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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

El antropólogo inocente (7 page)

BOOK: El antropólogo inocente
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Después de escuchar mi explicación, un hosco criado me franqueó la entrada, y cuál no sería mi asombro al comprobar que antes de osar dirigirse a su superior se arrodillaba.

Ya me habían advertido que llevarle unos puros sería considerado «aceptable», de modo que le hice puntual entrega del obsequio, que me fue graciosamente aceptado, desapareciendo acto seguido en el interior de su amplia túnica. Seguía yo de pie, el criado de rodillas y el
sous-préfet
sentado. Mis documentos sufrieron una nueva inspección minuciosa y empecé a temer que se desgastaran antes de que pensara siquiera en abandonar el país. «Ni hablar —aseveró impasivo—. No puedo permitir que se quede en Poli.» Tal declaración supuso una cierta contrariedad; yo consideraba aquella visita más bien de cortesía. «Pero el permiso de investigación expedido en Yaoundé —le hice ver con cautela— me autoriza a estar aquí.» Encendió entonces uno de mis puros. «Esto no es Yaoundé y yo no le doy permiso.» Era evidente que no se trataba de una situación en que el movimiento de capital fuera recomendable puesto que el venerable sirviente todavía estaba allí arrodillado escuchando todo lo que se decía. «¿Qué he de hacer para que me dé su permiso?», insistí. «Una carta del prefecto eximiéndome de toda responsabilidad bastaría. Está en Garoua.» Se volvió de espaldas a mí y se puso a revolver papeles. Nuestra entrevista había terminado.

De regreso a la misión, el incidente le pareció al pastor Brown una nueva justificación de su pesimismo. Fue conmovedor comprobar cómo lo animó mi desgracia. Dudaba incluso de que llegara a ver al prefecto, aunque se encontrara donde decían que estaba y no de viaje en la capital; se hallaba prácticamente convencido de que pasarían meses antes de que regresara. Su propia experiencia abundaba en frustraciones de este tipo. Aquello era África, no había lugar para la esperanza. Se alejó riéndose entre dientes.

Después de calcular que disponía de la gasolina justa para llegar a Garoua, de donde me separaban unos ciento sesenta kilómetros, decidí emprender viaje el día siguiente al amanecer.

Cuando salí de casa por la mañana, quedé desconcertado al encontrar un mar de rostros expectantes que pretendían acompañarme. Siempre ha sido un misterio para mí cómo circula este tipo de información. Los occidentales no suelen percatarse de la atención con que son observados. Que te vean comprobar el nivel de tu depósito de carburante basta para desencadenar un alud de peticiones de transporte. Los que acusan a los europeos de paternalismo no son conscientes de la tradición que tienen las relaciones entre ricos y pobres en gran parte de África. El hombre que trabaja para ti no es tan sólo un empleado; tú eres su patrón. Es una relación sin límite. Si su esposa está enferma, el problema es tuyo en la misma medida que de él, y de ti se espera que hagas todo lo que esté en tu mano para que se cure. Si decides tirar algo, debes ofrecérselo a él primero; dárselo a otro sería una imperdonable incorrección. Resulta prácticamente imposible trazar la divisoria entre lo que es asunto tuyo y lo que es su vida privada. El europeo desprevenido se encontrará atrapado en la gran variedad de obligaciones consubstanciales al parentesco lejano, a no ser que tenga mucha suerte. Cuando un empleado te llama «padre» es que se avecina peligro. Sin duda a ello seguirá una historia sobre una dote no pagada o unas cabezas de ganado muertas y se considerará una auténtica traición que no te hagas cargo de parte del problema. La línea que separa «lo mío» de «lo tuyo» está sujeta a una constante renegociación y los dowayos son tan expertos como cualquiera en el arte de sacar todo el provecho que pueden de su vinculación con un hombre rico. El hecho de no darse cuenta de que la relación es contemplada desde distintos ángulos por cada una de las partes ha sido origen de muchos roces. Los occidentales se quejan continuamente de la «cara dura» o la «desfachatez» que demuestran sus trabajadores (ahora ya no se llaman «mozos» ni «criados») al esperar que los que les dan empleo los cuiden también y estén siempre dispuestos a sacarlos de apuros. Al principio, yo me sulfuraba mucho en las ocasiones como la que se me presentaba en ese momento. Parecía imposible hacer nada espontáneamente o ir a ningún sitio sin cargar con el enorme peso de las numerosas obligaciones. Una vez en la ciudad, todavía resultaba más irritante descubrir que las personas a quienes uno había llevado en el coche se molestarían sobremanera de no facilitarles de inmediato fondos para financiar su estancia. Yo los había llevado a aquel extraño lugar; que los abandonara allí era impensable.

No obstante, la primera vez no comprendí nada de esto y dejé subir a todos los que pude. De nuevo hallamos otro ejemplo de la disparidad de los puntos de vista europeos y africanos. Para estos últimos, un automóvil con sólo seis personas dentro está vacío. Afirmar que no queda sitio se considera un embuste descarado. Y para colmo, después de poner límite al número de pasajeros haciendo gala de esa actitud firme que esperan los africanos de los occidentales que hablan realmente en serio, de súbito aparecen todo tipo de bultos que antes estaban escondidos y empiezan a ser atados al techo del vehículo con las inevitables tiras de goma sacadas de neumáticos de automóvil.

Con el retraso que había supuesto toda esta operación, por fin pude ponerme en marcha hacia Garoua en un coche gimiente y jadeante. Pronto se hicieron patentes otras características de los numerosos pasajeros. A los dowayos no les entusiasman los viajes, y el movimiento produce en ellos una reacción desagradable. Al cabo de diez minutos ya había tres o cuatro vomitando con gran deleite en el interior del automóvil; por supuesto, ninguno de ellos se molestó en utilizar la ventanilla. El conductor que por fin consiguió llegar a las afueras de Garoua y sometió sus documentos a una nueva inspección estaba bastante sucio. Si bien un blanco solo llama poco la atención de la policía, cuando transporta africanos despierta todo tipo de sospechas, de modo que mis movimientos y motivos suscitaron un gran interés en los guardias.

Por lo visto, la palabra «doctor» que aparecía en mi pasaporte fue lo que más contribuyó a disipar cualquier duda, pero mis pasajeros no tuvieron la misma suerte. Mientras yo trataba de explicar por qué el coche no tenía tarjeta de registro, mostrando al sargento la documentación que prudentemente me había llevado de N'gaoundéré, alinearon a mis pasajeros y les hicieron enseñar los comprobantes de que habían pagado los impuestos correspondientes en los tres últimos años, los carnets de identidad y los de pertenencia al único partido político del país. Como era de esperar, ni lejanamente se aproximaban al ideal, lo cual originó nuevos retrasos y pronto se vio que no conseguiríamos solucionar nada antes de la hora de la siesta.

Garoua es una extraña población situada a orillas del río Benoue, una corriente de agua de esporádica aparición, que tanto puede adoptar la forma de un Mississippi incontenible en la estación de las lluvias como de un lecho de arena húmeda en la seca. La consagración de la ciudad a tan voluble río explica el olor a pescado putrefacto que la cubre como un manto de humo. El pescado seco es una de sus principales fuentes de ingresos, junto con la cerveza y la administración. La cerveza ejerce una especial fascinación sobre los dowayos, que son asiduos clientes de las fábricas productoras de la marca «33», creada por la anterior administración francesa. Su peculiaridad reside en que le permite a uno pasar directamente de la sobriedad a la resaca, saltándose la fase intermedia de ebriedad. La fábrica tenía una vidriera que permitía ver cómo se deslizaban las botellas, sin intervención humana, de una etapa del proceso a otra. Ello impresionaba profundamente a los dowayos, que se pasaban horas y horas contemplando el milagro. Para describirlo utilizaban la palabra
gerse
, que quiere decir «milagro», «maravilla», «magia». Este fue el primer contexto en que oí el término que luego me ocuparía como antropólogo. Constituía además una fértil fuente de metáforas de los conceptos más metafísicos. Los dowayos creían en la reencarnación. Era como la cerveza de Garoua, explicaban; las personas eran las botellas que tenían que ser llenadas de espíritu. Enterrarlas cuando morían era como devolver la botella vacía a la fábrica.

Temiendo lo peor, esperaba tardar varios días en poder ver al prefecto, si es que conseguía verlo. Una especie de calma fatalista se había apoderado de mí. Las cosas tardaban lo que tardaban; no servía de nada preocuparse. Una de las características del investigador de campo es que dispone de una marcha alternativa que puede embragar en tales momentos para dejar pasar las piedras y las flechas.

Antes de establecer los contactos que tan útiles resultan al antropólogo viajero, me busqué hotel. Garoua contaba nada menos que con dos: un Novotel moderno a tan solo treinta libras por noche para turistas, y un sórdido establecimiento de la época colonial francesa mucho más barato. Evidentemente, este último era más de mi estilo. Por lo visto había sido construido para reposo y solaz de los oficiales franceses enloquecidos por el sol de los desamparados territorios del imperio, y estaba formado por chozas aisladas con techumbre de hierba y amuebladas al estilo militar, aunque, eso si, dotadas de agua y electricidad. También poseía una amplia terraza en la que se sentaba la élite del lugar a tomar copas mientras se ponía el sol detrás de los árboles. La imposibilidad de olvidar la presencia del resto de África le confería un especial encanto romántico: los rugidos de los leones del zoo contiguo lo hacían presente.

Fue en este establecimiento donde conocí a la mujer que luego se hizo famosa con el nombre de «señora Cuu−i». En cualquier estación del año, la temperatura de Garua es, por lo menos, diez grados superior a la de Poli y, gracias al río disfruta de una gran profusión de mosquitos. Tras horas de encierro con los dowayos y sus vómitos, anhelaba una ducha. Apenas acababa de meterme debajo del grifo, cuando llegaron a mis oídos unos insistentes arañazos en la puerta. Al comprobar que mis interpelaciones no obtenían respuesta, me envolví con una toalla y salí a abrir. Fuera había una fornida fulani de cincuenta y tantos años que, esbozando una sonrisa bobalicona, empezó a describir circulitos en el polvo con sus enormes pies. «¿Qué desea?», inquirí. Ella hizo el gesto de beber. «Agua, agua.» Comencé a desconfiar, pues me vino a mientes el concepto de hospitalidad que predomina en el desierto. Mientras yo analizaba el problema, se deslizó junto a mí se hizo con un vaso y lo llenó en el grifo. Ante mis horrorizados ojos, empezó a destapar su voluminoso cuerpo. En ese momento acertó a venir a traerme un poco de jabón el portero, que, interpretando erróneamente la situación, inició la retirada murmurando disculpas. Me hallaba atrapado en una farsa.

Por fortuna, las pocas lecciones de fulani que había tomado en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos, me resultaron entonces de gran utilidad y, gritando «no quiero», rechacé todo deseo de contacto físico con aquella mujer, que me recordaba a Oliver Hardy. Como ante una señal estipulada con antelación, el portero, ahora riéndose, cogió a la mujer de un brazo, yo la agarré del otro y la sacamos fuera. No obstante, regresaba cada hora, incapaz de aceptar que sus encantos no fueran apreciados, y vagaba por fuera gritando «cuu−í», como un gato que maúlla para que lo dejen entrar. Al final, me cansé. Estaba claro que trabajaba en connivencia con la dirección, de modo que declaré que era un misionero que había venido del campo para ver al obispo y que desaprobaba tales conductas. Se quedaron pasmados y avergonzados; inmediatamente la mujerzuela me dejó en paz.

Esta anécdota se convirtió en una de las favoritas de los dowayos cuando nos sentábamos alrededor del fuego por la noche a contar historias. Mi ayudante me hacía contar siempre «el cuento de la gorda fulani», nombre por el que pasó a conocerse, y cuando llegaba al momento en que ella gritaba «cuu−í» todos se partían de risa, se abrazaban las rodillas y empezaban a darse revolcones en el suelo. Esta anécdota contribuyó en gran medida a nuestras buenas relaciones.

La visita que efectué al despacho del prefecto al día siguiente resultó ser un anticlímax. Me hicieron pasar sin demora. El prefecto era un fulani alto de piel muy oscura que atendió a mi explicación, dictó una carta por teléfono y con suma afabilidad se embarcó en una disquisición sobre la política gubernamental respecto a la apertura de escuelas en las zonas paganas para amenizar la espera. Le trajeron la carta, la firmó, la selló y me deseó buena suerte y
bon courage
. Armado de esta guisa, regresé a Poli.

Encontrar ayudante y ponerme a aprender la lengua empezaban a ser tareas prioritarias. El ayudante del antropólogo es una figura sospechosamente ausente de la literatura etnográfica. El mito convencional tiende a pintar al curtido investigador como una figura solitaria que llega a una aldea, se instala y «aprende el idioma» en un par de meses; como máximo, es posible encontrar referencias a algún traductor que es relevado del servicio al cabo de pocas semanas. No importa que esto sea contrario a toda experiencia lingüística conocida. En Europa uno puede estudiar francés en el colegio durante seis años con la ayuda de todo tipo de artificios pedagógicos, viajes a Francia y lecturas, para apenas verse capaz de balbucear unas pocas palabras en una urgencia. Sin embargo, una vez sobre el terreno de estudio, uno se transforma en un genio de la lingüística y adquiere fluidez en una lengua mucho más difícil para un occidental que el francés, sin profesores especializados, sin textos bilingües, y con frecuencia sin gramáticas ni diccionarios. Al menos, ésta es la impresión que se transmite. Naturalmente, gran parte de la actividad lingüística puede realizarse en
pidgin
, o incluso en inglés, pero esto tampoco suele mencionarse.

Estaba claro que necesitaba un dowayo nativo que también hablara algo de francés. Ello quería decir que tendría que haber ido al colegio, lo cual, dada la naturaleza de las cosas en el país Dowayo, implicaba que fuera cristiano. Para mí esto constituía una importante desventaja, pues la religión tradicional era una de las áreas que más me interesaban. Pero no había otra alternativa, de modo que decidí dirigirme a la escuela secundaria local a ver si había alguien con las características requeridas. No obstante, no llegué a ir.

Uno de los predicadores que estaban en período de formación en la misión de Poli se enteró de lo que buscaba y me cogió por su cuenta; casualmente tenía doce hermanos. Con raro olfato empresarial, los movilizó a todos, los hizo trasladarse desde su aldea, situada a treinta y cinco kilómetros de allí, y me los presentó. Uno, según explicó, era buen cocinero y muy alegre, pero por desgracia no hablaba francés; otro, que sabía leer y escribir, era un terrible cocinero, pero muy fuerte; otro era buen cristiano y excelente narrador de historias. Por lo visto, todos tenían grandes virtudes y constituían un «buen partido». Al final, accedí a coger a uno de ellos a prueba y elegí al que no sabia guisar pero era el que mejor hablaba francés, además de saber leer y escribir. Me di cuenta también de que al que debía contratar era al propio predicador, pero su ocupación lo impedía. Posteriormente fue expulsado de la misión por su tendencia a la promiscuidad.

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