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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

El antropólogo inocente (5 page)

BOOK: El antropólogo inocente
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Inmediatamente se percibía un exotismo mucho más marcado que en las regiones meridionales. N'gaoundéré se considera ciudad fronteriza entre el norte y el sur y goza de popularidad entre los blancos por su clima suave y su comunicación ferroviaria con la capital. No obstante, y a pesar de los cambios experimentados debidos al impacto del ferrocarril, todavía conserva grandes zonas de edificaciones tradicionales con techumbres de paja. Más al sur, éstas han sido totalmente sustituidas como consecuencia de la pasión por el hierro acanalado y la chapa de aluminio, materiales que las hacen intolerablemente calurosas cuando les da el sol y actúan como radiador que garantiza una noche tan tórrida como el día. Estas chabolas de chapa acanalada contribuyen en gran medida a la fealdad de las ciudades africanas, a ojos de los occidentales. Ello se debe en parte a un puro etnocentrismo: mientras que las cabañas con techumbre de paja resultan «pintorescas y rústicas», las casuchas de chapa recuerdan nuestros barrios de chabolas. Con todo, N'gaoundéré no era tan repulsiva como la mayoría de las poblaciones africanas. De noche y con centenares de fogatas encendidas para cocinar, respondía exactamente a la idea que tiene un occidental de África. De día se ven montones de basura putrefacta por entre los que una juventud dorada circula en ciclomotores adornados con flores de plástico.

Como primera providencia, el alemán y yo tuvimos que enzarzamos en un arduo regateo con un taxista. Mientras que probablemente yo habría asumido mi papel histórico de victima del robo, el alemán se entregó al tira y afloja con la fiereza y el aparente desprecio hacia todos los taxistas que identifiqué como marca del que se sabe desenvolver de verdad. La consecuencia fue que nos vimos conducidos con un mínimo retraso y a un precio razonable a la misión católica, donde fuimos recibidos calurosamente por los sacerdotes, a quienes él conocía bien.

Existe una creencia generalizada en el sentido de que los misioneros han tomado sobre sus hombros el manto de la hospitalidad medieval para con los viajeros. Algunos ciertamente ofrecen alojamiento, pero más para miembros de su propia organización que tienen que asistir a reuniones y conferencias que para insulsos vagabundos. Ya han sufrido suficientemente las consecuencias de albergar a autoestopistas sin dinero que esperan vivir a costillas de África lo mismo que hacen en Europa. Debido a sus abusos, la hospitalidad se ha recortado, de lo contrario las misiones se habrían hallado dedicadas únicamente al ramo de la hostelería.

Pero yo estaba ansioso por llegar a la misión protestante, donde creía que me aguardaban. Con los retrasos de la documentación, había consumido ya dos meses de mi tiempo y todavía no había visto a un solo dowayo. Empezaba a acometerme el insistente temor de que no existieran, pues la palabra «dowayo» era un término autóctono que significaba «nadie» y que había sido recogido como respuesta a la pregunta formulada por un funcionario de distrito. «¿Quién vive allí?», pregunté cortésmente en la misión católica. Sí, parecía que los dowayos sí existían. Por fortuna, los católicos habían tenido poco contacto con ellos: eran un pueblo terrible. En la escuela que regentaban los padres, eran siempre los peores alumnos. ¿Por qué quería estudiar a los dowayos? Su modo de vida respondía a una sencilla explicación: eran ignorantes.

4. HONNl SOIT QUI MALINOWSKl
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Los antropólogos jóvenes son una autoridad en todo lo concerniente a los misioneros antes de conocer a ninguno, pues desempeñan un importante papel en la demonología de la disciplina) junto con los administradores engreídos y los colonos explotadores. La única respuesta intelectualmente admisible a la hucha que hace resonar en tus narices alguien que recoge dinero para las misiones es una refutación razonada del concepto global de interferencia misionera. La documentación está ahí. Los antropólogos señalan) en sus cursos introductorios) los excesos y la cortedad de miras de las misiones melanesias, que terminaron dando lugar a los cultos «cargo»
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y provocando hambrunas. Las órdenes brasileñas del Amazonas han sido acusadas de tráfico de esclavos y de prostitución de menores, de robar tierras y de intimidar a los indígenas por la fuerza y con el fuego del infierno. Las misiones destruyen las culturas tradicionales y el autorrespeto de los nativos, reduciendo a los pueblos de todo el globo a un estado de indefensión, convertidos sus integrantes en imbéciles desconcertados que viven de la caridad y en dependencia cultural y económica respecto de Occidente. El gran fraude reside en querer exportar al Tercer Mundo sistemas de pensamiento que el propio Occidente ha desechado hace tiempo.

Todo esto estaba en mi subconsciente cuando llegué a la misión norteamericana de N'gaoundéré. Hablar siquiera con los misioneros era en cierta medida una traición a los principios antropológicos: desde que Malinowski, el inventor del trabajo de campo, lanzó al etnógrafo su apasionada conminación a abandonar la veranda de la misión y penetrar en los poblados, a todos mis colegas les persigue la obsesión de liberarse de esta mácula. Pensé, no obstante, que manteniéndome alerta contra las añagazas del demonio, hablar con gente que conocía el país Dowayo podía ahorrarme mucho tiempo.

Para sorpresa mía, me recibieron calurosamente. En lugar de ser agresivos imperialistas culturales, los misioneros me parecieron —con la excepción de un par de la vieja escuela— extremadamente reacios a imponer sus puntos de vista. De hecho, daba la impresión de que atribuían a la antropología un papel embarazosamente destacado como remedio soberano de los desafortunados malentendidos culturales, función que honradamente yo no habría reclamado para la disciplina.

Mi primer contacto fue Ron Nelson, que dirigía una emisora de radio cuyos programas eran difundidos por gran parte de África occidental, siempre que los transmisores no hubieran sido nacionalizados por uno u otro gobierno. Su esposa y él irradiaban una especie de fortaleza apacible distante de la histeria de los escuadrones divinos que esperaba yo; al fin y al cabo, cualquiera que fuera a cristianizar a los gentiles tenía que ser un fanático religioso y ciertamente encontré algunos entre los grupos más extremistas que trabajaban en Camerún, gentes que me censuraron por llevarme un par de muñecas de la fertilidad a Europa, sobre la base de que estaba importando el demonio al territorio de Dios; debían ser quemadas, no exhibidas. Por fortuna, se trataba de una minoría y, aparentemente, en declive, si los misioneros jóvenes que conocí servían como indicio.

En general, resultaba sorprendente lo mucho que se estaban estudiando las culturas y lenguas locales, las numerosas traducciones, investigaciones lingüísticas puras e intentos por adaptar la liturgia al sistema simbólico autóctono que se hacían; mi propia investigación habría sido inviable sin el apoyo de la misión. Habiendo depositado incautamente mis fondos en el buche del banco africano, sólo gracias a la misión pude prepararme para iniciar mi trabajo. Cuando enfermaba, el hospital de la misión me parcheaba; cuando no podía regresar a mi casa, los misioneros me acogían, y cuando se me acababan las provisiones, me permitían comprar en su economato, que en teoría era sólo para su personal. A ojos del extenuado y hambriento estudioso, se trataba de una cueva de Aladino repleta de manjares importados a precios reducidos.

Pero, para un antropólogo en absoluto preparado, ni material ni mentalmente, para las tierras africanas, la misión no era únicamente un sistema de apoyo al que podía recurrir en casos de apuro, era asimismo un importantísimo santuario donde, cuando las cosas simplemente se ponían demasiado duras, uno podía refugiarse, comer carne, hablar en inglés y estar con personas para las cuales la más sencilla declaración no debía ir precedida de largas explicaciones.

Los misioneros franceses también me tomaron un poco bajo su protección, claramente convencidos de que nosotros los europeos debemos permanecer unidos frente a los americanos. Mi favorito era el P. Henri, un hombre alegre, extrovertido y muy activo. Había vivido varios años con los nómadas fulani
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y, en palabras de uno de sus colegas, «no se había visto con ánimos para evangelizarlos». Estaba enamoradísimo de ese pueblo y se pasaba horas comentando sutiles cuestiones gramaticales con hablantes de fulani supuestamente «puro». La habitación que ocupaba en el seminario del monte era a la vez un lugar sagrado y un laboratorio. Con la ayuda de los más asombrosos y poco prácticos aparatos, hacía grabaciones de sus informantes nativos, las montaba, las transcribía y las cotejaba, todo a base de interruptores accionados con el codo, el pie o la rodilla. Daba la impresión de que este hombre funcionaba al doble de velocidad que los demás mortales. Al enterarse de que yo buscaba un vehículo, inmediatamente se me llevó a hacer una serie de visitas relámpago a todos sus contactos, en las cuales pudimos admirar otras tantas cafeteras escacharradas a precios exorbitantes. Terminamos en el bar del aeropuerto, que estaba regentado por el típico colono francés que resultó un
cockney
que tenía un conocido que, a su vez, tenía un conocido, etc. A últimas horas de la tarde habían pasado por allí los coches que ya habíamos visto antes y el P. Henri había negociado una complicada serie de opciones y prerrogativas de mi elección que me aseguraban contra todo lo imaginable. Al final compré el coche de Ron Nelson utilizando el dinero que me prestaron en la misión y lo cargué de provisiones también de la misión, con el propósito de salir de inmediato hacia la meta última de mi viaje. Gracias a varias personas pude aprovecharme de los materiales que habían ido acumulando los religiosos a lo largo de los más de veinte años que llevaban en el país Dowayo, no sólo información lingüística, sino también esbozos del sistema de parentesco (escandalosamente erróneos) y de todo tipo de datos etnográficos sueltos que me permitieron convencer a los dowayos de que tenía unos conocimientos de su cultura más amplios de lo que parecía, permitiéndome detectar las evasivas y las medias verdades en un abrir y cerrar de ojos. Estando todavía en Inglaterra había mantenido correspondencia con dos investigadores del Summer Institute of Linguistics que me habían proporcionado un vocabulario, un esquema del sistema verbal y un inventario de los fonemas básicos de su lengua, de modo que me creía suficientemente bien equipado. Ya me veía emprendiendo el camino de la aldea al día siguiente, una mañana fresca y luminosa, dispuesto a empezar desde cero un análisis profundo y llevado hasta las últimas consecuencias de la cultura de un pueblo primitivo de mi entera propiedad. Pero en este punto la burocracia volvió a cortarme el paso de nuevo.

La existencia de un colosal y anticuado sistema administrativo francés en un clima cultural africano es una combinación capaz de vencer al más tenaz. Mis anfitriones me comunicaron con tacto y con una especie de tolerancia perpleja, reservada al Inocente o al corto de alcances, que no podía abandonar el pueblo en mi Peugeot 404 sin tener arreglados los papeles. En diversos puntos del trayecto habría policías sin otra cosa que hacer que inspeccionar documentos. Y puesto que era imposible adivinar de antemano cuáles sabían leer y cuáles no sólo era aconsejable intentar pasar los controles a base de engaños en caso de emergencia.

Salí corriendo hacia la
préfecture
con los documentos preciosos en la mano. Empezó entonces la más grotesca y confusa persecución de papeles. Me dijeron que me cobrarían ciento veinte libras esterlinas en concepto de matriculación y, tras una cantidad mínima de los consabidos codazos con su correspondiente dosis de arrogancia, conseguí un papel que debía presentar en el Ministerio de Hacienda, que me lo rechazó alegando que no llevaba los doscientos francos en pólizas necesarios para pagar los gastos administrativos. Las pólizas, según unas reglas que parecían inventadas exclusivamente para ese día, sólo podían adquirirse en la ventanilla señalada con el letrero «Paquetes Postales» de la estafeta de correos. La oficina de correos, sin embargo, no tenía pólizas de menos de doscientos cincuenta francos, de modo que adjunté una de éstas. En la Delegación de Hacienda mi decisión fue considerada improcedente y contraria al buen orden administrativo. La última palabra la tenía el inspector, que, por desgracia, se había «retrasado debido a un almuerzo de trabajo», pero sin duda regresaría. Ese día no regresó. Allí me encontré con un fulani fatalista, de profesión, conductor de taxi, igualmente atribulado, que en tan adversa coyuntura hallaba un gran consuelo en la religión musulmana. Estaba empeñado en una campaña de envergadura cuyo objetivo era pagar el recibo de la luz, e iba de despacho en despacho tratando de coger a sus ocupantes con la guardia baja, pero cada vez topaba con una hostilidad mayor. Supongo que como castigo a sus indecorosas prisas, las autoridades competentes decidieron sellarme el papel a mí, de modo que pude pasar a la siguiente etapa al cabo de sólo tres horas. Al día siguiente hube de regresar al despacho donde había empezado. Allí me dieron otros papeles, por triplicado, a cambio de los que llevaba; los nuevos hube de cambiarlos después de varias horas por otros que me sellaron en el extremo opuesto de la localidad (adonde llegué tras desviarme ligeramente de mi recorrido para adquirir más pólizas). El taxista todavía estaba en la Delegación de Hacienda cuando regresé, sumido en sus rezos y convencido de que únicamente una intervención directa de los poderes sobrenaturales podía ayudarlo. Yo me abrí paso a toda prisa.

Al final del siguiente día, me había gastado unas doscientas libras y se acercaba el término de mi odisea. El primero que me había mandado a otro sitio me recibió con aire divertido en la
préfecture
e hizo salir a otros clientes de su despacho para ofrecerme asiento. «Enhorabuena —dijo con una amplia sonrisa—. La mayoría tardan mucho más que usted. ¿Tiene los documentos, los recibos y la declaración?» Se los mostré sin demora y vi cómo los metía en una carpeta. «Gracias. Pásese la semana que viene.» En un gesto melodramático, di un paso atrás horrorizado. El funcionario sonrió beatíficamente: «Se nos han terminado las tarjetas de inscripción, pero las esperamos dentro de unos días.» Como prueba de que había empezado a adaptarme, después de defender mi posición y discutir con fiereza y veneno, salí del despacho con una tarjeta provisional y el expediente entero en mi poder.

La distancia que me separaba de Gouna, donde debía desviarme, la recorrí bajo un lluvia torrencial pero sin incidentes. La carretera estaba asfaltada y, para la zona, era buena. Puesto que iba advertido de algunas de sus más destacadas peculiaridades, fui descendiendo lentamente de la meseta al llano mientras la temperatura subía como si estuviera penetrando en un horno. Uno de los principales peligros de la carretera son sus dispositivos de seguridad. Por ejemplo, hay varios puentes por los que sólo se puede circular en un sentido. A fin de cerciorarse de que los conductores no se aproximan a ellos a velocidades imprudentes, las autoridades han colocado muy sensatamente una hilera doble de ladrillos en medio de la calzada —en aquella época sin señalización— a ambos lados de cada puente. Los restos calcinados de los automóviles y camiones cuyos conductores no habían tomado suficientes precauciones se hallan desperdigados por el cauce de los ríos. Muchos murieron. Localizar los restos de accidentes recientes constituye un método corriente de aliviar el aburrimiento cuando se viaja por entre los monótonos matorrales. En los recorridos en taxi, cada accidente daba pie a una nueva anécdota por parte de algún pasajero inevitablemente bien informado. Aquél era un camión del Chad que se había incendiado porque el depósito de gasolina se había resquebrajado. Aquello otro era el chasis de la motocicleta de dos franceses. Iban a más de ciento treinta kilómetros por hora cuando chocaron con los ladrillos y uno de ellos quedó incrustado en la barandilla del puente.

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