El Balneario (13 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

BOOK: El Balneario
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—Me paso todo el día en la habitación escribiendo.

—Se ha perdido una experiencia humana que pocas veces se presenta en la vida.

—Las experiencias humanas prefiero inventármelas.

—¿Escribe de la renta de lo que ha vivido?

—Escribo porque imagino todo lo que no he vivido. Por eso tengo tanta imaginación.

—Ya hay dos cadáveres.

—Intolerable. Ni siquiera las más estúpidas novelas policíacas se permiten hoy día sacar más de un cadáver. Ocurre como con las familias. Casi todas ya son de hijo único. Dos cadáveres sería literariamente casi inverosímil. Ahora bien, en la realidad pasa cada tontería. ¿No han matado todavía al hombre del chandal?

—Quizá sea el próximo.

—Avíseme cuando ocurra, si no le molesta.

Regresó el escritor a su habitación, pero apenas si se dio cuenta Carvalho de su desaparición. Estaba más pendiente del resultado de la brusca marcha de Gastein. El veredicto de la autopsia ya habría llegado y Gastein ya tendría plena certeza de que Von Trotta no se había ahorcado voluntariamente. Las dos personas más aisladas, menos relacionables tanto de la clientela como del personal auxiliar, habían sido eliminadas. De Von Trotta se decía que la dirección no sabía cómo sacárselo de encima. Su parsimonia tenística no era voluntad de elegancia, sino vejez, y habían abundado las quejas de los clientes poco estimulados por el peloteo elegante del viejo. Carvalho escuchaba los comentarios críticos que la selecta clientela dedicaba al personal a su servicio y esos comentarios pasarían por escrito a la dirección, con el propósito de que los incompetentes fueran expulsados. Fruto de la selección de las especies los fuertes dedicaban buena parte de sus energías a la búsqueda de débiles con el afán de exterminarlos, aterrorizados quizá ante la posible solidaridad de los débiles o de los incapaces o ante cualquier elemento de reflexión que pudiera cuestionar las capacidades que les habían convertido en fuertes y elegidos. Carvalho conservaba el pudor proletario de no juzgar demasiado duramente a los perdedores, pero vivía en un mundo de señoritos que practicaban varias veces a lo largo del día el juego de pedirle al cesar que no tuviera piedad con los gladiadores caídos. En cualquier caso, por muchas críticas que hubiera provocado el viejo profesor o por muchos deseos que tuviera la dirección de sacárselo de encima, no parecían motivos suficientes para que bien los clientes, especialmente los ejecutivos de Dusseldorf y Colonia, o la dirección le hubieran estrangulado. Habida cuenta, además, de las mayores facilidades para despedir que la gerencia había conseguido en el último convenio colectivo, pactado en el clima psicológico de una situación límite, según la cual gravitaba sobre los trabajadores de El Balneario la amenaza de un reajuste de plantilla. La dificultad de despedir a Von Trotta, le había revelado el vasco, veterano cliente, a Carvalho, derivaba de haber estado vinculado a la empresa desde sus orígenes, hasta el punto de que se le suponía un lejano parentesco bien con los Faber, bien con la dirección ejecutiva o técnica.

Una hora después, el tiempo que tardaba un vehículo en llegar desde Bolinches por una carretera de curvas, se presentaron en El Balneario cuatro guardas jurados que velarían durante toda la noche por el interior del recinto y el parque, provistos de transmisores de bolsillo. Serrano había propuesto la presencia directa de la guardia civil pero los Faber la consideraban demasiado escandalosa Marchó Carvalho a su habitación excitado y molesto por su condición de testigo pasivo de lo que estaba sucediendo y constató una vez más la tendencia al insomnio que condiciona el ayuno. Y en esta constatación sonó el teléfono y reconoció la voz de Molinas al servicio de una retahila d disculpas previas a la propuesta de que se personara en el despacho de gerencia. Dormía el balneario con los pasillos en penumbra, dormían los racimos de botellas de agua mineral que jalonaban el avance de Carvalho hacia la recepción y del parque penetraba el dominante olor del romero, en competencia con el aroma del perejil que la clínica trataba de echar de sí misma durante las noches. En el despacho le esperaba un Molinas sin afeitar y arrugad y Serrano somnolientamente derrumbado en un sofá, pero con un ojo entreabierto fijo en Carvalho.

—Señor Carvalho, ha sido muy amable, disculpe esta llamada, a estas horas, pero la situación es grave. Muy grave. Obra en nuestro poder el informe forense sobre Von Trotta. Ha muerto por asfixia, sí, pero no ahorcado. Le ha estrangulado.

Contagiada la voz, emitió la última palabra en estado de estrangulamiento.

—No parece sorprendido.

Se le había quitado bruscamente la somnolencia a Serrano y se había puesto en pie de un salto para delimitar un diálogo con Carvalho.

—No tengo una gran experiencia en ahorcados, pero a juzgar por el lugar elegido para colgarse me parece que es el último que habría elegido un ahorcado sincero. Demasiados tubos próximos. El cuerpo casi no podía balancearse.

Dirigió Serrano un dedo a la pechera de Carvalho y le dio varios toques.

—Muy observador. Usted aquí se lo pasa en grande. Le han montado un espectáculo que le va que ni pintado.

—¡Ah! Carvalho, quisiéramos pedirle un favor…

—Yo no.

—No, claro. Es un favor que le piden los hermanos Faber. Usted es un profesional y reúne a la vez condición de cliente de la clínica. Eso le permite contemplar lo que ocurre desde una perspectiva privilegiada y además estar al tanto de lo que se dice, se habla, se hace por parte de los residentes. Quisiéramos encargarle que nos ayudara durante las investigaciones, sin que se notara demasiado. No sé si me entiende.

—Que conste que es un encargo atípico y casi ilegal y del que yo no quiero enterarme.

Carvalho parecía contrariado.

—Comprenda usted, señor Molinas, que yo no puedo aceptar su propuesta teniendo en contra a la policía.

—Yo tampoco he dicho que esté en contra. Yo no quiero enterarme.

—Se darán los pasos necesarios para que la colaboración pueda existir, aunque queda muy claro que la dirección de la investigación está en manos del inspector Serrano.

—¿Se trata de un encargo profesional?

—Indudablemente. Habíamos pensado que podríamos establecer un canje. A cambio de sus servicios, por llamar de alguna manera a su colaboración, considérese usted un invitado de El Balneario.

—Las invitaciones prefiero que sean en un buen restaurante. No me complace que me inviten a ayunar. Les aplicaré mis tarifas y según los días que dure esta juerga aun les puede salir más barato.

—¡Quién piensa ahora en el dinero! Sea como usted quiera.

—Ante todo quiero que su compañero, el del bigote, sea más amable conmigo.

Serrano se encogió de hombros y volvió a su sofá y a su semisomnolencia.

—También necesito saber todo lo que hasta ahora ya sepan de mistress Simpson y Von Trotta.

—Hemos pedido un informe a la Interpol y a las respectivas embajadas. Podemos adelantarle que mistress Simpson utilizaba el apellido de viuda, no el suyo propio. Tampoco era realmente de origen americano. Tenía la nacionalidad, pero había nacido en Europa.

—Rueda el mundo y vuelve siempre a la vieja Europa. Europa es muy grande. ¿De dónde era mistress Simpson?

—Aquí empieza la confusión. Ella se autoatribuía ser de Polonia, pero no está claro. Fue un caso de nacionalidad declarada después de la segunda guerra mundial.

—Mistress Simpson hablaba el ruso.

—¿Cómo lo sabe usted?

—La oí hablar en ruso en cierta ocasión.

—Muchos polacos saben el ruso, por razones de vecindad, de ocupación, de influencia cultural.

—¿Y Von Trotta?

—Parece increíble, por los años que trabajó en El Balneario, pero sabemos menos de él que del último de nuestros clientes.

14

Se metió Carvalho en el bolsillo un pase especial que le permitiría ir y venir por El Balneario a cualquier hora, a salvo de las suspicacias de los vigilantes. Molinas le advirtió que a la mañana siguiente se instalaría un circuito cerrado de televisión provisional para ayudar a acelerar las investigaciones. Recorrió los pasillos de regreso a su habitación y al dar la vuelta a la esquina del definitivo acceso creyó ver y vio una forma humana en la puerta de una de las habitaciones. Era Helen, la suiza, cubierta con un pijama vaporoso de dos piezas, con el cuerpo entre la habitación y el pasillo, la puerta a manera de parapeto púdico y una sonrisa en los labios, la voz casi inaudible:

—¿Pasa algo?

—No. ¿Tiene insomnio?

—Sí. No puedo dormir. Y además mi marido está tan mal.

—¿Qué le pasa?

—Ha tenido un ataque de nervios y le han dado un sedante. Mire.

La puerta se abrió y Carvalho siguió a aquel cuerpo que olía a animal tibio. Sobre una de las dos camas de la habitación el gigante suizo dormía, pero aún quedaban lágrimas en sus ojeras y sobre las mejillas. Helen permanecía en pie pero como encogida, mirando al suelo.

—Tengo miedo.

—¿De qué?

—Están pasando cosas terribles.

Helen se le echó encima, se le abrazó y puso sus labios sobre los de él para retirarlos en seguida.

—No le beso porque durante el ayuno tenemos mal aliento.

—Yo siempre tengo un aliento excelente. —Váyase. Váyase, por favor.

Salió un quejido de los labios del marido, como si soñara la simple posibilidad del adulterio, y Carvalho caminó hacia atrás para controlar visualmente a la pareja. Pero seguía dormido el hombre y ella parecía sobre todo preocupada por taparse con las manos la evidencia de los senos dorados y despiertos bajo la transparencia del pijama. Ya en su habitación, Carvalho decidió que el sueño, si quería, le viniera cuerpo a cuerpo y no en la vejada posición del durmiente desdeñado. Salió a la terraza y encendió un Cerdán, el primer puro que consumía desde que entró en la clínica, advertido por madame Fedorovna de la prohibición expresa de fumar que había dentro de El Balneario. Es una transgresión inferior a la del asesinato, aunque la punta del puro encendido ofrecía un blanco perfecto desde el amenazador entorno. Regularmente pasaban bajo la terraza los guardas jurados, en un continuo recorrido por el jardín hasta los límites del parque. Pero no sólo velan Carvalho y los guardas. En la puerta del consultorio que daba al jardín estaba Gastein, la bata blanca denunciada por la luna como un fuego fatuo. No se movía. Parecía meditar o contemplar obsesionado una lejanía que terminaba en el pabellón de los fangos. El cuerpo le pidió cama y Carvalho aceptó la llamada, y nada más caer sobre las sábanas se quedó dormido. Despertó con la sensación de que acababa de acostarse y algo urgente debía hacer, pero nada era urgente en El Balneario y repitió la conducta de todos los días: orinar, limpiarse los dientes, ponerse los calzoncillos, el albornoz y coger el pasaporte para que le registraran el peso y la presión y salir en busca del distribuidor del pasillo donde esperaban los residentes el pesaje a cargo de frau Helda, la enfermera de planta. Normalmente son situaciones tediosas y calmas en las que se pronuncian las palabras más justas de saludo y a lo sumo se comenta el tiempo, esas nubes que siempre llegan desde el oeste y crean la pasajera impresión de que no hará sol; o algún cliente extrovertido antes o después del pesaje expresa su angustia por si ha perdido o no ha perdido y se entrega al diagnóstico de los demás, como si de su opinión dependiera su pérdida o ganancia de peso. Pero hoy se habla y sobre todo se escucha la exposición de razones de un cliente alemán acostumbrado a ser escuchado. Explica la situación y la gravedad de una retención que no sólo daña sus intereses, sino que pone a prueba su salud. El ayuno por el sistema Faber requiere una disposición anímica de suprema tranquilidad. ¿Qué tranquilidad pueden tener amenazados por un criminal al acecho? ¿Qué confianza pueden tener en una policía indígena que ha demostrado ante toda Europa su ineficiencia en la lucha contra el terrorismo y que ahora lo resuelve todo convirtiendo El Balneario en un campo de concentración? Y si la explicación a todo lo ocurrido no es el terrorismo, sin duda se trata de hechos delictivos y hay que apuntar a los potencialmente más en situación de ser los delincuentes y nunca a una clientela caracterizada por su respetabilidad dentro y fuera del balneario. Permítanme que me presente, me llamo Klaus Shimmel y dirijo un negocio de papeles pintados, última evolución de una auténtica dinastía de industriales que se remonta a mi bisabuelo, el mejor encofrador de Essen. ¿Cuántos como yo hay aquí? Si cada uno de ustedes contara su historia quedaría reflejado el retablo de lo más sólido, solvente y digno de Europa, la Europa que trabaja y crece a pesar de las dificultades interiores y exteriores. ¿Merecemos ser tratados como borregos, a los que se les puede imponer una situación que nosotros no hemos hecho nada para que se produjera? El protagonismo del industrial de Essen le fue arrebatado por el marido de Helen. Escuchaba hasta entonces la perorata afirmando con la cabeza, pero ahora se dejaba llevar por un arrebato y asumía la voz cantante con una vehemencia próxima a la incoherencia. Estamos cercados, rodeados de miserables que quieren matarnos porque nos envidian, envidian todo lo que tenemos, nuestro dinero, nuestra cultura, nuestras mujeres, y nos lo quieren quitar. Basta ya de pasividad. Hay que forzar el cerco por los procedimientos que sean y volver a sentirnos seguros en nuestras casas. En pleno discurso del suizo, pasaron las muchachas de la limpieza cargadas con pirámides de ropa blanca y el orador las señaló acusadoramente: que busquen entre ellos, entre ésos, ahí deben de estar los asesinos, ¿qué motivos tenemos para matarnos entre nosotros? A pesar de que la vehemencia desautorizaba un tanto su lógica, el último argumento aportado fue asumido por la mayoría de los reunidos. Evidentemente, si mistress Simpson no había sido asesinada por el terrorismo político, no había otra causa posible que el terrorismo económico. Los terroristas políticos van de uniforme moral y estético, pero los terroristas económicos no, y mucho menos en un país atrasado y lleno de parados como España o Italia o Portugal. ¿Por qué no van hacia ahí las investigaciones? Las hermanas alemanas coreaban cuanto se decía con una disposición polifónica de ex niñas prodigio de la familia Trapp y una de ellas, la mayor, propuso crear una comisión que representara todas las comunidades extranjeras para ejercer presión ante la policía y la dirección. No estuvo de acuerdo el comerciante de Essen. Puesto que la iniciativa surgía del grupo alemán, al que se sumaba ardientemente nuestro amigo suizo, tenemos derecho a constituir una comisión propia y los demás ya se arreglarán. De hecho se había observado una conducta demasiado pasiva por parte de los franceses y los belgas y con los demás ni se podía contar. En éstas llegó Sullivan arrastrando su largo esqueleto y tardó en comprender lo que estaba sucediendo. Carvalho le hizo un resumen.

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