Sin embargo podía vivir solo, con la débil satisfacción de estar solo y criar faisanes para que en definitiva los mataran unos cuantos hombres gordos después de haber desayunado. Era vanidad, vanidad elevada a la enésima potencia.
¿Pero por qué molestarse, por qué preocuparse? Y él no se había molestado ni preocupado hasta ahora, cuando aquella mujer había entrado en su vida. Y él tenía mil años más de experiencia de arriba abajo. La relación entre ellos se iba haciendo más íntima. Veía llegar el momento en que la unión se haría indisoluble y tendrían que vivir juntos. «¡Pues los lazos del amor no se pueden soltar!»
¿Y entonces qué? ¿Entonces qué? ¿Tendría que empezar de nuevo sin nada en que fundar el principio? ¿Tendría que complicar a aquella mujer? ¿Tendría que entrar en una horrible disputa con su marido paralítico? ¿Y también alguna disputa igualmente horrible afrontando la brutalidad de su esposa, que además le odiaba? ¡Miseria y nada más que miseria! Y él ya no era joven y vital. Ni era uno de esos seres despreocupados. Cualquier amargura, cualquier fealdad, produciría una herida en él: ¡y en la mujer!
Pero incluso aunque se libraran de Sir Clifford y de su propia mujer, incluso aunque se libraran, ¿qué iban a hacer? ¿Qué iba a hacer él? ¿Qué iba a hacer con su vida? Porque tenía que hacer algo. No podía ser un parásito y vivir del dinero de ella y de su reducida pensión.
Era algo insoluble. Sólo se le ocurría irse a América, probar nuevos aires. No creía en absoluto en el dólar. Pero quizás, quizás, hubiera alguna otra cosa.
No lograba descansar, ni acostarse siquiera. Tras estar sentado en un estupor de amargos pensamientos hasta medianoche, se levantó de repente de la silla y cogió la chaqueta y la escopeta.
—Vamos, chica —dijo a la perra—. Estaremos mejor fuera.
Era una noche estrellada pero sin luna. Hizo una ronda lenta, escrupulosa, con pasos suaves y furtivos. Lo único que tenía que combatir eran los lazos para conejos que ponían los mineros, especialmente los mineros de Stacks Gate por el lado de Marehay. Pero era época de cría e incluso los mineros la respetaban un poco. De todas formas aquella búsqueda callada de cazadores furtivos aliviaba sus nervios y eliminaba los pensamientos de su cabeza.
Pero una vez recorrida su demarcación lenta y cautelosamente —una caminata de casi cinco millas—, se sintió cansado. Subió a la cumbre de la colina y se quedó mirando. No se oía ruido alguno, excepto el ruido, aquel ruido vagamente reptante, de la mina de Stacks Gate, que funcionaba día y noche: apenas había luces encendidas, si no eran las brillantes filas de luces eléctricas de las fábricas. El mundo dormía penumbroso y humeante. Eran las dos y media. Pero incluso en su sueño, aquél era un mundo incómodo, cruel, agitado por el ruido de un tren o algún camión grande en la carretera, alumbrado por el estallido rosado de los hornos. Era un mundo de hierro y carbón, la crueldad del hierro y el humo del carbón y la infinita, infinita, avaricia que lo movía todo. Sólo avaricia, avaricia agitada en su sueño.
Hacía frío y él tosía. Una brisa fina y fría azotaba la colina. Pensó en la mujer. En aquel momento habría dado todo lo que tenía o incluso lo que podría llegar a tener por estrecharla tiernamente entre sus brazos, envueltos ambos en una manta y dormidos. Todas sus esperanzas de eternidad, todo lo adquirido en el pasado, todo lo habría dado por tenerla allí, envuelta con él en una sola manta, con calor y dormidos, simplemente dormidos. Parecía que dormir con la mujer en sus brazos era la única necesidad.
Fue a la choza, se envolvió en la manta y se tumbó a dormir en el suelo. Pero no pudo hacerlo por el frío. Y además sentía cruelmente su propia naturaleza incompleta. Sentía cruelmente su propia condición incompleta de soledad. La necesitaba, necesitaba tocarla, apretarla contra sí en un momento de completez y de sueño.
Se levantó de nuevo y salió, esta vez hacia las puertas del parque: luego, lentamente, por el sendero que conducía a la casa. Eran casi las cuatro, con tiempo claro y frío todavía pero sin rastros aún del amanecer. Estaba acostumbrado a la oscuridad y podía ver bien.
Lenta, lentamente, la gran casa le iba atrayendo como un imán. Quería estar cerca de ella. No era deseo, no era eso. Era el cruel sentimiento de incompletez y soledad que necesitaba una mujer silenciosa, recogida en sus brazos. Quizás lograra encontrarla. Quizás pudiera hacer que saliera: o encontrar alguna forma de entrar él. Porque la necesidad era imperiosa.
Lentamente, silenciosamente, fue subiendo por la pendiente que conducía al palacio, luego rodeó los grandes árboles de la cumbre de la colina para salir al camino que daba una gran curva en torno a un rombo de césped frente a la entrada. Podía ver ya las dos magníficas hayas que se destacaban en la planicie del césped frente a la casa, oscuras en la atmósfera oscura.
Allí estaba la casa, baja, alargada y oscura, con una luz encendida en el piso bajo, en la habitación de Sir Clifford. Pero en qué habitación estaba ella, la mujer que mantenía la otra punta del frágil hilo que le arrastraba de forma implacable, eso era algo que no sabía.
Se acercó algo más, con la escopeta en la mano, y se quedó inmóvil en el camino, contemplando la casa. Quizás pudiera incluso encontrarla, llegar a ella de alguna manera. La casa no era inexpugnable: él era tan hábil como cualquier ladrón. ¿Por qué no entrar hasta ella?
Permaneció inmóvil, esperando, mientras la aurora clareaba débil e imperceptiblemente tras él. Vio apagarse la luz de la casa. Pero no vio a la señora Bolton acercarse a la ventana y correr la vieja cortina de seda azul oscuro y quedarse en la oscura habitación contemplando la semipenumbra del día que se acercaba, mirando al esperado amanecer, esperando, esperando a que Clifford se tranquilizara realmente con la certeza de que llegaba el día. Porque con aquella certeza se dormiría casi inmediatamente.
Se quedó junto a la ventana, ciega de sueño, esperando. Y mientras estaba allí de pie se asustó y estuvo a punto de gritar. Porque había un hombre fuera, en el camino, una figura negra en la penumbra. Se despertó por completo y observó sin hacer el menor ruido para no despertar a Sir Clifford.
La luz del día comenzó a agitar el mundo y la figura negra pareció hacerse más pequeña y más definida. Ella llegó a distinguir la escopeta, las polainas y la amplia chaqueta; debía ser Oliver Mellors, el guarda. ¡Sí, porque allí estaba la perra, husmeando como una sombra y esperándole!
¿Qué quería aquel hombre? ¿Quería despertar a la casa? ¿Qué hacía allí de pie, transfigurado, mirando a la casa como un perro salido ante el sitio donde se oculta la perra?
¡Cielos! El descubrimiento traspasó a la señora Bolton como un disparo. ¡Él era el amante de Lady Chatterley! ¡Él! ¡Él!
¡Quién lo hubiera imaginado! Claro, ella misma, lvy Bolton, había estado algo enamorada de él una vez. Cuando era un muchacho de dieciséis años y ella una mujer de veintiséis. Era cuando ella estaba estudiando, y él la había ayudado mucho con la anatomía y otras cosas que había tenido que aprender. Había sido un muchacho inteligente, tenía una beca para la escuela de Sheffield y aprendía francés y otras cosas: y luego, después de todo, se había convertido en herrero, herrador de caballos, porque le gustaban los caballos, decía; pero en realidad porque le daba miedo salir y enfrentarse al mundo, sólo que nunca admitiría que aquélla fuese la razón.
Pero había sido un chico agradable, un buen muchacho, la había ayudado mucho y era muy listo para explicar las cosas. Era tan listo como Sir Clifford, y siempre con las mujeres. Más con las mujeres que con los hombres, decían.
Hasta que fue y se casó con aquella Bertha Coutts, como para fastidiarse a sí mismo. Mucha gente se casa así por despecho, porque han sufrido algún desengaño. Y no era extraño que hubiera terminado en un fracaso. Durante años había estado fuera, todo el tiempo que duró la guerra, y había llegado a teniente: ¡un caballero, realmente todo un caballero! ¡Para acabar volviendo a Tevershall y ponerse de guarda! ¡Realmente hay gente que no sabe aprovechar las oportunidades cuando se presentan! Y haber vuelto a hablar el vulgar dialecto de Derbyshire como un zafio, cuando ella, Ivy Bolton, sabía que podía hablar como un caballero, de verdad.
¡Bien, bien! ¡Así que su excelencia se había colado por él! Bueno, su excelencia no era la primera: había algo en aquel hombre. ¡Pero imagínate! Un chico nacido y criado en Tevershall, y ella su excelencia, la señora de Wragby Hall. ¡Te juro que aquélla era una puñalada trapera a los todopoderosos Chatterley!
Pero él, el guarda, a medida que llegaba la claridad del día, se había dado cuenta: ¡es inútil! Es inútil tratar de librarse de la propia soledad. La lleva uno encima toda la vida. Sólo a veces, a veces, puede llenarse ese vacío. ¡A veces! Pero hay que esperar a que llegue el momento. Acepta tu soledad y carga con ella toda la vida. Y luego acepta los momentos en que ese vacío se llene, cuando se presenten. Pero tienen que presentarse por sí mismos. No se pueden forzar.
Repentinamente el ardiente deseo que le había impulsado tras ella desapareció. Lo hizo desaparecer él, porque así tenía que ser. Tenía que haber un acercamiento por ambas partes. Y si ella no venía hacia él, él no iba a rastrear su huella. De ninguna manera. Tenía que marcharse hasta que ella viniera.
Se volvió lentamente, pensativo, aceptando de nuevo la soledad. Sabía que era mejor así. Ella tenía que venir a él: era inútil perseguirla. ¡Inútil!
La señora Bolton le vio desaparecer seguido por su perra.
—¡Vaya, vaya! —dijo—. El único hombre que no se me había ocurrido, y el único en quien tenía que haber pensado. Se portó muy bien conmigo cuando perdí a Ted. ¡Vaya, vaya! ¡Qué diría él si se enterara!
Y miró triunfalmente a Clifford, ya dormido, mientras salía silenciosamente de la habitación.
Connie estaba ordenando uno de los trasteros de Wragby. Había varios: la casa era una verdadera almoneda y la familia no se deshacía nunca de nada. Al padre de Sir Geoffrey le habían gustado los cuadros y a la madre de Sir Geoffrey le habían gustado los muebles del
cinquecento
. A Sir Geoffrey mismo le habían gustado los viejos vargueños tallados y los arcones de sacristía. Y así de generación en generación. Clifford coleccionaba pintura muy moderna a precios muy moderados.
De modo que en el trastero había malos Sir Edwin Landseers, mediocres nidos de aves de William Henry Hunt y otras obras academicistas capaces de asustar a la hija de un miembro de la Real Academia de Pintura. Había decidido echarle un vistazo a todo aquello algún día y poner algo de orden. Aquellos muebles recargados le interesaban.
La vieja cuna de la familia, de palisandro, estaba cuidadosamente embalada para protegerla de los golpes y la humedad. Tuvo que desembalarla para poder verla. Tenía un cierto encanto: se quedó mirándola durante mucho tiempo.
—Es una verdadera pena que no pueda utilizarse —suspiró la señora Bolton, que la estaba ayudando—. Aunque estas cunas se hayan pasado ya de moda.
—Puede que llegue a hacer falta. Yo podría tener un hijo —dijo Connie con tanta naturalidad como si estuviera hablando de un sombrero nuevo.
—¡Quiere usted decir si le sucediera algo a Sir Clifford! —titubeó la señora Bolton.
—¡No! Quiero decir tal como están ahora las cosas. Lo único que tiene Sir Clifford es parálisis muscular, y eso no le afecta —dijo Connie, mintiendo con la misma naturalidad que quien se bebe un vaso de agua.
Clifford le había metido la idea en la cabeza. Había dicho:
—Desde luego yo podría tener un hijo todavía. No estoy mutilado en absoluto. La potencia podría volverme fácilmente, aunque los músculos de las caderas y de las piernas estén paralizados. Y entonces podría transferirse el semen.
Realmente se sentía, cuando tenía aquellos períodos de energía y trabajaba tan intensamente en el asunto de las minas, como si estuviera recuperando su potencia sexual. Connie le había mirado con horror. Pero había reaccionado inmediatamente para utilizar su sugestión en favor propio. Porque iba a tener un hijo si podía, pero no de él.
La señora Bolton se quedó un momento sin aliento, desconcertada. No se lo creía: había trampa en aquello. Sin embargo, los médicos pueden hacer tantas cosas hoy día… Quizás pudieran hacer algo así como injertar el semen.
—Bien, excelencia, espero y rezo por que sea posible. Sería maravilloso para usted y para todo el mundo. ¡Cielos, un niño en Wragby, todo sería diferente!
—¿Verdad que sí? —dijo Connie.
Y eligió tres cuadros de académicos de unos sesenta años antes para enviárselos a la duquesa de Shortlands para su próxima subasta benéfica. La llamaban «la duquesa de la tómbola» y se pasaba el tiempo pidiendo a todo el mundo en el condado que le mandara cosas para vender. Estaría encantada con los tres académicos enmarcados. Quizás viniera incluso a visitarles para dar las gracias. ¡Qué furioso se ponía Clifford cada vez que venía!
«¡Dios mío! —pensaba para sí la señora Bolton—. ¿Nos está preparando para recibir a un hijo de Oliver Mellors? ¡Dios santo, eso significaría un niño de Tevershall en la cuna de Wragby, desde luego! ¡Y no sería ningún desdoro para la cuna!»
Entre otras monstruosidades había en aquel trastero una caja bastante grande de laca negra y de construcción ingeniosa, hecha unos sesenta o setenta años antes y provista de todos los departamentos imaginables. En la parte de arriba un juego de baño concentrado: cepillos, frascos, espejos, peines, cajitas e incluso tres navajitas de afeitar con fundas, bacía y todo. Debajo había una especie de juego de escritorio: secantes, plumas, tinteros, papel, sobres, agendas; luego un costurero completo con tijeras de tres tamaños, dedales, agujas, hilo y seda, huevo para zurcir, todo de la mejor calidad y de un acabado perfecto. Había además un pequeño botiquín con frascos etiquetados: láudano, tintura de mirra, esencia de clavo, etc., pero vacíos. Todo era absolutamente nuevo, y el mueblecillo, cerrado, del tamaño de una bolsa de viaje pequeña y gruesa. Dentro todo tenía su sitio exacto, como en un rompecabezas. El líquido de los frascos no podía derramarse porque no quedaba sitio para ello.
Aquel objeto estaba maravillosamente pensado y realizado, una excelente artesanía de estilo victoriano. Pero de alguna manera era monstruoso. Alguno de los Chatterley debía haberse dado cuenta de ello, porque aquella cosa no se había llegado a usar nunca. Era un trasto sin alma.