El Balneario (28 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

BOOK: El Balneario
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El silencio de Gastein era demasiado duradero para su demostrada capacidad de control.

—He de advertirle que he revelado cuanto descubrí anoche a mi socio en Barcelona.

—Las llamadas telefónicas estaban intervenidas.

—He entregado un mensaje escrito a un empleado del balneario que salía esta mañana hacia Bolinches.

—No sé qué quiere decirme explicándome todas esas precauciones.

—Simplemente, le informo de que he tomado precauciones.

—Hombre precavido vale por dos. Es un refrán muy español, pero luego resulta que ustedes no lo practican. ¿A dónde conduce esa puerta, señor Carvalho?

—Esperaba que usted acabara de explicármelo.

—¿Carece de sentido todo lo que vio?

—Siguen siendo imágenes rotas y además vistas a la difícil luz de mis cerillas o de ese ojo de buey insuficiente para tanto archivo. Porque el contenido de las cajas es un archivo secreto, ¿verdad, doctor Gastein?

Suspiró el médico.

—Sí, es un archivo. Forma parte de la historia de este balneario. De la historia de los Faber. En cierto sentido, de mi historia.

—¿Considera oportuno que informe al inspector Serrano que vi a Faber dentro del pabellón y luego descubrí la ruta que había seguido hasta llegar a este despacho?

—¿Por qué no? Tal vez le desilusione, pero yo mismo insinué al inspector Serrano que el interés demostrado por el Departamento de Estado en este asunto se debe a que conservamos, en lugar seguro, documentos históricos muy importantes.

—¿Y Serrano qué le dijo?

—Que consultaría a sus superiores, pero se desentendió cuando le advertí que los documentos no se referían a nada español, que estaban relacionados con la segunda guerra mundial, con Alemania, con la URSS. Serrano fue muy gracioso. Dijo: ¿La segunda guerra mundial? ¡Uf!, pues no ha pasado tiempo. Todo eso es historia, Gastein. Todo eso es historia.

Se estableció un silencio en la esperanza del uno de que lo rompiera el otro.

—¿Eso es todo?

—Eso es todo, Carvalho.

—Habrá que dar una explicación pública. Cinco muertos no quedarán así como así.

—Analice usted caso por caso. Le diría que muy poca gente en este mundo va a reclamar esos cadáveres. Son personajes residuales de lo que queda de un fragmento de historia, y Karl Frisch era un killer a sueldo. Los killer a sueldo no tienen quien les llore.

—¿Helen?

—Helen no va a abrir la boca. Se lo aseguro.

28

Lo sintomático no fue llegar tarde o temprano, sino en el momento justo en que las dos agujas de cualquier reloj con agujas se pusieron de acuerdo para señalar las nueve. Alguien maneja el cronómetro de los grandes acontecimientos y aquel día a esa hora, cuando las nueve fueron las nueve, la verja de la entrada principal de El Balneario se abrió de par en par y dejó paso a una caravana con aspecto de tener objetivos tan calculados como importantes. No todas las caravanas son iguales. Sobre todo cuando marca el ritmo un coche oficial negro con la bandera española y la matrícula del Parque Móvil Ministerial, seguido de un sedán bicolor con la bandera norteamericana, un camión blindado con aspecto de haber servido para los más distinguidos y sofisticados transportes y dos coches rotundos y repletos de hombres con miradas circulantes por los cuatro puntos cardinales y cierra la comitiva un jeep con policía militar española. Bastaba examinar la aportación española a la expedición para comprender su excepcionalidad. Por ejemplo, los cuatro indígenas de la policía militar sin duda habían sido seleccionados entre lo mejor de la especie. No sólo tenían una estatura a nivel europeo, es decir, de base de equipo de baloncesto, sino que además su estructura atlética y la indudable precisión y gravedad de sus gestos demostraban que eran fruto y tenían conciencia de embajada de la raza. Incluso se había procurado que, si bien no del todo rubios, algo lo fueran todos ellos. Bien cierto es que todas las policías militares del mundo, sean profesionales o no, están imbuidas en su función de escaparate de lo mejor del Ejército y de ser la salvaguardia de su imagen de respetabilidad. La policía militar suele dedicar sus mejores energías a vigilar que el contacto entre los militares y la población civil no suscite embarazosos interrogantes en la conciencia paisana; por ejemplo: ¿para qué sirven los militares? Lo lógico es que en tiempos de paz los militares sean un paisaje tan camuflado de sí mismo como los abetos en las zonas alpinas o los rododendros en los jardines del Hampstead londinense. Por eso la policía militar debía cuidar al máximo la estructura de su ser y estar en el mundo. Porque la simple nomenclatura de policía ya condicionaba una señal de alarma. Si hay policía es que hay que reprimir y si esa policía es militar o bien se dedica a reprimir los excesos militares en relación con los civiles o a los civiles en su exceso con los militares. Pero la palabra exceso, equidistante entre los dos razonamientos opuestos en el vértice, conllevaba una semántica escandalosa que a la fuerza debía suscitar recelo en la población civil. Pues bien, en el contexto de El Balneario la policía militar estaba más allá de este receloso planteamiento. Era la simple presencia de un poder que no quería dejar de estar, aun consciente de no ejercer. Aquellos cuatro aguerridos y autocontrolados soldados eran como los húsares de Alejandra en sus mejores tiempos sirviendo de escolta a lomos de sus caballos blancos a una división blindada de la Werhmacht, o como esos urbanos de gala que en las procesiones ponen su gallardía de jinetes y la gracia de sus penachos blancos al servicio de la Virgen María de turno, real protagonista de la fiesta. En relación con el poder más eficaz y funcional del universo, húsares y urbanos hubieran desentonado, y en cambio aquellos muchachos les sentaban a la comitiva yanqui como una ofrenda de musicales vírgenes de provincias a los deseos e intenciones del señor del Imperio.

Si la patrulla de la policía militar española invitaba a una reflexión sobre su exacto cometido, los restantes comportamientos eran primariamente evidentes. Del coche oficial español descendió el ex campeón de los semipesados de Asturias para abrir la portezuela a Fresnedo, veinticuatro horas más viejo y maduro para el poder. Intentó Fresnedo hacerse dueño de la situación, esperando al pie de los escalones que conducían a la recepción a que los americanos tomaran posiciones. Y las tomaron. Del coche oficial yanqui descendieron dos altos cuarentones con la cabeza bicolor, cana y rubia, y el traje en consonancia. Uno de ellos cumplimentó a Fresnedo y quedó a su vera, dando la cara al despliegue que ordenaba a su compañero de jefaturas. Pero aquél era un verdadero jefe. Sin hacer ni caso de Fresnedo, esperó a que los coches de escolta se desocuparan de sus ocho ocupantes, quietos al lado de la primera portezuela correspondiente a la salida, no firmes, no, pero sí dentro de una tensión controlada y detenida en el cuerpo, no así en los ojos, que seguían empeñados en localizar tribus indias hostiles en los cuatro puntos del horizonte. Detalle no despreciable ya había sido la manera de apearse de los coches, cerrar las portezuelas y provocar ese ruido de portezuela de coche al cerrarse que sólo consiguen los coches norteamericanos. No está demostrado si los departamentos de estudios de motivaciones y programación de las grandes empresas automovilistas norteamericanas investigan por separado el ruido a conseguir por una portezuela sólida al clausurar un coche no menos sólido. Pero ese ruido es uno de los puntos de referencia más determinante del sistema, porque ese ruido es en sí más polisémico que la más polisémica de las palabras. Ese ruido quiere decir: es mi ruido, cierra mi coche, mi coche soy yo, mi coche es el mejor de los coches, aquí me ha traído a mí y se irá sólo conmigo, y toda esta combinación de prodigiosas dependencias y singularidades se conseguía por la potencia de una industria capaz de conseguir un ruido tan sugerente y simbólico como un himno.

Cerradas las portezuelas y alineado el personal, el evidente jefe de la expedición captó con un par de miradas la disponibilidad y prestancia del grupo. Tenía ante sí ocho hombres decididos a todo y cada uno de ellos había recibido instrucciones sobre su cometido. Parecía un equipo de cualquier deporte musculado norteamericano, a la espera de que el árbitro les tirara la pelota, estímulo para descomponer el gesto. Y el árbitro dijo:


Come on
!

Come on
!, es decir, ¡vamos! Pero que nadie se equivoque al tratar de establecer equivalencias entre la precisión de la acción que implica el
come on
! y el ¡vamos! Hay mucha más acción en el
come on
!, porque todo idioma asume en sus significaciones la potencialidad económica, política y social de las gentes que lo han hecho posible y que los instrumentalizan. Aquel
come on
! puso en movimiento a los implicados según el plan memorizado. Cuatro volvieron a subir al coche delantero y los otros cuatro desfilaron en dirección hacia la entrada del balneario, pero al llegar ante Fresnedo y el relaciones públicas de la expedición no hicieron caso de la sonrisa de recepción del subdirector general de Orden Público, ni de la sonrisa de comprensión de su compatriota, sino que se alinearon detrás del líder natural y buscaron el camino de descenso que adentraba en la zona de la piscina, en dirección hacia el pabellón de los fangos. Mientras el quinteto adelantado examinaba hoja de seto por hoja de seto y olía todas las gamas de aire capaces de producir el monte del Algarrobo en afortunada colaboración con el río Sangre, se ponía en movimiento el coche ocupado, abriendo marcha al camión blindado, en seguimiento del camino abierto por el quinteto delantero. La boca de Fresnedo se abría en busca de todas las posibles vocales con que empezar la palabra adecuada: un momento… a ver si… indudablemente yo creo que… una de dos, o…

Sin abandonar la sonrisa de relaciones públicas, el otro líder se despegó de su lado y tras emitir un tajante y sin embargo cariñoso
I'm sorry
siguió a sus compañeros en su inexorable ruta hacia el pabellón. Fresnedo se quedó junto al ex campeón de los semipesados de Asturias y sus dos guardaespaldas delgados y pálidos.

—Pero ¿habéis visto? Van como Pedro por su casa.

—¿Quiere que los caliente, jefe? Todo lo que tienen de altos lo tienen de huecos. Si quiere, jefe, les pego dos hostias.

—He recibido órdenes y debo cumplirlas.

Se dio la vuelta en el instante en que Gastein salía del zaguán de la recepción, esclavo de un ataque de indignación que le había transformado en un ser gesticulante y congestionado.

—Pero ¿qué hacen? ¿Cómo deja actuar a esa gente sin consultarme?

—Mi Gobierno me ha encargado…

—¿Y a mí qué me importa su Gobierno?

Corrió Gastein en pos de la comitiva acorazada y Fresnedo tras él, seguido de sus tres mosqueteros. Llegaron al tiempo en que los coches tomaban posiciones en torno al pabellón y el camión maniobraba para situar su trasero contra la puerta de acceso. Los dos líderes comprobaban algo en un papel, intercambiaban impresiones como dos médicos llamados a consulta y no se dieron por aludidos cuando Gastein se colocó entre ellos y el pabellón hablándoles en inglés en un tono de voz que quería ser mesurado. Sin duda, trataba de decir Gastein, cumplían órdenes y él mismo había pactado con las autoridades españolas la entrega de los archivos allí existentes, pero tal vez sería necesario que él les informara cómo llegar a ellos. La insistencia tenaz del doctor se metió entre los dos hombres como una cuña y acabaron por atenderle con falsa y sonriente dedicación uno, a punto de apartarlo de un empujón el otro. Soltó un suspiro de resignación el más condescendiente y tendió a Gastein los papeles que le entretenían. El uno era una autorización del Gobierno español para hacerse cargo de la custodia del archivo de la Brigada SS Belarus y del Gouvernement of Bileerussie, el otro era un plano trazado a mano, pero suficientemente detallado, de la estructura interior del pabellón, con la cámara cegada incluida y el tabique ocultador señalado con una línea de crucecitas. Mientras Gastein examinaba los dos papeles volvió a ser dueño de sus emociones y de su flema. Sonrió primero, luego rió brevemente y acabó guiñándoles un ojo, componiendo con sus dos dedos el círculo de la más plena de las satisfacciones y escupiendo un OK! con la voz más gangosa que jamás le habría salido al Pato Donald. Los otros se sintieron aceptados y contestaron con el mismo guiño, el mismo signo de la perfección compartida y un OK! festivo que fue una breve mueca hasta que volvió a apoderarse de ellos la obsesión por el trabajo analizar. Gastein desandaba el camino de su agitada caricia, cabizbajo, sonriente, hablando consigo mismo.

—No basta con ser americano. Es preciso ser un caballero.

Se cruzó con Fresnedo y sus mosqueteros y apenas si oyó la información o advertencia que le lanzara el subdirector general de Orden Público:

—Cuando se haya producido el traspaso de documentos, el inspector Serrano y yo quisiéramos hablar con usted.

Gastein tenía ganas de estar solo o al menos de perder de vista un escenario lleno de actores y espectadores, los agentes distribuidos según los puntos estratégicos que dominaban el pabellón de los fangos y la totalidad de la clientela del balneario paralizada en la zona de la piscina, asomada a las terrazas particulares de las habitaciones o en la gran terraza del salón destinado a la ceremonia expiatoria ayunante del caldo vegetal y el zumo de frutas. Eran figurillas en albornoz asistiendo a un desahucio histórico sin saberlo. Aún faltaban por aparecer cuatro comparsas que saltaron de la caja del camión blindado, vestidos con un mono de plástico negro. Las cabezas vestidas con escafandras acristaladas para asomar la mirada. Llevaban en las manos taladradoras eléctricas conectadas por un cordón umbilical a la batería del camión y se metieron en el pabellón siguiendo a los jefes. Dentro del viejo balneario se habían paralizado los gestos, incluso los primeros barros de la mañana parecían haberse secado de repente sobre los hombros, las caderas, las cervicales de la primera clientela, paralizada en sus camastros, mientras crecía el trajín de la brigada, llenando las naves de pisadas contundentes y voces de alerta. Rodearon los seis hombres la estatua de los leones con su niño meante y se fueron a por la pared. Uno de los cosmonautas golpeó la superficie encalada con un martillo de goma y aplicó un contador de vibraciones. Luego dibujó una alta y ancha puerta con un grueso rotulador, se lo guardó y se predispuso ante su dibujo con la taladradora en ristre. Un silbido de reptil eléctrico fue el aviso del estruendo chirriante con el que la taladradora empezó a picotear el contorno de la puerta dibujada hasta convertirla en una silueta ametrallada humeante y polvorienta. De la nube de polvo emergían los otros dos cosmonautas, que se aproximaron al objetivo y le dieron dos secas patadas con sus botas de pie ancho, y el sonido de los ladrillos al partirse y caer sonó como una queja prolongada en el silencio de las naves invadidas. A patadas apartaron los ladrillos amontonados para permitir el asalto a la habitación prohibida y dejar que sus otros dos peones retiraran sistemáticamente los cascotes con las palas desmontables que llevaban colgadas de la cintura. Alguien dio la luz y un viejo masajista se atrevió a llegarse hasta la fuente a ver de cerca lo que acontecía, y así pudo contar luego que más allá del agujero abierto se amontonaban cajas y cajas y casi sin decirse ni pío aquellos tíos, como robots, habían descargado del camión vagonetas ligeras con ruedas de aluminio y las habían utilizado para transportar las cajas desde su oculto sueño al camión blindado.

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