Authors: Manuel Vázquez Montalbán
—Un ensayo. Estoy escribiendo un ensayo.
—Eso es más difícil que una novela, ¿no?
—Según.
—¿Cómo se titula?
—«El idiota orgánico colectivo o el misterio del hombre del chandal.»
Le pareció a Amalia que Sánchez Bolín se la quitaba de encima, y tenía toda la razón. De hecho sólo Amalia y Tomás parecían encariñados con la situación. Al vasco se le caían los negocios perdidos de los bolsillos y de los labios y Sullivan estaba hasta el forro de tanto recochineo sangriento. Los catalanes, Colom a la cabeza, habían enviado un telegrama colectivo al presidente de su Gobierno autónomo, exigiéndole que tomara cartas en el asunto o en su defecto les ofreciera garantías suficientes para no ver lesionados sus intereses. La señora nacida en Madrid pero criada en Toledo sufría por su marido y por el niño gordito, pero especialmente por su marido, que no sabía qué hacer sin ella.
—No sabe ni pedirle una muda limpia al servicio. Tengo que hacer yo de intermediaria.
Algunos cónyuges, no contentos con la información que recibían por medio de los periódicos o la radio o la televisión o las llamadas telefónicas directas de sus parejas, se habían trasladado a Bolinches y conseguían pases de acceso a la finca, siempre en compañía de la escolta de la guardia civil. Hasta Carvalho recibió una llamada de
Biscuter
, que atendió poco y mal porque en el fondo le emocionó. También Charo le dejó el casillero lleno de anuncios de llamadas y finalmente tuvo que telefonearla para darle toda clase de seguridades sobre su suerte en
El Balneario de la Muerte
, título sensacionalista utilizado por
Interviu
, que para siempre ya acompañaría la historia del complejo sanitario de Faber and Faber Hermanos.
—Aquí sólo matan a los extranjeros, Charo.
—¿Me lo juras, Pepe?
—Te lo juro. Los españoles ni contamos.
—Pues no hay para tanto. Al fin y al cabo España ya es Europa.
—Los criminales no se han enterado.
—¿Es verdad que se trata de un ajuste de cuentas entre traficantes de heroína? Lo he leído en
El Periódico
. Y tú… ¿estás bien?, ¿estás guapo? ¿Te sienta bien el régimen?
—Lástima de tanto olor a cadáver.
—¿Cómo tienes el hígado?
—En su sitio. Como un hombre.
—¿Te has hecho otro análisis para ver los progresos?
—Un minuto antes de salir. —¿Y cuándo será eso?
—Aquí hay una fuente de cadáveres inagotable. Como un pozo sin fondo. Quiero quedarme hasta tener la colección completa.
Las llamadas de
Biscuter
y Charo redibujaron en su cerebro el camino de regreso a casa, el contorno de las cosas más propias, pero era cierto que tenía especial empeño en llegar al fondo de aquel misterio desmedido, por un encargo del que ya probablemente ni el propio Molinas se acordaba y por un prurito profesional que le empujaba al menos a saber tanto como el asesino.
—O los asesinos.
Serrano le hizo saber, con su cuentagotas de palabra, que según el examen forense, madame Fedorovna no había sido asesinada en la pista de tenis.
—Pero iba vestida para jugar al tenis.
—A veces se vestía así de buena mañana para jugar un partido antes de que las pistas se ocuparan.
—¿Con quién iba a jugar un partido aquel día? Normalmente se apuntan los nombres de las parejas en un papel que está junto a la recepción para que todos sepan que la pista está ocupada a aquella hora. Si tenía una pareja prescrita, ¿cómo es que no acudió a la cita, donde hubiera encontrado el cadáver y lo hubiera denunciado?
—Su pareja era el señor Faber, el mayor. Ha declarado que se acordó con un cierto retraso de que había contraído el compromiso con madame Fedorovna y cuando corrió hacia la pista ya se encontró el pastel montado. Un jardinero había descubierto el cuerpo de la rusa.
—Pero a madame Fedorovna no la mataron en la pista, dice usted.
—No. Todo fue preparado para que así lo pareciera, pero en realidad la mataron en el camino entre el pabellón de los fangos y la pista. Han quedado restos de sangre en el césped y hay setos maltratados por el arrastre de algo pesado. Además se han encontrado cabellos de la rusa sobre la hierba.
De nuevo el pabellón de los fangos imponía su presencia en aquella historia, como un punto de referencia obligado, tal vez una simple presencia visual al servicio de su propia memoria. Carvalho se despegó de Serrano y se acercó a la ventana que enmarcaba a la perfección las viejas instalaciones, como si fueran un homenaje tridimensional a la obsolescencia.
Don Ricardo Fresnedo Masjuán se presentó en El Balneario con un chófer de Mieres, ex campeón de los semipesados de Asturias, y dos guardaespaldas delgados y jóvenes que inspiraban cierta ternura. Si bien el cargo oficial de don Ricardo tenía una nomenclatura con muchos posibles, su aspecto no era congénitamente prepotente, aunque el titular del cargo y de la anatomía que lo respaldaba recurriera a atávicos trucajes del hombre y de los animales para exagerar la prepotencia: voz engolada y una cierta tendencia a sacar el pecho y dar palmadas en la espalda incluso a personas que le superaban en más de un palmo de estatura. Los que desconocían su biografía, que eran todos, bien pronto fueron componiéndola a partir de las pistas biográficas que don Ricardo iba dejando como Pulgarcito dejaba migas de pan para reconocer el camino de retorno a casa. Podía producirse la falsa impresión de que don Ricardo llevaba un biógrafo en su estela, sin otro oficio que ir apuntando los datos biográficos que dejaba ir como quien no quiere la cosa; pero a simple vista se veía que el tal biógrafo no existía y que era el propio don Ricardo el que se contaba su biografía a sí mismo con el fin de boquiabrir al personal ante la cantidad de cosas que había hecho un hombre que acaba de cumplir los veintisiete años rodeado de compañeros del partido y de nécoras.
—Pues tuve que retrasar algo la salida porque Alfonso, Alfonso Guerra se entiende, se enteró de que yo cumplía veintisiete, veintisiete añitos del ala, y me mandó un libro de un poeta árabe de nombre muy complicado. Yo le telefonee a bote pronto y le dije: Alfonso, gentileza por gentileza, tú te tomas hoy unas nécoras a mi salud, y me fui a Presidencia del Gobierno con una caja de nécoras y la primera botella que encontró ése, que es de Mieres y más bruto que un mechero de pastor. Con Alfonso me une una gran amistad desde que en un encuentro con las Juventudes Socialistas, en las que milito desde 1976, le dije que era un reformista pequeñoburgués y le cayó en gracia, le cayó en gracia el que yo, un mierda de tío que aún se afeitaba poco, le dijera eso. Luego me propuso para responsable de la coordinación entre coordinadores de los movimientos sociales de Madrid y me vio actuar y trabajar duro. En 1978 ya estaba yo a un pie de ser candidato al Congreso, cuando Galeote me cogió por su cuenta y me dijo: Chaval, tú eres muy fresco como para pasarte media vida bostezando en el Congreso; prepárate dentro del equipo de Sanjuán y en cuanto lleguemos al poder tú tienes un puesto seguro en el Ministerio de la Gobernación. Me di un garbeo por la escuela de cuadros del Partido Socialista francés, estudié todo lo que se puede estudiar sobre orden público… porque el orden público, y me quita usted, Severio, la razón…
—Serrano. Me llamo Serrano.
—Perdone, Serrano, me quita la razón si no la tengo, el orden público se aprende mediante la experiencia en cargos de los que depende el orden público. Día a día. ¿Me equivoco o no me equivoco?
—No se equivoca.
—Lástima que a Guerra no le gusten las nécoras, pero en mi honor se tomó dos… dos… ¡dos nécoras de Guerra! A mí el marisco me va muy bien. Alimenta, no engorda, da claridad de ideas y fuerza para el cerebro y el músculo. Soy karateka, aficionado, pero karateka. ¿En qué muerto estamos, inspector Serrano?
—En el cuarto.
—Bien, bien. ¿Este es su equipo de colaboradores?
—No del todo. Francisco Lojendio sí es funcionario del Cuerpo Superior, y Milagros, la secretaria. Los señores Faber son los propietarios de El Balneario…
—¡Faber! ¡La marca de los mejores lapiceros de colores! ¡Un mito de mi infancia! Pero yo tenía que conformarme con los Alpino porque en casa no había perras, no había perras pero sí voluntad de superación, muchos codos, muchos codos remendados, pero con tenacidad… ¿Y este señor?
—El encargado de la clínica.
—¿Y éste?
—Un detective privado que estaba de cliente y fue contratado por los señores Faber.
Arrugó el hocico el joven león de los aparatos del Estado.
—¿Un detective privado? ¿A santo de qué? ¿No nos bastamos nosotros? ¿No cumple el Estado suficientemente el apartado de proteger la seguridad ciudadana? No tengo nada contra usted, señor, pero preferiría que abandonara la reunión. Soy portador de información confidencial y no veo por qué haya de transmitírsela.
Inclinó la cabeza Carvalho y se disponía a marchar cuando fue contenido por un razonamiento alternativo del joven Ricardo:
—Pero, bueno. Aún no ha llegado la hora de las revelaciones y puede quedarse. Tal vez pueda aportar elementos complementarios a la investigación del inspector Serrano.
Escuchó don Ricardo el resumen de lo sucedido de boca de Serrano, que también le tendió un amplio dossier donde estaba el criterio de los acontecimientos.
—Preocupante, muy preocupante —decía don Ricardo ante cada parón respiratorio de Serrano, y cuando el inspector agotó todo lo que sabía o recordaba, con la observación de que madame Fedorovna había sido asesinada lejos del lugar donde fue encontrado el cadáver, el subdirector general de Orden Público miró uno por uno los rostros de los allí presentes por si corroboraban su propia disposición a un preocupado pero autocontrolado pasmo—. Inaudito. Quisiera inspeccionar uno por uno los puntos territoriales donde se han desarrollado los luctuosos acontecimientos.
Molinas abrió la marcha y el séquito recorrió uno por uno los distintos sectores del balneario. No hubo piedra o planta que no merecieran una pregunta situacional de don Ricardo, por lo que fue necesario incorporar al jardinero mayor a la comitiva, seguida a prudente distancia por los dos guardaespaldas y el chófer de Mieres.
—Maravilloso y fascinante que en medio del esplendor de la naturaleza puedan florecer las flores del crimen. Y ese edificio tan gracioso, ¿qué es?
El pabellón de los fangos requirió una compleja explicación sobre la servidumbre del antiguo uso y cómo los señores Faber habían querido respetar una costumbre que formaba parte de la memoria colectiva de toda la comarca que tiene en Bolinches su capital.
—Tradición y revolución, he ahí la clave de toda modernidad. Ésa y no otra es la filosofía del Gobierno socialista. Modernizar España, pero sin cortarle las raíces.
Cuando llegaron a la pista de tenis, don Ricardo no reprimió una exclamación de entusiasmo:
—Excelente. ¿Malla asfáltica, superficie porosa?
—Superficie porosa.
—La más adecuada en defecto de la tierra batida. La malla asfáltica es demasiado dura y perjudica los talones. Practico el tenis; con menor intensidad que el kárate, pero lo practico. Tengo un buen drive pero un revés insuficiente.
Marcó con el brazo el movimiento de revés.
—¿Lo ven? Retrocedo demasiado el brazo y llego tarde a veces a darle a la pelota de lleno. También resitúo mal la muñeca para cambiar de golpe y tiendo a dirigir demasiado la bola; es el defecto de todos los que primero aprendimos a jugar al ping-pong y luego a tenis. Yo fui campeón de ping-pong de un torneo provincial parroquial organizado por la Acción Católica madrileña. Era yo, bueno, una criatura. Bien. Basta de dilaciones. Caballeros, mientras mis acompañantes toman un refrigerio, busquemos un despacho cerrado a cal y canto, un tentempié frugal y hablemos en serio.
Carvalho cruzó una mirada de inteligencia con Molinas y éste estableció un aparte con él en la cola del séquito:
—No acuda a la reunión, pero luego le informaré de lo hablado. A usted y a Gastein. Espéreme en el consultorio de Gastein dentro de dos horas, a no ser que yo le convoque con anterioridad.
Carvalho trató de quemar tiempo ante la pantalla de televisión, que malgastaba los minutos que le quedaban para dar paso al telediario de las tres. Pero se cansó de subproductos y salió al jardín a pesar de la bravura del sol para encaminarse hacia el pabellón de los fangos, aquella arqueología arabizante consciente de su papel de collage anacrónico en el conjunto de tanta modernidad. Dio varias vueltas al pabellón juzgando sus paredes recién encaladas, la cúpula lucernario, los artesonados de madera, los estucados de yeso reproduciendo leyendas del Corán, y ante la puerta creyó recibir una vaharada de complicados conjuros sulfurosos de tierra y barro, el tintineo de todas las humedades de aquel palacio antiguo al servicio de arraigadas higienes. Antes de cumplirse la hora de la cita se dirigió al consultorio de Gastein. Estaba la puerta abierta y abandonado a la anatomía del sillón, detrás de la mesa, estaba Gastein enumerando musarañas que sólo sus ojos veían. Primero acogió a Carvalho como a un intruso, pero al escuchar sus explicaciones sustituyó el recelo por la ironía.
—Bienvenido al banquete de las sobras de la información. Molinas es un gran jefe de protocolo. Por eso le escogí para el cargo entre diez candidatos.
—Pues ha encontrado la horma de su zapato. Ha llegado de Madrid un futuro ministro que es más protocolario que él.
Ironía y cansancio. Más cansancio que ironía, porque Gastein se pasó las manos por la cara y le quedó un rostro simplemente cansado.
—Tal vez las cosas hayan de ser extremadamente complicadas para que puedan volver a ser simples. Sólo tratamos de arreglar lo que está casi destruido o lo que está a punto de destruirnos. Este principio ha sido muy estudiado por los estrategas de la política exterior norteamericana. Es el principio más antimédico que conozco. Los médicos preconizamos prevenir. Los políticos se mueven a sus anchas entre las putrefacciones. Es el mejor momento para pactar. ¿Recuerda usted el talento con el que llevó Kissinger las negociaciones en el Vietnam?
—Hace tanto tiempo…
—No tanto. No tanto. El mundo entero veía aquella escalada de violencia y barbarie y se preguntaba si tenía un límite. Lo tuvo. El momento justo de negociar y lograr la paz. Para solucionar las crisis hay que provocarlas.