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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

El Balneario (21 page)

BOOK: El Balneario
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Che cosa fai, Silvana?
 


Niente
.

Carvalho no era de esperar, es más, permanecía lo más próximo posible del despacho de Molinas contabilizando las audiencias con una sonrisa que a los confesantes nada decía pero que el confesor interpretaba como una declaración de principios sobre el destino del hombre y del mundo. Fue el propio Carvalho el que cazó a Serrano cuando asomó la cabeza por la puerta para comprobar que la cola había terminado.

—Falta el vasco.

—Ya sé que falta el vasco —contestó agresivamente Serrano, molesto por la fiscalización de Carvalho.

—También faltan las italianas. Si fuera tan listo como se cree, se habría dado cuenta.

—Estas chicas no cuentan. Crecen y adelgazan por segundos.

El vasco se presentó cuando Serrano ya daba por clausurado el confesionario. Apareció en el final del pasillo con la voluntad dividida en hacer avanzar el pie derecho y retroceder el izquierdo, con el cuerpo bamboleante, como si el cuerpo fuera un animal remolón que le impedía avanzar hacia el despacho del policía. Pero finalmente se decidió a diez metros de distancia y pasó ante Carvalho como un sprinter y se coló en el despacho de Serrano antes de que el detective pudiera comentarle cualquier cosa.

Sí, sí, ya sé que es algo tarde, señor inspector. Me llamo Telmo Duñabeitia, ya me conoce, soy un industrial muy respetado y muy conocido en toda España. No hay mejores contraplacados que los Duñabeitia y vengo a solicitarle que me deje salir cuanto antes. Mire usted, tengo buenos amigos en todas partes y eso ya es un mérito en estos tiempos en que a los vascos se nos mira por encima del hombro por culpa de cuatro exaltados, de los de ETA. No les niego yo cojones a esa gente, ¿eh, señor inspector? No son como otros que te van con una cara por delante y luego te la pegan por detrás. Pero son exaltados y a todos los vascos nos juzgan por el mismo rasero. Yo doy de comer a muchas familias y mi estancia aquí es ruinosa. Además, yo me conozco a mi gente y va a pensar que estoy aquí retenido porque soy vasco, porque se nos tiene manía a los vascos. Yo soy amigo de todo el mundo y me entiendo con todo el mundo. Yo, la verdad, no soy una persona que odie a la policía porque sí. Si usted viene al País Vasco, yo no me paseo por la calle con usted, pero si puedo hacerle un favor, se lo haré. Porque una cosa es respetar el qué dirán y otra el que nos entendamos todos, porque todos somos hijos de madre, todos tenemos dos manos y dos pies. Bueno, todos, todos menos los mancos y los cojos.

21

Que el cadáver de madame Fedorovna apareciera desmoronado sobre la malla asfáltica de la pista de tenis, lado norte, vestido con un ligero pero casto conjunto de campeona femenina de Roland Garros de los años treinta no sorprendió tanto como el que alguien, probablemente el asesino, le hubiera puesto la rejilla de la raqueta sobre la cara, como protegiéndole las facciones de la curiosidad pegajosa de las moscas del lugar o como situando una inútil celosía sobre el orificio de entrada de la bala, en la posición teórica del centro del frontal, mientras que el de salida se situaba en el hoyuelo de la vaguada del cráneo. Esta trayectoria de la bala, de arriba abajo, predispuso la sensata especulación de que o bien madame Fedorovna había sido asesinada por un gigante, dada la suficiente estatura de la dama, o bien el asesino la había obligado a arrodillarse para darle el tiro de gracia en el centro de aquella frente alta, ancha, blanca, llena de nobles pensamientos sobre el zumo de zanahoria y de sanas prevenciones hacia la tortilla de patatas y el jamón serrano. La trayectoria de la bala habría sido un tema de discusión menor en otras circunstancias, pero la frecuencia de la muerte había establecido en el balneario cierta insensibilidad hacia la muerte en sí y en cambio suscitaba reflexiones de experto sobre lo que el coronel Villavicencio llamaba «los pormenores del crimen». Por otra parte, el líder de la colonia alemana, el comerciante de Essen, sacó sus conclusiones y la principal trataba de aliviar radicalmente la tensión expectante de los asilados:

—El primer asesinato afecta a un cliente, es cierto. Pero luego Von Trotta y ahora madame Fedorovna indican que tienen más probabilidades de ser asesinados los miembros del staff que los clientes.

Opinión discutible y por lo tanto discutida por los que le recordaron el cadáver de Karl Frisch, hallado en el extrarradio de Bolinches. Aunque a casi todos los efectos el suizo era un cliente de la comunidad, por el gesto despectivo del comerciante pudo pensarse que al menos él no lo consideraba uno de los suyos y para siempre el cadáver del marido de Helen gravitaría por la galaxia sin patria donde caerse muerto. El simple debate sobre si Frisch era considerado o no miembro de la comunidad planteó el enigma de la desaparición de su esposa, salida del balneario en condición de viuda para exequias convencionales, pero sin que hubiera constancia de su retorno. La sospecha de que la suiza se hubiera beneficiado de un estatuto privilegiado enardeció los ánimos y el cadáver de madame Fedorovna se hubiera quedado a expensas del sol y de las moscas azules si el levantamiento de su cuerpo hubiera dependido de la voluntad de la colonia. Molinas tuvo que hacer de tripas corazón para atender con medio cerebro la evidencia de la muerte de su eficaz colaboradora y con el otro medio la tormenta de reclamaciones sobre la ausencia de Helen Frisch. Ganó tiempo y espacio como pudo, con el cuerpo debilitado por los kilos perdidos en noches de duermevela y días de batallas dialécticas y físicas. Pero no sabía inspirar compasión, llevaba en la mirada de cancerbero el estigma del capataz en horas bajas del negocio y ni siquiera sus lamentaciones, reclamando atención para sus desgracias y responsabilidades, eran atendidas debidamente por los hermanos Faber, definitivamente desbordados por los acontecimientos, especialmente el mayor, el más fuerte y activo, mientras el pequeño, su reducción a escala, permanecía en un silencio observador que no invitaba ni a dirigirle la palabra.

—¿Resumen de la situación? —preguntó Sánchez Bolín a Carvalho cuando le vio entrar en la sauna.

—Juzgue usted mismo. Cuatro muertos.

—Inverosímil. Insisto en que esto es una chapuza. Cuatro muertos ya son un genocidio y obligará a que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas intervenga en el asunto.

—Alguna lógica hay en las muertes de la Simpson, Von

Trotta y ahora madame Fedorovna. El caso de Frisch puede ser rancho aparte.

—Cuando hay tantas muertes en tan pocos metros cuadrados y en una misma unidad de tiempo, ninguno de ellos es caso aparte. ¿Ha observado usted a nuestros compañeros de balneario? Los del aparato directivo han adelgazado, pero los clientes están engordando, creo yo. Tienen el metabolismo desconcertado. ¿El hombre del chandal sigue vivo?

—Sigue vivo.

—Igual resulta que es el asesino.

—Ese ha perdido el interés por el mundo desde el día en que murió Franco.

—A mí me pasa algo parecido. No he perdido el interés por el mundo, pero sí por mi propia historia. Es como si mi propia historia hubiera terminado y desde el pasado me fuera dada la inútil oportunidad de contemplar un futuro que me es ajeno.

—¿No le interesa lo que pasa en este balneario?

—No. Sinceramente no. Esta gente se merece todo lo que les pasa. Habían proclamado el final del drama, el final de la historia y se predisponían a envejecer con dignidad. El narcisismo me revienta.

—Pero usted también es cliente de este balneario.

—Allá cada cual con sus contradicciones.

A Carvalho le ponían nervioso las saunas, pero estaban incluidas en el precio del hospedaje y no quería regalar ni un céntimo a Faber and Faber. Cumplido el uso, recuperó su habitación y sus ropas y se predispuso a hacerse cargo de la situación de los principales protagonistas del desastre. Merodeó como un cazador de imágenes rotas y sorprendió a cada cual fiel a las exigencias del papel. El inspector Serrano se había pasado toda la mañana dando gritos a todo el mundo, incluido a sí mismo, y los Faber and Faber tenían el aspecto de acabar de darse el pésame mutuamente, mientras Molinas recuperaba la calma o la perplejidad, pero sin duda algo recuperaba. Gastein aparecía de vez en cuando por las esquinas interiores o exteriores del balneario, como si quisiera sorprender alguna novedad en el momento de producirse, para luego volver a su consultorio madriguera. El asesino había dado toda clase de facilidades: la bala apareció bajo el cuerpo de madame Fedorovna, el casquillo a poca distancia de la red y la pistola mal disimulada entre las adelfas. Serrano dictaba el informe a la mecanógrafa con voz alicorta y los ojos parpadeantes. Estaba cerebralmente cansado y su mirada buscaba objetos o personas donde poder descansar, dejar aparte el desconcierto que le abrumaba.

—¿Y usted va de turista por la vida? Me parece que la empresa también le ha pedido que investigue.

—¿Necesita ayuda?

—No. Necesito que me releven. En estos momentos está volando hacia aquí un alto funcionario del Ministerio. En cuanto llegue pondré el caso a su disposición yo mismo. No se puede seguir conteniendo a la gente.

—Los hay que siguen tomando el sol. La piscina está llena.

—Sea quien sea el asesino, se ha pasado.

—A la vista del cadáver de madame Fedorovna he pensado que quizá cometí un error. Hace unos días presencié por casualidad aquella disputa entre mistress Simpson y madame Fedorovna. Molinas le quitó importancia y yo le secundé porque no veía ninguna relación entre la vieja excéntrica americana y el ama de llaves rusa.

—¿Y ahora la ve?

—La muerte. La muerte las relaciona. Los gestos, las voces, todo adquiere otro sentido. Madame Fedorovna estaba riñendo a mistress Simpson. En ruso.

—¿Cómo sabe usted que la estaba riñendo?

—Por el tono de voz. Era una situación ilógica y las situaciones ilógicas merecerían más nuestra atención. Para empezar, ¿por qué hablaban en ruso? ¿Por qué buscaban un idioma especial que las situaba en un plano ajeno a cualquier plano condicionado por su presencia en este balneario? En segundo lugar, ¿desde cuándo madame Fedorovna podía reñir airadamente a una cliente?

—Conclusión.

—Aquí nadie es lo que aparenta ser. Ni mistress Simpson, ni madame Fedorovna, ni Von Trotta, ni Karl Frisch.

—¿Y los supervivientes?

—Tampoco. También son sospechosos de no ser lo que aparentan ser. A propósito, ¿qué ha sido de Helen Frisch?

—Por consejo del doctor Gastein está recluida en una residencia hasta que recupere el equilibrio emocional. Allí tendría que estar yo recuperando mi equilibrio emocional. De mi equilibrio emocional no se preocupa nadie.

—Usted ya sabe quiénes eran realmente mistress Simpson, Von Trotta, madame Fedorovna…

—Es posible. Ya le dije que mistress Simpson era de origen polaco, de apellido Perschka.

—¿Y Von Trotta?

—Alemán.

—Pero no era en realidad Von Trotta.

—Al menos no se llamaba Von Trotta, sino Sigfried Keller.

—Y no era profesor de tenis.

—Podía serlo. Había sido campeón del Trofeo Pangermánico de 1941. Consta en su historial.

—Eso quiere decir que tiene usted historiales.

—Son confidenciales e incompletos. Me los han facilitado mis superiores y espero la llegada del funcionario del que le he hablado. Pero no tengo por qué facilitarle las cosas, Carvalho. Usted trabaja habitualmente en solitario, no tiene por qué ponerse a la puerta de mi despacho a la espera de la sopa boba.

—Puede haber más muertes.

Serrano se encogió de hombros.

—No es mi problema. Entre el primer y el segundo muerto algo pudo hacerse o debió hacerse. Después esto ya no hay quien lo pare. Yo no lo voy a parar. Están funcionando todos los ordenadores, todas las terminales de datos de este mundo en busca de la razón de este suceso. ¿Qué puedo hacer yo? Recibir cortésmente a los que vengan a llevarse los restos de lo que quede.

Obedeció la consigna del inspector y salió en busca de una explicación sin más aliados que sus cinco sentidos. Aprovechó un momento de desahogo de Molinas para llevárselo rumbo al cuarto de video e invitarle a que se incluyera en la penumbra casi oscuridad que esperaba el pase de
Petulia
al anochecer.

—Qué bien se está aquí —suspiró Molinas—. Sin voces. Sin líderes. Sin comités. Sin crímenes.

—¿Cuántos años hace que trabaja usted aquí, Molinas?

—Ocho. Ya son años, ya. Empezaron los señores Faber y madame Fedorovna, y el doctor Gastein, naturalmente. Pero en cuanto se complicaron las instalaciones y todo cobró más vida, necesitaron a alguien del país. Hay que tener una mano especial para tratar a los empleados y a los clientes, mano derecha para los empleados y mano izquierda para los clientes.

—¿Von Trotta ya era profesor de tenis cuando usted empezó a trabajar aquí?

—Sí. Pertenecía al equipo original.

—¿Qué tal eran las relaciones entre Von Trotta y madame Fedorovna?

—Buenas. Las mejores que he visto. Se conocían desde hace muchísimos años y había entre ellos una gran amistad.

—¿Con los hermanos Faber también había una gran amistad? ¿Con Gastein?

—Con el mayor de los Faber sí había amistad, aunque no camaradería, ésa es la palabra que refleja el trato de madame Fedorovna y Von Trotta. Gastein es un personaje aparte. Le gusta permanecer al margen, pero es el verdadero dueño y señor de todo esto. En confianza, aquí no se mueve una hoja sin que lo ordene Gastein. Me refiero en circunstancias normales, claro está.

—¿Los Faber son los dueños absolutos?

—Es una sociedad anónima, pero ellos constan como principales accionistas.

—¿Sólo constan?

—Gastein también es accionista. También lo eran madame Fedorovna y Von Trotta.

—¿Von Trotta?

—Sí. Von Trotta.

—Pero si entre los clientes se rumoreaba que estaban a punto de despedirle.

—Se equivocaban. Von Trotta trabajaba por amor al arte. Yo diría que era un hombre rico. Posee una espléndida mansión en Los Monteros que no ha podido pagarse dando clases de tenis.

—¿Madame Fedorovna también era rica?

—A veces lo parecía. Otras no. Le gustaba quejarse pero yo diría que tenía el riñón cubierto.

—Maravilloso. Todos eran ricos, ágiles, dignos, guapos. De pronto llega una aparentemente vieja viuda norteamericana y todo cambia. Se deja o se hace matar y empieza un toma y daca de muerte que hoy por hoy no tiene fin. ¿No le dijo nunca nada madame Fedorovna sobre mistress Simpson?

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