi teoría sobre las crisis. Para solucionarlas hay que provocarlas. Alguien ha provocado esta crisis en busca de una solución definitiva.

—¿A qué?

—Esa es la cuestión.

24

El subdirector general de Orden Público quiso recibir a los representantes de los clientes y para todos ellos tuvo palabras de esperanza sobre el final de la pesadilla. Insinuó que el asunto excedía a la capacidad y responsabilidad de las autoridades españolas y les prometió una compensación simbólica, futura pero próxima. Una invitación del Gobierno español para que pasaran unas vacaciones en España en el lugar que más desearan. Escuchó sin pestañear la sugerencia del industrial de Essen de que fueran indemnizados por trastornos psíquicos y por pérdidas económicas, sobre todo los que ya habiendo terminado el período clínico se habían visto obligados a permanecer allí por culpa de los acontecimientos.

—Cada hora que permanezco fuera de mi fábrica pierdo cinco mil marcos.

—Mi Gobierno lo siente mucho, pero no puede dar garantías de este tipo. Es como si ustedes estuvieran veraneando en un país equis y de pronto estallara un terremoto o una revolución. ¿Iban a ser indemnizados?

Tuvo también unos minutos para el propio Carvalho:

—Disculpe mi toma de posición anterior, pero las normas son las normas. He revisado el expediente de usted que estaba en poder de Serrano y es curioso, muy curioso. Es usted un tipo curioso, Carvalho, refleja en sí mismo el dramatismo de nuestro tiempo, ese bandazo del Partido Comunista a la CÍA. Hay mucha tragedia humana en todo eso. Cuando yo era jovencísimo estudiante sentía cierta fascinación por los comunistas, tenían una estatura mítica que les había construido en gran parte el franquismo.

—Tenían estatura, eso es todo.

—No me interprete mal. No estoy diciendo que carecieran de valor histórico. Pero fíjese en usted mismo. Da un bandazo y se hace agente de la CÍA. Hay que encontrar un equilibrio ético, creo yo. Y yo lo he encontrado en la socialdemocracia. Es la tercera vía entre dos barbaries, no le quepa la menor duda. Me interesaría saber qué piensa usted de todo esto; al fin y al cabo es un profesional.

—Mi cliente es El Balneario. Comprenda que yo también tenga derecho a reservarme mis datos.

—Me interesaba más una impresión de conjunto. En pocas horas, detrás de la muralla del séquito, aunque soy muy observador no puedo tener una impresión directa de este ambiente. Y a veces el ambiente es muy importante para comprender las situaciones en profundidad. Le he dicho a éste que se diera una vuelta a ver qué oía y qué veía.

Éste estaba allí y era el chófer de Mieres, el ex campeón de semipesados de Asturias.

—¿Y qué le ha dicho… éste?

—Que aquí hay mucha pela y mucha hipocresía.

—No se equivoca. Es la misma tesis de Serrano.

—Dentro de unos días la pesadilla habrá terminado. Calculo yo que en tres días podrán volver todos a casa, si unos datos que espero llegan puntualmente, según me han prometido. Lo importante en política y en la historia no es soñarla, sino realizarla.

—Apúntese la frase para cualquier mitin de cualquier campaña electoral.

No era mal chico, pero le habían regalado un juguete de estadista y no sabía mirarse al espejo. Hay gente que no sabe mirarse al espejo. ¿Hay alguien que sepa mirarse al espejo? Estaba ya en su habitación y estaba precisamente ante el espejo. Debía de tener el hígado nuevo, pero seguía teniendo la misma cara de mal amigo de sí mismo. El final de la cuarentena coincidiría con el final de su ayuno, luego tres días de aclimatación a la alimentación sólida y otra vez a casa, a los guisos de
Biscuter
, o a los suyos propios o a una peregrinación por restaurantes que había soñado, en busca de platos concretos que se le habían aparecido entre nubes rosas y de un blanco angélico. Lo primero que haría sería dar una vuelta gastronómica a Cataluña, una suicida
Grand Bouffe
que empezaría por la Cerdaña, en el hostal del Boix, en Martinet de Cerdaña; luego Can Borrell, en Meranges; el Bulli, en Rosas; el Cypsele, en Palafrugell; Big Rock, en Playa de Aro; Eldorado Petit, en San Feliu de Guíxols; la Marqueta, en La Bisbal; antiguas y nuevas querencias que sabían a
trinxat
, macarrones al romero,
nouvelle cuisine
perfumada por el Mediterráneo, sepias con habas tiernas, pies de cerdo con caracoles, bacalao al Roquefort, arroces negros. Inevitable el arroz caldoso de la María de Cadaqués o del Peixerot de Vilanova o el de Els Perols de l'Empordá en Barcelona. Pero antes, antes se iría al Hispania y le diría a la señora Paquita: Póngame de desayunar todo lo que pueda cenar en un mes con una cierta desgana, y saltaría como Peter Pan por los cielos en busca de las mesas barcelonesas de Casa Leopoldo o La Odisea o el Botafumeiro o La Dorada o Casa Rodri, en busca de conversación y paisajes gastronómicos suficientes para compensar aquel charco de caldo vegetal que le pudría el cerebro como si fuera solaje de comidas imposibles. Aquella ensalada de angulas con kiwis y jamón de pato. Los crepés de pie de cerdo con alioli y salsa rubia. La dorada horneada entre hierbas mediterráneas y aceitunas negras. Patatas al vapor con caviar y salsa holandesa. Pimientos rellenos de mariscos prietos. Rape al ajo quemado. Ciervo con mermelada de grosellas y camembert frito con mermelada de tomate. Cada vez que abría y cerraba los ojos del cerebro, sonaba un flash hipotético que convertía cada recuerdo en una fotografía y en una promesa. Sentía que volvía a renacer en él un animal sensorial que no está dispuesto a comerse la naturaleza con guantes y pinzas. Había triunfado contra la conspiración de los virtuosos. Había, pues, recuperado la capacidad de proyectar, de futuro, y el mismo clima respiró al anochecer en el salón de televisión donde el grupo de españoles había recuperado vivacidad y lógicamente locuacidad. El coronel disertaba sobre armamento moderno y ponía aquella noche especial empeño en cantar las excelencias de los misiles, especialmente de los misiles aire-aire, en cuya perfección y correcto uso estaba la clave del control de cualquier batalla aérea. Un Sparrow AIM—7, por ejemplo, es una obra humana tan perfecta como la catedral de Burgos o casi. Cada pieza es un prodigio en sí misma y en relación con la pieza inmediata.

—Al igual que Miguel Ángel o quien fuera, el ingeniero de un Sparrow AIM—7 al terminar su obra bien podría darle un golpecillo y gritarle: ¡habla!

Como si la poética propuesta del coronel hubiera sonado a pistoletazo de salida de la locuacidad, salieron y subieron las voces y al rato aquello era una Babel de propósitos y despropósitos, elevadas todas las temperaturas por la euforia de las noticias que se filtraban desde la dirección: definitivamente enfriados los cadáveres habidos y por haber, las puertas del castillo iban a abrirse y el reencuentro con la normalidad aparecía pintado con los mejores colores imaginarios. Todo paciente de El Balneario sale con el propósito de cambiar de hábitos de vida, elevada hacia un cierto grado de ascesis por la pérdida de peso, sea la que sea. Todos salen con las ropas más anchas, las caras más afiladas, los pasos más ligeros y desde esa bonanza prometen perseverar en regímenes y ejercicios físicos que les acercarán al canon interior perfecto con el que cada cual dialoga y conecta, al margen de las apariencias que acepten los demás. Hay quien entró en El Balneario sabiéndose gacela en su fuero interno, pero ballena y gorda a los ojos de los demás, y aunque no perdió los kilos que separan a la gacela de la ballena, sí perdió los suficientes como para creer, engañadamente, que había correspondencia por fin entre la percepción íntima de los límites de su yo-gacela y el aspecto real que ofrecía a los demás. Nunca es así, pero lo cierto es que si la esperanza estuviera en algunas células concretas, de El Balneario se salía con esas células multiplicadas y todos los propósitos de enmienda que permitieran mantenerse al menos tal como se había salido. Los veteranos ex combatientes en otras operaciones de desembarco sabían que iban a vivir momentos compensadores, reencuentros con personas que les mirarían sorprendidas, gozosamente sorprendidas antes de exclamar: ¡tú has adelgazado, y mucho! Ese reconocimiento ajeno valía todo lo que pudiera costar la estancia en El Balneario, más los angustiosos enigmas de las actuales circunstancias, porque en definitiva todo esfuerzo humano conduce al objetivo de ser alto, rico y guapo, sin distinción de sexos, estados o ideologías.

Y a la euforia por la proximidad del final feliz hubo que atribuir un acontecimiento para siempre recordado por los cómplices de aquella noche. No fue el vasco el protagonista, a pesar de que parecía borracho de Agua de Solares. Ni Sullivan, picoteando conversaciones e ironías sobre los escotes de tan poderosas damas. Ni el catalán, que contemplaba el jaleo con la condescendencia de una institutriz. Fue Tomás, el quesero, quien al ser interrogado por Sullivan sobre cuál era su vocación frustrada, tardó en contestar, se miró a los ojos de Amalia y recibió la orden de ser sincero:

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