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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

El Balneario (14 page)

BOOK: El Balneario
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—Por la pureza de la raza hacia la inocencia congénita. Son alemanes y ricos y por lo tanto son inocentes. Pronto descubrirán lo mismo los franceses, los belgas y el cerco en torno a los delincuentes, a los asesinos, se irá estrechando.

—¿Asesinos? ¿Pero no lo armó todo el Von Trotta ese, el jodio viejo?

—No. Von Trotta también ha sido asesinado.

—Pues nosotros también tendremos algo que hacer.

—¿Quiénes somos nosotros?

—Pues los españoles. Como se pongan en plan nacionalista, a mí no me pasan la mano por la cara.

—Sospechan del personal de servicio.

—Por ahí se podría empezar, porque hay cada uno que parece recién llegado de la sierra con el trabuco plegable. ¿Y ese Serrano, el de la policía, ya sabe lo que se hace?

—Cree saberlo. Pero tiene más miedo que todos nosotros juntos a que el caso le venga ancho y a estas horas debe de tener toda clase de presiones empresariales, políticas y diplomáticas para que resuelva cuanto antes este galimatías.

—A ver si me fastidian la salida el sábado. Me parece que les busco un asesino y les digo: venga, ése al talego y a salir todos. Luego ya se arreglarán.

Le tocó el turno de pesaje a Carvalho y Helda le recibió con sus buenos días maliciosos de costumbre. A ver a ver ese peso. ¿Cuántos whiskies se ha bebido esta noche? Bueno. Bueno. Ha bajado poco, pero con este clima que se ha creado, el organismo no responde al tratamiento y los nervios retienen líquidos.

—Curioso el caso de Von Trotta.

—No me hable. No he podido dormir en toda la noche. Un acto absurdo. Aquel hombre tan, tan…

—Elegante.

—Elegante, ésa es la palabra.

—Pero ya se sabe que no fue Von Trotta. Ya se sabe que fue asesinado.

Helda apenas si se creyó en la obligación de demostrar sorpresa. Apenas un ladeo de cabeza y un ¿ah, sí? que no distrajo la atención con que atendía las convulsiones de la aguja registradora de la presión sanguínea de Carvalho.

—Le ha bajado mucho la mínima. Eso está bien. Está bien. No creo que usted sea un hipertenso crónico, pero llegó aquí en muy malas condiciones. Cuando salga vigílese la presión siempre que pueda, ahora hay unos aparatos en las farmacias que funcionan con monedas y te miden la presión perfectamente.

—¿Le constaba a usted que hubiera alguna relación entre Von Trotta y mistress Simpson?

—¿A mí? ¿Por qué? Von Trotta trabajaba aquí incluso desde antes de mi llegada y mistress Simpson creo que era el cuarto año que acudía a la clínica. Es todo tan absurdo. Tan inexplicable.

—¿Era una dienta difícil?

—Mistress Simpson era una dienta exigente, no difícil. La misma exigencia que tenía para consigo misma.

—Pero era algo conflictiva. Yo la he visto discutir con personal de la dirección.

—Había que saber llevarla. Aquí todas las personas son amables y afables hasta que no se demuestra lo contrario. De mañana, con el albornoz puesto, todos parecen iguales. Pero es un falso uniforme. Han aplazado sus problemas fuera de la clínica, sólo aplazado.

—¿Qué problemas?

—Los que no tienen una angustia real se la inventan, señor Carvalho. ¿No cree?

—Es posible.

Salió Carvalho con el pasaporte en regla y se encontró a Sánchez Bolín como único poblador de la antesala.

—¿Qué pasa aquí? ¿Han evacuado la clínica?

—Hace un momento estaba esto lleno.

—Pues cuando yo llegaba se marchaban todos en fila india conducidos por el loco ese, por el marido de la guapa. ¿Alguna novedad?

—Von Trotta ha sido asesinado.

—¿Quién es ése? ¿Tiene algo que ver con una directora de cine alemán?

—No creo. Es el profesor de tenis.

—Dios mío, el ahorcado. No le ha bastado con ahorcarse sino que además se ha hecho asesinar.

Se fue Sánchez Bolín a saber algo más sobre sí mismo, es decir, el peso que tenía aquella mañana, y Carvalho marchó hacia la dirección. Allí estaba la comisión alemana dirigida ora por el suizo, ora por el comerciante de Essen, aunque a medida que avanzaba el cerco la entereza del suizo se descomponía y a la vez le estallaba en estridencias histéricas. En cambio, el honrado comerciante de Essen demostraba un aplomado dominio de la situación que sus compatriotas le agradecían y empezaban a considerar al suizo más una molestia que una ayuda. Carvalho buscó a Helen en el grupo, pero no estaba. Se había quedado apartada, mordiéndose la punta de los dedos, contemplando a su marido obsesivamente, como si quisiera enviarle un telemensaje que él no recibía o no quería recibir. El tumulto alemán había concienciado a la totalidad del balneario y otros grupos se formaban a una respetable distancia, primero críticos del comportamiento de los alemanes, pero luego progresivamente comprensivos y cada vez más convencidos de que si hasta los alemanes, fríos y razonables, reaccionaban de aquella manera, era porque había un motivo evidente y era necesario tomar partido en el asunto. Molinas se asomó a la puerta y pidió que se formara una comisión que finalmente formaron el industrial, una de las hermanas alemanas y el tenista que había tratado de destruir a Von Trotta mañana tras mañana. La exclusión del grupo negociador fue demasiado para el suizo. Se apartó del grupo y empezó a vociferar insultos contra todos, a patalear, a lanzar puñetazos al aire y de pronto se dejó caer en el suelo retorciéndose y babeando. El ataque de epilepsia era evidente y en el corro de espectadores destacaba la presencia de una saltarina Helen, unas veces adelantándose de puntillas hacia el revolcado cuerpo de su marido, otras retrocediendo y buscando refugio entre los mirones. Carvalho trató de imponer su voz para que le trabaran la lengua, pero no fue obedecido, y cuando se disponía a echarse sobre el suizo con un cinturón de su propio albornoz en la mano, llegó corriendo Helda al frente de un pelotón sanitario en el que formaba parte Gastein y el más forzudo de los masajistas masculinos. Rodearon el cuerpo del suizo, le introdujeron un objeto metálico en la boca que no pudiera tragarse y que al mismo tiempo le impidiera morderse la lengua y mientras le sujetaban Helda le puso una inyección calmante en un culo blanco y en forma de pera lleno de granos y de cabalísticos recorridos vellosos. Cargaron luego el cuerpo en una camilla que marchó rauda hacia el ascensor rodeada del comando médico y de Helen. Carvalho aprovechó el revuelo para meterse en el despacho utilizado por la policía y allí estaba Serrano escuchando un programa radiofónico a través de un pequeño transistor de bolsillo.

15

Sí. Se había enterado de lo que había pasado allí fuera. Pero seguía atento al programa que trataba el tema de la lucha contra la droga y la organización policial española para hacerle frente. De vez en cuando, Serrano le guiñaba el ojo y musitaba: mentira, todo mentira. Con veinte duros de presupuesto quieren que les metas a Al Capone en la cárcel todos los días. Había una discrepancia total entre el lenguaje sabio, convencional, ceremonioso, empleado por los policías, los funcionarios del Ministerio del Interior, los psicólogos y el locutor que dirigía el programa y las chanzas que Serrano parecía dirigirse a sí mismo, Carvalho al margen. Se hastió el policía de escuchar cosas que no le convencían y cortó la voz del transistor.

—Chorradas. Discursos. Pamplinas. Yo he trabajado en lo de la droga durante tres o cuatro años y sé de qué va. Te rompes los cuernos para hacerles cosquillas, y eso, sólo les haces reír. Pero al menos vas tocando resultados, pequeños, inútiles, pero resultados y te llaman y te dicen: muy bien, Serrano, otro alijo como éste en este trimestre y se va a hablar de esta brigada. Y yo sabía cómo se comportaban todos. Los camellos. Los yonquis. Las putillas y los putos drogadictos… Me conocía el terreno como la palma de la mano. Estaba todo como ordenado. Cada cual se comportaba como se esperaba.

—Parece añorar aquellos tiempos.

—Sí. Un policía debe conocer sus propios límites y no debe ir más allá. Te dan una parcela y a trabajarla. El resto del mundo no depende de ti. Ni la suerte de la gente con la que te relacionas, para bien o para mal. Ya son lo que son y siempre serán lo que son, hagas lo que tú hagas. ¿Entiende? Por eso después de un interrogatorio un policía puede encender un cigarrillo tranquilamente y compartirlo con el peor de los asesinos. Después del interrogatorio los dos han cumplido y ya no deben temerse.

—¿Ni siquiera después de una paliza? ¿Usted cree que el apalizado no le odia?

—No. Depende del tipo. Yo ya no he cogido la época política, cuando cascaban a políticos. Yo sólo he tratado con chorizos y cuando les has dado dos hostias se han quedado con ellas. Sabían que había que dárselas. Bueno. No nos pongamos nostálgicos. ¿Qué pasa ahí?

—Esta gente no forma parte de sus reglas del juego, Serrano. ¿A usted nunca le han dicho: usted no sabe con quién está hablando?

—Sí.

—Pues empieza a ser un clamor en toda la clínica. Todos están empezando a decir: ustedes no saben con quiénes están hablando.

—Cumplo instrucciones y tengo una solución transitoria de compromiso para aplacar los ánimos. Pero quiero esperar un poco más, hasta que lleguen los informes internacionales de los dos fiambres. No vaya a ser peor el remedio que la enfermedad. Este lío no le interesa a nadie, amigo, pero el ministro no quiere una interpelación parlamentaria por culpa de una chapuza. Si los parlamentarios se metieran la lengua donde yo me sé, esto lo liquidaba yo en seis horas.

—¿Tiene usted el historial de todos los que estaban en la clínica la noche en que mataron a la vieja?

—El de los españoles, sí. El de los extranjeros, incompleto.

—¿Algo interesante?

—Hay algo de tela. Alguien a quien atribuir el
consumao
, si hace falta. Pero hay que esperar.

Volvió a conectar el transistor. La audiencia había terminado. Carvalho se fue a la recepción. Hasta allí llegaban las voces alteradas de la delegación alemana discutiendo con Molinas. Los belgas esperaban turno, pero Delvaux no estaba al frente de la delegación. Permanecía como en la retaguardia, respaldando la acción pero en la reserva, consciente del añadido de transcendencia que representaría poner todas sus estrellas en aquel tapete. Los españoles estaban reunidos en el salón de televisión, le informó madame Fedorovna, como diciendo: hasta ésos. Y allí estaban al completo, incluso Sánchez Bolín, atentos al discurso que estaba haciendo un catalán, Colom, un otoñal con el cabello teñido y las patillas cuidadosamente canas. Tenía bronceado anual de Club Natación Barcelona y un abdomen contenido por tres masajes semanales a lo largo de todo el año, uno manual, otro acuático y el tercero linfático. Trataba de decir, sin molestar a nadie como repetía una y otra vez, que con él la cosa no iba, que él no tenía por qué formar una banda con nadie. De la misma opinión eran la mayoría de los catalanes, así las mujeres obesas y solitarias como los hombres maduros y lustrosos que consideraban su estancia en El Balneario dos veces al año como sus únicas vacaciones, insistían, mis únicas vacaciones, con la voluntad de impresionar a los otros españoles, en su concepto poco dados al trabajo o, a lo sumo, no tan dados al trabajo como los catalanes, el tercer pueblo en el ranking de trabajadores del mundo, después de los japoneses y los norteamericanos.

—Sin molestar, ¿eh? Sin que nadie se moleste, ¿eh? Pero éstas son cosas que cada cual debe tener según su conveniencia. No es que yo no me sienta uno más de vosotros, ¿eh?, pero cada uno es cada uno y ¿qué vamos a sacar haciendo el
ximple
, perdón, el simple, manifestándonos como si fuéramos obreros de la construcción y empreñando al pobre señor Molinas, pobre hombre, que se le ha caído la casa encima? Y luego armando barullo no se gana nada. Hablando la gente se entiende, pero el que se pique, que se rasque, nadie le va a rascar si no lo hace él. Es un decir, ¿eh? Y yo respeto todas las posiciones, todas, ¿eh?

—Si no se trata de crear un movimiento subversivo, Colom, cono. Se trata de que todo Dios se ha organizado para acabar con esto cuanto antes y nosotros vamos a salir los últimos de misa.

—Pues saldremos los últimos, coronel, ¿qué más da? Y si ésos ganan algo armándola, pues ya nos beneficiaremos.

Una dama nacida en Madrid, pero criada en Toledo, como solía informar de buenas a primeras, se sacó sus pensamientos de la cornisa cantábrica de sus pechos y entre anhelantes suspiros se lanzó al rollo dialéctico:

—Pues yo no estoy de acuerdo contigo, Colom, pero es que nada de nada…

—Bueno. Yo no quiero imponerme a nadie, ¿eh?

—Pero es que nada, Colom, pero es que nada… y no es que yo… porque yo ni quito ni pongo rey… pero contigo, Colom, es que no estoy de acuerdo, pero en nada, en nada de nada de nada de nada…

De nada… de nada…, repitió un eco mayoritariamente femenino.

—Pero es que, Colom, yo a los catalanes no os entiendo. —Ya lo sé, Sullivan, que somos muy nuestros… ya lo sé…

—¿Qué perdemos vacilando un rato? Vamos a por el Molinas o a por los Faber y les decimos: oiga, que no nos chupamos el dedo y si hacen concesiones a sus paisanos, también a nosotros. Descargas adrenalina. Te cagas en sus muertos y a tomarte el caldo vegetal o la lavativa, que para eso estamos. Pero ¿qué cuesta zarandearles un poco?

—Yo no estoy de acuerdo con el amigo catalán, pero tampoco contigo, Sullivan.

—Explícate, coronel.

—El se pasa de prudencia, de eso que en Cataluña llaman
seni
.


Seny
.

—Bueno,
seni,
en castellano eso que tú dices se pronuncia
seni
, creo yo. Pero no nos vamos a liar en problemas lingüísticos, tengamos la fiesta en paz. Yo no estoy de acuerdo en que nos mordamos la lengua y ahí nos den todas las tortas. Pero tampoco en vacilar por vacilar. Un día se puede vacilar por vacilar, como la otra noche. Pero las cosas serias se toman seriamente, Sullivan, que ya no tienes veinte años.

—A mí me gustaría oír la opinión de este señor. —El hombre del chandal se había levantado y señalaba acusadoramente a Sánchez Bolín—. Supongo que un escritor tiene mucho que decir ante una situación como ésta.

Sánchez Bolín contemplaba al hombre del chandal como si fuera un enano mental, pero no lo era físicamente y optó por una respuesta dilatoria.

—Que yo sea escritor no quiere decir que tenga una opinión formada sobre lo que está pasando. Hasta que no aparezca un tercer cadáver yo considero que estamos en una situación todavía tolerable.

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