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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

El antropólogo inocente (8 page)

BOOK: El antropólogo inocente
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Había llegado el momento, si es que no estaba más que pasado, de trasladarme a un poblado. Los dowayos se dividen en dos tipos, los de la montaña y los del llano. Toda la gente con quien había hablado me había instado a vivir entre los del llano. Eran menos bárbaros, sería más fácil conseguir provisiones, había más que hablaran francés y tendría menos dificultades para ir a la iglesia. Los dowayos de la montaña eran salvajes y difíciles, adoraban al diablo y no me dirían nada. Sobre tales premisas, el antropólogo no tiene más que una elección; naturalmente opté por los dowayos de la montaña. A unos catorce kilómetros de Poli se levantaba la aldea de Kongle. Si bien estaba situada en el llano, entre dos grupos de colinas, era una aldea de dowayos de la montaña. Según me dijeron, allí vivía un hombre muy anciano que era ferviente tradicionalista y conservaba muchos arcanos de sus antepasados. El camino era transitable y decidí instalarme allí.

Consulté a Matthieu, mi recién estrenado ayudante, que se quedó horrorizado al oír que pensaba vivir en el campo. ¿Quería aquello decir que no iba a tener una casa bonita y otros criados? Desgraciadamente, sí. Pero sin duda no desearía vivir en Kongle, sus habitantes eran salvajes. Debía dejarlo en sus manos; él hablaría con su padre, un dowayo del llano, que nos buscaría alojamiento cerca de la misión católica. Hube de explicar nuevamente la naturaleza de mi trabajo. La única empresa similar realizada en el país Dowayo había sido el intento de análisis de la lengua de los dowayos por parte de dos lingüistas, que se habían pasado dos años construyendo una bonita casa de cemento y cuyos suministros llegaban por avión. Al enterarse de que mi presupuesto era mucho más modesto, Matthieu se sumió en la zozobra. Se hizo evidente que su posición dependía de la mía, y consiguió que cualquier alejamiento de su concepto de dignidad por mi parte pareciera una amarga traición.

Llegó el momento del primer contacto. Por indicación de Matthieu, nos pusimos en marcha hacia Kongle con unas botellas de cerveza y un poco de tabaco. El camino no era demasiado malo, aunque había que cruzar dos ríos cuyo aspecto no era muy halagüeño y que resultaron bastante molestos. Mi coche tenía por costumbre estropearse justo en mitad del cauce, cosa más peligrosa de lo normal dado que eran propensos a las avenidas súbitas. Los montes estaban hechos de granito puro y cuando llovía el agua descendía inmediatamente como una ola que inundaba los valles. A ambos lados de la carretera había campos de cultivo. La gente que los trabajaba interrumpía sus tareas para mirarnos mientras avanzábamos trabajosamente. Algunos huían. Luego me enteré de que suponían que éramos enviados del
sous-préfet
; por lo general, los extraños no traían sino problemas a los dowayos. Al llegar al pie de los montes, el camino simplemente se interrumpía, y tras una cerca de talIos de mijo y cactos se extendía la aldea.

Las chozas de los dowayos son construcciones circulares de barro con techumbres cónicas. Al estar edificadas con el barro y la hierba del campo, tienen un aspecto pintoresco que resulta un alivio para la vista después de la fealdad de las ciudades. En las techumbres crecen largas matas de melones rastreros a la manera de los rosales trepadores de las casas de campo inglesas. Siguiendo a Matthieu, penetré en el círculo que se extiende ante todo poblado dowayo. Es el lugar donde se celebran las reuniones públicas y audiencias judiciales, donde se efectúan los rituales y se guardan los diversos objetos sagrados fundamentales para la vida religiosa. Detrás hay un segundo cercado, en cuyo interior se encierra el ganado comunal, que atravesamos para acceder al patio del jefe. Este término no es exacto; los dowayos no tienen jefes verdaderos, es decir, dirigentes dotados de poder y autoridad si bien los franceses trataron de crear tal figura a fin de tener cabezas visibles mediante las cuales gobernar y que a la vez sirviera para recaudar impuestos. El término dowayo que designa a esos hombres,
waari
, responde a una clasificación antigua. Los jefes no son sino individuos ricos, o sea, poseedores de cabezas de ganado. Los ricos son los que organizan los diversos festivales religiosos que constituyen una parte esencial de la vida ritual. Los pobres pueden añadirse a las celebraciones de los ricos, y de esta forma llevar a cabo ceremonias que de otro modo no podrían permitirse. Los jefes son por lo tanto personas muy importantes. Algunos toman como modelo a la tribu dominante, los fulani, y pretenden mejorar su posición negándose a hablar en dowayo con su propio pueblo. Fingen que sólo lo comprenden con dificultad, aun tratándose de su primera lengua. De ahí su sorpresa cuando me negué a hablar fulani, como hacen todos los demás blancos, e insistí en aprender dowayo. Algunos jefes han adoptado toda la pompa de que se rodean los nobles fulani. Van armados con espadas y acompañados de un sirviente que les cubre la cabeza con un parasol rojo. Algunos van incluso precedidos de cantores que, al son del tambor, recitan una lista estereotipada de sus singulares hazañas y virtudes, siempre en fulani.

El jefe de Kongle era otra cosa: despreciaba a los dowayos que renegaban de su cultura y nunca les hablaba otra lengua que no fuera el dowayo.

Nos detuvimos ante una mujer de pechos desnudos que se arrodilló frente a mí y cruzó las manos sobre sus genitales, ocultos por un manojito de hojas. «Lo está saludando —dijo Matthieu—. Déle la mano.» Así lo hice y ella empezó a balancearse adelante y atrás sobre los talones canturreando repetidamente en fulani «gracias, gracias», al tiempo que batía palmas. Varios rostros emergieron furtivamente por encima de las paredes y asomaron por los costados de las chozas. Para bochorno mío, apareció un niño con una silla plegable que dispuso en el centro de la plazuela. Me ofrecieron asiento. Yo no podía hacer otra cosa que aceptar y me acomodé en magnífico aislamiento con la sensación de ser una de esas figuras rígidas tan británicas que aparecen en las fotografías de la época colonial. Las diferencias de posición están muy marcadas en gran parte de África; los africanos son muy dados a la exageración. Se arrastran, hacen genuflexiones y reverencias de un modo que a los occidentales les resulta difícil asimilar; sin embargo, negarse a aceptar tales gestos es sumamente descortés. Al principio, cada vez que me sentaba encima de una piedra al mismo nivel que los demás causaba un tremendo desasosiego entre mis acompañantes, que se afanaban por disponer las cosas de manera que ellos quedaran situados a un nivel inferior al mío, o insistían en que me acomodara sobre una esterilla. Sentarse en una esterilla, aunque se esté más bajo que encima de una piedra, es signo de una categoría más elevada. Así llegamos a un término medio.

El silencio se estaba cargando de tensión y consideré que me tocaba a mí decir algo. He apuntado ya que una de las alegrías del trabajo de campo es que permite echar mano de una serie de expresiones que habitualmente no se usan. «Llevadme ante vuestro jefe», exclamé. Mi petición fue debidamente traducida y en respuesta me explicaron que el jefe estaba ya en camino, pues se encontraba en el campo.

Zuuldibo se convirtió después en un buen amigo. Era un hombre de cuarenta y pocos años que sonreía invariablemente con todo su rostro y tendía a la obesidad. Hizo su aparición resplandecientemente ataviado con ropas fulani, una espada y gafas de sol. Ahora me doy cuenta de que fuera cual fuera su ocupación en el momento de mi llegada, no se encontraba en el campo. Nadie trabaja la tierra con semejante atuendo; y lo que es más Zuuldibo no había tocado una azada en su vida. Tenía todo lo referente a la agricultura por un tema tan aburrido que ponía cara de contrariedad en cuanto alguien nombraba las tareas agrícolas en su presencia.

Solté el discurso que traía preparado, en el cual decía que había recorrido una larga distancia desde la tierra del hombre blanco porque había oído hablar de las costumbres de los dowayos y sobre todo del buen corazón y la afabilidad de los habitantes de Kongle. Me pareció que mis palabras eran bien recibidas. Deseaba vivir con ellos durante un tiempo y familiarizarme con sus costumbres y su lengua. Hice hincapié en el hecho de que no era misionero, lo cual al principio nadie se creyó dado que no se les ocultaba que vivía en la misión y conducía un coche que pertenecía a ésta; no tenía nada que ver con el gobierno, cosa que tampoco creyó nadie porque me habían visto rondar la
sous-préfecture
; y no era francés, cosa que no comprendieron, pues para los dowayos todos los blancos son iguales. No obstante, me escucharon educadamente asintiendo de vez en cuando con la cabeza y murmurando «muy bien» o «cierto, cierto». Rápidamente acordamos que regresaría al cabo de una semana y el jefe me tendría preparada una choza y alojamiento para mi ayudante. Nos tomamos una cerveza y les di un poco de tabaco. Todos parecían extasiados. Cuando me disponía a marcharme una anciana se arrojó al suelo y me abrazó las rodillas. «¿Qué ha dicho?», pregunté. Matthieu se echó a reír. «Ha dicho que Dios lo ha enviado para escuchar nuestra voz.» Era un inicio mejor de lo que me habría atrevido a esperar.

Durante la semana que siguió hice otro viaje a la ciudad para abastecerme y comprar tabaco. El tabaco negro nigeriano que tanto les gusta a los dowayos se vende en el país Dowayo a un precio cuatro veces superior al que tiene en Garoua. Compré una bolsa grande para pagar a los informantes. Mi situación financiera seguía siendo muy precaria, pues había dispuesto que mi sueldo fuera enviado de Inglaterra a mi cuenta de Camerún. Dado que procedía de Gran Bretaña, tenían que enviarlo a la antigua capital del Camerún británico, Victoria, luego a Yaoundé, posteriormente a N'gaoundéré y finalmente a Garoua, adonde nunca llegó; el banco de Victoria deducía el diez por ciento en concepto de «gastos» y lo devolvía a Inglaterra, con lo cual me dejaba mordiéndome las uñas e incrementando la deuda contraída en la misión protestante. Ponerse en contacto con el banco de Victoria era imposible; hacían caso omiso de las cartas y los teléfonos no funcionaban.

Fue durante este último viaje cuando contraje malaria por primera vez. Al principio se manifestó como una leve sensación de mareo que apareció nada más emprender el regreso. Al llegar a Poli, veía doble y casi no distinguía la carretera. La elevada fiebre iba acompañada de escalofríos y espasmos intestinales.

Uno de los aspectos más tristes de la enfermedad es que causa la pérdida del control de esfínteres; cuando te levantas te orinas encima. Y lo que es peor, la lista de remedios es casi infinita: Mientras unos meramente ofrecen protección contra la enfermedad, otros la curan una vez contraída. Por desgracia, las pastillas que empecé a tomarme lleno de esperanza no eran de las curativas, de modo que mi estado empeoró y las fiebres me dejaron reducido a un cascajo gimoteante. El pastor Brown vino a mofarse de mi hundimiento físico y me dejó unos medicamentos con la advertencia de que «aquí nunca puedes estar seguro de que nada va a ser efectivo». Sin embargo, lo fueron y, aunque algo tembloroso, estaba de nuevo en pie a tiempo para trasladarme a la aldea en el momento previsto, después de pasar varias noches atormentado por la fiebre y por los murciélagos que entraban en la casa por los agujeros del techo. Se han escrito muchas páginas sobre la excelencia del sistema de navegación de los murciélagos, pero todo es falso. Los murciélagos tropicales se pasan el tiempo chocando contra roda tipo de obstáculos, con los consiguientes estruendos. Su especialidad es precipitarse contra las paredes y luego caérsete aleteando sobre la cara. Mi recomendación particular a la hora de reunir el «equipo esencial para el trabajo de campo» sería que no se deje de incluir una raqueta de tenis; resulta eficacísima para limpiar una habitación de murciélagos. Por otra parte, el pastor Brown se había tomado la molestia de explicarme que los murciélagos eran portadores de rabia, por lo tanto ocupaban un lugar destacado en mis fantasías febriles.

Hasta que no me puse a preparar las cosas para el traslado no me di cuenta de que alguien había entrado en la casa y había robado la mitad de la comida.

6. ¿ESTÁ EL CIELO DESPEJADO PARA TÍ?

Después de todas estas penas y trabajos, por fin me encontraba en medio de «mi» pueblo, disponía de ayudante, de papel y de lápiz. Habiéndome enfrentado a tantos impedimentos, me di cuenta, no sin un pequeño sobresalto, de que me hallaba por fin en situación de «hacer antropología». Y cuanto más meditaba sobre este concepto menos claro lo veía. Si me pidieran que describiera a una persona dedicada a esta actividad, no sabría cómo reflejarla. Sólo se me ocurriría representar a un hombre subiendo una montaña (camino del lugar donde «hará antropología») o redactando un informe (después de «hacer antropología»). Evidentemente hacía falta una definición bastante amplia, algo como «aprender una lengua en el extranjero». Llegué a la conclusión de que el tiempo que pasara hablando con los dowayos sería considerado legítimo.

No obstante, aún habría de enfrentarme a varios problemas. En primer lugar, no sabía ni una palabra de su lengua. En segundo lugar, la primera mañana de mi estancia en el poblado no había allí ni un solo dowayo; todos estaban en el campo, cavando entre los brotes de mijo. Así pues, me pasé el día entero pensando en las casas que había que hacer para convertir mi choza en un lugar donde poder trabajar.

El jefe había tenido la amabilidad de cederme una choza de gran tamaño en un anexo de su propia zona de la aldea. Mis vecinos eran dos esposas suyas y su hermano menor. Al cabo de un tiempo me percaté de que al asignarme una vivienda que normalmente ocuparían parientes políticos por parte de una esposa favorita demostraba una considerable confianza en mí. El inquilino anterior había dejado una gran cantidad de ataditos inidentificables, además de numerosas lanzas y puntas de flecha clavadas en la techumbre (no pude evitar recordar que Mary Kingsley había descubierto una mano humana en su choza durante su estancia entre los fang). Una vez libre de todos estos objetos, colocamos mi equipo entre las vigas del techo y colgué un mapa de Poli que había adquirido en la capital. El mapa despertó una gran curiosidad en los dowayos, que no llegaron a comprender jamás sus principios lógicos y me preguntaban dónde se encontraban aldeas en las que yo no había estado nunca. Si les contestaba, seguidamente me preguntaban el nombre de las personas que vivían allí; no llegaron a entender nunca por qué podía responderles a lo primero pero no a lo segundo.

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