No era culpa de la mujer, ni siquiera era culpa del amor o del sexo. La culpa estaba allí, allí fuera, en aquellas luces malignas y en el traqueteo diabólico de las máquinas. Allí, en aquel mundo de lo mecánicamente avaricioso, el avaricioso mecanismo y la avaricia mecanizada, cuajado de luces, vomitando metal caliente, y ensordecido por el tráfico; allí estaba el interminable mal dispuesto a devorar a quien no se ajustara a sus normas. Pronto destruiría el bosque y las campanillas dejarían de brotar. Todas las cosas vulnerables deben perecer bajo el paso y el peso del acero.
Recordó a la mujer con una infinita ternura. Pobre cosita desamparada, era mejor de lo que ella misma se imaginaba y demasiado buena para la canalla con la que estaba en contacto. Pobre; también ella tenía algo de la vulnerabilidad de los jacintos silvestres, no era en absoluto de plástico y platino como las chicas modernas. ¡Y acabarían con ella! Sin ninguna duda acabarían con ella como acaban con todo lo que es tierno por naturaleza en la vida. ¡Tierna! De alguna manera era tierna, con la ternura de los jacintos en crecimiento, algo que ha desaparecido en la mujer de celuloide de nuestros días. Pero él la protegería con su corazón durante algún tiempo. Un breve espacio de tiempo hasta que el insaciable mundo de acero y el Mammon de la avaricia mecanizada acabara con los dos, con él y con ella.
Con su escopeta y su perra volvió a casa, a la oscura casa de labor. Encendió la luz, hizo fuego en la chimenea y tomó su cena de pan y queso, cebollas recientes y cerveza. Estaba solo, rodeado de un silencio que le gustaba. Su habitación era limpia y ordenada, pero más bien desnuda. Y sin embargo el fuego era vivo, el hogar blanco, la lámpara de petróleo colgaba brillante sobre la mesa con su hule blanco. Trató de leer un libro sobre la India, pero aquella noche no lograba leer. Se quedó sentado en camisa junto al fuego, sin fumar, pero con una jarra de cerveza al alcance de la mano. Y pensó en Connie.
A decir verdad sentía lo que había sucedido, quizás más por ella que por sí mismo. Tenía como un mal presagio, no un sentido de haber hecho mal o de pecado; su conciencia no le decía nada en ese sentido. Sabía que la conciencia era esencialmente miedo a la sociedad, o miedo a sí mismo. No tenía ningún miedo de sí mismo. Pero temía conscientemente a la sociedad, de la cual sabía por instinto que era una bestia maligna y rayana en la locura.
¡La mujer! ¡Si pudiera estar allí con él y no existiera nadie más en el mundo! El deseo despertó de nuevo, su pene comenzó a excitarse como un pájaro vivo, pero al mismo tiempo sintió una especie de opresión, un temor a exponerse él y exponerla a ella a aquel mundo exterior reflejado brutalmente en las luces eléctricas y que parecía cargar sobre sus hombros. Ella, pobrecita, no era para él más que una joven criatura femenina; pero una joven criatura femenina en la que él había penetrado y a la que deseaba de nuevo.
Estirándose, con ese extraño bostezo del deseo, puesto que había vivido solo y al margen de hombre o mujer durante cuatro años, se levantó y volvió a coger la chaqueta y el arma, bajó la luz de la lámpara y salió con la perra a la noche estrellada. Conducido por el deseo y por el miedo a aquella cosa maligna del exterior, hizo su ronda por el bosque lentamente, en silencio. Le gustaba la oscuridad y se acoplaba a ella. Se adaptaba a la turgidez de su deseo, que a pesar de todo era como una riqueza; ¡la bulliciosa inquietud de su pene, el inquieto fuego de su bajo vientre! Oh, si al menos hubiera otros hombres con quienes hacer causa común para luchar contra aquella brillante cosa eléctrica del exterior y conservar la ternura de la vida, la ternura de las mujeres y la riqueza natural del deseo. ¡Si al menos hubiera otros hombres para luchar codo con codo! Pero los hombres estaban todos fuera, al otro lado, glorificando a la cosa, triunfando o siendo destrozados en la vorágine de la avaricia mecanizada o del mecanismo avaricioso.
Por su lado, Constance había atravesado corriendo el parque en dirección a casa, casi sin pensar. Todavía no había llegado a ninguna conclusión. Estaría a tiempo para la cena.
Sin embargo, la desconcertó el hecho de que las puertas estuvieran cerradas con llave, de modo que tuvo que llamar. La señora Bolton abrió la puerta.
—¡Ah, está aquí, excelencia! ¡Estaba empezando a temer que se hubiera perdido! —dijo con un tanto de picardía—. Sir Clifford no ha preguntado por usted, sin embargo; está con el señor Linley, hablando de algo. Parece como si fuera a quedarse a cenar, ¿no le parece a su excelencia?
—Casi lo parece —dijo Connie.
—¿Le parece que retrase la cena un cuarto de hora? Eso le daría tiempo para vestirse con tranquilidad.
—Quizás sería lo mejor.
El señor Linley era el director general de las minas, un anciano del norte, no lo bastante emprendedor para el gusto de Clifford; inadecuado para las condiciones de la posguerra e inadecuado para los mineros de posguerra, con su tendencia a ir directamente «al bollo». Pero a Connie le gustaba el señor Linley, aunque estaba encantada de verse libre de la adulación servil de su mujer.
Linley se quedó a cenar y Connie se comportó como esa anfitriona que tanto gusta a los hombres, modesta y al mismo tiempo atenta y despierta, con sus ojos grandes, amplios, azules y un suave reposo en su persona que bastaba para ocultar lo que realmente estaba pensando. Connie había representado aquel papel tantas veces que casi era una segunda naturaleza para ella; decididamente secundaria en todo caso. Y sin embargo era curioso hasta qué punto todo desaparecía de su consciencia cuando representaba aquel personaje.
Esperó pacientemente hasta poder subir a su habitación y dedicarse a sus propios pensamientos. Siempre estaba esperando, aquél parecía ser su fuerte.
Sin embargo, una vez en su habitación siguió sintiéndose desconcertada y confusa. No sabía qué pensar. ¿Qué clase de hombre era aquél realmente? ¿La quería de verdad? No mucho, presentía. Y, sin embargo, era amable. Había algo, una especie de amabilidad cálida e ingenua, curiosa y repentina, que casi había forzado a su vientre a abrirse a él. Pero ella pensaba que podía ser quizás así de amable con cualquier otra mujer. Aunque, aun así, era extrañamente sedante, reconfortante. Y era un hombre apasionado, sano y apasionado. Aunque quizás un tanto falto de personalidad; podría comportarse con cualquier mujer de la misma forma que se había comportado con ella. Realmente le faltaba personalidad. Para él ella no era más que una hembra.
Pero quizás era mejor así. Y después de todo había sido amable con la hembra que había en ella, como ningún hombre lo había sido antes. Los hombres eran amables con la persona que era ella, pero más bien crueles con la hembra, despreciándola e ignorándola por completo. Los hombres eran tremendamente amables con Constance Reid o con Lady Chatterley, pero con su vientre no tenían ninguna amabilidad en absoluto. Y él ignoraba por completo a Constance o a Lady Chatterley; simplemente acariciaba con ternura su vientre o sus pechos.
Al día siguiente fue al bosque. Hacía una tarde gris, sin viento; la grama, de un color verde oscuro, se extendía bajo los macizos de avellanos y todos los árboles realizaban un esfuerzo silencioso para abrir sus yemas. Aquel día podía sentir casi en su propio cuerpo el impulso inmenso de la savia en los grandes árboles, ascendiendo hasta las puntas de los capullos para abrirse allí en pequeñas hojas flamígeras de un bronce sanguinolento. Era como una marea disparándose hacia arriba y esparciéndose por el cielo.
Llegó al claro, pero él no estaba allí. Sólo a medias había esperado verle. Los polluelos de faisán corrían fuera de las jaulas, ligeros como insectos, mientras las gallinas cacareaban inquietas. Connie se sentó, observándoles y esperando. Simplemente esperaba. Apenas se fijaba siquiera en los polluelos. Esperaba.
El tiempo pasaba con una lentitud de sueño y él no venía. Sólo le había esperado a medias. Tampoco vino por la tarde. Tenía que volver a casa para el té. Pero tuvo que obligarse para poder dejar aquel lugar.
Mientras avanzaba hacia casa cayó una ligera llovizna.
—¿Otra vez lloviendo? —dijo Clifford al verla sacudir el sombrero.
—Unas gotas.
Sirvió el té en silencio, absorta en una especie de obstinación. Quería haber visto al guardabosque aquel día, convencerse de que existía realmente. Si aquello existía realmente.
—¿Quieres que te lea alguna cosa luego? —dijo Clifford.
Ella le miró. ¿Se habría dado cuenta de algo?
—Me siento rara con la primavera; había pensado en descansar un poco —dijo.
—Como quieras. ¿No te encontrarás mal?, ¿no?
—¡No! Sólo un poco cansada; es la primavera. ¿Quieres que venga la señora Bolton y juegue a algo contigo?
—No. Me parece que voy a escuchar un poco la radio.
Notó la extraña satisfacción en su voz. Subió a su habitación. Desde allí se oía gritar al altavoz con una voz afectada, estúpida y aterciopelada; era un programa sobre los diferentes pregones de los vendedores ambulantes, la quintaesencia de la estupidez educada imitando a los pregoneros. Se puso su viejo impermeable verde y se escabulló de la casa por la puerta lateral.
El goteo de la lluvia era como un velo que cubriera el mundo, misterioso, apagado, sin frío. Entró en calor al apresurarse a través del parque. Tuvo que desabotonarse el ligero impermeable.
El bosque estaba en silencio, callado y secreto en la llovizna del atardecer; lleno del misterio de los huevos y de los capullos a medio abrir, y de las flores en brote. En su penumbra todos los árboles brillaban desnudos y oscuros como si se hubieran desprovisto de su ropa, y las cosas verdes sobre la tierra parecían canturrear de verdor.
Seguía sin haber nadie en el claro. Los polluelos se habían refugiado casi todos bajo las alas de las gallinas madre, sólo uno o dos, los más atrevidos, correteaban sobre el terreno seco bajo el cobertizo de paja. Y no estaban muy seguros de sí mismos.
—¡Así que todavía no había estado allí! Se mantenía alejado adrede. O quizás algo marchaba mal. Quizás debiera ir a su casa a asegurarse.
Pero ella había nacido para esperar. Abrió la choza con su llave. Todo estaba en orden, el grano en el arca, las mantas plegadas en el estante, la paja limpia en una esquina: un nuevo haz de paja. La lámpara de petróleo colgaba de un clavo. La mesa y la silla habían vuelto a su anterior emplazamiento.
Se sentó en una banqueta junto a la puerta. ¡Qué en silencio estaba todo! La lluvia fina dejaba oír su rumor suave y esparcido, pero el viento no hacía ruido alguno. Nada hacía ningún ruido. Los árboles se mantenían erectos como criaturas vigorosas, en penumbra, apagados, silenciosos y vivos. ¡Cuánta vida había en todo!
La noche se acercaba de nuevo; tendría que irse. Él estaba evitando verla.
Pero de repente apareció a grandes zancadas en el claro, con su chaquetón de chófer, brillante de lluvia. Echó una mirada furtiva a la choza, medio saludó, se volvió a un lado y fue hacia las jaulas. Una vez allí se agachó en silencio, observándolo todo muy atento para luego cerrar cuidadosamente a las gallinas y a los polluelos, protegiéndolos contra la noche.
Después se acercó lentamente hacia ella. Seguía sentada en la banqueta, y ante ella se detuvo en el porche.
—Así que ha venido —dijo, utilizando la entonación del dialecto.
—Sí —dijo ella, levantando la mirada hacia él—. ¡Llega usted tarde!
—¡Ya! —contestó él, volviendo la mirada hacia el bosque.
Ella se levantó lentamente, echando a un lado la banqueta.
—¿Iba usted a entrar? —preguntó ella.
Él la miró fijamente.
—¿No va a empezar la gente a pensar mal si viene usted aquí todas las tardes? —dijo.
—¿Por qué? —le miró sin llegar a entender—. Dije que vendría. Y nadie más lo sabe.
—Pero pronto lo sabrán —contestó él—. Y entonces, ¿qué?
Ella no sabía qué contestar.
—¿Por qué habrían de saberlo?
—La gente siempre acaba por saberlo —dijo él con tono de fatalidad.
El labio de ella tembló ligeramente.
—Eso es algo que yo no puedo evitar —susurró ella.
—No —dijo él—. Puede evitarlo no viniendo, si quiere —añadió él en un tono más bajo.
—Eso es algo que no quiero hacer —murmuró ella.
Él volvió la cabeza hacia el bosque y se quedó en silencio.
—¿Pero qué pasará cuando la gente lo descubra? —preguntó por fin—. ¡Imagíneselo! Piense lo humillada que se va a sentir; uno de los criados de su marido. Ella miró su cara vuelta hacia el otro lado.
—Es que… —vaciló—, ¿es que no quiere saber nada de mí?
—¡Piense! —dijo él—. Imagínese si la gente lo descubre. Sir Clifford y todo el mundo, y todo el mundo hablando.
—Bueno, puedo irme de aquí.
—¿A dónde?
—¡A cualquier sitio! Tengo mi propio dinero. Mi madre me dejó un fondo de veinte mil libras y Clifford no puede tocarlo. Puedo marcharme.
—Pero quizás no quiera marcharse.
—¡Sí, sí! No me importa lo que pase.
—¡Sí, eso es lo que le parece ahora! ¡Pero le importará! Tendrá que importarle, como le pasa a todo el mundo. No debe olvidar que su excelencia se ha liado con un guardabosque. No es como si yo fuera un caballero. Sí, le importaría. Le importaría.
—En absoluto. ¡Qué me importa a mí mi excelencia! La odio con toda mi alma. Me parece que la gente se burla cada vez que lo dice. ¡Y realmente se burlan! Incluso usted lo toma a broma cuando lo dice.
—¡Yo!
Por primera vez la miró directamente a los ojos.
—No me burlo de usted —dijo.
Y mirando a los ojos de ella observó que sus propios ojos se oscurecían y sus pupilas se dilataban.
—¿No le preocupa el riesgo? —preguntó con la voz apagada—. Debería preocuparle ahora para no lamentarlo cuando sea demasiado tarde.
Había en su voz un ruego que era una extraña advertencia.
—No tengo nada que perder —dijo ella casi de mal humor—. Si usted supiera en qué consiste pensaría que debía alegrarme de perderlo. Y usted, ¿tiene miedo por sí mismo?
—¡Sí! —dijo él rápidamente—. Lo tengo. Tengo miedo. Tengo miedo. Tengo miedo a las cosas.
—¿Qué cosas? —preguntó ella.
Sacudió de forma curiosa la cabeza hacia atrás, indicando el mundo exterior.
—¡Las cosas! ¡Todo el mundo! Todos ellos.
Luego se inclinó y besó de repente su cara infeliz.