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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

El Balneario (3 page)

BOOK: El Balneario
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—Se le pasará el frío, mistress Simpson.

Ha dicho cortante y truculento el profesor de gimnasia, y sus clientes temen lo peor. En efecto, lanza su fibroso cuerpo el monitor contra el suelo, como si quisiera desnarizarse en un simbólico acto de suicidio de su propia fotografía, pero antes de que la nariz se estrelle, las palmas de las manos se adhieren como ventosas al pavimento de losas de corcho barnizadas y los brazos se flexionan al tiempo que resisten y aguantan el peso del cuerpo, y una vez controlada la caída, el profesor se entrega a barrocos abdominales que necesitarían la estrategia de la araña y la fortaleza de las patas del pulpo. Se queda solo el profesor con la precisión de sus gestos, o casi solo, porque mistress Simpson le sigue a poca distancia cuantitativa y cualitativa, para pasmo de los otros pobladores del gimnasio, caídos sobre sus propios fracasos, anhelantes, con odio en las pupilas hacia los movimientos referenciales del profesor y la sorprendente resistencia de la vieja. Incluso el general Delvaux ha abandonado y contempla el pulso entre el monitor y la vieja dama como si fueran los ejercicios tácticos de un ejército vecino.

—La leche.

Se le escapa a don Ernesto Villavicencio, sesentón, brazicorto, tobillos de elefante y un corpachón de mozo de cuerda al servicio de un corazón de coronel jubilado del arma de Infantería. A pesar de que trata de situarse siempre cerca del general, aún no le ha revelado su parentesco profesional. En parte por la barrera del idioma, aunque Delvaux escucha con la expresión del que entiende cualquier idioma sin que le interese lo que le digan. Don Ernesto reparte sus sonrisas entre Delvaux y la suiza rubia y esbelta que sigue la gimnasia más pendiente del ajuste de su impecable maillot de bailarina que de las instrucciones del profesor. A su lado permanece, vigilante de todo y todos sus compañeros, poderoso, calvo, diríase que un ejecutivo atlético venido a menos por el whisky entre horas y las depresiones por balances negativos. Karl y Helen Frisch, la máxima atracción erótica de un balneario lleno de gentes en situación de pedir perdón en representación de su cuerpo: o gordos o reumáticos o drogadictos del tabaco y del alcohol o simplemente viejos temblorosamente dispuestos a envejecer y morir con la cara dignidad que proporcionaban los precios de la Faber and Faber. Helen Frisch se pasaba las manos por el maillot brillante, comprobando la consistencia de sus carnes largas y doradas por un reciente crucero americano: Vancouver, San Francisco, San Lucas, Panamá, La Antigua, Jamaica, y los ojos de su marido seguían las manos como si fueran sospechosas de invadir su propiedad. Si bien los ojos masculinos trataban de tropezar con el cuerpo, inexplicable en aquel contexto, de Helen, los femeninos hacían lo mismo con el de Karl. Es cierto que estaba algo gordo y casi calvo, pero gozaba de una rotundidad muscular pocas veces vista en aquel lugar y su taciturna depresión le daba un continente enigmático y patético, como si se tratara de un hombre que había recuperado la adolescencia a los cuarenta y cinco años. Más de uno de los clientes había sorprendido a Helen y Karl en ángulos perdidos del parque, abatida la cabeza de él sobre el regazo de ella y una ternura mecánica en las manos de la mujer sobrevolando la cabeza entregada y diríase que cortada, rozándola, a un ritmo secreto jalonado por una letanía de palabras consoladoras.

—Él estaba sollozando. Lloraba como un crío. Le chorreaban los ojos.

Iba agrandando el retrato de una desesperación Telmo Duñabeitia, industrial vasco con quince kilos de más y ganas de depurarse la sangre y la leche, añadía, porque vivir en el País Vasco no es vivir y el que no paga impuesto revolucionario es porque es imbécil o un tacaño, añadía Telmo al que le quisiera oír el franco retrato de quién era, qué tenía, qué quería. Demasiado joven para estar tan gordo, se decía manoseándose un estómago quizá excesivo, aunque el exceso de peso se lo repartía por un cuerpo macizo de descendiente de
aizkolari
que puso una serrería a tiempo e inició una dinastía que le pesaba a Duñabeitia como una montaña sagrada.

—Joder, cómo está esta tía.

Comentaba el vasco a propósito de la bella Helen, y se atrevió un día a preguntarle a la suiza el porqué de su estancia allí, ella que no lo necesitaba, que estaba tan bien, añadía el vasco contramotivos en un inglés fluido que le permitía vender contraplacado en medio mundo. La bella Helen se había echado a reír, bajó el tono de la voz para musitar que ella no necesitaba estar allí, pero Karl sí, Karl estaba pasando malos momentos, dijo en voz bajísima, pero no tanto como para que Karl no acudiera casi histérico a separar a su mujer de la amenaza vasca. Duñabeitia aprovechaba cualquier momento en que el profesor les diera la espalda, bien para parodiar la gimnasia, bien para tumbarse cara al techo y seguir el recorrido de pájaros que sólo él veía. De vez en cuando sus ojos negros recibían luces secretas interiores y las repartía entre los más próximos compañeros de expiación. Iba a proponer una jugarreta. Los que estaban dispuestos a secundarla le aguantaban la mirada, los que no, se adherían a las evoluciones del monitor para evitar incluso la sospecha de poder ser tentados por las absurdas propuestas del vasco. Por ejemplo, aflojar todos los elementos de la bicicleta fija y esperar a que algún incauto tratara de utilizarla, o en la rueda del pase de la pelota pesada, lanzarla de pronto contra el cogote del monitor sin ánimo de decapitarle, pero sí de descomponerle la figura de grácil pastor de un rebaño de vacas con pezuñas de plomo.

Y el que más cínicamente secundaba las propuestas del vasco era Juanito Sullivan Álvarez de Tolosa, señorito de Jerez que proponía ser llamado
Sullivan
a secas y que ponía su inmensa capacidad de tedio y befa al servicio de los ramalazos de conducta atípica del industrial. Doscientas, doscientas familias comen pochas gracias a mi empresa, repetía una y otra vez Duñabeitia cuando se emborrachaba de agua mineral o de infusión de hojas de arándano, y entre esas familias hay muchos fugitivos del sur, de vosotros, señoritos de mierda, Sullivan, que eres un señorito de mierda. De mierda pero con dos cojones, terminaba la conversación el andaluz perpetuamente al sol del valle junto a la piscina donde mistress Simpson batía todos los récords de resistencia y lentitud.

—Cómo nada esa tía. Parece mojama de sirena.

El interlocutor predilecto de Sullivan no era el vasco, ni el coronel retirado, sino el hombre del chandal, un elevado otoñal con bigotillo de ex funcionario franquista, siempre por delante o por detrás de su mujer, enjuta como un personaje femenino y castellano de novela nacionalista de los años cuarenta. El hombre del chandal se había encargado a sí mismo la misión de vigilar de cerca a Sánchez Bolín, un escritor gordo y taciturno al que sabía vinculado al Partido Comunista.

—¿Sabía usted que hay un comunista en el balneario?

Informó el hombre del chandal a la enfermera jefe y como se desentendiera frau Helda del asunto, recurrió a la jefa de entradas y llegó hasta el administrador general por delegación de los hermanos Faber, el señor Molinas.

—Las ideas de nuestros clientes no nos interesan.

—No, si no lo digo por nada. Pero un comunista es un comunista. Esté en pelota o en smoking.

Y además, luego comentaría en privado el hombre del chandal, no es un comunista más, sino de los de colmillo retorcido y a ver de dónde saca para pagar las facturas de este balneario. No era el coronel Villavicencio ajeno a la preocupación del hombre del chandal y acentuaba la pequeñez de sus ojos en busca de la idea que iluminara el porqué de la infiltración marxista en aquella plácida Babia de enfermos insuficientes. Pero saludaba discreta aunque educadamente a Sánchez Bolín cuando se lo encontraba en las escaleras del salón de estar o en la salita de espera del masaje, la sauna o la visita médica o a la entrada y salida del salón de televisión. Sánchez Bolín parecía permanecer al margen de la pequeña expectación causada por su estancia en el balneario y apenas si se prestaba a la conversación. A lo sumo acogía las frases amables y convencionales de los demás con una sonrisa acristalada y poco estimulante para la continuidad de la conversación, pero detectaba las vibraciones negativas del hombre del chandal y recibió algún aviso indirecto de que estaba lanzando una campaña de identificación de su persona. El confidente de Sánchez Bolín había sido el vasco y Sullivan a su lado había apostillado:

—Joder, ni que fuerais los rojeras contaminantes. Mi prima Chon era más comunista que la leche y yo seguía todos los pasos de Semana Santa con ella. Ahora se ha hecho socialista y tiene un cargo en la Junta de Andalucía. Un dinero, farda y se entretiene.

Sánchez Bolín contemplaba al profesor de gimnasia con la indignación del vencido y buscaba con sus ojos miopes otros gestos de desmayo o rebeldía entre los pobladores de la sala de gimnasia. Había punta de ironía en los ojos escépticos del hombre que tenía al lado, de apellido gallego creía recordar. Carvalho. Pero se escribe con Ih, porque mi padre se hartó en cierta ocasión de ser español y pidió la nacionalidad portuguesa. No sé cómo lo hizo pero consiguió que en todos los papeles figuráramos como Carvalho. Las damas de la colonia encuentran a Carvalho casi tan pintoresco como el vasco y tan hermético como Sánchez Bolín. Especialmente doña Sólita, la esposa del coronel Villavicencio, que sorprendió a Carvalho en el cenador al aire libre orientado hacia el sur sosteniendo un libro con la punta de los dedos de una mano, mientras con la otra le prendía fuego con un mechero.

—¿Te fijaste en el título? —le preguntó su marido.

No. No se había fijado en el título, pero le pareció que era un libro caro, no de esas series baratas que venden en los kioskos, de esas que recomienda la tele.

—Hay que retener el dato —se dijo a sí mismo el coronel, soñador durante toda su vida de una situación que pusiera a prueba sus congénitas condiciones de mando.

Había nacido demasiado tarde para hacer la guerra civil, y no había conseguido desanimarle una carrera burocrática, de ascensos normativos, por más diplomado que estuviera por el Estado Mayor.

—¿Y cuándo dimitió usted, mi general: cuando llegaron los socialistas al poder?

—Menos cachondeo, Sullivan, que te empaqueto. Yo no llegué a general. Me quedé en coronel y me retiré porque preferí seguir fabricando piensos compuestos a gusto que servir a disgusto en unos tiempos de destrucción de los valores por los que tanto hemos luchado.

Dos muchachas italianas militan juntas en todas las manifestaciones del balneario. Son altas, delgadísimas, oscuras, ojerosas, siguen un régimen especial para engordar y la gimnasia es para ellas más una convocatoria de huesos que de músculos, contrastadas por las hermanas alemanas, como las llama Carvalho, cuatro bávaras chaparras y cúbicas que parecen entregarse a los ejercicios con el alma ausente, como si aprovecharan los minutos que median entre meter y sacar una tarta de manzana del horno o cumplir las fases de una lavadora insuficientemente automatizada. Desde su terraza, Carvalho domina la habitación de una de las italianas, puede espiar su cansado cansancio, su languidez de esqueleto lento e indiferente que apenas abandona la horizontalidad del lecho para coger el teléfono al ralentí o ir a la terraza a contemplarse las uñas media hora, antes de decidirse a arreglárselas con un complejo juego de cirugía para manicuras. A veces, la otra italiana pasa por el jardín, con medio kilo de vitalidad más que su compatriota, y alza la cabeza hacia arriba para preguntarle invariablemente:


Silvana, che cosa fai?


Niente
.

El profesor las acosa para que se muevan, les tira la pelota, les retiene los pies contra el suelo para que totalicen los movimientos abdominales. Inmutables, se limitan a acelerar la respiración y a soportar su destino de etíopes inapetentes.

—Debajo de esa grasa tiene usted una contextura de atleta.

Resucita así el profesor la moral de un joven de muchas carnes, fugitivo de algún relato manchego convencional, cejijunto aunque ojiabierto, con mucho pelo negro a manera de boina y boca sensual de descendiente de arrieros mamones de todo lo bueno, paticorto pero patirrecio y con un tórax de Sansón celtíbero. El manchego tiene una red de queserías, y sobre todas, la que tiene abierta en Madrid y da nombre a su alcurnia, Quesos Sánchez Pérez, Hermanos e Hijos, aunque las muertes e imposibilidades de hermanos e hijos le han dejado en la condición de único propietario del negocio. Excesivamente joven para tanta responsabilidad y riqueza, ninguno de los jefes naturales de la carnada adelgazante le reconoce la jerarquía y el coronel le trata poco menos que como a un ordenanza todo terreno.

—Tomás. Mi padre me dijo una vez: «Hijo, no te fíes de los hombres que cuando se pegan pedos levantan el polvo del suelo.»

—Pues no le veo la gracia, coronel.

—Serás corto, tendero. Mi padre me prevenía contra los bajitos, leche, como tú.

—Pues ya me dirá usted, mi coronel, en España.

—Aquí cada día la gente es más alta. Con Franco aquí creció todo Dios y tú con más motivos, porque algún queso que otro te habrás comido, ¿o no comíais quesos para poder venderlos?

Se ruborizaba el quesero, sobre todo si estaba cerca una muchacha pequeñita y redonda que estaba haciendo régimen para adelgazar un poco y llegar a la Facultad de Medicina Tropical de Bruselas con menos complejos. Amalia se llamaba la chica, «…y mi madre es vasca», y al confesar la etnia de su madre, mezclaba orgullo de raza superior y temor ante cualquier posible identificación con el terrorismo vasco. La muchacha es leída y el quesero manchego es escribidor, según le ha confesado. Guarda muchos cuadernos con poemas ya no de adolescencia, sino poemas de los últimos años, para aliviar el estrés de llevar adelante tanto negocio desde que empezaron a morirse los tíos y los padres. En ocasiones se ve a la pareja buscando rincones subtropicales, más allá de la barrera visual del pabellón de los fangos, y lo hacen para que Tomás lea en voz de jardín poemas sobre la noche de Madrid y recuerdos de afanada infancia de hijo de quesería importante. Por primera vez Amalia tiene un poeta a su disposición y lo cultiva incluso en el gimnasio, colocando su esterilla junto a la del quesero y enviándole guiños de ánimo cuando al chico se le encienden las sangres y se revuelca en busca del ademán gimnástico correcto, sin conseguirlo, a pesar de los ánimos de Amalia y de que el profesor le repite una y otra vez:

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