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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

El antropólogo inocente (2 page)

BOOK: El antropólogo inocente
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Cada vez que en un debate se les acorralaba al tratar alguna cuestión teórica o metafísica, sacudían la cabeza, compungidos, chupaban lánguidamente sus pipas o se mesaban las barbas antes de murmurar algo sobre que «la gente real» no encajaba en las cuadriculadas abstracciones de «los que no habían hecho nunca trabajo de campo». Mostraban una genuina lástima hacia aquellos colegas infradotados y dejaban sentado que para ellos la cuestión estaba clarísima. Ellos habían estado allí, y habían visto las cosas sobre el terreno. No había nada más que decir.

Después de enseñar durante varios años las doctrinas ortodoxas aceptadas en un departamento de antropología no especialmente renombrado, quizá había llegado el momento de cambiar. No me fue fácil decidir si hacer trabajo de campo era una de esas tareas desagradables, como el servicio militar, que había que sufrir en silencio, o si por el contrario se trataba de uno de los «privilegios» de la profesión por el cual había que estar agradecido. Las opiniones de mis colegas no me fueron de mucha ayuda. La mayoría habían tenido tiempo suficiente para envolver sus experiencias en un resplandor rosado de aventura romántica. El hecho de haber realizado trabajo de campo es como una licencia para ponerse pesado. Amigos y parientes sufren una tremenda desilusión si cualquier tema, desde cómo se hace la colada a cómo debe tratarse un resfriado común, no se acompaña con una salsa de reminiscencias etnográficas. Las viejas anécdotas se convierten en viejos amigos y pronto no quedan sino los buenos momentos del trabajo de campo, con sólo unas pocas muestras aisladas de desdicha que no pueden ser olvidadas ni sumergidas en la euforia general. Por ejemplo, tenía yo un colega que afirmaba haber pasado una temporada fantástica en compañía de unos indígenas amabilísimos y sonrientes que le regalaban cestas llenas de fruta y flores. Sin embargo, la cronología detallada de su estancia se componía de frases como «eso sucedió después de que cogiera una intoxicación», o «entonces no andaba muy bien porque la llaga de debajo de los dedos todavía me supuraba». Uno sospechaba que en realidad todo era como esos alegres recuerdos de guerra que, contra toda información objetiva, le hacen a uno lamentar no haber estado vivo en aquella época.

Pero quizá se podía sacar algún provecho de la experiencia. Las tutorías ya no se me volverían a atragantar. Cuando me viera obligado a hablar de un tema en el que fuera totalmente ignorante, podría echar mano de mi saco de anécdotas etnográficas, igual que habían hecho mis profesores en su día, y extraer un prolijo relato que tendría callados a mis alumnos durante diez minutos. También se adquiere una variada serie de técnicas para apabullar a la gente. Me viene a la mente el recuerdo de una ocasión ejemplar. Me encontraba yo en un congreso, más tedioso aún de lo normal, charlando educadamente con varios superiores míos, entre ellos dos etnólogos australianos de aspecto realmente sombrío. De repente, como si hubieran recibido una señal acordada, los demás desaparecieron y me dejaron expuesto a los horrores de los antípodas. Tras varios minutos de silencio, propuse cautelosamente tomar una copa con la esperanza de romper el hielo. La etnógrafa hizo una mueca de repugnancia. «¡Na! —exclamó, torciendo el gesto con desagrado—. De eso ya hemos visto bastante en el desierto.» El trabajo de campo te da la gran ventaja de poder pronunciar frases de este tipo, que, con todo merecimiento, les están vedadas a los mortales inferiores.

Y sospecho que ha sido la utilización de tales latiguillos lo que ha dotado de esa valiosa aura de excentricidad a los grises pobladores de los departamentos de antropología. Los antropólogos han tenido suerte en lo que se refiere a su imagen pública. Es notorio que los sociólogos son avinagrados e izquierdistas proveedores de desatinos o perogrulladas. Pero los antropólogos se han situado a los pies de santos hindúes, han visto dioses extraños, han presenciado ritos repugnantes y haciendo gala de una audacia suprema, han ido a donde no había ido ningún hombre. Están, pues, rodeados de un halo de santidad y divina ociosidad. Son santos de la iglesia británica de la excentricidad por mérito propio. La oportunidad de convertirse en uno de ellos no debía ser rechazada a la ligera.

En honor a la verdad, también cabía la posibilidad —por remota que fuera— de que el trabajo de campo hiciera alguna contribución de importancia al conocimiento humano. Aunque, a primera vista, parecía bastante improbable. El proceso de recogida de datos resulta en sí mismo poco atractivo. No son precisamente datos lo que le falta a la antropología, sino más bien algo inteligente que hacer con ellos. El concepto de «coleccionar mariposas» es corriente en la disciplina, y caracteriza con propiedad las actividades de muchos etnógrafos e intérpretes fracasados que se limitan a acumular bonitos ejemplos de costumbres curiosas, clasificadas geográfica, alfabéticamente, o en términos evolutivos, según la moda de la época.

Francamente, entonces me pareció, y me lo sigue pareciendo ahora, que la justificación del estudio de campo, al igual que la de cualquier actividad académica, no reside en la contribución a la colectividad sino en una satisfacción egoísta. Como la vida monástica, la investigación erudita no persigue sino la perfección de la propia alma. Esto puede conducir a alguna finalidad más amplia, pero no debe juzgarse tan sólo sobre esa base. Sin duda, esta opinión no contará con la aquiescencia ni de los estudiosos conservadores ni de los que se consideran revolucionarios. Ambos grupos están afectados por igual de un temible fervor y un engreimiento relamido que les impide ver que el mundo no está pendiente de sus palabras.

Por esta razón, cuando Malinowski, el «inventor» del trabajo de campo, se reveló en sus diarios como un vehículo pura y simplemente humano, y bastante defectuoso por lo demás, cundió la indignación. También él se había sentido exasperado por los «negros», atormentado por la lujuria y el aislamiento. El parecer general era que esos diarios no debían haberse hecho públicos, que resultaban «contraproducentes para la ciencia», que eran injustificadamente iconoclastas y que provocarían todo tipo de faltas de respeto hacia los mayores.

Todo esto es síntoma de la intolerable hipocresía típica de los representantes de la disciplina, que debe ser combatida cada vez que se presente la ocasión. Con esta intención me propongo escribir el relato de mis propias experiencias. Aquellos que han pasado por los mismos trances no encontrarán aquí nada nuevo, pero haré precisamente hincapié en los aspectos que las monografías etnográficas normales suelen tildar de «no antropológicos», «no pertinentes» o «fútiles». En mi actividad profesional, siempre me han atraído prioritariamente los niveles más elevados de abstracción y especulación teórica, pues únicamente mediante el avance en ese terreno se accederá a una posible interpretación. No apartar los ojos del suelo es el modo más seguro de tener una visión parcial y falta de interés. Así pues, este libro puede servir para reequilibrar la balanza y demostrar a los estudiantes, y ojala también a los no antropólogos, que la monografía acabada guarda relación con los «sangrantes pedazos» de la cruda realidad en que se basa, así como para transmitir algo de la experiencia del trabajo de campo a los que no han pasado por ella.

Tenía ya el gusanillo de «hacer trabajo de campo» metido en la cabeza, y la semilla habría de crecer como hacen siempre estas cosas. «¿Por qué voy a querer hacer trabajo de campo?», le pregunté a un colega. En respuesta, él hizo un aparatoso gesto que yo reconocí como perteneciente al repertorio de sus clases. Se usaba en ocasiones en que los alumnos preguntaban cosas como «¿Qué es la verdad?», o «¿Cómo se escribe “gato”?». No hacía falta decir nada más.

Es una ficción amable pensar que un deseo irrefrenable de vivir entre un único pueblo de este planeta que se considera depositario de un secreto de gran trascendencia para el resto de la raza humana consume a los antropólogos, que sugerir que trabajen en otro lugar es como sugerir que podían haberse casado con alguien que no fuera su insustituible compañero espiritual. En mi caso, había hecho la tesis doctoral sobre materiales publicados o manuscritos en inglés antiguo. Como expresé no sin cierta petulancia entonces, había «viajado en el tiempo, no en el espacio». La frase ablandó a mis examinadores, que, no obstante, se sintieron obligados a alzar un dedo amonestador y advertirme que en el futuro debía circunscribir mis estudios a áreas geográficas más convencionales. No debía pues lealtad a ningún continente en particular y, al no haberme especializado durante la licenciatura tampoco me repelía ningún lugar. Tomando como base la premisa de que el resultado del estudio es reflejo del pueblo estudiado más que Imagen de los que lo han estudiado, África parecía con mucho el continente más insulso. Tras el genial inicio que supuso Evans−Pritchard, los trabajos habían ido cayendo rápidamente en la pseudosociología y la descripción de sistemas de descendencia como todos integrados, y aunque se reanimaban un poco al entrar, chirriando, en la consideración de temas «difíciles» como el matrimonio prescriptivo y el simbolismo, en lo fundamental no se apartaban de la imagen «sencilla y prudente» que querían dar. La antropología africana debe de ser una de las pocas áreas donde la ramplonería llega a ser considerada un mérito. Sudamérica parecía fascinante, pero, por lo que me habían contado los colegas los problemas políticos hacían dificilísimo trabajar allí; por otro lado, daba la impresión de que todo el mundo trabajaba a la sombra de Lévi−Strauss y de los antropólogos franceses. Oceanía podía ser una opción fácil en lo relativo a condiciones de vida sin embargo, no sé por qué, todos los estudios de esa área terminaban pareciéndose. Por lo visto los aborígenes tenían el monopolio de los Sistemas de matrimonio endemoniadamente complejos. La India podía ser un sitio espléndido, pero antes de empezar a hacer nada relevante había que pasarse cinco años aprendiendo las lenguas necesarias. ¿El Lejano Oriente? Me documentaría lo que pudiera.

Consideraciones tales podrían ciertamente ser tachadas de superficiales, aunque muchos de mis coetáneos, y posteriormente sus respectivos alumnos, se han guiado por esas mismas pautas. Al fin y al cabo, la mayoría de las investigaciones tienen su inicio en un vago interés por un área determinada de estudio y raro es el que sabe de qué tratará su tesis antes de haberla escrito.

Los meses siguientes los pasé oyendo relatos de la obstaculización gubernamental en la zona de Indonesia entremezclados con noticias de atrocidades y desastres acaecidos en toda Asia. Finalmente empezaba a inclinarme por el Timor portugués. Estaba seguro de que el simbolismo cultural y los sistemas de creencias me interesaban más que la política o el proceso de socialización urbana y Timor parecía ofrecer todo tipo de interesantes posibilidades, con sus diversos reinos y sus sistemas de alianza prescriptiva que obligaban a los cónyuges a estar unidos por un determinado grado de parentesco. Parece ser una constante que los sistemas simbólicos claros y precisos aparezcan con mayor nitidez en lugares donde se dan tales fenómenos. A punto estaba de ponerme a elaborar un proyecto cuando los periódicos empezaron a llenarse de noticias de guerra civil, genocidios e invasiones. Aparentemente, los blancos temían por su vida y el hambre asomaba en el horizonte. El viaje quedó anulado.

Procedí entonces a consultar con varios expertos del ramo, que coincidieron en sugerir que regresara a África, donde los permisos para investigar eran más fáciles de obtener y las condiciones más estables. Me hablaron de los bubi de Fernando Poo. Para quienes no han tenido nunca contacto con Fernando Poo, diré que se trata de una isla situada frente a la costa occidental de África; antigua colonia española, forma hoy parte de Guinea Ecuatorial. Empecé a husmear en la bibliografía. Todos los autores mostraban la misma actitud desfavorable respecto de Fernando Poo y los bubi. Los británicos lo despreciaban por ser un lugar «donde es muy probable que a media tarde uno se encuentre a un desaliñado funcionario español todavía en pijama», y se extendían nostálgicamente en consideraciones sobre el tórrido y fétido ambiente y las numerosas enfermedades a las que ofrecía refugio. Los exploradores alemanes del siglo XIX menospreciaban a los indígenas por degenerados. Mary Kingsley decía de la isla que ofrecía las mismas posibilidades que un montón de carbón. Richard Burton, por lo visto, había dejado pasmado a todo el mundo yendo allí y volviendo vivo. En resumen, una perspectiva deprimente. Por suerte para mí, o eso creí yo entonces, el dictador local inició una política de matanzas de la oposición, utilizando el término en sentido amplio. Ya no podía ir a Fernando Poo.

Llegados a este punto, otro colega vino en mi ayuda llamándome la atención sobre un grupo extrañamente olvidado de habitantes paganos de las montañas de Camerún. Así me presentaron a los dowayos, que se convertirían en «mi» pueblo, para lo bueno y para lo malo, de entonces en adelante. Sintiéndome un poco como la bolita del juego del «Millón», emprendí la búsqueda del pueblo dowayo.

Un repaso del índice bibliográfico del Instituto Africano Internacional me reveló varias referencias escritas por administradores coloniales franceses y un par de viajeros de paso. Lo que decían bastaba para demostrar que eran interesantes; rendían culto a las calaveras por ejemplo, practicaban la circuncisión, tenían un lenguaje especial hecho de silbidos, momias y una gran reputación de recalcitrantes y salvajes. Mi colega me dio los nombres de un misionero que había vivido con ellos durante años y de un par de lingüistas que estaban estudiando el idioma. Asimismo me señaló la tierra de los dowayos en el mapa. Parecía que la cosa iba en serio.

Me puse a trabajar de inmediato, olvidado ya el problema de si en realidad quería ir o no. Los dos obstáculos que me quedaban por salvar eran, a saber, conseguir dinero y autorización para investigar.

De haberme percatado desde el principio de que me aguardaban dos años de esfuerzos constantes para hacerme con las dos cosas al mismo tiempo, quizá habría regresado a la cuestión de si todo aquello valía la pena. Pero por fortuna mi ignorancia me resultó útil y comencé a aprender el arte de arrastrarse para recaudar fondos.

2. PREPARATIVOS

La primera vez supuse que lo que debía hacer era demostrarle al organismo otorgador de becas por que el proyecto de investigación propuesto era interesante/nuevo/importante. Nada más lejos de la realidad. Cuando un etnógrafo experto hace hincapié en esta faceta de su trabajo, el comité que ha de concederle la beca, quizá amparándose en fundadas experiencias, comienza a preguntarse si el proyecto en cuestión podrá ser considerado una continuación normal/estándar de trabajos anteriores. Al resaltar las vastas implicaciones teóricas de mi pequeño proyecto para el futuro de la antropología, me colocaba en la situación de un hombre que ensalza las bondades del rosbif ante un grupo de vegetarianos. Todo lo que hacía no contribuía sino a empeorar las cosas. Andando el tiempo recibí una carta diciéndome que al comité le interesaba la etnografía básica de la zona, la pura recogida de datos. Volví a redactar el proyecto con todo lujo de pormenores. En la siguiente ocasión el comité expresó su inquietud por el hecho de que me proponía investigar un grupo desconocido. Nueva redacción. Esta vez le dieron el visto bueno y recibí el dinero. Primer obstáculo salvado.

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