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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

El antropólogo inocente (21 page)

BOOK: El antropólogo inocente
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Muy en consonancia con la noción del tiempo de los dowayos, la fiesta no se encontraba en la fase en que debería haber estado; ello ofrecía la ventaja de que me permitía ver partes de las cuales no me habían hablado. Aunque, en justicia, no era culpa de nadie. Yo había dicho que quería ver el «lanzamiento sobre las calaveras», pues pensaba que era así como se llamaba toda la ceremonia. Y así era, pero por desgracia técnicamente sólo hacía referencia a la parte en que se lanzan excrementos y sangre a los cráneos, por lo tanto eso era lo que me indicaban. Entre tanto, otras personas que yo no sabía que tuvieran ninguna participación en el acto ejecutaban todo tipo de acciones provocativas. Los hombres, por ejemplo, realizaban una danza narcisista con espejos. Los hermanos de circuncisión debían subirse a los tejados de las chozas de los muertos y frotarse los anos contra los bordes. Las mujeres, por su parte, llevaban a cabo una serie de extraños actos con penes de ñame que me dejaron desconcertado hasta que me di cuenta de que eran una mera adaptación de lo que hacen los chicos después de ser circuncidados. Es decir, que después de despedirse definitivamente de su difunto esposo, las viudas son tratadas como si acabaran de ser circuncidadas. El rasgo común consiste en que por fin se reincorporan a la vida normal tras un período de exclusión. Los esposos, que son los sometidos a la ceremonia de las calaveras, reciben el mismo tratamiento que si acabaran de circuncidarlos. En este caso el rasgo común es que tras esto pueden ser colocados en la casa de las calaveras, donde el propio ritual de la circuncisión alcanza el climax final.

En ese momento, naturalmente, se me escapaba una gran parte de todo esto. Estaba demasiado ocupado anotándolo para poder siquiera pensar qué estaba escribiendo con tanto afán. Muchas veces simplemente lanzaba preguntas al azar en la esperanza de topar con algo que me diera pie a ulteriores preguntas. El problema de trabajar en el terreno del simbolismo reside en la dificultad para definir qué datos son susceptibles de interpretación simbólica. Lo que se pretende describir es en qué tipo de mundo viven los dowayos, cómo lo estructuran y lo interpretan. Puesto que la mayoría de datos serán inconscientes, no es posible recurrir simplemente a la encuesta. Si se le formula a un dowayo la pregunta «¿En qué tipo de mundo vive usted?», seguramente será menos capaz de responder que nosotros. Es una pregunta demasiado vaga. Hay que ir haciéndose una composición de lugar trocito a trocito. Posiblemente determinado giro lingüístico, creencia o la estructura de un ritual concreto, serán significativos. Luego se intenta integrarlo todo en una especie de esquema.

Por ejemplo, ya he explicado que los herreros constituyen una clase aparte dentro de la sociedad dowayo y que esta distinción se manifiesta en unas reglas que exigen que cultiven la tierra, coman, tengan relaciones sexuales y extraigan agua separadamente. Es lógico que el antropólogo sospeche que la separación de los herreros también puede ponerse de manifiesto en otras formas de comunicación; podrían existir normas sobre la lengua, por ejemplo, y descubrí que los herreros debían hablar con un acento peculiar, distinto del de los demás dowayos. Su aislamiento sexual podía explicarse mediante creencias sobre el incesto o la homosexualidad. Este último tema me resultó especialmente oscuro. La oportunidad de introducirlo se me presentó con ocasión de la castración de un toro al que se le habían comido los testículos unos gusanos parásitos. Resultó interesante comprobar que si hubiera habido que castrar a varias reses se habría hecho en el campo de la circuncisión, donde se les practica la operación a los niños, lo cual constituye un nuevo ejemplo de identificación entre hombres y ganado. Mientras se recogían todas las reses para poder apresar a la enferma, dos jóvenes machos trataban de montarse mutuamente. Lo hice notar con la esperanza de que se imputaran prácticas similares a algún otro grupo, con suerte, a los herreros. Cuanto más insistía en mi interrogatorio, más tenso y embarazoso se volvía. La verdad es que las prácticas homosexuales son virtualmente desconocidas en África occidental, excepto allí donde las han difundido los blancos. A los dowayos les costaba creer que tales cosas pudieran producirse. En los animales ese comportamiento se interpretaba como una lucha por las mujeres. Los hombres tienen mucho más contacto físico entre sí de lo que se consideraría normal en nuestra cultura, pero dicho contacto no tiene connotaciones sexuales: los amigos se pasean cogidos de la mano; es frecuente que los jóvenes duerman abrazados; los que llevaban cierto tiempo sin verme, venían a sentarse en mi regazo y me acariciaban el cabello, divertidos ante la turbación que tal comportamiento público me producía. Así pues, mi esperanza de que los herreros tuvieran fama de homosexuales era infundada; no obstante, comían perros y monos, que son rechazados por la mayoría de los dowayos. Un antropólogo explicaría este hecho diciendo que ambos están demasiado próximos a los humanos, por lo que comérselos constituye un equivalente culinario del incesto o la homosexualidad.

Así, mediante un constante proceso de prueba y error uno se va abriendo paso por el mar de datos confusos. No obstante, confieso que ese dio en concreto me preocupaba más el problema de cómo desembarazarme de los dudosos servicios del cocinero. Por fortuna, al final se me ocurrió una excelente solución: lo emplearía como mano de obra para construir mi nueva casa. Así nos ahorraríamos el mal trago, y, de todas formas, seguramente se le daría mejor el barro que la comida.

Aparte de las demás cuestiones de interés, el festival me proporcionó otra oportunidad para hablar con el Viejo de Kpan, pues el acontecimiento se desarrollaba a las mismas puertas de su casa. Como de costumbre, lo rodeaba un considerable séquito, se protegía mediante un parasol rojo y estaba empapado en cerveza. Propuso una comparación de dentaduras y, como la suya resultó mucho más compleja, me invitó a visitarlo al cabo de un mes. Ya me haría llamar.

La estación de las lluvias había terminado oficialmente y durante cinco o seis meses no volvería a haber precipitaciones, lo cual representaba para mí una gran alegría, pues nunca me ha gustado la lluvia. Sin embargo, mientras regresábamos de las calaveras estalló una tremenda tormenta. Comenzó con un tenue gemido procedente de los montes que se convirtió en un rugido apagado. En el cielo unos enormes nubarrones se iban arremolinando en torno a los picos. Era evidente que no íbamos a poder llegar a la aldea antes de que nos alcanzara. El viento barría el llano aplastando la hierba y arrancando las hojas de los árboles. Matthieu vio en seguida que no se trataba de una tormenta corriente sino de una demostración del poder del brujo de la lluvia. He de confesar que de no ser un occidental lleno de prejuicios, me habría visto tentado de pensar lo mismo que él, pues se trataba de una tormenta impresionante. La lluvia nos dejó calados hasta los huesos y temblando de frío en cuestión de segundos. La fuerza del viento era tal que nos arrancaba los botones de la camisa. Tuvimos que detenernos antes de cruzar un puente de madera formado por un tronco de árbol cortado en dos y cubierto de musgo que salvaba un barranco de unos doce metros de profundidad. Era imposible tratar de pasar por allí con aquel viento, de modo que nos sentamos a esperar. A Matthieu le aterraba la posibilidad de que el viejo mandara rayos para matarnos. Yo le dije que los rayos no pueden alcanzar al hombre blanco, de modo que si se pegaba a mí estaría seguro. Me creyó de inmediato. Por lo visto en África occidental se da el porcentaje más alto del mundo de personas aniquiladas por rayos. Recuerdo que mientras estábamos allí sentados pensé que como casi todos los vehículos tienen un
motorjo
, un hombre cuyo cometido es amarrar los equipajes y subirse al techo para bajar los bultos, la famosa expresión: «A mí postillón lo ha fulminado un rayo» es probablemente más útil en África que en ninguna otra parte de la Tierra.

Por fin, la furia se apaciguó y regresamos a la aldea. La noticia de la tormenta se extendió pronto y estuve toda aquella tarde charlando bastante abiertamente de los brujos propiciadores de lluvia; de la noche a la mañana se había vuelto un tema de conversación aceptable.

Algunos dowayos ya habían empezado a cosechar, aunque era temprano, y llegó el momento de dejarme ver por los campos. Cada temporada construyen una era, situada en una pequeña depresión excavada en el suelo y recubierta de barro, excrementos de vaca y plantas viscosas para darle una superficie firme que ha de protegerse de la brujería mediante elementos punzantes: cardos, púas de tallos de mijo o bambú, e incluso de puercoespín. Ahí se dejan secar las espigas del mijo cortado durante varios días, transcurridos los cuales, son golpeadas con estacas para separar el grano. Se trata de un trabajo muy duro que no les gusta nada a los dowayos. Las cáscaras son muy irritantes y hasta en la endurecida piel de este pueblo produce grandes llagas. Mientras dura el trabajo, lo alternan con la bebida sin dejar de rascarse con un deleite no restringido por el pudor. La era me interesó de manera especial. Tales lugares son en todas partes centro simbólico y en el país Dowayo van unidos a una serie de prohibiciones: Yo ya sabía que había una clase especial de «verdaderos cultivadores» que debían tomar precauciones extraordinarias. Había quedado con uno para asistir a su cosecha al cabo de un par de semanas y entonces averiguaría cuál era su lugar en el sistema rural. Además, me había esforzado por llevarme bien con las mujeres de la aldea, pues sabía que serían una buena fuente de información sobre estos temas, dada su propensión a sufrir alteraciones de la sexualidad debidas a violaciones de tabúes y me había enterado de que las embarazadas no debían entrar en la era. No era lo que me esperaba. En todos los demás lugares el país Dowayo se cree que la sexualidad humana y la fertilidad de las plantas ejercen una beneficiosa influencia mutua. Por ejemplo, la primera vez que menstrua una niña, la encierran durante tres días en la choza donde el mijo se transforma en harina. Sólo los unidos por el matrimonio pueden aceptar mijo germinado. Los herreros, con quienes está prohibido tener relaciones sexuales, no deben entrar en el campo de una mujer si hay mijo plantado. Es decir, que la cultura establece una serie de paralelos entre diversas etapas del ciclo del mijo y los procesos sexuales de la mujer. En esta línea, yo habría esperado que el alumbramiento y la trilla estuvieran también vinculados. Habría cuadrado muy bien con mi esquema que sentar a la mujer en la era fuera una cura para los alumbramientos difíciles. Todo esto me tuvo intrigado durante mucho tiempo. Incluso me encerré en el despacho de Jon un día entero a estudiar mis apuntes para tratar de averiguar si me había equivocado en algo. Si mis suposiciones eran erróneas, quizá tendría que echar a la basura todo lo que había sacado en claro hasta el momento del «mapa cultural» de los dowayos.

Decidí entonces tener una charla con mi informante favorita, Mariyo, la tercera esposa del jefe. Eramos buenos amigos desde que mis medicinas habían curado al hermano pequeño de Zuuldibo, y me interesaba por diversas razones. Una era que vivía justo detrás de mi choza y no podía evitar oír las incesantes series de pedos, accesos de tos y ensordecedores eructos que salían de su casa por la noche. Sentía mucha simpatía por ella, pues me parecía que sus entrañas estaban tan poco preparadas para vivir en el país Dowayo como las mías. Un día se lo comenté a Matthieu, que soltó una risotada y salió corriendo a contarle mi último despropósito a Mariyo. Un minuto más tarde me llegó otra risotada desde su choza y a partir de ahí pude seguir el recorrido del cuento por toda la aldea a medida que la histeria iba pasando de choza en choza. Matthieu regresó por fin, llorando y debilitado de tanto reír. Me condujo a la vivienda de Mariyo y señaló una choza pequeña que había justo detrás de la mía. Dentro estaban las cabras. Como lego que era en lo relativo a esos animales, desconocía lo humanas que sonaban sus detonaciones. Tras este incidente, la relación entre Mariyo y yo tomó un giro jocoso y solamente podíamos comunicamos a base de tomaduras de pelo. Los dowayos tienen muchas relaciones de este tipo, tanto con clases determinadas de parientes como con individuos afines. En ocasiones son divertidísimas, en otras aburridísimas, pues no toman en consideración el estado de ánimo en que se encuentren.

Como consecuencia de nuestras bromas, Mariyo era una informante muy abierta y aceptaba la separación que imponía yo entre los chistes y las «preguntas». Ella era la única mujer dowayo de cuantas conocí que parecía tener algún atisbo de lo que yo perseguía. Una vez le pregunté por los cortes de pelo en forma de estrella que llevan las mujeres emparentadas con la difunta en la ceremonia del cántaro. ¿Se los hacían también para alguna otra ocasión? Respondió negativamente, como habría hecho cualquier dowayo, pero, a diferencia de los demás, añadió; «A veces lo hacen los hombres», y pasó a darme una lista de las ocasiones en que los hombres adoptaban tales peinados. Puesto que la mayoría de los ritos femeninos sólo pueden comprenderse como una derivación de los masculinos, ello me ayudó a interpretarlos y abrió para mí una nueva línea de investigación que correlacionaba los dibujos efectuados sobre cuerpo humano con la ornamentación de las vasijas, y las ideas nativas sobre la concepción, que permiten ver a la mujer en una especie de vasija más o menos tarada.

La información que pude obtener sobre las embarazadas y las eras se la había sacado con sacacorchos a otras informantes y sentía curiosidad por lo que me iba a decir Mariyo. Gradualmente me fui acercando al tema. ¿Cómo se hacía la era? ¿Qué ocurría allí? ¿Hay algo que no se deba hacer en una era? ¿Hay alguien que no deba entrar? Una vez más, repuso que las embarazadas. «Por lo menos —añadió—, hasta que el niño no esté totalmente formado y a punto de nacer.» Esto arrojó una luz totalmente nueva sobre el tema. Continuó explicando que si una embarazada entraba en la era daría a luz demasiado pronto. De esta forma quedaba salvada mi teoría de la relación entre las etapas de desarrollo del mijo y la fertilidad femenina. Resulta imposible explicarle a un lego la profunda satisfacción que puede producir una información tan simple como ésta. Quedan así validados años de enseñar perogrulladas, meses de enfermedad, soledad y aburrimiento, y horas y más horas de preguntas tontas. En antropología, las ratificaciones son pocas y ésta me vino muy bien para recuperar la moral.

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