Sí, había dos grandes familias de perros disputándose el favor de la diosa bastarda: el grupo de los aduladores, los que le ofrendaban diversión, novelas, películas, obras de teatro; y los otros, menos espectaculares pero mucho más salvajes, que le proporcionaban carne, la verdadera sustancia del dinero. Los perros exhibicionistas y bien educados de la diversión se disputaban entre mutuos ladridos los favores de la diosa bastarda. Pero aquello no era nada en comparación con la muda lucha a muerte que se desarrollaba entre los indispensables, los proveedores de carnaza.
Pero bajo la influencia de la señora Bolton, Clifford se sentía tentado a entrar en aquel otro tipo de pugna, a hacerse con las riendas de la diosa bastarda a través de los caminos brutales de la producción industrial. De alguna manera había llegado a armarse de valor. En un cierto sentido la señora Bolton le había convertido en un hombre, algo de lo que Connie había sido incapaz. Connie le había mantenido aislado, había despertado su sensibilidad y le había hecho consciente de sí mismo y de sus estados de ánimo. La señora Bolton sólo despertaba su consciencia de las cosas externas. Su interior comenzó a ablandarse como un puré. Pero exteriormente empezó a cobrar existencia.
Se forzó incluso a volver una vez más a las minas: una vez allí bajó en una cuba y en una cuba le pasearon por las instalaciones. Lo que había aprendido antes de la guerra, y que parecía haber olvidado por completo, le volvía ahora a la memoria. Allí estaba, paralítico, en una cuba, mientras el capataz le enseñaba el filón con una potente linterna. Él apenas dijo nada. Pero su cerebro se puso en funcionamiento.
Comenzó a leer de nuevo obras técnicas sobre la minería del carbón, analizó los informes del gobierno y comenzó a estudiar minuciosamente lo último que se había escrito en alemán sobre minería y sobre el tratamiento químico del carbón y las pizarras bituminosas. Naturalmente, los descubrimientos más valiosos se mantenían en secreto todo el tiempo posible. Pero una vez que se adentraba uno en el campo de la minería del carbón, en el estudio de métodos y procedimientos, en el análisis de los subproductos y las posibilidades químicas del carbón, eran asombrosos el ingenio y la casi misteriosa inteligencia de la moderna mentalidad técnica, como si realmente el demonio mismo hubiera prestado una inteligencia maligna a los científicos técnicos de la industria. Aquella ciencia técnica industrial era muchísimo más interesante que el arte, más que la literatura, materias puramente afectivas y faltas de contenido. En aquel campo los hombres eran como dioses, o como demonios, poseídos de una inspiración que les conducía a efectuar descubrimientos y a luchar por llevarlos a la práctica. En esta actividad los hombres estaban más allá de cualquier edad mental calculable. Pero Clifford sabía que cuando se trataba de la vida sentimental y humana, aquellos hombres que se habían hecho a sí mismos tenían una edad mental de unos trece años, eran pobres niños. La discrepancia era enorme y apabullante.
Pero tanto daba. Que el hombre se sumiera en un estado general de idiotez en el terreno de la mente emotiva y "humana" era algo que no preocupaba a Clifford. Todo aquello podía irse al cuerno. Lo que le interesaba era el aspecto técnico de la moderna minería del carbón y sacar a Tevershall del agujero.
Bajaba al pozo día tras día, estudiaba, sometía al director general, al director técnico de superficie y al de las galerías, a los ingenieros, a una presión que no habían imaginado antes. ¡Poder! Un nuevo sentido del poder se había apoderado de él: poder sobre todos aquellos hombres, sobre los cientos y cientos de mineros. Descubría y descubría: y poco a poco tomaba el control en sus manos.
Parecía haber nacido realmente de nuevo. ¡La vida penetraba en él! Con Connie había ido gradualmente muriendo en la vida privada y aislada del artista, del ser consciente. Ahora todo aquello podía desaparecer, dormir. Sentía que la vida le salía al encuentro desde la mina, desde el carbón. El mismo aire pútrido de la mina era para él mejor que el oxígeno. Le daba un sentido de fuerza, de poder. Estaba haciendo algo e iba a hacer algo. Iba a ganar, a vencer: no como había vencido con sus obras literarias, mera notoriedad en medio de un despliegue de energía y maldad, sino una victoria de hombre.
Al principio pensó que la solución estaba en la electricidad: transformar el carbón en energía eléctrica. Luego tuvo una nueva idea. Los alemanes habían inventado una nueva locomotora con un motor que se autoalimentaba y no necesitaba fogonero. Y había que suministrarle un nuevo combustible que ardía a gran temperatura en pequeñas cantidades bajo determinadas condiciones.
La idea de un nuevo combustible concentrado que ardía con una enorme lentitud a temperaturas altísimas fue lo que primero atrajo a Clifford. Tenía que haber alguna especie de estímulo externo para la combustión de un aceite así, algo más que la simple provisión de aire. Comenzó a experimentar y contrató a un joven inteligente que había demostrado su brillantez en el campo químico para que le ayudara.
Y tuvo la impresión de haber triunfado. Por fin había logrado salir de su encerramiento. Había logrado su anhelo de toda la vida: salir de sí mismo. El arte no había sido capaz de lograrlo. Más bien había agravado la situación. Pero ahora lo había conseguido.
No era consciente de lo mucho que la señora Bolton estaba tras él. No sabía lo mucho que dependía de ella. Pero, con eso y con todo, era evidente que cuando estaba con ella su voz descendía a un agradable ritmo de intimidad, casi ligeramente vulgar.
Con Connie se manifestaba un tanto envarado. Se daba cuenta de que le debía todo, absolutamente todo, y le mostraba el mayor respeto y consideración, siempre que ella le manifestara un simple respeto externo. Pero era evidente que sentía un temor interno ante ella. El nuevo Aquiles que se había despertado en él tenía un talón vulnerable, y en aquel talón la mujer, una mujer como Connie, su mujer, podía infligir una herida fatal. Sentía ante ella un miedo casi servil que le hacía extremar la cortesía. Pero su voz se agarrotaba un tanto cuando hablaba con ella y empezó a mantenerse en silencio cuando ella estaba presente.
Únicamente cuando estaba a solas con la señora Bolton se sentía realmente amo y señor, y su voz se hacía tan fluida y dicharachera como la de ella misma. Y dejaba que ella le afeitara o le limpiara todo el cuerpo con una esponja como si fuera un niño, realmente como un niño.
Connie estaba a menudo sola ahora. Venían menos visitas a Wragby. Clifford ya no las quería. Rechazaba incluso al círculo de los íntimos. Era un ser extraño. Había llegado a preferir la radio que había instalado con no poco gasto y que había llegado a conseguir que funcionara bastante bien. A veces lograba oír Madrid o Frankfurt incluso allí, en la atmósfera turbulenta de los Midlands.
Y se quedaba sentado durante horas escuchando los chirridos del altavoz. Para Connie era algo asombroso y desconcertante. Pero él permanecía sentado allí con una expresión vacía, en trance, como alguien que saliera de sí mismo para escuchar, o parecer escuchar, lo innombrable.
¿Escuchaba realmente? ¿O era para él una especie de soporífero que tomaba mientras algo diferente cocía en su interior? Connie no lo sabía. Se refugiaba entonces en su habitación o fuera, en el bosque. Una especie de terror le asaltaba a veces, terror a la incipiente locura de toda la especie civilizada.
Pero ahora que la corriente le llevaba a Clifford a aquella otra enfermedad de la actividad industrial, transformándose casi en un engendro, con un caparazón exterior de dureza y eficacia y un interior pastoso, uno de los increíbles centollos y langostas del moderno mundo industrial y financiero, invertebrado del orden de los crustáceos, con conchas de acero, como máquinas, y un interior blandengue y gelatinoso, Connie misma se sentía totalmente a la deriva.
Ni siquiera era libre, porque Clifford tenía que tenerla allí. Parecía sentir un horror nervioso a que ella le abandonara. Su parte extrañamente gelatinosa, su parte sentimental y emocionalmente humana, dependía de ella con terror, como un niño, casi como un idiota. Tenía que estar allí, allí en Wragby, una Lady Chatterley, su mujer. De otra forma se sentiría perdido, como un idiota en un terreno pantanoso.
Connie se dio cuenta de aquella inconcebible dependencia con una especie de pánico. Ella le oía hablar con los directivos de la mina, con los miembros de su consejo de administración, con los jóvenes científicos, y le asombraba su hábil captación de las cosas, su fuerza, su asombroso poder material sobre lo que se llama gente práctica. Él mismo se había convertido en un hombre práctico; uno asombrosamente astuto y lleno de poder, un amo. Connie lo atribuía a la influencia de la señora Bolton sobre él en el momento más crítico de su vida.
Pero aquel hombre astuto y práctico era casi un idiota cuando se quedaba a solas con su vida sentimental. Adoraba a Connie. Era su mujer, un ser superior, y la adoraba con una idolatría extraña y cobarde, como un salvaje; una idolatría basada en un enorme miedo, y un odio incluso, al poder del ídolo, el temido ídolo. Lo único que quería era que Connie jurara que no le abandonaría, que no renunciaría a él.
—Clifford —dijo ella, una vez que tuvo en su poder la llave de la choza—, ¿de verdad te gustaría que tuviera un hijo alguna vez?
Él la miró con una inquietud furtiva en sus ojos un tanto prominentes y pálidos.
—No me importaría si eso no cambiara las cosas entre nosotros —dijo él.
—¿No las cambiara en qué? —dijo ella.
—Entre tú y yo; en el amor que nos tenemos. Si va a afectarnos en eso, entonces estoy en contra. ¡Sin contar con que hasta es posible que un día yo mismo pudiera tener un hijo!
Ella le miró desconcertada.
—Quiero decir que eso… podría volverme uno de estos días.
Ella siguió mirándole desconcertada y él se sintió incómodo.
—¿Entonces no te gustaría que tuviera un hijo? —dijo ella.
—Ya te he dicho —contestó él inmediatamente, como un perro acorralado— que estoy totalmente dispuesto, siempre que eso no afecte a tu amor por mí. Si lo afectara estoy decididamente en contra.
Connie pudo sólo mantenerse en silencio con un frío temor y desprecio. Aquella manera de expresarse parecía más bien el balbuceo de un imbécil. Clifford ya ni siquiera sabía de qué hablaba.
—Oh, no cambiaría en nada mis sentimientos hacia ti —dijo con un cierto sarcasmo.
—¡Eso es! —dijo él—. ¡Eso es lo importante! En ese caso no me importa en absoluto. Quiero decir que sería una maravilla tener un niño corriendo por la casa, y saber que se está construyendo un futuro para él. Entonces tendría algo por lo que luchar, y sabría que se trata de tu hijo, ¿no es verdad, querida? Y sería lo mismo que si fuera mío. Porque lo que importa eres tú en esas cosas. Eso ya lo sabes, ¿no es cierto, querida? Yo no cuento para nada, no soy más que un número. Tú eres el gran yo, por lo que se refiere a la vida. Y eso lo sabes, ¿no? Quiero decir, por lo que a mí respecta. Quiero decir que si no es por ti y para ti, yo no soy absolutamente nada. Vivo por ti y por tu futuro. Yo mismo no soy nada.
Connie le escuchaba con un creciente desánimo y repulsión. Aquélla era una de las siniestras verdades a medias que envenenan la existencia humana. ¿Qué hombre sensato se atrevería a decir aquellas cosas a una mujer? Pero los hombres carecen de sentido. ¿Qué hombre con un resquicio de sentido del honor habría echado aquella siniestra carga de responsabilidad ante la vida sobre los hombros de una mujer, para dejarla luego allí, en el vacío?
Y aún más, media hora después Connie oyó a Clifford hablando con la señora Bolton, con una voz excitada e impulsiva, mostrándose con una especie de pasión desapasionada ante la mujer, como si fuera mitad su amante, mitad su madre adoptiva. Y la señora Bolton le estaba vistiendo un traje oscuro, porque había importantes hombres de negocios de visita.
En aquella época Connie creía a veces que iba a morir. Se sentía aplastada por la opresión de las burdas mentiras y la asombrosa crueldad de la estupidez. La extraña eficacia de Clifford para los negocios la aniquilaba en cierto sentido, y su declaración de adoración privada la llenó de pánico. No había nada entre ellos. Ahora ya ni siquiera le tocaba y él nunca la tocaba a ella. Ni siquiera le tomaba la mano y la mantenía tiernamente. No, y justamente porque estaba tan fuera de contacto, la torturaba con aquella declaración de idolatría. Era la crueldad de la impotencia absoluta. Y ella sentía que llegaría a perder la razón o morir.
Se refugiaba en el bosque siempre que le era posible. Una tarde en que estaba perezosamente sentada observando las frías burbujas del manantial en John's Well, el guarda se había acercado a ella.
—Ya me han hecho su llave, excelencia —dijo saludando militarmente y ofreciéndole la llave.
—¡Muchas gracias! —dijo ella asustada.
—La choza no está muy limpia. Espero que no le importe —dijo—. He quitado del medio lo que he podido.
—¡No quería que se hubiera molestado! —dijo ella.
—Oh, no ha sido molestia. Meteré los polluelos en una semana más o menos. Y tendré que ocuparme de ellos por la mañana y por la noche, pero la molestaré lo menos posible.
—No me molesta en absoluto —insistió ella—. Preferiría no ir siquiera a la choza si le voy a estorbar.
La miró con sus ojos azules y despiertos. Parecía amable pero distante. Por lo menos era sano y robusto, aunque pareciera delgado y enfermizo. Parecía molestarle la tos.
—Está usted acatarrado —dijo ella.
—No es nada, un resfriado. La última pulmonía me ha dejado con algo de tos, pero no es nada.
Se mantenía apartado de ella, sin avanzar un paso. Ella empezó a ir a menudo a la choza por la mañana o por la tarde, pero él nunca estaba allí. Era evidente que la evitaba adrede. Quería mantener su propia intimidad.
Había limpiado la choza. Había colocado la mesita y la silla junto a la chimenea; había dejado una pequeña pila de astillas y troncos y retirado lo más posible la herramienta y las trampas, como borrando su presencia. Fuera, junto al claro, había construido un pequeño cobertizo de ramas y paja para abrigar a los faisanes; bajo él estaban las cinco jaulas. Un día, al llegar, vio dos gallinas marrones sentadas alerta y orgullosas en las jaulas, incubando los huevos de faisán, ahuecando el plumaje, altivas y esponjosas, con el calor de la sangre femenina en ebullición. El corazón de Connie dio un vuelco. Ella misma se encontraba tan olvidada y desusada que casi no era una hembra, sino una simple criatura aterrorizada.