Authors: Manuel Vázquez Montalbán
A pesar de su condición de pabellón superviviente, diríase que la arabizante casa de los fangos da sentido a todo el conjunto del balneario. Es su historia, su más antigua memoria y al mismo tiempo está situada en un hipotético centro radial del que salen los segmentos que van a delimitar el perímetro del edificio moderno y principal. De día el encalado blanco reverbera bajo el sol; de noche, cuando hay luna le dedica toda su luz para exaltar el volumen fantasmal de un edificio que tiene alma de ruina. Los clientes de la clínica descienden hacia él por un camino a veces escalonado que conduce hasta su puerta principal en herradura y los clientes del lugar entran por una puerta trasera que comunica a su vez con la puerta sur del parque, la que va a parar a una de las torrenteras más caudalosas que nutren el Sangre. Nada más traspasar la puerta principal de herradura aparece la fuente, imitación de la del Patio de los Leones de la Alhambra, fuente coronada por un niño meón de la que en otro tiempo manaba continuamente el agua caliente y sulfurosa que ahora depende de la llave de un grifo que dosifica su progresiva extinción. Estucados vegetales en las columnas y en los techos, azulejos en altos zócalos restaurados y a derecha e izquierda sendas galerías abovedadas en ladrillo, la de la derecha para las mujeres, la de la izquierda para los hombres. Pasillos con bancos de cemento y azulejo y puertas abiertas a las cabinas para los fangos, pequeños receptáculos de cinco metros cuadrados para una cama de cemento con colchoneta y abrevaderos por donde circula el agua sulfurosa que formará el barro con los polvos antirreumáticos de fabricación alemana. Poca la luz, olor a azufres, masajistas lugareños con pantalones cortos, que parecen calzoncillos, y camisetas relavadas. No hay en estos masajistas ni un asomo de impregnación de las formalidades exigibles al masajista moderno. Son viejos practicantes que colocan manotazos de barro caliente en los puntos de dolor del paciente y lo envuelven con sábanas amarillas por los azufres para dejarlo abandonado como una momia envuelta con sus propios excrementos. Consistencia de mierda sulfurosa de la tierra tienen los fangos y desde su postración amortajada el paciente cree sentir cómo le penetra en el cuerpo un extraño abono, frente a la bóveda de ladrillo lagrimeante por las humedades, en los ojos el peso de una luz escasa que alarga contornos de purgatorio a los hombres y a las cosas. En la entrega del cuerpo al poder de los fangos hay algo de creencia en la existencia de lo que no vemos y de recuperación de un contacto con lo bueno y lo malo según su vinculación con la tierra misma. Es el barro, el miserable barro del que según las Sagradas Escrituras estás hecho, el que viene a curarte las pupas y a deshacerte las herrumbres de las junturas de tu cuerpo. Pero Carvalho aún no es un reumático y había soñado otra situación bien diferente. Para él los baños de fango era sumergirse en una piscina de barro recién salido de las entrañas de un volcán calmado y en cambio la experiencia se reducía a ser enfangado por un albañil local al que sólo le faltaba la paleta para construir un muro rutinario de reumáticos y gotosos, adobes de carne que luego se le entregaban embarrados para que los limpiara al chorro de una manguera y les devolviera su condición de limpios desnudos, mates más que brillantes en la atmósfera amarilla de aquellas catacumbas. Y por doquier ruidos de aguas controladas o incontroladas, la sensación de que las aguas incontroladas venían de lejos e iban a parar a una segunda vida del viejo balneario, oculta a los bárbaros del norte que lo habían remendado y modificado para adaptarlo a la industria de la salud. No había una correspondencia exacta entre el volumen exterior del pabellón y las dependencias internas en funcionamiento, por lo que Carvalho dedujo que debía haber dependencias hibernadas.
—Hay una galería corta tapiada y una escalera que conduce a un sótano que no se usa; precisamente por ahí llegan las aguas sulfurosas y se dice que hay una mina abierta que lleva hasta bien dentro del cerro del Algarrobo. Le llaman cerro del Algarrobo, pero no porque haya uno solo, que bien lleno está.
El masajista local desconfía de todo residente del nuevo balneario que ha osado descender hasta una dependencia que, para los clientes foráneos, suele ser más parte del paisaje que instrumento de curación. En cambio se mueve a sus anchas entre la mayoría de ancianos rebozados en albornoz que esperan su turno. Son las suyas conversaciones de barbería y algo de albañ—esquilador en horas libres tiene el masajista que ha atendido a Carvalho, superviviente de una vieja manera de depredar las medicinas de la tierra. Casi nunca en las conversaciones intervienen los clientes del nuevo balneario ni por su presencia ni como tema. Como si no existieran. Son contados los que escogen tomar los fangos en el viejo pabellón y a lo sumo se acercan a él, lo husmean, lo visitan como si acabaran de bajar de un autocar en un viaje turístico por un circuito de singularidades arqueológicas y geográficas a cubrir en un día. Por eso le sorprendió a Carvalho ver a mistress Simpson encaminarse hacia la galería de las mujeres, cubierta por una bata de nylon acolchada y subida sobre los tacones recios y altos de unas zapatillas con borla. Los gritos jocosos que la americana lanzaba a guisa de saludo rompían todas las lógicas del pabellón: se interrumpían las conversaciones de barbería, se paralizaban expectantes los y las masajistas, cada momia en su cama tenía noticia de que acababa de llegar un imprevisto visitante dispuesto a hacerse notar. La mayor parte de los indígenas consideraba que gritar así era impropio de una dama y más de una dama de tantos posibles. Si el dinero no sirve para tener educación, se preguntaban, ¿para qué sirve el dinero? Pues para pegarse la vida padre como esos de ahí arriba. ¿Qué vida padre se pegan? Les tratan peor que yo a mis cerdos. No pueden comer ni algarrobas. Les dan una agua sucia cada mediodía y un vaso de zumo de frutas de noche y han de pagar como Rockefellers. Y todo porque viven demasiado bien. Ya les pondría yo a hacer autopistas y se les quitarían todos los males. Los sacaría de los despachos y los pondría a hacer carreteras, joderían menos a los demás y no tendrían que hacer régimen. A Carvalho le llegaba la conversación en la posición de recién instalado en la mortaja de fango. Desde hacía muchos años se sentía por primera vez clasificado dentro de un grupo, él, que tanto había alardeado de ser un fronterizo, un outsider merodeador por las fronteras de todos los cotos cerrados de las conductas clasificables. Para los tertulianos de la catacumba él era igual que el general Delvaux o las hermanas alemanas o el señorito Sullivan o los representantes catalanes o los ejecutivos alemanes que cada mañana trataban de ensartar al pobre Von Trotta con sus pelotazos. ¿Y acaso no era cierto? No tenía su dinero pero entraba en su juego, tanto en la forma como en el fondo, a partir del momento en que trataba de envejecer con dignidad pagándose la vejez de un rico o al menos distrayendo el miedo a la decrepitud y a la muerte mediante juegos de balneario.
—Yo no me cambiaría por ellos.
—Pues usted no sabe lo que se dice. Esta gente lo pasan mal quince días, veinte, treinta, y ni siquiera lo pasan mal, porque según ellos hacen salud. Pero luego salen y vuelven a lo de siempre. A ser los mismos. A lo suyo.
También él volvería a ser él mismo. Volvería a su realidad aplazada. A la melancolía progresiva de Charo, encerrada con dos juguetes rotos y vitalicios, su oficio y sus relaciones con Carvalho. Y con
Biscuter
. Tendría que reeducar a
Biscuter
y orientarle hacia una cocina de bajas calorías.
—Usted haga salud, jefe, que yo mientras tanto estudiaré un libro que me he comprado para guisar cosas que vayan bien al cuerpo.
—No te pases,
Biscuter
. No hay que hacerle demasiadas concesiones.
—¿A quién?
¿A quién? A ésos, había contestado Carvalho, y dejó a
Biscuter
la responsabilidad de aislar a los enemigos entre el resto de humanidad sospechosa de hostil. Durante el viaje en coche hasta el valle del Sangre, discutió consigo mismo sobre la lógica de su comportamiento. No tenía otro miedo que la vejez desvalida y decrépita y larga y sin embargo gastaba parte de sus ahorros en una inversión en futura calidad de vejez que nadie le agradecería, ni siquiera él mismo. Casi todas las gentes del balneario creían en su propia salud, incluso en el uso social de su buena salud y en el buen gusto de no transmitir a sus hijos una presencia impresentable. Es ya lo único que les asusta, que les conmueve profundamente: el miedo a una posible traición de la propia biología.
—Un día me traeré una cazuela y me pondré a hacer un arroz picante con conejo y caracoles al lado mismo del parque del balneario. Para que se jodan esos muertos de hambre.
Ya estaba Carvalho con el albornoz puesto y por la entreabierta puerta veía al vengativo viejecillo que esperaba su turno de fangos.
—Sólo de oler el aroma se volverán locos.
—No te dejarán hacer eso.
—¿Quién me impide a mí guisar un arroz con conejo en el bosque?
—Yo. ¿Cómo se hace ese arroz, señor Luis?
—Pues lo más sencillo de este mundo. Un sofrito con lo que ha de tener un sofrito, conejo, una buena picada de ñoras, ajos y pimienta a medio moler y los caracoles ya cocidos añadidos a medio cocer el arroz, que han de quedar enteritos. Y pimentón. Nada de azafrán.
—Pues a mí el pimentón me repite.
—Pues échele azafrán, cono, que de ese detalle no depende el guiso.
—Y para la llaga, ¿qué?
—Para la llaga, Primperán antes del arrocito, y después del arrocito, bicarbonato; así lo vengo haciendo desde que me salió y me he metido muchos arroces picantes ya entre pecho y espalda.
—Y luego a los fangos porque no se aguanta usted en pie.
—Yo me aguanto en pie como siempre. Si tomo fangos es porque los tomaba mi padre y mi abuelo… Aquí todo el mundo ha tomado fangos desde los tiempos de los romanos y no era por el reuma, que entonces no había tanto reuma como ahora.
—¿Y usted qué sabe?
—El reuma es cosa moderna. Lo leí en un libro. Antes la gente se moría de un hachazo o de comer o de no comer. Pero no tenían tantas puñetas.
Reconocieron en Carvalho a uno de los del balneario y le dedicaron despedidas corteses y miradas de curiosidad. Carvalho se detuvo ante el viejecillo, puesto en pie para su turno, una columnita de huesos frágiles sobre la que se aguantaba la cabeza de un pájaro sin plumas.
—Perdone pero he oído su receta del arroz picante con conejo y quisiera preguntarle si lleva pimiento o no lleva.
—Es un arroz modesto, sin importancia.
Reía el viejo con los ojos cerrados para ocultar el recelo por si sus críticas habían sido escuchadas.
—Pero claro que puede añadirle pimiento, y si es asado y sin piel, mejor, rojo o verde. Y alguna verdura, preferentemente judía tierna, de la ancha, que tiene un sabor más áspero.
—Sabe usted comer, abuelo.
—A mí a comer no me enseñan ni los franceses, que son, dicen, los que más saben.
Se despidió Carvalho con la mano en alto, pero lo detuvo el reclamo del viejo.
—Joven. Si quiere que el arroz salga para chuparse los dedos, fría el hígado del conejo y lo añade a la picada de la ñora y el ajo.
Y le guiñó el ojo.
—Serás zorro. A nosotros nos callas el detalle y se lo sueltas al forastero.
—Me ha caído bien. A ése le gusta comer.
Carvalho se detuvo ante la fuente de la que manaba el agua sulfurosa y ante la mismísima mistress Simpson, que contemplaba embelesada algo que ella sólo veía.
—Esa agua es tan antigua como el mundo, mistress Simpson.
La vieja se volvió sorprendida quizá por el americano más que inglés que Carvalho había empleado para dirigírsele. Un rostro neutro con maquillaje sin duda adecuado para recibir baños de fango. Un rostro horroroso que parecía un mapa de desastres cubierto por una crema blanca y triste y una voz tan amable como fría que dijo:
—A mí el mundo dejó de interesarme hace cuarenta años.
Por fin fue junto a la piscina cuando el coronel Villavicencio se atrevió a revelar al general Delvaux su condición de militar, bueno, de ex militar, aunque mi general sabe, porque la conciencia del ejército es universal, que un militar es militar mientras vive. Que él se le revelara no quiere decir que el otro la asumiera inmediatamente, pareció hacerlo, sonrió y ya se iba hacia las escaleras para su diario ejercicio de gimnasia acuática cuando Duñabeitia advirtió que no había entendido nada por culpa del pésimo francés de Villavicencio y actuó de traductor. Delvaux escuchó atentamente, dio un paso atrás y exclamó:
—
C'est extraordinaire!
Villavicencio, en cambio, le saludó militarmente a pesar de que ambos iban en traje de baño pantalón y luego le estrechó la mano efusivamente, embarazado por el final del secreto, pero íntimamente satisfecho.
—
C'est extraordinaire!
—repetía el belga poniendo por testigo a su mujer, una escuálida pelirroja descolorida que contempló a Villavicencio como si en su cabeza no entrara la evidencia de que aquello era un militar.
—A sus órdenes, mi general. Me considero siempre a punto para el servicio, a pesar de mi jubilación impuesta por unas circunstancias que han puesto a prueba mi talante patriótico.
Esta vez el vasco no se portó bien y traicionó la confianza de Villavicencio diciéndole a Delvaux que había dejado el ejército porque los socialistas querían quitarle la fábrica de piensos aplicándole la ley de incompatibilidades. Siguió considerando extraordinario el asunto Delvaux, saludó ambiguamente y se fue hacia la piscina, mientras Villavicencio interrogaba a Duñabeitia.
—¿Qué les has dicho de incompatibilidades? Mira que te he entendido.
—Le he dicho que los socialistas y tú erais incompatibles. Es que tú chico se lo has dicho tan retorcido que no podía entenderlo.
—Los militares estamos acostumbrados a hablar en clave.
—Pero las claves de Bélgica no son las mismas que las de España.
—Hablar en clave es un lenguaje universal en sí mismo.
—Chico, yo he hecho lo que he podido.
—No me fío. Aquí me traduces como te pasa por los cojones y en el País Vasco si me pillas me pegas un tiro.
Llegó tarde doña Sólita para prohibir el comentario por el simple gesto de interrumpir la calceta y llevarse un dedo a los labios, pero el vasco no se dio por aludido y se tumbó con el pecho contra la tumbona para poder ver a la suiza echada sobre el césped con los pechos al sol y el marido al lado, a media asta. Villavicencio seguía elucubrando sobre lo interesante que sería un intercambio de opiniones y de información estratégica con el belga, pero no con éste como intérprete, que éste luego va y se lo cuenta todo a los de ETA. Calla, coronel, y déjame contemplar a esa maravilla, y usted perdone, señora Sólita, pero hay cosas que no se pueden aguantar. Mire, mire, joven que para eso está la juventud y las mujeres en el fondo agradecemos que nos miren. Esperaba el vasco alguna reacción celtíbera del coronel, pero una vez más comprobó que cuando doña Sólita sentenciaba, el coronel se ponía firmes mentalmente, como si se tratara de la orden de un superior jerárquico y, además, no se atrevía el militar en presencia de su mujer a mirar descaradamente a la suiza y lo hacía a hurtadillas y con mueca de no hay para tanto, aunque tuviera las pupilas incandescentes y el bigotillo bailante sobre una boca que no sabía qué hacer con la saliva que se iba acumulando. Sólo había tres horizontes posibles: el vegetal, las estalagmitas de botellas de agua mineral que crecían por doquier y la suiza. Al este de Helen enrojecían al sol las hermanas alemanas embutidas en tres maillots negros que les daban cierto aspecto de fichas de dominó vistas por el lomo y al oeste una variada gama de mujeres europeas que ofrecían al sol sus pechos huevo frito o pera en almíbar o pechos punching deshinchado. Los pechos huevo frito parecían esos huevos hechos a la plancha en cafeterías, huevos en los que la clara cuaja con una cierta tristeza blanda y la yema es víctima de la anacrónica maldición del Todo o Nada: o tiembla de crudez o ha cambiado de reino de tanto cocimiento. Los pechos pera necesitan al parecer el entramado de venas azules que compitan con la tentación del vencimiento, a manera de estructura interna vencida por la conspiración de las glándulas, y cuando las propietarias del peral se tumban frente a los soles, sus pechos parecen obras de pastelería desmoronada, como pudines donde se combinó mal la leche con el bizcocho. Y en cuanto a los pechos punching deshinchado, se ofrecen al sol a la espera del milagro del calor y de la primavera, y al vasco se le ocurre que aplicando los labios en los pezones y soplando, esos pechos volverían a ser lo que fueron y a los rostros de las bañistas alineadas al sol subiría una sonrisa de satisfacción y agradecimiento, ni siquiera necesaria la apertura de los ojos para reconocer al hábil soplador. Jugueteaba ahora el vasco con los vientres masculinos soleados y también estableció categorías fundamentales: vientre pepino de preñado masculino horizontal, vientre caído en persecución de los propios cojones y vientre cámara acorazada, en el que cabe todo. Reía doña Sólita las clasificaciones del vasco, convenientemente adecentadas al desensimismarlas y ofrecerlas a la colonia española de adelgazantes y depurados.