Tomó una taza de té más bien cargado, pan y mantequilla muy buenos y ciruelas rojas en conserva. La señora Flint estaba radiante, parlanchina y extrovertida como si hubiera recibido la visita de un caballero medieval. Mantuvieron una conversación verdaderamente femenina y ambas disfrutaron con ella.
—No es una manera muy fina de servir el té —dijo la señora Flint.
—Mucho mejor que en casa —dijo Connie sinceramente.
—¡Oooh! —dijo la señora Flint, naturalmente sin creérselo.
Por fin Connie se puso en pie.
—Tengo que irme —dijo—. Mi marido no tiene ni idea de dónde estoy. Estará pensando que me ha pasado cualquier cosa.
—Nunca adivinará que está usted aquí —rió excitada la señora Flint—. Mandará al pregonero a buscarla.
—Adiós, Josephine —dijo Connie, besando al bebé y acariciando su pelo rojizo y ensortijado.
La señora Flint insistió en abrir la puerta delantera, que estaba cerrada con candado y travesaño. Connie salió al pequeño jardín delantero de la granja, rodeado de un seto de aligustres; había dos hileras de prímulas a lo largo del sendero, hermosas y aterciopeladas.
—¡Qué hermosas orejas-de-oso! —dijo Connie.
—Pensamientos, como las llama Luke —dijo riendo la señora Flint—. Llévese algunas.
Y se puso a recoger un ramo de aquellas prímulas aterciopeladas.
—¡Ya basta! ¡Es bastante! —dijo Connie.
Llegaron a la pequeña puerta del jardín.
—¿En qué dirección iba usted? —preguntó la señora Flint.
—Hacia el coto.
—¡Espere! Ah, sí, las vacas están ahora en el cercado. No se habrán recogido todavía, pero estará cerrada la cancela. Va a tener que saltar.
—Puedo saltar —dijo Connie.
—Quizás podría bajar con usted hasta el cercado.
Bajaron por el prado devastado por los conejos. Los pájaros cantaban con un salvaje entusiasmo vespertino en el bosque. Un hombre estaba llamando a las últimas vacas que remoloneaban lentamente entre el escaso pasto.
—Van retrasados para ordeñar hoy —dijo la señora Flint severamente—. Saben que Luke no volverá hasta después de anochecido.
Llegaron a la valla, tras la cual comenzaba la espesura del bosque de abetos. Había una puertecilla, pero estaba cerrada con llave. Dentro, sobre la hierba, había una botella vacía.
—Ahí está la botella para la leche del guardabosque —explicó la señora Flint—. Se la traemos hasta aquí y él viene a recogerla.
—¿Cuándo? —dijo Connie.
—Oh, en cualquier momento que pase por aquí. Casi siempre por la mañana. ¡Bueno, adiós, Lady Chatterley! Y vuelva alguna otra vez. Ha sido una alegría volver a verla.
Connie saltó la valla y se metió por la estrecha vereda entre los abetos densos y erizados. La señora Flint volvió corriendo por el prado con la cabeza cubierta por una capota, como corresponde a una verdadera maestra de escuela. A Constance no le gustaba aquella parte nueva del bosque con un exceso de arbolado; parecía demasiado siniestra y agobiante. Se apresuró con la cabeza baja, pensando en la niña de los Flint. Era una preciosidad, pero iba a tener las piernas torcidas como su padre. Era algo que podía observarse ya, aunque quizás se le corrigiera con el crecimiento. ¡De alguna manera, qué cosa tan tierna y tan plena de satisfacciones tener un bebé, y cómo presumía de ello la señora Flint! De todas formas tenía algo que no tenía Connie y que en apariencia no podía llegar a tener. Sí, la señora Flint había hecho ostentación de su maternidad. Y Connie se había sentido un poco celosa, sólo un poco. No había podido evitarlo.
Salió repentinamente de su ensimismamiento con un ligero grito de miedo. Un hombre.
Era el guarda. Estaba en medio de la vereda, como la burra de Balaán, cortándole el paso.
—¿Pero qué es esto? —dijo sorprendido.
—¿Cómo aparece usted aquí? —jadeó ella.
—¿Y usted? ¿Ha estado en la choza?
—¡No! ¡No! He ido a Marehay.
La miró con curiosidad, inquisitivo, y ella bajó la cabeza algo avergonzada.
—Y ahora, ¿iba a la choza? —preguntó con una cierta tozudez.
—¡No! No puedo. He estado un rato en Marehay. Nadie sabe dónde estoy. Me he retrasado. Tengo que darme prisa.
—Dándome el esquinazo, ¿eh? —dijo con una ligera sonrisa irónica.
—¡No! ¡No! No es eso. Sólo que…
—Entonces ¿qué es? —dijo él.
Y se acercó a ella y la rodeó con los brazos. Ella sintió la delantera de su cuerpo enormemente cercana al suyo, y viva.
—Ahora no, ahora no —exclamó, tratando de rechazarle.
—¿Por qué no? Son sólo las seis. Le queda media hora. ¡Sí! ¡Sí! Me haces falta.
La apretó fuertemente y ella sintió su deseo urgente. Su viejo instinto la llevaba a luchar por liberarse. Pero algo en ella se iba haciendo extraño, inerte y pesado. Su cuerpo apremiaba contra el de Connie y cualquier ánimo de resistencia la abandonó.
Él miró en torno.
—¡Ven… ven aquí! Por aquí —dijo, echando una mirada penetrante a la espesura de los abetos aún jóvenes y de poca altura.
Se volvió a mirarla. Ella vio sus ojos tensos, brillantes, salvajes, sin rastro de amor. Pero ya no tenía fuerza de voluntad. Sentía un extraño peso en sus extremidades. Estaba abandonándose, aceptando.
La condujo a través del muro de árboles punzantes, difícil de penetrar, hasta un lugar donde había un pequeño espacio abierto y un montón de ramas. Apartó unas cuantas de las secas y tendió sobre las otras la chaqueta y el chaleco; ella tuvo que tumbarse allí bajo las ramas del árbol, como un animal, mientras él esperaba de pie en pantalón y camisa, mirándola con ojos ávidos. Pero la hizo tomar, precavido, una postura mejor, más cómoda. Y, sin embargo, rompió la cinta de su ropa interior porque ella no le ayudaba, simplemente estaba allí tendida, inmóvil.
También él se había desnudado la delantera de su cuerpo y ella sintió su carne desnuda cuando la penetró. Durante un momento permaneció inmóvil dentro de ella, túrgido y palpitante. Luego, cuando empezó a moverse, en el repentino orgasmo inevitable, despertaron en ella nuevas y extrañas sensaciones encrespantes. Oleando, oleando, oleando, como el aleteo repetido de suaves llamas, suaves como la pluma, deshaciéndose en puntitos brillantes, exquisitos, y fundiéndola hasta convertirla toda ella por dentro en un fluido. Era como un suave ruido de campanillas ascendiendo hasta la culminación. Siguió echada, inconsciente de los pequeños gritos que emitió al final. Pero había terminado demasiado pronto, demasiado pronto, y ya no pudo llegar a forzar su conclusión con su propia actividad. Aquella vez había sido diferente, tan diferente. No podía hacer nada. No podía endurecerse y aferrarse a él para llegar a su propia satisfacción. Sólo quedaba esperar, esperar y quejarse interiormente cuando le sintió retirarse, retirarse y contraerse, llegando al terrible momento en que se deslizaría fuera de ella y todo habría concluido. Mientras todo su vientre seguía abierto y suave, reclamando dulcemente, como una anémona bajo las olas, reclamando que volviera a entrar y la satisfaciera. Se apretó a él, inconsciente de pasión, y él no llegó a salir por completo; sintió su suave capullo agitándose en su interior y los extraños ritmos que ascendían hasta ella en un movimiento creciente y extrañamente acompasado, dilatándose y dilatándose hasta llenar toda su consciencia dividida, y luego comenzando de nuevo aquel movimiento indescriptible que no era realmente movimiento, sino puramente remolinos de sensaciones cada vez más profundas que calaban cada vez más hondo en sus tejidos y en su mente, hasta llegar a convertirla en un fluido perfectamente concéntrico de sentimientos y quedar yaciente entre gritos inconscientes e inarticulados. ¡La voz de lo más profundo de la noche, la vida! El hombre los escuchaba bajo de sí con una especie de terror, mientras su vida se inyectaba en ella. Y a medida que se iba calmando, fue distendiéndose él también y permaneció en una absoluta inmovilidad, sin saber, mientras su presión sobre él iba aflojando lentamente hasta quedar inmóvil a su lado. Y siguieron echados sin saber nada, ni siquiera el uno del otro, perdidos ambos. Hasta que por fin él comenzó a incorporarse y darse cuenta de la propia desnudez indefensa, y ella se dio cuenta de que el cuerpo de él iba perdiendo la proximidad al suyo. Se estaba separando; pero dentro de su corazón se daba cuenta que no podía soportar que la dejara sin cubrir. Debía cubrirla ahora para siempre.
Pero él se retiró finalmente y la besó, la tapó y empezó a vestirse él mismo. Ella estaba tendida, mirando a las ramas del árbol, incapaz de moverse aún. Él se puso en pie y se abrochó los pantalones, mirando alrededor. Todo era espesura y silencio, a excepción de la perra asustada, con el morro entre las patas delanteras. Él volvió a sentarse sobre las ramas y tomó la mano de Connie en silencio.
Ella se volvió y le miró.
—Esta vez hemos acabado juntos —dijo él. Ella no contestó.
—Está muy bien cuando eso sucede. La mayor parte de la gente vive toda una vida y no llega a saber lo que es eso —dijo, hablando como en un ensueño.
Ella miró su cara embelesada.
—¿Es cierto? —dijo—. ¿Estás contento?
Él la miró a los ojos.
—Contento, sí, pero no hablemos ahora.
No quería entrar en una conversación. Se inclinó sobre ella y la besó, y ella sintió que debería permanecer besándola así siempre.
Al final Connie se sentó.
—¿No suele acabar la gente al mismo tiempo? —preguntó con una curiosidad ingenua.
—Muchos nunca. Se ve en la sequedad de sus caras. Hablaba de mala gana, lamentando haber empezado.
—¿Has acabado de esta manera con otras mujeres?
La miró un tanto divertido.
—No lo sé —dijo—. No lo sé.
Y ella se dio cuenta de que nunca le contaría nada que no quisiera contarle. Le miró a la cara, y la pasión que sentía por él penetró hasta sus entrañas. Se resistía a aquel sentimiento hasta donde era capaz, porque significaba la entrega de sí misma a sí misma.
Él se puso el chaleco y la chaqueta y abrió de nuevo camino hasta el sendero.
Los últimos rayos horizontales de sol caían sobre el bosque.
—No iré contigo —dijo—; será mejor que no.
Ella le miró ardientemente antes de volverse. La perra esperaba impaciente que él se pusiera en marcha, y ella parecía no tener nada que decir. Nada más.
Connie volvió lentamente a casa, descubriendo la profundidad de aquella otra cosa que había en ella. Otro yo había surgido a la vida, ardiendo, diluido y suave en su vientre y en sus entrañas, y con aquel yo ella le adoraba. Una adoración que hacía temblar sus rodillas mientras andaba. En su vientre y en sus entrañas había ahora un nuevo flujo y vida, y se había hecho vulnerable e indefensa como la más ingenua de las mujeres en su adoración por él. Parece como si fuera un niño, se dijo a sí misma; es como si llevara un niño dentro. Aquélla era la sensación, como si su vientre, que siempre había estado cerrado, se hubiera abierto y llenado de una nueva vida, casi una carga, y sin embargo adorable.
«¡Si tuviera un niño! —pensó para sí—. ¡Si lo tuviera a él dentro de mí como un niño!»
Y sus miembros se ablandaron al imaginarlo y se dio cuenta de la inmensa diferencia entre tener un hijo para una sola y tener un hijo de un hombre a quien se llamaba desde lo más profundo de las entrañas. Lo primero parecía vulgar en cierto modo, pero tener un hijo de un hombre a quien se adoraba con las entrañas y con el vientre le hacía darse cuenta de que era muy diferente a como había sido en su antigua personalidad; como si estuviera sumergiéndose profundamente, profundamente, hacia el centro de toda femineidad y hacia el sueño de la creación.
No era la pasión lo que era nuevo para ella, era la adoración sin límites. Se dio cuenta de que siempre había temido algo así, porque la dejaba sin defensas; aun ahora lo temía, porque si llegaba a adorarle en exceso desaparecería ella, se borraría, y no quería llegar a borrarse, convertirse en una esclava, como una salvaje. No quería llegar a ser una esclava. Temía la adoración que sentía por él y sin embargo no estaba dispuesta a luchar inmediatamente contra aquel sentimiento. Sabía que podía resistirse. Alimentaba una obstinación demoníaca en su pecho capaz de combatir toda la suave y ardiente adoración de su vientre y destruirla. Incluso ahora era capaz de hacerlo, o por lo menos lo creía, y dominar su pasión y controlarla a voluntad.
¡Oh sí, volverse apasionada como una bacante, huyendo a través del bosque en una bacanal, para encontrarse con Iacos, el falo brillante sin personalidad propia que no fuera la de puro dios-servidor de la mujer! Al hombre, al individuo, le estaba vedada toda intrusión. No era más que un servidor del templo, el portador y guardián del falo brillante que sólo a ella pertenecía.
Así, en el flujo del nuevo despertar, la pasión dura y antigua ardió en ella durante algún tiempo, y el hombre se redujo a un objeto despreciable, el simple portador del falo que habría de ser destrozado una vez efectuado su servicio. Sentía la fuerza de las bacantes en sus miembros y en su cuerpo, la mujer ardiente y vertiginosa que subyuga al macho; pero cuando sentía aquello su corazón se agobiaba bajo el peso. Se resistía, era algo conocido y yermo, estéril; la adoración era su tesoro. Era algo tan inefable, tan suave, tan profundo y desconocido. No, no, renunciaría a su dura y brillante fuerza de hembra; estaba harta de ella, endurecida por ella; se sumergiría en el nuevo baño vital, en las profundidades de su propio vientre y en sus entrañas que entonaban el cantar mudo de la adoración. Era pronto aún para empezar a temer al hombre.
—Fui a dar un paseo hasta Marehay y tomé el té con la señora Flint —le dijo a Clifford—. Quería ver al bebé. Es adorable, con un pelo como las telas de araña rojas. ¡Una preciosidad! El señor Flint había ido a la feria, así que ella, yo y el bebé tomamos el té juntas. Te preguntarías dónde estaba.
—Bueno, la verdad es que sí, pero ya me imaginé que te habrías quedado a tomar el té en alguna parte —dijo Clifford, celoso.
Con una especie de sexto sentido notaba algo nuevo en ella, algo incomprensible para él, pero lo atribuía al bebé. Pensaba que todo lo que atormentaba a Connie era no tener un bebé, no poder dar a luz uno de forma automática, por así decirlo.
—La vi atravesar el parque hacia la puerta de hierro, excelencia —dijo la señora Bolton—; así que pensé que habría ido a la rectoría.