—No, no me importa —dijo él—. Adelante y que se vaya todo a la mierda. ¡Pero si supiera que va usted a lamentar haberlo hecho…!
—No me deje —rogó ella.
Él puso sus dedos sobre la mejilla de Connie y volvió a besarla repentinamente.
—Entraré, entonces —dijo él suavemente—. Quítese el impermeable.
Colgó la escopeta, se quitó la chaqueta de cuero húmeda y cogió las mantas.
—He traído otra manta —dijo—, para que podamos taparnos si quiere.
—No puedo quedarme mucho tiempo —dijo ella—. La cena es a las siete y media.
La miró de pasada y luego consultó el reloj.
—Muy bien, dijo.
Cerró la puerta y encendió la lámpara con una llama baja.
—Alguna vez estaremos mucho tiempo juntos —dijo. Desplegó las mantas sobre el suelo con cuidado, una de ellas doblada para que ella reposara la cabeza. Luego se sentó un momento en la banqueta y la atrajo hacia sí, sujetándola firmemente con un brazo y buscando su cuerpo con la mano libre. Ella oyó la suspensión de su aliento cuando lo encontró. Bajo la ligera combinación estaba desnuda.
—¡Oh! ¡Qué maravilla tocarte! —dijo, mientras su dedo acariciaba la piel delicada, cálida y oculta de su cintura y caderas.
Bajó la cabeza y pasó la mejilla sobre su vientre y muslos una y otra vez. Y de nuevo ella se asombraba de la especie de éxtasis que aquello le producía a él. No comprendía qué belleza encontraba en ella a través del tacto de su cuerpo vivo y secreto, el éxtasis de la belleza pura. Porque sólo la pasión es consciente de ello. Y cuando la pasión está muerta o está ausente, el maravilloso impulso de la belleza es incomprensible e incluso un tanto despreciable; la belleza viva y cálida del contacto, tanto más profunda que la belleza de la visión. Ella sentía el deslizamiento de su mejilla sobre sus muslos, su vientre, los botones de sus pechos, y el cepilleo cercano de su bigote y de su pelo espeso y suave, y sus rodillas comenzaron a estremecerse. Muy dentro de sí misma sentía una nueva excitación, una nueva desnudez aflorando. Y sintió algo de miedo. Casi deseaba que él no la acariciara de aquella forma. De alguna manera la estaba llevando a compartir su ritmo. Y, sin embargo, ella seguía esperando, esperando.
Y cuando él la penetró en un más intenso solaz y consumación que eran para él la paz en su forma más pura, ella seguía esperando. Se sentía un poco al margen. Y sabía que en parte sólo ella tenía la culpa. Ella misma había buscado aquella distancia. Y ahora estaba quizás condenada a ella. Se mantuvo inmóvil, sintiendo sus movimientos dentro de ella, su intensa concentración, su repentino estremecimiento al brote del semen y luego el empuje cada vez más lento. Aquel movimiento de las nalgas era desde luego un poco ridículo. Si se era mujer y se consideraba aquello desde alguna distancia, no cabía duda de que el movimiento de las nalgas del hombre era absolutamente ridículo. ¡No cabía duda de que el hombre era intensamente ridículo en aquella postura y en aquel acto!
Pero ella siguió inmóvil, sin retirarse. Ni siquiera cuando él hubo terminado trató de excitarse a sí misma para llegar a su propia satisfacción, como había hecho con Michaelis; siguió inmóvil y las lágrimas afloraron lentamente y cayeron de sus ojos.
Él también estaba inmóvil. Pero la mantenía abrazada y trataba de cubrir sus pobres piernas desnudas con las suyas para mantenerlas calientes. Estaba sobre ella con una ternura íntima y llena de entrega.
—¿Tiene frío? —preguntó con una voz suave, recogida, como si ella estuviera cercana, junto a él. Y, sin embargo, permanecía lejos, distante.
—¡No! Pero tengo que irme —dijo ella con amabilidad.
Él suspiró, la apretó aún más contra sí, luego aflojó el abrazo para reposar de nuevo.
No había adivinado sus lágrimas. Creía que estaba allí, con él.
—Tengo que irme —repitió ella.
Él se incorporó, se arrodilló un momento a su lado, besó la parte interior de sus muslos, luego bajó su falda y se abotonó sus propias ropas despreocupado, sin volverse de lado siquiera, a la luz difusa de la lámpara de petróleo.
—Tienes que venir un día a mi casa —dijo, mirándola con una expresión cálida, segura y libre de preocupaciones.
Pero ella seguía tendida, inerte, mirándole y pensando: "¡Eres un extraño! ¡Extraño!» Incluso le molestaba un poco su presencia.
Él se puso la chaqueta y buscó su sombrero que había caído al suelo, luego se echó la escopeta al hombro.
—¡Vamos! —dijo, mirándola con aquellos ojos cálidos y mansos.
Ella se levantó lentamente. No quería irse. Pero al mismo tiempo le molestaba quedarse. La ayudó a ponerse el fino impermeable y vio que todo en ella estaba en orden.
Luego abrió la puerta. El exterior estaba oscuro. La perra, fiel, bajo el porche, se levantó contenta al verle. El manto de llovizna atravesaba las tinieblas con su grisalla. La oscuridad era completa.
—Te dejaré la linterna —dijo—. No habrá nadie. Avanzó delante de ella por el estrecho sendero, balanceando el farol e iluminando la hierba húmeda, las raíces de los árboles brillantes y negras como serpientes, las pálidas flores… El resto era una neblina de lluvia gris y la oscuridad total.
—Has de venir a mi casa alguna vez —dijo—; ¿lo harás? Tanto da que le cuelguen a uno por un cordero como por una oveja.
La desconcertaba el extraño e insistente deseo que había despertado en él, aunque no había nada entre ellos, aunque en realidad nunca hablaba con ella, y además, aunque trataba de evitarlo, le molestaba el dialecto. Su "has de venir» no parecía dirigido a ella, sino a alguna mujer vulgar. Reconoció las plantas de dedalera del camino de entrada y se dio cuenta de dónde estaban más o menos.
—Son las siete y cuarto —dijo—, llegarás a tiempo. Había cambiado el tono de su voz, parecía haberse dado cuenta de su apartamiento. Al pasar la última curva del camino antes del seto de avellanos y la cerca apagó la luz de un soplo.
—Desde aquí se ve bien —dijo tomándola suavemente del brazo.
Era difícil avanzar, la tierra bajo sus pies era un misterio, pero él encontraba el camino tanteando: estaba acostumbrado. En la cancela le dio su linterna eléctrica.
—En el parque hay más claridad —dijo—, pero llévala por si pierdes el camino.
Era cierto, en el espacio abierto del parque parecía haber una fosforescencia gris espectral. De repente la atrajo hacia sí y metió su mano de nuevo bajo el vestido, palpando su cuerpo caliente con la mano húmeda y fría.
—Una mujer como tú me hace morir de ganas de tocarla —dijo con una voz gutural—. Quédate otro minuto.
Ella sintió con qué fuerza repentina la deseaba de nuevo.
—No, tengo que darme prisa —dijo de una forma un tanto alocada.
—Sí —contestó él, cambiando instantáneamente de tono, y la soltó.
Ella se dio la vuelta para irse, e inmediatamente se volvió de nuevo hacia él, diciendo:
—Bésame.
Se inclinó hacia ella sin llegar a distinguir bien y la besó en el ojo izquierdo. Ella le presentó la boca y él la besó suavemente, pero se retiró enseguida. No le gustaban los besos en la boca.
—Volveré mañana —dijo ella retirándose—; si puedo —añadió.
—¡Sí! Pero no tan tarde —dijo él desde la oscuridad.
Ella ya no llegaba a verle.
—Buenas noches —dijo ella.
—Buenas noches, excelencia —contestó su voz.
Ella se detuvo y echó una mirada a la húmeda oscuridad. Sólo llegaba a distinguir su contorno.
—¿Por qué ha dicho usted eso?
—No —contestó él—. Buenas noches, entonces; corre.
Ella desapareció en la noche de un gris oscuro tangible. Encontró abierta la puerta lateral y desapareció en su habitación sin ser vista. Al tiempo que cerraba la puerta se oyó el gong, pero se bañaría de todas formas; tenía que bañarse. «Pero no volveré a retrasarme —se dijo a sí misma—; es demasiado incómodo.»
Al día siguiente no fue al bosque. En lugar de ello se acercó a Uthwaite con Clifford. Ahora podía salir de vez en cuando en el coche; había contratado a un joven corpulento como chófer y podía ayudarle a bajar del vehículo si era necesario. Deseaba especialmente ver a su padrino, Leslie Winter, que vivía en Shipley Hall, no lejos de Uthwaite. Winter era actualmente un caballero anciano y rico, uno de aquellos acaudalados dueños de minas que habían conocido su época de esplendor en los tiempos del rey Eduardo. El rey Eduardo se había alojado más de una vez en Shipley para asistir a las cacerías. Era un hermoso y viejo palacio de ladrillo enfoscado, elegantemente decorado, porque Winter era soltero y se enorgullecía de su gusto; pero estaba rodeado de minas por todas partes. Leslie Winter le tenía afecto a Clifford, pero personalmente no sentía un gran respeto por él a causa de la literatura y las fotos en la prensa ilustrada. El viejo era un dandy de la escuela del rey Eduardo, que pensaba que la vida era la vida y la gente que emborronaba cuartillas era otra cosa diferente. El caballero se mostraba siempre galante con Connie; la consideraba una virgen recatada y atractiva un tanto malgastada con Clifford, y era una verdadera lástima que no tuviera oportunidad de dar un heredero a Wragby. El mismo no tenía descendencia.
Connie se preguntaba qué habría dicho si supiera que el guardabosque de Clifford se había acostado con ella y le había dicho «has de venir a mi casa alguna vez». La habría detestado y despreciado, porque había llegado casi a hacérsele insoportable el ascenso de las clases trabajadoras. Con un hombre de su propia clase no le hubiera importado, porque Connie estaba dotada por naturaleza con aquella apariencia de virginidad modesta y sometida, y quizás estaba hecha para amar. Winter la llamaba «querida niña», y le regaló una preciosa miniatura de una dama del siglo XVIII un tanto contra su voluntad.
Pero a Connie le preocupaba su relación con el guarda. Después de todo, Leslie Winter, que era un caballero y un hombre de mundo, la trataba como una persona, como individuo; no la incluía en un paquete con el resto de las hembras humanas.
No fue al bosque aquel día ni al siguiente; tampoco el día después. Dejó de ir mientras presentía, o imaginaba que presentía, al hombre esperándola, deseándola. Pero al cuarto día se sintió terriblemente incómoda e inquieta. A pesar de todo, seguía negándose a ir al bosque y abrir sus muslos una vez más para el hombre. Pensó en todas las cosas posibles que podía hacer —conducir hasta Sheffield, visitar a alguien—, y la idea de todas aquellas cosas le repugnaba. Por fin se decidió a dar un paseo; no hacia el bosque, sino en dirección opuesta; iría a Marehay, pasando por la pequeña puerta de hierro al otro lado del muro del parque. Era un día gris y tranquilo de primavera; hacía casi calor. Vagaba sin rumbo fijo, absorta en pensamientos de los que no era siquiera consciente. En realidad no era consciente de nada fuera de sí misma, hasta que la asustó el potente ladrido del perro de la granja Marehay. ¡Marehay Farm! Sus prados llegaban hasta el muro del parque de Wragby, así que eran vecinos, pero hacía bastante tiempo desde que Connie les había visitado la última vez.
—¡Bell! —le dijo al gran bull-terrier blanco—. ¡Bell! ¿Ya no me conoces? ¿Te has olvidado de mí?
Le daban miedo los perros, y Bell siguió quieto gruñendo; ella trataba de pasar a través del patio de la granja hasta el camino del coto.
Apareció la señora Flint. Era una mujer de la misma edad de Constance; había sido maestra de escuela, pero Connie sospechaba que era una criaturilla bastante falsa.
—¡Pero si es Lady Chatterley! ¡Vaya!
Los ojos de la señora Flint volvieron a brillar y ella se ruborizó como una niña.
—Bell, Bell. ¡Qué haces! ¡Ladrarle a Lady Chatterley! ¡Bell! ¡Cállate!
Se abalanzó hacia adelante, trató de dar al perro con un paño blanco que tenía en la mano y avanzó hacia Connie.
—Antes me conocía —dijo Connie estrechándole la mano.
Los Flint eran aparceros de Chatterley.
—¡Claro que la conoce, excelencia! No hace más que presumir —dijo la señora Flint, radiante y levantando la mirada con una especie de desconcierto ruboroso—, pero hace tanto tiempo que no la ha visto. Espero que se encuentre usted mejor.
—Sí, gracias, me encuentro muy bien.
—Casi no la hemos visto en todo el invierno. ¿Quiere entrar a ver al bebé?
—Bueno —Connie dudaba—. Sólo un segundo.
La señora Flint entró corriendo como una loca a poner algo de orden y Connie la siguió lentamente; se quedó indecisa en la cocina, bastante oscura, donde el agua cocía junto al fuego. La señora Flint volvió.
—Espero que me disculpe —dijo—. ¿Quiere pasar por aquí?
Pasaron al cuarto de estar, donde había un bebé sentado en la alfombra ante la chimenea y la mesa estaba descuidadamente preparada para el té. Una criada joven retrocedía por el pasillo, tímida y cohibida.
El bebé era una cosita descarada de como un año, pelirrojo como su padre y ojos traviesos azul pálido. Era una niña y no se asustaba por nada. Estaba sentada entre cojines y rodeada de muñecas de trapo y otros juguetes, con el típico exceso moderno.
—¡Oh, es un cielo! —dijo Connie—. ¡Y cómo ha crecido! ¡Ya es una mujercita! ¡Una mujercita!
Le había regalado una toquilla cuando nació y unos patitos de celuloide por Navidad.
—¡Mira, Josephine! ¿Quién ha venido a verte? ¿Quién es ésta, Josephine? Lady Chatterley. Ya conoces a Lady Chatterley, ¿no?
La extraña criaturita miraba desvergonzadamente a Connie. Las excelencias no le producían todavía ninguna impresión.
—¡Ven! ¿Vienes conmigo? —le dijo Connie al bebé. Al bebé le daba lo mismo una cosa que otra, así que Connie la cogió y la puso en su regazo. Qué agradable y qué tierno era tener un niño en el regazo, y aquellos bracitos y aquella hermosura inconsciente de piernecitas.
—Me iba a tomar sola una taza de té sin muchas ceremonias. Luke ha ido a la feria, así que puedo tomarla cuando me parezca. ¿Quiere usted una taza, Lady Chatterley? Me imagino que no está acostumbrada a esta sencillez, pero si quiere…
Connie quería, aunque no le gustaba que le recordaran a lo que estaba acostumbrada. Hubo un gran revuelo sobre la mesa y salieron las mejores tazas y la mejor tetera.
—Por favor, no se moleste —dijo Connie.
Pero si la señora Flint no se molestaba, ¿dónde quedaba la diversión? Connie jugaba con la niña, le gustaba su descaro femenino y encontraba un profundo placer voluptuoso en su suave calor infantil. ¡Una vida joven! ¡Y tan libre de miedos! Tan libre de miedos por estar tan indefensa. ¡Y el resto de la gente tan agobiada por los miedos!