Más tarde las cinco jaulas fueron ocupadas por gallinas, tres marrones, una ceniza y una negra. Todas ellas, de la misma manera, se apretaban sobre los huevos con la suave languidez del instinto femenino, de la naturaleza femenina, ahuecando las plumas. Observaban con ojos brillantes a Connie cuando se agachaba ante ellas, y emitían un cacareo de alarma y furor, aunque era esencialmente la ira de la hembra cuando alguien se le acerca.
Connie encontró grano en un arcón de la choza. Se lo ofreció a las gallinas en la palma de la mano. No querían comerlo. Sólo una de ellas se lanzó sobre la mano con un picotazo feroz que asustó a Connie. Pero tenía un enorme deseo de dar algo a aquellas madres incubadoras que ni comían ni bebían. Les llevó agua en una latita y le llenó de placer ver cómo bebía una de las gallinas.
Empezó a ir todos los días a verlas, eran lo único en el mundo que daba algo de calor a su corazón. Las aseveraciones de Clifford la dejaban fría de pies a cabeza. La voz de la señora Bolton la dejaba fría y lo mismo sucedía con los hombres de negocios que les visitaban. Alguna carta espaciada de Michaelis producía en ella el mismo efecto de frialdad. Se sentía morir si aquello duraba mucho más tiempo.
Sin embargo era primavera y las campanillas comenzaban a abrirse en el bosque y los pimpollos de los avellanos brotaban como una ducha de lluvia verde. ¡Qué cosa tan horrible que fuera primavera y todo estuviera helado, sin corazón! ¡Sólo las gallinas, maravillosamente cluecas sobre los huevos, emitían el calor de sus cuerpos femeninos creando nueva vida! Connie se sentía perennemente a punto de perder el sentido.
Luego, un día, un maravilloso día de sol lleno de grandes manojos de prímulas bajo los avellanos, y cantidades de violetas punteando los senderos, se acercó por la tarde a las jaulas y había allí un polluelo minúsculo y descarado pavoneándose en torno a una de las jaulas, con la gallina madre cacareando de horror. El polluelo era de un marrón ceniciento con marcas oscuras y era el pedacito de criatura más vivo sobre la faz de la tierra en aquel momento. Connie se agachó para observarlo en una especie de éxtasis. ¡Vida, vida! ¡Vida pura, burbujeante, libre de miedos! ¡Vida nueva! ¡Tan diminuto y tan absolutamente desprovisto de temores! Incluso cuando se dio a la fuga volviendo titubeante a la jaula y desapareciendo bajo las plumas de la gallina en respuesta a los salvajes gritos de alarma de la madre, lo hizo sin estar realmente asustado, sino más bien como un juego, el juego de la vida. Porque un momento más tarde una cabecita aparecía bajo las plumas marrón dorado de la gallina, mirando al cosmos.
Connie estaba fascinada. Y al mismo tiempo, nunca había sentido de una forma tan aguda la agonía de su condición de mujer abandonada, que se estaba convirtiendo en algo insoportable.
Sólo tenía un deseo en aquella época: acercarse al claro del bosque. Lo demás era una especie de sueño doloroso. Pero a veces sus deberes de anfitriona la mantenían todo el día en Wragby. Y entonces se sentía como si ella también estuviera cayendo en el vacío, el vacío y la locura.
Una tarde, con invitados o sin ellos, se escapó después del té. Era tarde y atravesó corriendo el parque, como quien teme que le llamen para que vuelva. El sol se estaba poniendo, con un color rosado, cuando entró en el bosque, pero ella se apresuró entre las flores. Arriba la luz duraría aún mucho tiempo.
Llegó al claro del bosque sofocada y semiinconsciente. Allí estaba el guarda en mangas de camisa, acabando de cerrar las jaulas para que los diminutos ocupantes estuvieran a salvo durante la noche. Aun así, un pequeño trío seguía triscando sobre sus piececitos bajo el cobertizo de paja, pequeñas criaturas despiertas y parduzcas, negándose a escuchar la llamada de la madre inquieta.
—¡He tenido que venir a ver a los polluelos! —dijo jadeante, mirando tímida al guarda, casi sin prestar atención a su presencia—. ¿Hay alguno más?
—Treinta y seis hasta ahora —dijo él—. ¡No está mal!
También a él le producía un extraño placer ver salir a los animalitos.
Connie se agachó frente a la última jaula. Los tres polluelos habían entrado. Pero sus cabecitas asomaban todavía abriéndose paso entre las plumas amarillas para retirarse de nuevo. Luego una sola cabeza aventurándose a mirar desde el vasto cuerpo de la madre.
—Me gustaría tocarlos —dijo, metiendo los dedos con prudencia entre los barrotes de la jaula.
Pero la gallina madre le lanzó un picotazo feroz y Connie se apartó temerosa y asustada.
—¡Cómo quiere picarme! ¡Me odia! —dijo con voz desconcertada—. ¡Pero si no voy a hacerles ningún daño!
El hombre, que estaba de pie a sus espaldas, rio, se agachó a su lado con las rodillas separadas y metió la mano en la jaula con una confianza llena de tranquilidad. La gallina le lanzó un picotazo, pero no tan feroz. Y lentamente, suavemente, con dedos seguros y amables, tentó entre las plumas y sacó en el puño cerrado un polluelo que cacareaba débilmente.
—¡Aquí está! —dijo, extendiendo la mano hacia ella. Ella cogió aquella criaturita parduzca entre sus manos y la vio quedarse allí sobre sus patitas imposiblemente finas, como un átomo de vida en equilibrio temblando sobre la mano a través de unos pies minúsculos y casi sin peso. Pero levantó valientemente la cabecita, hermosa y bien formada, miró fijamente alrededor y emitió un pequeño «pío».
—¡Qué adorable! ¡Qué monada! —dijo ella en voz baja.
El guarda, agachado a su lado, observaba también con una expresión divertida al polluelo que tenía en las manos. De repente vio que una lágrima caía sobre una de las muñecas de Connie.
Y se levantó apartándose hacia la otra jaula. Porque repentinamente se había dado cuenta de que la antigua llama despertaba y se apoderaba de sus caderas, aunque la había creído dormida para siempre. Luchó contra ello, poniéndose de espaldas a Connie. Pero seguía descendiendo y descendiendo por sus piernas hasta llegar a las rodillas.
Se volvió a mirarla de nuevo. Estaba arrodillada, extendiendo lentamente las dos manos hacia delante, sin mirar, para que el polluelo pudiera volver con la gallina madre. Y había un algo tan silencioso y desamparado en ella que sus entrañas ardieron de compasión hacia Connie.
Sin ser consciente de ello, volvió rápidamente a su lado, se agachó de nuevo junto a ella, y cogiéndole el polluelo de las manos al darse cuenta de que la asustaba la gallina, lo devolvió a la jaula. En el dorso de sus caderas el fuego se encendió de repente con una llama más viva.
La miró aprensivamente. Su cara estaba vuelta al otro lado y lloraba de una forma ciega, con toda la angustia desesperada de su generación. Su corazón se fundió repentinamente como una gota de fuego y extendió la mano, poniendo sus dedos sobre la rodilla de ella.
—No debe llorar —dijo suavemente.
Pero ella se llevó las manos a la cara y se dio cuenta de que su corazón estaba realmente destrozado y que ya nada tenía importancia.
Él puso la mano sobre su hombro, y suavemente, con ternura, empezó a bajarla por la curva de su espalda, ciegamente, con un movimiento acariciador, hasta la curva de sus muslos en cuclillas. Y allí su mano, suavemente, muy suavemente, recorrió la curva de su cadera con una caricia ciega e instintiva.
Ella había encontrado su minúsculo pañuelo y trataba de secarse la cara.
—¿Quiere venir a la choza? —dijo él con una voz apagada y neutral.
Y aferrando suavemente su antebrazo con la mano, la ayudó a levantarse y la condujo lentamente hacia la choza sin soltarla hasta estar dentro. Luego echó a un lado la mesa y la silla y sacó del cajón de las herramientas una manta marrón del ejército, extendiéndola lentamente. Ella le miraba a la cara y permanecía inmóvil.
La cara de él estaba pálida y sin expresión, como la de un hombre que se somete a la fatalidad.
—Échese ahí —dijo con suavidad, y cerró la puerta. Todo quedó oscuro, completamente oscuro.
Con una extraña obediencia ella se echó sobre la manta. Luego sintió la mano suave, insegura, desesperadamente llena de deseo, tocando su cuerpo, buscando su cara. La mano acarició su cara suavemente, muy suavemente, con una infinita ternura y seguridad, y al fin sintió el contacto suave de un beso en su mejilla.
Ella permanecía silenciosa, como durmiendo, como en un sueño. Luego se estremeció al sentir que su mano vagaba suavemente, y sin embargo con una extraña impericia titubeante, entre sus ropas. Pero la mano sabía cómo desnudarla en el sitio deseado. Fue tirando hacia abajo de la fina envoltura de seda, lentamente, con cuidado, hasta abajo del todo y luego sobre los pies. Después, con un estremecimiento de placer exquisito, tocó el cuerpo cálido y suave, y tocó su ombligo durante un momento en un beso. Y tuvo que entrar en ella inmediatamente, penetrar la paz terrena de su cuerpo suave y quieto. Para él fue el momento de la paz pura la entrada en el cuerpo de la mujer.
Ella permanecía inmóvil, en una especie de sueño, siempre en una especie de sueño. La actividad, el orgasmo, eran de él, sólo de él; ella no era capaz de hacer nada por sí misma. Incluso la firmeza de sus brazos en torno a ella, hasta el intenso movimiento de su cuerpo y el brote de su semen en ella se reflejaban en una especie de sopor del que ella no quiso despertar hasta que él hubo acabado y se reclinó contra su pecho jadeando dulcemente.
Entonces se preguntó, sólo vagamente, se preguntó ¿por qué? ¿Por qué era necesario aquello? ¿Por qué la había liberado de una gran nube que la encerraba y le había traído la paz? ¿Era real? ¿Era real?
Su cerebro atormentado de mujer moderna seguía sin sosegarse. ¿Era real? Y se dio cuenta de que si se entregaba al hombre era algo real. Pero si reservaba su yo para sí misma no era nada. Era vieja, se sentía con una edad de millones de años. Y al final ya no podía soportar la carga de sí misma. Estaba allí y no había nada más que tomarla. Nada más que tomarla.
El hombre yacía en una misteriosa quietud. ¿Qué estaría sintiendo? ¿Qué estaría pensando? Ella no lo sabía. Era un extraño para ella, no le conocía. Sólo tenía que esperar, porque no se atrevía a romper su misterioso silencio. Estaba echado allí, con sus brazos en torno a ella, su cuerpo sobre el de ella; su cuerpo húmedo tocando el suyo, tan cercano. Y completamente desconocido. Pacificante sin embargo. Su misma inmovilidad era tranquilizante.
Lo supo cuando por fin se levantó y se separó de ella. Fue como una deserción. Le bajó el vestido hasta las rodillas y permaneció en pie unos segundos, aparentemente ajustándose su propia ropa. Luego abrió la puerta con cuidado y salió.
Ella vio una luna pequeña y brillante que dominaba la última luz del atardecer sobre los robles. Se levantó rápidamente y se arregló; todo estaba en orden. Luego se dirigió hacia la puerta de la choza.
La parte inferior del bosque estaba en penumbra, casi en oscuridad. Pero arriba el cielo era claro como el cristal, aunque no emitía apenas claridad alguna. Él se acercó entre las sombras con la cara levantada, como una mancha pálida.
—¿Le parece que nos vayamos?
—¿A dónde?
—La llevaré hasta la cerca.
Ordenó las cosas a su manera. Cerró la puerta de la choza y la siguió.
—No lo lamenta usted, ¿no? —preguntó mientras andaba a su lado.
—¡No! ¡No! ¿Y usted? —dijo ella.
—¡Eso! ¡No! —dijo. Luego, tras una pausa, añadió—: Pero está todo lo demás.
—¿Qué es todo lo demás? —dijo ella.
—Sir Clifford. La otra gente. Todas las complicaciones.
—¿Por qué complicaciones? —dijo ella desengañada.
—Siempre las hay. Para usted y para mí. Siempre hay complicaciones.
Siguió avanzando firmemente en la oscuridad.
—¿Y usted, lo lamenta? —preguntó ella.
—¡Por un lado sí! —contestó él mirando al cielo—. Creí que me había librado de todo esto. Y ahora he vuelto a empezar.
—¿A empezar qué?
—La vida.
—¡La vida! —repitió ella como un eco con un raro estremecimiento.
—Es la vida —dijo él—. No hay forma de dejarla a un lado. Y si se hace, casi es mejor morirse. Si tiene que abrirse otra vez la herida, que se abra.
Ella no era totalmente de la misma opinión, pero aun así…
—Es amor simplemente —dijo ella con alegría.
—Sea lo que sea —contestó él.
Continuaron a través del bosque, cada vez más oscuro, en silencio, hasta llegar casi a la cerca.
—No me odia usted por eso, ¿no? —dijo ella anhelante.
—No, no —contestó él. Y de repente la estrechó contra su pecho de nuevo, con la misma pasión de antes—. No, para mí ha sido maravilloso, maravilloso. ¿Para usted también?
—Sí, para mí también —contestó ella faltando a la sinceridad, porque no había sido consciente de gran cosa.
La besó suavemente, muy suavemente, con besos de ternura.
—Si no hubiera tanta otra gente en el mundo… —dijo él lúgubre.
Ella rio. Estaba a la puerta del parque. Él abrió para que pasara.
—Me quedaré aquí —dijo él.
—¡Sí! —y extendió la mano, como para estrechar la de él. Pero él la tomó entre las suyas.
—¿Puedo volver? —preguntó ella anhelante.
—¡Sí! ¡Sí!
Ella le dejó y cruzó el parque.
Él se quedó atrás, viendo cómo desaparecía en la oscuridad contra la palidez del horizonte. La vio marcharse casi con amargura. Había vuelto a atarle cuando quería estar solo. Había tenido que pagar el precio de esa amarga intimidad de un hombre que acaba queriendo únicamente estar solo.
Volvió hacia la oscuridad del bosque. Todo era silencio, la luna se había puesto. Pero él percibía los ruidos de la noche, las máquinas de Stacks Gate, el tráfico en la carretera principal. Lentamente fue subiendo por la colina desnuda. Y desde la cumbre pudo ver el paisaje, filas de lámparas brillantes en Stacks Gate, luces más pequeñas en el pozo de Tevershall, las luces amarillas del pueblo y puntos de luz por todas partes, aquí y allá, en el paisaje oscuro, con el estallido distante de los hornos, débil y rosáceo, en aquella noche clara, el color rosa del vertido del metal al rojo vivo. ¡Luces eléctricas intensas y malignas de Stacks Gate! ¡Con un indefinible fondo de maldad en ellas! Y todo el desasosiego, el miedo inestable de la noche industrial de los Midlands. Podía oír los motores de las jaulas de Stacks Gate bajando al pozo a los mineros de las siete. La mina trabajaba en tres turnos.
Volvió a la oscuridad y al recogimiento del bosque. Pero sabía que aquel recogimiento era ilusorio. Los ruidos de las industrias rompían la soledad; las luces penetrantes, aunque no se vieran, se burlaban de ella. Un hombre ya no podía vivir solo y retirado. El mundo no permite la existencia de eremitas. Y ahora había tomado a la mujer y se había echado encima un nuevo ciclo de dolor y miserias. Ya sabía por experiencia lo que aquello significaba.