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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

El antropólogo inocente (10 page)

BOOK: El antropólogo inocente
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Ahora que había inventado todo tipo de actividades inútiles en que invertir el tiempo, sentía necesidad de rutina. Era esencial levantarse temprano. En aquella época del año, la mayoría de la gente dormía en unos pequeños refugios de los campos para protegerlos de los estragos del ganado. En teoría los dowayos deben llevar sus rebaños al corral de la aldea cada noche, pero raras veces se molestan en hacerlo. Tradicionalmente, la vigilancia y el pastoreo han sido tarea de los niños pequeños, pero hoy en día éstos han de ir al colegio. En consecuencia, los animales vagan a placer por los campos e infligen un gran daño a las cosechas. Las mujeres saben que si su campo es devastado ello se considerará prueba de adulterio y encima su esposo les pegará; por lo tanto, suelen vigilar con especial cuidado. A riesgo de perder el alimento del año siguiente, pocos son los que regresan a la aldea en varias semanas seguidas, y los que lo hacen se vuelven a marchar muy temprano.

Así pues, intentaba estar en pie al alba para saludar a la gente antes de que se marchara. «Saludar a la gente» es una gran tradición africana. Consiste en que te visiten durante horas personas que no conoces y que eluden todo intento de trabar conversación. Marcharse apresuradamente se considera de mala educación, de modo que se vuelve sobre los mismos temas una y otra vez: el campo, el ganado, el tiempo. Esto tiene ciertas ventajas para el neófito: el vocabulario es reducido y las construcciones simples, de modo que no son pocas las veces que puede sorprender a la gente con frases enteras aprendidas de memoria.

Una vez finalizados los «saludos» a satisfacción de todos, me disponía a desayunar. La comida era un problema importante en el país Dowayo. Tenía un colega que había trabajado en la zona selvática meridional de Camerún y me había contado muchas cosas sobre las delicias culinarias que me esperaban. Los plátanos crecían a la puerta de tu casa, los aguacates caían de los árboles a tu paso había carne en abundancia. Por desgracia, yo estaba más cerca del desierto que de la jungla y los dowayos concentraban todo su amor en el mijo. No comían nada más por miedo a ponerse enfermos. Hablaban del mijo; pagaban sus deudas con mijo; fabricaban cerveza de mijo. Si alguien les ofrecía arroz o patatas dulces, se lo comían pero lamentaban amargamente que no fuera tan bueno como el mijo, que acompañaban de una salsa vegetal agria y pegajosa hecha con hojas de plantas silvestres. Como menú ocasional estaba muy bien, pero los dowayos lo comían dos veces diarias, por la mañana y por la noche, todos los días del año. El mijo hervido es como una masilla. Lástima que no pudieran venderme.

La tierra es gratuita en el país Dowayo. Cada cual puede coger la que quiera y construirse una casa donde guste. No obstante, esa política no produce excedentes agrícolas. Todos cultivan lo mínimo posible. Limpiar la tierra y cosechar son ya tareas bastantes duras. Pero lo peor es lo que hay que cavar a mitad del período de crecimiento. A fin de aliviar el tedio de este proceso se celebran grandes fiestas de la cerveza en las que los trabajadores permanecen mientras queda que beber; luego se van a otra fiesta y se llevan al anfitrión. De esta forma, el trabajo se ve interrumpido por tandas de borracheras en sociedad. Aunque el mijo alcanza un precio elevado en las ciudades, a los dowayos no les atrae vender allí, pues el mercado está controlado por los comerciantes fulani, que esperan obtener ganancias de en torno a un cien o doscientos por cien en todo lo que tocan. Puesto que también controlan el transporte, la remuneración que recibiría un campesino dowayo sería muy pequeña, por eso prefieren cultivar lo justo para su consumo y para atender sus obligaciones familiares si hay alguna celebración en perspectiva. Por lo demás, los márgenes son reducidos, y si llueve menos de lo que se espera antes de la cosecha, es posible que haya incluso escasez. Tratar de comprar algo en el país Dowayo es intentar nadar a contracorriente. Aunque no les resultaba rentable, los franceses introdujeron deliberadamente los impuestos para obligar a los dowayos a emplear el dinero. Sin embargo, siguen prefiriendo el trueque y acumulan deudas que se saldan matando una res en vez de con dinero. Si me hubieran dado mijo, yo habría tenido que pagar con carne o con mijo comprado en la ciudad.

Si bien disponen de vacas, los dowayos no las ordeñan ni las crían para obtener alimentos. Son reses enanas, sin joroba, a diferencia de las de los fulani, y casi no producen leche. Los dowayos afirman también que son «muy fieras», aun cuando yo no vi ninguna prueba de ello. En teoría, sólo deben ser sacrificadas para los festivales. Cuando muere un hombre rico que posee, digamos, cuarenta reses, habría que sacrificar diez y entregar su carne a los parientes. Hoy en día el gobierno central intenta evitar lo que considera un despilfarro de recursos, pero la costumbre perdura.

En otras festividades se sacrifican reses en honor de los muertos, y también hay que pagar con reses al comprar esposas. De ahí que su injustificable destrucción para obtener alimentos o dinero sea vista con malos ojos por los jóvenes, que piensan emplearlas con fines matrimoniales. Cuando alguien me daba carne, especialmente el jefe de Kongle, se producía una alternancia rápida entre la escasez y la abundancia. Insistía siempre en darme una pierna entera, que era mucho más de lo que yo podía consumir antes de que se pudriera, de modo que se me ofrecía así la posibilidad de obtener una serie de subproductos de la hospitalidad del jefe, pues podía cambiar carne por huevos. No es que los huevos fuesen una gran bendición. Normalmente los dowayos no los comen; la idea les resulta algo repulsiva. «¿No sabe de dónde vienen?», preguntaban. Los huevos no eran para comerlos sino para criar pollos. Así pues, muy amablemente, me traían huevos que habían tenido al sol durante un par de semanas a fin de que satisficiera con ellos mi enfermizo deseo. Comprobar si flotaban no siempre bastaba para identificar los que estaban malos; una vez han rebasado un determinado estado de putrefacción, empiezan a hundirse en el agua igual que los frescos. Mi esperanza de comerme un huevo se vio muchas veces truncada tras ir cascando uno tras otro y oliendo el denso hedor que despedía su interior azul verdoso.

Frente a la imposibilidad de comer productos de la tierra, decidí criar mis propias gallinas. Tampoco este intento tuvo éxito. Algunas las compré y otras me las dieron. Las gallinas dowayas son en general unos animalitos endebles; comérselos es como comerse una reproducción en plástico de un Tiger Moth. No obstante, respondieron a mi tratamiento. Las alimenté con arroz y gachas de avena, cosa que los dowayos, que no les daban nunca de comer, consideraron una enorme extravagancia. Un día empezaron a poner. Yo ya fantaseaba con poder tomar un huevo diario. Mientras estaba sentado en mi choza regocijándome por el festín que me iba a dar) apareció mi ayudante en la puerta con una expresión de orgullo en el rostro: «
Patron
—exclamó—, acabo de darme cuenta de que las gallinas estaban poniendo huevos, así que las he matado antes de que perdieran toda la fuerza.»

Después de esto, me resigné a contentarme con un desayuno a base de gachas de avena y leche enlatada que compraba en la tienda de la misión. En Camerún se cultiva té en abundancia, pero generalmente era imposible comprarlo en Poli. No obstante, sí había té nigeriano, presumiblemente de contrabando.

Mi ayudante solía comer conmigo, pues afirmaba que los alimentos de aquellos dowayos salvajes del monte no eran comestibles. Al cabo de unos meses observé que había engordado una barbaridad y descubrí que además de comer conmigo comía también con el jefe.

Después del desayuno era la hora del «consultorio médico». En el país Dowayo hay muchos enfermos y a mi no me hacia demasiada gracia tenerlos a todos congregados alrededor de mi choza. Sin embargo, aun teniendo en cuenta lo limitado de mis conocimientos y medios médicos, habría sido inhumano rechazarlos como hizo mi ayudante inicialmente. De conformidad con el concepto africano de categoría, consideraba que debía protegerme del contacto con el populacho. Podía conversar con los jefes o los brujos, pero no debía perder el tiempo con necios plebeyos ni con mujeres. Siempre que hablaba con los niños se mostraba abiertamente horrorizado. Se apostaba estratégicamente delante de mi casa y saltaba encima de cualquiera que pretendiera acercarse a mí, interponiéndose como una secretaria en la antecámara de algún gran hombre. Cada vez que yo quería darle un cigarrillo a alguien, insistía en que pasara por sus manos antes de ser entregado a un dowayo. Al final tuvimos que hablar del tema y desistió de sus atenciones, pero dejó claro que el contacto excesivo con la gente baja disminuía su propio rango.

Me traían las heridas y las llagas infectadas y yo les ponía un antiséptico y un vendaje, aun a sabiendas de que era todo inútil, pues los dowayos mantienen las heridas descubiertas y se quitan el apósito en cuanto se les pierde de vista. Había uno o dos casos de malaria, en la cual me creía a esas alturas experto, y les administraba quinina a los afectados, siempre con la intervención de mi ayudante para asegurarse de que les decía los números bien cuando explicaba la dosificación.

Pronto se extendió la noticia de que yo distribuía «raíces», como llaman los dowayos a los remedios, para la malaria y tenía buenos medicamentos. Sin embargo, un día se presentó una anciana furiosa quejándose de que le había contagiado la malaria. Se entabló entonces una enconada discusión que yo no pude seguir y al final se marchó acompañada de las burlas de los presentes. Sólo al cabo de meses de trabajo con curanderos y hechiceros comprendí en qué consistía el problema. Los dowayos dividen las enfermedades en varias clases. Están las «epidemias», enfermedades infecciosas para las cuales los blancos tienen remedios como la malaria, o la lepra. Está la brujería de la cabeza o de las plantas, o los síntomas causados por los espíritus de los muertos. Y, por último, las enfermedades por contaminación, contraídas tras el contacto con personas o cosas prohibidas. Estas últimas se curan mediante un nueva contacto regulado con la persona o cosa que ha causado la enfermedad. Al oír que yo tenía una cura para la malaria, la vieja se imaginó que era una enfermedad por contaminación y que el remedio que tenía en mi choza era también la causa de la enfermedad. Guardar una cosa tan fuerte y peligrosa en medio de una aldea constituía sin duda motivo de queja.

El resto de la mañana la dedicaba a aprender la lengua. A mi ayudante le gustaba mucho el papel de maestro y se complacía enormemente en hacerme repetir las formas verbales hasta que ya no podía más. Sin embargo, le gustaba menos una práctica que adopté al cabo de un par de semanas.

Disponía yo de un pequeño magnetofón portátil que casi siempre llevaba encima; a veces grababa las conversaciones que mantenía con la gente en el campo. A los dowayos les encantaba oír sus propias voces pero no se mostraban muy impresionados; no era la primera vez que veían magnetofones, los dandys dowayos gustaban de los radiocassettes y la mayoría los habían visto en alguna ocasión. Lo que de verdad los hacía murmurar «magia», «maravilla», era ver cómo escribía. Con la excepción de unos pocos niños, los dowayos son analfabetos. Incluso los niños escriben sólo en francés, y hasta que los lingüistas se pusieron a estudiar la lengua dowaya, a nadie se le habría ocurrido escribir en ella. Cuando yo tomaba notas en una mezcla de inglés y francés y copiaba las frases importantes en dowayo utilizando el alfabeto fonético, se quedaban contemplándome encantados durante horas y se turnaban para mirar por encima de mi hombro. Una vez le leí a un hombre lo que había dicho en nuestro anterior encuentro, que había tenido lugar un par de semanas antes, y se quedó estupefacto. Gradualmente fui formando una biblioteca compuesta de las conversaciones grabadas, mis notas y las interpretaciones posteriores. Así podía coger una al azar y repasarla palabra por palabra con mi ayudante, haciéndole justificar traducciones que me había dado, profundizar en algún tema o explicar las diferencias existentes entre dos sinónimos. Una vez empezamos a hacerlo con regularidad, nuestro nivel de competencia lingüística se incrementó enormemente. El se volvió mucho más cauteloso y yo empecé a aprender mucho más deprisa. En lugar de despacharme con una aproximación, señalaba dificultades sobre las que volver después y abandonó el aire de omnisciencia que había adoptado inicialmente.

El almuerzo consistía en galletas duras acompañadas quizá de chocolate, manteca de cacahuete o arroz. Luego mi ayudante se echaba una siesta que abarcaba la parte más calurosa del día y yo me retiraba a mi lecho de piedra durante una hora para escribir cartas, dormir o hacer cálculos desesperados de mis apuradas finanzas.

Al cabo de unas semanas el calor aumentó mucho, empezaron a caer chaparrones esporádicos e instituí el baño de la tarde. El agua es muy peligrosa en el país Dawayo. Hay varias enfermedades parasitarias endémicas, la peor de las cuales es la bilharziasis, que muchos dowayos padecen y produce graves hemorragias intestinales, náuseas, debilidad y, finalmente, la muerte. De todos modos, la esperanza de vida es tan baja en el país Dowayo que muchos perecen antes de alcanzar esta fase. A mí, diversas personas me habían contado cosas diversas en diversos momentos. Según algunas autoridades, sólo con meter un pie imprudentemente en un río se contrae una bilharziasis crónica; según otras, es necesario sumergirse durante varias horas en agua contaminada para que sea posible la infección. Un geógrafo francés que andaba de paso me dijo que después de las primeras lluvias fuertes no había peligro alguno. Al parecer, éstas barrían los caracoles portadores del parásito río abajo. Así, siempre que uno evitara las aguas estancadas o con poca corriente en la temporada seca, el riesgo era mínimo. Puesto que ya había sufrido la tortura de ver a los dowayos jugueteando alegremente en los refrescantes riachuelos mientras yo me arrastraba envuelto en sudor, sentía una fuerte tentación de zambullirme también; de todos modos, era imposible trasladarse a ningún sitio que se encontrara a una distancia moderada sin tener que cruzar algún veloz torrente metiéndote en las aguas hasta la cintura. Por lo tanto, decidí dar por bueno el diagnóstico del geógrafo e ir al lugar donde se bañaban los hombres, una profunda concavidad granítica al pie de una cascada que las mujeres tenían vedada por ser allí donde se circuncidaba a los niños.

El día que hice la primera aparición en el nadadero sólo había dos hombres jóvenes que se habían detenido a lavarse a la vuelta del campo. Mi anatomía era claramente tema de viva especulación. Los días que siguieron aparecieron por allí veinte o treinta hombres con el obvio propósito de ver la gran novedad que representaba un blanco sin ropa. A partir de entonces mi gancho como atracción disminuyó rápidamente y las cifras recuperaron los niveles normales. Me sentí ligeramente insultado.

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