El Balneario (29 page)

Read El Balneario Online

Authors: Manuel Vázquez Montalbán

BOOK: El Balneario
13.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Entre que llegaron, lo marcaron, lo derribaron y empezaron a terminar de cargar, media hora. ¡Cómo trabaja esa gente!

Terminado el trabajo, el jefe amable se acercó a Fresnedo y le tendió un certificado de recepción que el subdirector general firmó con una rúbrica historiada y lenta, envolviendo el nombre y los tres apellidos en una letra pequeña y bien hecha. Mientras tanto las enfermeras y uno de los médicos subalternos habían acondicionado el cadáver de Faber en una camilla dentro del autocar de paseo del balneario y el chófer se puso a la cola de la expedición norteamericana, ya compuesta para la partida. Un muro de cámaras de fotógrafos y periodistas saltarines, con las grabadoras impotentes ante la velocidad de la comitiva, tuvo que desmoronarse a sí mismo ante la implacable velocidad de la caravana. El relaciones públicas de la expedición asomó la cabeza por la ventanilla en el último segundo y sacó un brazo al final del cual la mano ofrecía el círculo del acuerdo en una voz interrogante:

—OK? —gritó a Fresnedo.

Éste se lo devolvió tres veces para asegurarse de que su mensaje llegaba a su destinatario:

—OK! OK! OK!

Pero para entonces el cristal automático de la ventanilla ya estaba elevándose y los americanos habían vuelto a su mutismo o a su conversación, mientras Fresnedo quedaba en la incómoda postura de quien en una estación despide con la aparatosidad del pañuelo blanco en la ni…a alguien que no se da cuenta del detalle.

29

Gastein, Dietrich Faber, Fresnedo, el inspector Serrano y su ayudante, más la mecanógrafa, se encerraron en el despacho que el inspector de policía había ocupado desde el inicio de la investigación, y lo que quedaba del equipo dirigente de El Balneario se dedicó a propagar que a partir del día siguiente se levantaba la cuarentena. Los que quisieran podrían ultimar su cura, los que la hubieran acabado podrían marcharse; en fin, que cada cual volvía a ser dueño de su destino. La dirección quería compensar a los clientes por todos los sinsabores y ofrecía una fiesta aquella noche con buffet libre de agua mineral, con o sin gas, y deliciosos zumos de zanahoria, mezclado con naranja, o de sandía igualmente con naranja; también podrían dedicarse exclusivamente al zumo puro de manzana los no partidarios de las combinaciones. La fiesta estaba abierta al total de la comunidad y como preludio el personal subalterno, hacía unos días tan duramente enfrentado a los residentes, pasó por las habitaciones a su cuidado dejando ramos de flores y una reproducción de El Balneario en relieve, obra maestra de Helios Biermayer, pintor alemán radicado en Bolinches desde hacía varias décadas especializado en reproducir tridimensionalmente los rincones más singulares de la comarca. El asesinato de Hans Faber había sido un secreto bien guardado y bien trasladado a otro lugar y el hecho de que las circunstancias forzaran a un relevo casi total de la clientela castigada por los acontecimientos haría que los clientes llegados a partir de pasado mañana sólo recibieran las sombras de la historia real. Ni siquiera echaron en falta a Hans Faber ni a madame Fedorovna, se decía que prontamente sustituida por una austríaca profesora de danza que hablaba seis idiomas, había sido campeona olímpica de esgrima y era crudívora hasta sus últimas consecuencias. En cuanto al profesor de tenis, casi seguro que podría contarse con un joven tenista local, invencible en los torneos regionales, aunque inseguro en los torneos de alta competición, lo que le había impedido ser una figura de talla nacional e internacional, pero no un excelente profesor y sparring de los veraneantes y residentes más ilustres en toda la zona de la Costa del Fulgor, que empieza en Bolinches y se extiende hasta la almadraba abandonada de Los Califas. La sensación próxima de las puertas abiertas, los vacíos humanos rellenados y el anuncio de la fiesta no conmovieron tanto a Carvalho como el que, de regreso a su habitación, encontrara en la mesa, la de centro, un tazón lleno de compota de manzana. Era el primer alimento sólido que tomaba en dieciocho días y casi se echó a llorar cuando paladeó la primera cucharada de puré, con la emoción del descubrimiento del primer sabor a cargo de aquel primate que dejó de comer cocos y descubrió la cocina. El paladeo de la compota le ocupó un cuarto de hora y tuvo que imponerse a sí mismo salir del éxtasis para recuperar el interés por su propio estatus profesional y por lo que estaba ocurriendo en aquella habitación cerrada. Se relamió los labios, se bebió media botella de agua con una pastilla de Redoxón y se encaminó hacia la recepción para comprobar que la puerta seguía cerrada a cal y canto, extremo formal que la recepcionista llenó de contenido cuando le aseguró que «ellos» seguían dentro y que la cosa iba para largo porque habían solicitado el concurso de un abogado y de un notario, en camino desde Bolinches. A Carvalho le fue imposible una expectación serena ante lo que ocurría dentro del despacho. La clientela se había echado a los pasillos y los españoles se multiplicaban intercambiándose noticias, rumores, comentarios sobre lo visto aquella mañana y sobre las promesas de la libertad anunciada.

—¿Cuándo se marcha usted, Carvalho?

—En cuanto pongan el puente levadizo.

Sánchez Bolín tenía las pupilas llenas de letras y la cabeza de tableteo de máquina de escribir.

—Yo no sé qué hacer. He de probarme el traje que siempre me traigo, la prueba del nueve, le llamo yo. Si me entra, me marcho. Si no me entra, me quedaré otra semana.

—¿Sólo tiene un traje?

—No. Pero es el que me está mejor en las presentaciones. Me dejó muy traumatizado la primera presentación de un libro mío en público. Actuaba como maestro de ceremonias un poeta tan épico como lírico que tocaba la guitarra y recitaba versos a la orilla del oído de las muchachas en flor. Era alto y se creía más guapo de lo que era. La cuestión fue que en lugar de presentarme el libro se dedicó a describirme, como esos malos presentadores de televisión que explican de palabra lo que el espectador va está viendo. Dijo: este hombre gordo, bajo, miope, desaliñado que ustedes están viendo… y luego, más o menos, dejó bien mi libro, pero a mí ya no me importaba eso. Estaba, como se dice ahora con tanto acierto, hecho una braga y me dije que nunca más me dejaría presentar un libro por un presentador más guapo que yo y que siempre iría a las presentaciones de acuerdo con mi propia piel y mi propio traje. Pero si me entra el traje, Carvalho, y no es molestia, usted tiene coche y me haría un gran favor si me dejara en el aeropuerto de Bolinches.

—A su disposición. Aunque no entiendo por qué no se prueba el traje de una vez y se despeja la incógnita.

—Estoy en la fase de estudio y recelo mutuo. El traje y yo nos observamos, y es como la relación entre un jinete inseguro y un caballo casi salvaje, a ver quién jode a quién. Suelo hacer la prueba del traje exactamente a los dieciocho días y se cumplen mañana. Mañana a las once será usted el primero en saberlo.

—¿Vendrá a la fiesta de esta noche?

—¿Qué fiesta?

—La empresa organiza una fiesta para recuperar la paz y la concordia.

—¡Cuan mediocre propósito! A propósito, ¿cómo vamos de cadáveres? Usted es el que me lleva las cuentas.

—Cinco.

—¿Cinco? Yo creía que eran cuatro. ¿No me dirá que se han cargado al hombre del chandal?

—No. A Hans Faber.

—Era un personaje irrelevante y me ponía nervioso cada vez que aparecía en el comedor con esa cantinela de ¡enhorabuena!, ¡ha realizado usted un ayuno perfecto! Y lo del diploma. Yo tengo seis. Pero no me importa el tema. Tanto muerto es inasimilable. Esto no es una situación criminal. Esto es la guerra del Vietnam. Y los de las mudanzas de esta mañana, ¿quiénes eran?

—Americanos. Venían a hacerse cargo de un archivo que El Balneario ha mantenido escondido desde hace cuarenta años.

—¿El tesoro del capitán Kid, las memorias de Franco, la momia de Hitler?

—De todo un poco.

—La gente era más feliz cuando creía en la literatura de aventuras. No tenía por qué vivirlas. ¿Y para qué querían los americanos ese archivo?

—Es el único que faltaba en la colección.

—Lo entiendo pero me asusta. Fíjese usted en la astucia norteamericana. Son los garantes de la contrarrevolución universal, es decir, para ellos pondríamos fin a la historia y se quedarían satisfechos. La controlan y es el momento de terminarla. Pues bien, esa gente antihistórica es la que se está quedando con la memoria cultural y política de la humanidad. Dentro de unas décadas seremos los colonizados perfectos. Pero ¿sabe lo que le digo? Que se jodan los que me sobrevivan. El que atrás venga que arree, como decía mi abuela.

Las señoras no sabían qué ponerse para la fiesta de aquella noche. Parecía increíble, pero la frase seguía en circulación, a pesar de su condición de moneda vieja de comedia de costumbres de don Jacinto Benavente.

—Es que no sé qué ponerme. Yo traía algo apañadito para el día de la salida o por si venía mi marido a verme y nos íbamos a dar una vuelta por Bolinches, ¡pero un baile de disfraces!

Nadie de la dirección había dicho o insinuado que se tratara de un baile de disfraces, pero a la hora justa de difundirse el comunicado la consigna de que se trataba de un baile de disfraces pasaba de boca en boca y los personajes más exóticos del balneario estaban recibiendo honestas proposiciones para prestar sus atuendos a la clientela con más reflejos en las leyes del trueque. Seis asistentas prestaron sus uniformes de trabajo a seis residentes, el jardinero hizo lo propio con su mono convencional, las enfermeras no se hicieron las remolonas y hasta la recepcionista prometió ceder sus auriculares a una de las hermanas alemanas dispuesta a disfrazarse de empleada de teléfonos. Las chicas italianas habían salido de pronto del letargo o de una más elemental sensación de destierro y conmovían la clínica con sus carreras en busca de los elementos que les ayudaran a convertirse en algo menos linfático.

—Oiga, Carvalho —le interpeló el coronel Villavicencio—, ¿es cierto que esos de esta mañana eran americanos y se han llevado todas las fórmulas secretas de Faber and Faber?

—Eran americanos, sí, pero lo que se han llevado es olía cosa. Un archivo histórico que conservaban los Faber…

—¿Masón?

El coronel había achicado los ojos y bajado la voz hasta el susurro.

—Ahora que usted lo dice…

—Masón. Masón. Seguro. Estas cosas vegetarianas y extranjeras huelen a masonería, porque la masonería se protege siempre detrás de los parapetos aparentemente más inocentes, y Norteamérica, esa gran nación, a cuya sombra nos cobijamos los pueblos libres, sólo tiene dos cánceres: los negros y la masonería.

—Es una tesis.

—Mi olfato no me falla.

Tomás quería vestirse de Sancho Panza, pero Amalia se lo había prohibido.

—Se ha adelgazado mucho estos días y tiene que asumirlo, ¿no es verdad, señor Carvalho?

—No voy a ir de Quijote, Amalia.

—Ni lo uno ni lo otro. Disfrázate de faraón egipcio; yo te hago el taparrabos y el sombrero. Té pones a caminar de perfil y ya está.

—Se me verá aún mucho estómago.

—¿Lo ves? Está acomplejado. Fíjese en lo mucho que se le ha rebajado el estómago.

—Que me lo noto, Amalia.

—Tú te lo notas porque eres obseso, pero cualquiera que te vea se da cuenta de que todo lo que tienes es macizo, fuerte, que tú eres algo percherón de nacimiento, pero eso se acepta. No te ha salido esa barriguita que les sale a los delgados cuando envejecen.

—No, eso no.

—¿Y usted de qué se disfrazará?

—De náufraga. Es un disfraz muy bonito que ya he ensayado en otras fiestas. Y muy sencillo. Te mojas el pelo que te cae así, como a los náufragos, y te cubres con un tonel o con un bidón vacío o con una caja de esas industriales de detergentes. ¿Y usted, Carvalho?

—Iré de detective privado.

La llegada del notario y del abogado aumentó el oculto peso de la estancia prohibida, como si el balneario fuera una balanza vertiginosamente decantada hacia aquella habitación, mientras el resto subía como una pompa de jabón etérea llena del aire ligero de la euforia. El vasco pedía a gritos una hacha y permiso para derribar un árbol, pues no se ha visto nunca un
aizkolari
sin hacha y sin tronco. La dirección del balneario le había suministrado un tronquito de acacia superviviente de antiguas talas y una hacha doméstica para hacer astillas, lo que había provocado la cólera del vasco, su indignada proclama de lo mucho que se desconoce en España todo lo vasco.

—¡Ni los niños en Euzkadi jugarían a cortar ramitas con hachuelas de enano canijo! ¡Qué se han creído! ¡Yo quiero una hacha de verdad y un tronco de verdad!

Colom era un experto en disfraces, optante cada año a uno de los tres primeros premios otorgados en el golf de País, pero no había traído consigo ninguno de los de seguro éxito, como el de mayordomo, medalla de plata 1974, o el de gaitero escocés, medalla de bronce de 1981, para no hablar del de gitano húngaro que le había reportado la medalla de oro del 83. Pero sí había traído consigo la imaginación, y encerrado en su habitación trabajaba un proyecto secreto que mantenía en ascuas a toda la comunidad española. En cuanto a los extranjeros, como siempre habían hecho rancho aparte y sólo se había filtrado que una señora suiza, la señora Stiller, se iba a disfrazar de mistress Simpson, con cadáver flotante en la piscina incluido, lo que despertó toda clase de comentarios, incluido el de la falta de tacto y delicadeza, aunque no fuera el más abundante. El que más abundó fue el que ponía en duda que la señora Stiller pudiera o supiera mantener la compostura de un cadáver flotante todo el tiempo requerido para dar verosimilitud a la circunstancia.

—Una cosa es hacerse el muerto por jugar o para tomar el sol fresquita y otra es hacerse el muerto muerto —opinaba la nacida en Madrid y criada en Toledo.

No consiguió entender por qué Carvalho le propuso que se disfrazara precisamente de sí misma, de señora que ha nacido en Madrid pero a la que han criado en Toledo.

—Ya me gustaría, ya, pero eso es muy difícil. Tendría que ser, no sé, muy simbólico y no sé cómo. Yo nací en Madrid, pero mis padres se marcharon del Madrid rojo y me criaron en Toledo. ¿Cómo se disfraza uno de eso? Ay, este hombre te pone el caramelo en la boca y luego resulta que el caramelo lleva el papel puesto.

Dietrich Faber fue el primero en salir. Parecía cansado pero despreocupado. Hubo un cruce de miradas con Carvalho que no sostuvo, aunque se llevó consigo una sonrisa de escepticismo o de suficiencia. Al rato salió Fresnedo, inmediatamente rodeado por sus tres mosqueteros, que le esperaban fuera recostados sobre el coche oficial. Fresnedo iba acompañado del notario y el abogado y en el umbral de la puerta estuvo cuchicheando últimas e inaudibles cosas con Serrano, que volvió a entrar en la habitación y cerró la puerta tras de sí. Ya estaba solo Gastein frente al policía, pensó Carvalho, al tiempo que salía al encuentro de Fresnedo.

Other books

The Hired Girl by Laura Amy Schlitz
Hunting Lila by Sarah Alderson
The Riches of Mercy by C. E. Case
Bound Forever by Ava March
Crime and Punishment by Fyodor Dostoyevsky