Authors: Manuel Vázquez Montalbán
—Con lo que me gusta a mí la mayonesa y con lo que engorda.
—Hazla con aceite de maíz, que engorda menos, o con aceite de parafina, que no engorda nada.
—Pero el aceite de parafina es dañino para el cuerpo. Lo he leído en el ABC.
—Es malo si lo utilizas para freír, pero no para hacer mayonesa.
—¡Y esas galletas! ¡Has visto tú esas galletas!
—Pues están cargaditas, cargaditas de calorías. Yo me compro de esas dietéticas, que no tienen azúcar, y tan ricamente.
—Mira. ¡Mira qué anuncian!
Las en otras circunstancias consideradas despreciables sopas concentradas reunían el más hermoso technicolor que ni siquiera la Columbia Broadcasting consiguiera en sus mejores tiempos. Y era esa imagen de cocina elaborada la que lanzaba a los televidentes a un frenético intercambio de recetas, predominantemente vegetales, que en el futuro les harían tan felices como delgados y sanos. Las berenjenitas al estragón de doña Sólita suscitaron que el salón de televisión se convirtiera en una aula llena de estudiantes femeninos bolígrafo Must de Cartier en ristre tomando apuntes: «Se ponen las berenjenas y los tomates cortados a trozos en una cacerola. Se les añade el zumo de un limón, dos aceitunas picadas y una cucharadita de estragón. Se cuecen a fuego lento y tapado durante una hora.» ¿Y eso es todo? Eso es todo. Pues poco alimento tiene la cosa. ¿Cómo que poco alimento tiene la cosa? La que así se extrañaba era una dama ex licenciada en farmacia que había conservado sus veleidades culturales de soltería para ocasiones como la que vivía. La berenjena tiene sodio, fósforo, calcio, magnesio, potasio, prótidos, vitamina C a manta, vitamina A, vitamina PP, vitamina B1, vitamina B2. No era de la misma opinión un caballero lento en sus exposiciones, pero que hablaba con la seguridad que le daba pasarse media vida entre Nueva York y Madrid por su negocio de antigüedades. La berenjena, opinó, es un mediocre alimento que, si bien es cierto que da pocas calorías, también da poca energía y es indigesto y tóxico para la fibra cardíaca. ¡Muy relativamente! ¡Muy relativamente! Argumentaba en retirada la ex farmacéutica y de pronto desencadenaba un fulminante ataque berenjena en ristre: No me negará usted que tiene propiedades diuréticas y laxantes. No. No lo negaba, pero las mismas propiedades diuréticas contiene por ejemplo el perejil y en cambio no tiene contraindicaciones. Mentar el perejil en El Balneario era una prueba o bien de extrema seguridad en la propia línea argumental o de temeridad máxima, porque el perejil unificaba los gustos de todos los caldos vegetales de los ayunantes y había quien rebautizaba El Balneario con el nombre de Villa Perejil. No hable usted del perejil. No hable usted del perejil. Era un clamor. Pero el caballero no estaba dispuesto a desdecirse y se entregó a una defensa e ilustración del perejil que partía de su misma modestia de forma y economía para llegar, por comparación referencial, a la afirmación de que pocos alimentos tan baratos son tan completos, rico como es en vitamina A, como ningún otro vegetal y no digamos en vitamina C, B1, B2 y K. Además, la cantidad de calcio que conlleva el perejil le proporciona un valor mineralizante y la relación calcio/fósforo, que en casi todas las demás verduras sólo alcanza el índice uno o dos, en el perejil llega a cuatro.
—Y además es uno de los pocos alimentos que carecen de contraindicaciones.
Ante tamaña ciencia, cejó el embate de la indignación y bien pronto flaquearon las voces críticas y hasta algunas recordaron argumentaciones en favor del perejil de madame Fedorovna en sus clases de reeducación dietética. No es que los españoles frecuentaran voluntariamente esas clases con entusiasmo, pero madame Fedorovna, buena conocedora de la psicología autóctona, tenía por costumbre marcar de cerca la colonia española en las horas anteriores a la charla hasta forzarles con su poderosa presencia a penetrar en el salón de conferencias, donde daba consejos regenerativos basados en prescindir de un noventa por ciento de lo que constituía lo más agradable de la memoria gastronómica española, más algunas fobias complementarias, como la que madame Fedorovna tenía contra el jamón dulce, superchería industrial y tóxica con la que venía sosteniendo un duro e implacable combate desde hacía lustros. Según madame Fedorovna, el jamón dulce era tan adulterable como la mortadela y lo era todo menos jamón, y sobre todas las cosas, colorantes y aromatizantes químicos que eran suficiente contraindicación frente a la única posible bondad del producto: su bajo índice calórico a comparación del desdeñable jamón serrano. La cara que ponía madame Fedorovna cuando se aplicaba a destruir el mito del jamón serrano reaparecía en las pesadillas de los asilados cuando soñaban en bocadillos de jamón, con tomate el pan en el caso de los catalanes y a palo seco el pan y el jamón en el resto de los españoles. Era quizá lo que menos perdonaban a madame Fedorovna, a la que le aceptaban incluso su reprobación de la tortilla de patatas como uno de los males dietéticos que más han contribuido a la ruina física de los españoles. No permanecían los hombres ajenos al mercadillo dietético de la tertulia, pero era lo suyo fijarse en lo que pasaba en el mundo y en España e incluso decir en voz alta su sanción ante las personas y los hechos. Eran frecuentes los sarcasmos cuando aparecían en la pantalla televisiva los gobernantes socialistas, y se le oyó gritar más que decir «Yo a ese tío lo fusilaría» al hombre del chandal cuando apareció en pantalla Marcelino Camacho, secretario general de Comisiones Obreras. Pero ninguna exclamación o toma de posición había superado la que el vasco recordaba haber oído en aquel mismo salón en octubre de 1982, cuando en ocasión de la victoria electoral de los socialistas y al aparecer en pantalla el que sería vicepresidente del gobierno, Alfonso Guerra, una dama alta y morena, amueblada con exquisitez así en las joyas como en el vestuario, se pusiera a gritar: «¡Afganistán! ¡Afganistán!» Como si temiera que de la gestión socialista pudiera derivarse una afganización de España. No bien se había dicho «Yo a ese tío lo fusilaría» en referencia a Marcelino Camacho, penetró en el salón de televisión el escritor Sánchez Bolín, por lo que se sospechó que hubiera podido oír el comentario más allá de la puerta, y hasta el hombre del chandal no quedó en paz y no le ayudó demasiado la inoportuna locuacidad del vasco, empeñado en retener la afirmación y contradecirla:
—Pues no sé yo por qué habría que fusilar a Camacho. Yo antes fusilaba a tanto hijodeputa que nos está subiendo los impuestos.
Eso. Eso. Hasta las damas se sumaron a la búsqueda de enemigos más evidentes que el secretario del sindicato filocomunista, sin que Sánchez Bolín les agradeciera el gesto, ni en esta vida ni en la otra, porque nada más comprobar que había poca predisposición para ver
Viaje a Italia
, de Rossellini, se llevó su sordera, su miopía y su comunistez a su habitación dejando una situación rota y desilusionada, y con la mosca tras la oreja al coronel Villavicencio, molesto por las atribuciones militares que se había autoatribuido el hombre del chandal. Molestia que retuvo en su interior mientras duró el concurso televisivo al que entregaron su curiosidad, pero que expresó cuando subía los escalones en pos de la ligereza de su esposa.
—Qué cono va a fusilar el rosco ese. Aquí el único que puede fusilar soy yo.
—No te enojes, Ernesto, que te sube la tensión.
—Que se suba lo que sea y adonde sea. Pero no se puede tolerar que los civiles se metan donde no les llaman y menos cuando son vascos, que no tendrían ni derecho a hablar, porque son más salvajes que los salvajes y matan por matar, como si fuera uno de esos deportes imbéciles que practican.
—Ernesto.
—¿Qué se puede pensar de unos tíos que se lo pasan de puta madre cortando troncos o levantando piedras?
—Ernesto.
—¡Que no lo vuelva a repetir en mi presencia, porque lo cuadro y le digo cuatro cosas bien dichas!
—Ernesto.
—Que a mí hay que conocerme.
—Y luego dirán que los españoles estamos chalados o que los vascos somos peligrosos, pero ya ha visto usted a ese suizo comportándose como un niñato histérico porque la vieja iba a ganar la carrera o porque usted y yo íbamos a llegar antes que él. Lo he comentado con la legión extranjera y todos estaban muy divertidos, todos menos mistress Simpson, claro, que ésa es otra, ésa es un Dillinger con faldas. Pero el coronel está indignado, como tiene que ser. Mire lo que le digo, y se lo dice un vasco que aunque paga impuesto revolucionario reconoce que los de ETA tienen más cojones que una estatua, y piensa que cuanto antes dejemos de ser un país ocupado por los españoles, mejor; pues bien, a pesar de todo, a mí el ex coronel ese me cae bien, me parece un
echao palante
de mucho calibre. Un tío que los tiene mejor puestos que una estatua. Cojo y todo se ha ido a por el suizo y le ha dicho que los españoles, donde no llegamos con la mano, llegamos con la punta de la espada y a buen entendedor pocas palabras bastan, ha añadido, aunque inútilmente porque he tratado de traducir la expresión al alemán, al francés y al inglés y no me ha salido. En justo castigo a esa niñería tendríamos que tirarnos a la suiza. ¿Qué le parece a usted la chávala? Yo un día de éstos le echo los tejos y me la llevo a tomar agua mineral en alguna boite de Bolinches. A ésa le pide el cuerpo guerra, aunque disimule con los arrumacos que dedica a ese gigante meón.
Son los minutos de conversación que preceden al inicio de la sesión de noche televisiva. Las comunidades se han dividido y los extranjeros o bien se encierran en la sala de para películas en lengua inglesa o bien juegan al bridge o se van más allá de las montañas, a Bolinches, a consumir las horas que quedan entre el zumo de frutas vespertino y la hora en que el balneario se cierra a cal y canto. Otras veces la gerencia ha programado una serie de actos socioculturales, especialmente pensados para que la colonia extranjera adquiera conocimientos sobre el alma profunda española, y a ese propósito se deben los zapateados que cada miércoles sorprenden desde el salón de arriba a los españoles entregados a los placeres de la televisión. Para esa transfusión cultural, la gerencia de El Balneario recurre casi siempre a Juanito de Utrera,
el Niño Camaleón
, bailarín que en su día cruzó el charco para bailar en las mejores salas de países cuyo nombre no precisaba y realizó innumerables circuitos europeos, dejando en todas partes una huella indeleble de las esencias del baile andaluz. Consciente de que actuaba para un público tan adinerado como selecto, Juanito de Utrera acudía a la cita semanal en compañía de un guitarrista cantaor que traducía al inglés, someramente, el contenido de las canciones que iba a interpretar.
I've walked very hard,
I've walked very hard,
but I didn't find a face like yours.
Por la música, los escasos españoles que asistían a las reuniones de confraternización cultural dedujeron que se trataba de la sevillana con letrilla de García Lorca
lo traigo andado, lo traigo andado, cara como la tuya no la he encontrado
, en una versión tan simplificadora como eficaz, porque los foráneos llegaban a lo más profundo de la propuesta estética y lanzaban algún que otro ole e incluso mistress Simpson, como casi todos habían previsto, se echaba al ruedo y bailaba la danza macabra de éns en una supuesta versión a la andaluza. Pero mistress Simpson era la excepción, atribuida a su ingenua aunque anciana americaneidad, en un contexto de europeos tranquilos que asumían las muestras culturales de El Balneario como un capítulo necesario de su experiencia clínica y que además estaba incluido en el precio. Otra cosa era cuando la propuesta cultural de la gerencia se trataba de un mercadillo de artesanías diversas, expuesto en la recepción o en el salón del piano, del ayuno y del bridge, es decir, el salón donde se producían las manifestaciones sociales y al mismo tiempo donde acudían los ayunantes a beber su vaso de supervivencia, respaldados psicológicamente por un marco evocador del uso exclusivamente lingüístico de la boca. Cuando de mercadillo se trataba, el octavo sentido consumista modificaba incluso la estructura de los cuerpos que pasaban del obligado relajamiento del ayunante a una tensión de animal cazador de oportunidades, además pagadas con una de las monedas más amables de Europa. Bisutería y vestuario informal eran los objetos preferidos y el ámbito de exposición se convertía en pocos segundos en una bolsa donde las ofertas y las demandas provocaban a veces retenciones de líquidos que al día siguiente registraría la báscula. Mercado, y cultura en general, para los extranjeros, porque los españoles, recién asomados a la modernidad, desconfiaban de todo lo que no entendieran inmediatamente, bien y para bien. Todo lo que ponía en evidencia su pereza mental o su ignorancia bien vestida era «un palo», neosignificante prestado por los hijos de los asilados, pero que podía servir, por ejemplo, para sancionar una noche la película de Rossellini, fuera cual fuera, y un reportaje sobre el décimo aniversario de la caída de Saigón. Mientras los hombres se interesaban por el telediario, las mujeres intercambiaban recetas dietéticas que en el futuro les restarían tantos kilos como les sumarían placeres del paladar ahora vedados. Y daba pura lástima contemplar cómo la abundante publicidad de productos alimenticios era acogida con gemidos de impotencia y desesperación por parte de los ayunantes. El trauma del ayuno y de la presumible factura modificaba no obstante la reacción primitiva de lanzarse sobre el televisor para lamer las más amarillas mayonesas o las más fosilizadas galletas y era frecuente que tras la caída en la tentación de la autocompasión, se impusiera un tono de voz que incluía la expiación moral y el complejo de culpa, ampliado hasta el punto de tratar de completar la realidad con el deseo.
—Con lo que me gusta a mí la mayonesa y con lo que engorda.
—Hazla con aceite de maíz, que engorda menos, o con aceite de parafina, que no engorda nada.
—Pero el aceite de parafina es dañino para el cuerpo. Lo he leído en el ABC.
—Es malo si lo utilizas para freír, pero no para hacer mayonesa.
—¡Y esas galletas! ¡Has visto tú esas galletas!
—Pues están cargaditas, cargaditas de calorías. Yo me compro de esas dietéticas, que no tienen azúcar, y tan ricamente.
—Mira. ¡Mira qué anuncian!
Las en otras circunstancias consideradas despreciables sopas concentradas reunían el más hermoso technicolor que ni siquiera la Columbia Broadcasting consiguiera en sus mejores tiempos. Y era esa imagen de cocina elaborada la que lanzaba a los televidentes a un frenético intercambio de recetas, predominantemente vegetales, que en el futuro les harían tan felices como delgados y sanos. Las berenjenitas al estragón de doña Sólita suscitaron que el salón de televisión se convirtiera en una aula llena de estudiantes femeninos bolígrafo Must de Cartier en ristre tomando apuntes: «Se ponen las berenjenas y los tomates cortados a trozos en una cacerola. Se les añade el zumo de un limón, dos aceitunas picadas y una cucharadita de estragón. Se cuecen a fuego lento y tapado durante una hora.» ¿Y eso es todo? Eso es todo. Pues poco alimento tiene la cosa. ¿Cómo que poco alimento tiene la cosa? La que así se extrañaba era una dama ex licenciada en farmacia que había conservado sus veleidades culturales de soltería para ocasiones como la que vivía. La berenjena tiene sodio, fósforo, calcio, magnesio, potasio, prótidos, vitamina C a manta, vitamina A, vitamina PP, vitamina B1, vitamina B2. No era de la misma opinión un caballero lento en sus exposiciones, pero que hablaba con la seguridad que le daba pasarse media vida entre Nueva York y Madrid por su negocio de antigüedades. La berenjena, opinó, es un mediocre alimento que, si bien es cierto que da pocas calorías, también da poca energía y es indigesto y tóxico para la fibra cardíaca. ¡Muy relativamente! ¡Muy relativamente! Argumentaba en retirada la ex farmacéutica y de pronto desencadenaba un fulminante ataque berenjena en ristre: No me negará usted que tiene propiedades diuréticas y laxantes. No. No lo negaba, pero las mismas propiedades diuréticas contiene por ejemplo el perejil y en cambio no tiene contraindicaciones. Mentar el perejil en El Balneario era una prueba o bien de extrema seguridad en la propia línea argumental o de temeridad máxima, porque el perejil unificaba los gustos de todos los caldos vegetales de los ayunantes y había quien rebautizaba El Balneario con el nombre de Villa Perejil. No hable usted del perejil. No hable usted del perejil. Era un clamor. Pero el caballero no estaba dispuesto a desdecirse y se entregó a una defensa e ilustración del perejil que partía de su misma modestia de forma y economía para llegar, por comparación referencial, a la afirmación de que pocos alimentos tan baratos son tan completos, rico como es en vitamina A, como ningún otro vegetal y no digamos en vitamina C, B1, B2 y K. Además, la cantidad de calcio que conlleva el perejil le proporciona un valor mineralizante y la relación calcio/fósforo, que en casi todas las demás verduras sólo alcanza el índice uno o dos, en el perejil llega a cuatro.