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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

El antropólogo inocente (6 page)

BOOK: El antropólogo inocente
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Por si acaso el tedio se apoderaba del viajero avezado, las autoridades señalaban las zonas de asfalto reblandecido con enormes pedruscos de granito que resultaban invisibles al anochecer. En posterior ocasión, uno de estos ejemplares casi nos hace perder la vida a mí y a unos amigos.

En este primer viaje recorrí los doscientos kilómetros bastante satisfecho, disfrutando de la novedad del paisaje, con sus aldeas de chozas de barro, los niños que salían a saludar con la mano y los montones de boniatos puestos a la venta en la carretera. Era finales de julio, estábamos en plena temporada de lluvias y el paisaje estaba formado por una masa de verdes arbustos enanos y hierba. Los incendios de la temporada seca aseguraban que no crecieran nunca árboles auténticos. En la distancia se divisaban los montes de la sierra Godet, afilados dientes de granito desnudo, donde vivían los dowayos.

Cuando unas horas más tarde llegué a Gouna me puse a buscar en vano la gasolinera señalada en el mapa. Sencillamente no existía. La diferencia entre el paisaje representado en cualquier mapa británico de un buen servicio cartográfico, como el Ordnance Survey, y el mapa francés con que me había equipado era enorme. Al contrario de su homólogo británico, el francés contenía pocas indicaciones sobre los lugares donde era posible atravesar los ríos y no informaba sobre si las iglesias tenían campanarios planos o terminados en aguja, abundaba sin embargo en referencias a restaurantes y vistas bonitas. A juzgar por el mapa francés, parecía estar destinado a deslizarme sin dificultad de un lugar de sensual encanto en otro.

A lo largo de los primeros quince kilómetros, la carretera de tierra era bastante transitable. A ambos lados se extendían campos bien cultivados de lo que no dudé en identificar como maíz y resultó ser mijo, entreverados con extensos matorrales renegridos. Allí, por fin, cavando tranquilamente en sus huertos de los márgenes de la carretera, estaban las personas que había ido a ver, los dowayos. La primera impresión fue favorable. Sonreían y me saludaban con la mano, haciendo una pausa en sus faenas para seguirme con la mirada, tras lo cual entablaban una animada discusión, sin duda en un intento de identificarme. Desde allí la carretera iba empeorando gradualmente hasta convertirse en una sucesión de rocas desmenuzadas y profundos cráteres. Evidentemente me había desviado de la ruta. Llegado a este punto, corrieron hacia mí dos niños con los zapatos en la cabeza, a fin de protegerlos del barro. Para alivio mío, hablaban francés. Aquélla era en verdad la carretera. Al comentar que estaba en pésimas condiciones, me contestaron que había conocido épocas mejores. Luego me enteré de que los fondos destinados a repararla habían desaparecido misteriosamente. Por esas mismas fechas, el
souspréfet
se había comprado uno de esos enormes coches americanos tan bajos, y se consideraba de justicia que el estado de la carretera le impidiera llegar en él hasta la ciudad. Con mucho gusto acompañé a los niños al colegio, que según me aseguraron estaba muy cerca. Mientras avanzábamos dando tumbos y sacudidas recogimos a varios más hasta totalizar unos siete u ocho.

Ya que por fin había conocido a mis dowayos, me moría de ganas de entablar conversación. «¿Sois todos dowayos?», pregunté. La perplejidad los dejó sin habla. Repetí la pregunta. Como uno solo, replicaron ofendidísimos. Negaban altaneramente tener ningún parentesco con aquella vil raza de hijos de perra. Ellos, a lo que parecía, eran dupa, y me dieron a entender que nadie sino un idiota podría confundirlos. Los dowayos vivían al otro lado de los montes. Nuestra conversación terminó ahí. Unos quince kilómetros después desembarcaron ante el colegio, con aire todavía ultrajado, y me dieron las gracias educadamente. Proseguí la ruta solo.

Según mi mapa, Poli tenía que ser una población de tamaño considerable. Si bien era cierto que no daba indicación alguna del número de habitantes, señalaba que era una
sous−préfecture
, tenía un hospital, dos misiones, una gasolinera y una pista de aterrizaje. Aparecía destacada hasta en los mapas ingleses de gran escala. Yo me había imaginado una ciudad del tamaño de Cheltenham, aunque de arquitectura menos majestuosa.

Era pura y simplemente una pequeña aldea. Su única calle se extendía a lo largo de un par de centenares de metros, flanqueada por chozas de barro y chapa de aluminio y terminaba en un confuso matorral frente al que se alzaba un mástil. Me volví buscando el resto; no había nada más. Tenía todo el aspecto de un pueblo del lejano oeste mexicano durante la hora de la siesta. Unas pocas figuras harapientas se movían furtivamente por las calles mirándome fijamente. Un letrero de hojalata anunciaba la presencia de un bar, una deprimente chabola ornamentada con anuncios de la lotería nacional y de la campaña contra el analfabetismo. Estos últimos estaban llenos de expresiones como: «El adulto analfabeto, incapacitado y falto de información, ha constituido siempre un obstáculo para la puesta en práctica de iniciativas conducentes al progreso de un país.» Yo no veía claro cómo iban a leer el anuncio los analfabetos. El bar estaba desierto pero me desplomé sobre un taburete y me dispuse a aguardar contemplando tristemente el lodazal que constituía la calle.

En todas partes del mundo los bares son el sitio donde mejor se toma el pulso de una población y se capta su estado general; aquél no era una excepción. Al cabo de unos diez minutos, apareció un hombre de aspecto furtivo y me dijo que no tenía sentido que aguardara porque hacía tres semanas que se les había acabado la cerveza; sin embargo, esperaban el camión de reparto para dentro de veinticuatro horas. Ya estaba yo familiarizado para entonces con la enfermedad del optimismo y, tras preguntarle cómo se llegaba a la misión protestante, me fui.

Esta resultó una congregación de casitas con techo de hojalata semejante al que ya había yo clasificado como estilo usual de las misiones, agrupadas en torno a una iglesia de bloques de hormigón rematada por un chapitel de zinc acanalado. Al frente de ella había un pastor norteamericano de ojos desorbitados; él y su familia llevaban unos veinticinco años en el oficio. Se trataba de una filial de la misión de N'gaoundéré y me habían ofrecido alojamiento hasta que me estableciera en la aldea. Una cosa me había extrañado: cada vez que preguntaba por la misión de Poli la gente se mostraba socarrona o evasiva. Hablaban de la tensión de África, del aislamiento y del calor. En cuanto vi al pastor Brown todo comenzó a cobrar sentido. (Su verdadero nombre no es éste y puede considerarse un personaje ficticio si se desea.

De la casa salió una extraña figura de panza descomunal desnuda hasta la cintura. Se cubría la cabeza con un salacot de estilo imperial que no acababa de cuadrar con las gafas color violeta estridente que podían verse debajo. En la mano llevaba un enorme manojo de llaves y una herramienta. Creo que durante todo el tiempo que traté a Herbert Brown no lo oí jamás terminar una frase, aun cuando usaba tres idiomas a la vez y pasaba del inglés al fulani y al francés, y viceversa, en el espacio de cuatro palabras. Cualquier explosión comunicativa se veía interrumpida por un juramento en fulani, un gesto y un cambio completo de tema. Su estilo de vida respondía a las mismas características. En mitad de una lectura comentada de la Biblia podía irse a soldar una bicicleta al garaje, dependencia que le proporcionaba las mayores alegrías, abandonando a continuación esto para golpear el viejo generador, que amenazaba con dejar de funcionar, tras lo cual echaba a correr para suministrar medicamentos contra la tos en su casa, antes de comprobar la eficacia de los golpes propinados a la máquina, viéndose desviado de su último propósito por la necesidad de expulsar a las cabras que se habían metido en su huerto o para ir a pronunciar una homilía sobre lo pernicioso de contraer deudas. Todo esto iba acompañado de sonoros gritos de rabia, desespero y frustración que ponían su rostro al rojo vivo y hacían temer por su vida. Creía fervientemente en el demonio, con el cual libraba un enconado combate personal que explicaba por qué todo lo que intentaba hacer por la gente fracasaba. Los tractores que importaba se caían a pedazos, las bombas se estropeaban, los edificios se derrumbaban. Su vida era un incesante torbellino de luchas contra la entropía: improvisaciones, remiendos, coger un poco de aquí para poner un parche allí, usar esto para sostener aquello, aserrar, cortar, clavar, martillear.

El establecimiento se hallaba sumido en un ambiente de tensión maníaca totalmente opuesto al de la cercana misión católica, donde todo era orden y calma. Al frente estaba un sacerdote francés con dos «madres», monjas encargadas del suministro de medicamentos. Había incluso flores. Los dowayos explicaban este fenómeno señalando que el protestante era un herrero. Para este pueblo, los herreros forman un grupo aparte y conviene regular estrictamente los contactos con ellos. No pueden casarse con otros dowayos ni comer con ellos, sacar agua junto a ellos ni entrar en sus casas. Resultan perturbadores por el ruido que hacen, por su olor y por su extraña manera de hablar.

5. LLEVADME ANTE VUESTRO JEFE

En África los días comienzan temprano. Cuando estaba en Londres tenía por costumbre levantarme a eso de las ocho y media. Aquí todo el mundo estaba en pie a las cinco y media, nada más amanecer: puntualmente me despertaban el golpear de metales y los gritos indicadores de que mi misionero había empezado la jornada. Me habían asignado una vieja casona de la misión para mí solo, y por entonces no tenía ni idea de los lujos de que estaba disfrutando; aquélla era la última vez que habría de ver agua corriente, y no digamos electricidad. Lo que sí me intrigó fue descubrir un frigorífico de parafina en la casa de al lado; era la primera vez que veía uno de esos monstruos. Estos otrora caprichosamente impredecibles pilares de la vida en las tierras viro genes son hoy raros y poco rentables, debido a la llegada de la electricidad a las poblaciones. Por pura perversidad, se descongelan espontáneamente y destruyen la carne de un mes, o bien emiten un calor capaz de incinerar a todo el que entre en la habitación. Hay que protegerlos de las corrientes de aire, de la humedad y de los desniveles del suelo, conseguido todo lo cual con un poco de suerte, quizá consientan en ejercer un ligero efecto refrigerante. En Camerún, con los diversos idiomas y
pidgins
que se hablan, existen además peligros adicionales. Los vocablos íngleses
paraffin
y
petrol
se confunden con los franceses
pétrole
y
essence
, y los norteamericanos
kerosene
y
gas
. No sería la primera vez que un criado echara gasolina a un frigorífico de parafina, error de consecuencias desastrosas. Me asomé al interior y vi las bolsas de grandes termitas amarillas cuidadosamente apiladas allí; hasta muertas parecían agitarse. Jamás logré comer más de una o dos de estas exquisiteces africanas a las que tanta afición tienen los dowayos. Estos insectos proliferan al inicio de la estación de las lluvias y cualquier resplandor los atrae. El sistema más empleado para cazarlos consiste en colocar una luz en el centro de un cubo de agua. Cuando los insectos la alcanzan repliegan las alas y caen dentro; ya se puede entonces proceder a recogerlos para asar sus rollizos cuerpos, o simplemente comérselos crudos.

Tras disfrutar de un día de respiro, llegó el momento de volver a hacer frente a la administración. En la misión de N'gaoundéré me habían recomendado que no dejara de inscribirme en el registro de la policía ni de saludar al
sous-préfet
, el representante del gobierno. Así pues, armado con todos mis documentos, emprendí a pie el camino del pueblo. Aunque la distancia que me separaba de él era aproximadamente de un kilómetro y medio, que un hombre blanco la salvara andando se consideraba una gran excentricidad. Un individuo me preguntó si se me había estropeado el coche y numerosos lugareños abandonaron sus ocupaciones para venir corriendo a estrecharme la mano y parlotear en un distorsionado fulani. Yo había aprendido los rudimentos de esta lengua en Londres, de modo que al menos pude decir: «Lo siento, no hablo fulani.» Dado que había practicado la misma frase muchas veces, me salía con bastante fluidez, lo que añadía nuevos elementos de confusión.

El puesto de la policía contaba con una dotación de unos quince gendarmes, todos armados hasta los dientes. Uno de ellos estaba lustrando una ametralladora. El comandante resultó ser un fornido sureño que medía por lo menos un metro noventa y cinco. Tras hacerme entrar en su despacho, procedió a inspeccionar detenidamente mis documentos. ¿Cuál era el motivo de mi estancia? Exhibí el permiso de investigación, un documento de lo más impresionante, cuajado de sellos y fotografías.

El policía se mostró abiertamente disgustado mientras yo trataba de exponer la naturaleza esencial de la tarea antropológica. «Pero ¿para qué sirve?», preguntó. Ante la alternativa de darle una versión improvisada de la asignatura Introducción a la Antropología o algo menos denso, repliqué sin mucha convicción: «Es mi trabajo.» Luego me di cuenta de lo satisfactoria que resultaba esta respuesta para un funcionario que se pasaba la vida haciendo cumplir reglas como si ello fuera un fin en sí mismo. Me examinó prolongadamente con los ojos entrecerrados y observé por primera vez que llevaba una aguja en la boca. Se la colocó sobre la lengua con el extremo romo hacia afuera. Luego, con un hábil movimiento, se la metió toda dentro y ejecutó un ágil reajuste para que volviera a aparecer en el otro lado con la punta hacia afuera. Seguidamente se la volvió a meter para sacarla exhibiendo el extremo romo. Daba la horripilante impresión de que tenía lengua de serpiente.

Barrunté entonces que me iba a encontrar con problemas, y mi presentimiento se cumplió. De momento, empero, me dejó marchar como quien afloja el cerco lo suficiente para que la presa caiga confiada en la trampa, no sin antes anotar mi nombre y mis datos personales en un grueso volumen que me recordó los tomos de personas proscritas de la embajada.

El sous-préfet
vivía en una casa húmeda llena de desconchones que databa del periodo colonial francés. Las grietas y hendiduras de la fachada aparecían todas llenas de musgo y hongos. No obstante, sobre una loma que dominaba el pueblo había erigido un resplandeciente palacio que permanecía vacío, con el aire acondicionado sin estrenar y los suelos enlosados sin hollar. Esto tenía varias explicaciones. Algunos decían que el gobierno lo había confiscado como prueba de su corrupción. Los dowayos, cuando llegué a conocerlos, contaban otra historia. Según ellos y pese a sus protestas, la casa había sido construida encima de un antiguo cementerio dowayo. Afirmaban que no habían amenazado al
sous-préfet
, no era necesario, pues conocían a los espíritus de sus antepasados. Simplemente lo informaron de que el mismo día que se trasladara a vivir allí moriría. Fuera como fuera, no llegó nunca a habitar la casa nueva y se contentaba con contemplarla desde la ventana de la vieja.

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