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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

El amante de Lady Chatterley (16 page)

BOOK: El amante de Lady Chatterley
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La frase sonaba fuera de lugar, no sabía por qué. Pero la pronunció.

—No, excelencia. La choza es de su excelencia. Las cosas serán como quiera su excelencia, en cualquier momento. Puede usted despedirme cuando quiera con una semana de preaviso. Era sólo que…

—¿Que qué? —preguntó ella desconcertada.

Él se echó el sombrero atrás de una forma extrañamente cómica.

—Sólo que quizás a usted le gustara disfrutar sola de este sitio cuando viniera, sin que yo anduviera estorbando.

—Pero ¿por qué? —dijo ella con enfado—. ¿No es usted un ser humano civilizado? ¿Cree que debo asustarme de usted? ¿Por qué iba a fijarme en usted y en si está aquí o no? ¿Qué importancia tiene?

La miró con una cara resplandeciente de risa malvada.

—Ninguna, excelencia. Absolutamente ninguna importancia —dijo.

—Entonces, ¿por qué? —preguntó ella.

—¿Desea entonces su excelencia que le consiga otra llave?

—¡No, gracias! No la quiero.

—La mandaré hacer de todas maneras. Es mejor tener dos llaves de la cerradura.

—Creo que es usted un insolente —dijo Connie, subida de color y jadeando levemente.

—¡No, no! —dijo él apresuradamente—. ¡No diga usted eso! ¡No, no! No quería decir nada. Sólo pensaba que si usted venía aquí tendría que sacar las cosas, y es un trabajo enorme instalarse en otra parte. Pero si su excelencia no va a fijarse en mí, entonces… la choza es de Sir Clifford y todo se hará como quiera su excelencia, como a su excelencia le guste y desee, siempre que a su excelencia no le importe que yo esté haciendo las cosas que tengo que hacer.

Connie se marchó completamente anonadada. No estaba segura de si la habían insultado y ofendido mortalmente o no. Quizás aquel hombre había querido decir realmente lo que había dicho: que creía que ella prefería no tenerle alrededor. ¡Como si ella hubiera siquiera pensado en ello! Como si pudieran tener alguna importancia él y su estúpida presencia.

Se dirigió a casa dentro de una gran confusión, sin saber qué pensar o qué sentir.

CAPITULO 9

Connie misma se sorprendía de la aversión que sentía hacia Clifford. Y lo que es más, se daba cuenta de que siempre le había disgustado en el fondo. No se trataba de odio: no intervenía en ello la pasión. Era una profunda antipatía física. Casi, le parecía, se había casado con él porque le repelía de una forma secreta, física. Aunque, desde luego, se había casado con él en realidad porque desde un punto de vista mental la atraía y la excitaba. De alguna forma, y a pesar de ella misma, le había parecido su dueño.

Ahora la emoción mental había pasado por el desgaste y la destrucción y sólo le quedaba la conciencia de la aversión física. Emanaba de sus mismas entrañas: y se daba cuenta ahora de que había ido consumiendo su vida.

Se sentía débil e infinitamente abandonada. Deseaba que algo viniera de fuera en su ayuda. Ayuda que de modo ninguno se presentaba. La sociedad era horrible porque estaba loca. La sociedad civilizada es un despropósito. El dinero y el llamado amor son sus dos grandes manías; con el dinero muy a la cabeza. En su inconexa locura el individuo se identifica a sí mismo de esas dos formas: dinero y amor. ¡Michaelis, por ejemplo! Su vida y su actividad eran una simple locura. Su amor era una especie de enajenación.

Lo mismo sucedía con Clifford. ¡Toda aquella palabrería! ¡Todo aquel emborronar páginas! ¡Toda aquella lucha feroz para trepar! Lisa y llanamente locura, cada vez más acentuada; de maníacos.

Connie se sentía agostada por el temor. Pero al menos Clifford estaba trasladando su tiranía de ella a la señora Bolton. Él no lo sabía. Como sucede con tantos locos, su locura podía medirse por las cosas de las que no se daba cuenta; los grandes espacios desiertos de su consciencia.

La señora Bolton era admirable en muchos sentidos. Pero tenía esa extraña especie de mandonería, ese infinito siempre tener razón, que es uno de los signos de locura en la mujer moderna. Pensaba que era absolutamente servil y que vivía para otros. Clifford la fascinaba porque siempre, o muy a menudo, frustraba sus intenciones, como provisto de un instinto más fino. Tenía una voluntad de autoafirmación más refinada, más sutil, que la de ella misma. Y en eso residía su encanto para ella.

Aquél había sido quizás también su encanto para Connie.

—¡Hace un día hermoso! —podía decir la señora Bolton con su voz convincente y acariciadora—. Supongo que disfrutaría usted saliendo a dar una vuelta en la silla, fíjese qué sol.

—¿Sí? ¿Quiere pasarme ese libro, ése, el amarillo? Y pienso que sería mejor sacar de aquí esos jacintos.

—¡Pero si son lindísssimos! —lo decía con la «ese» alargada así: ¡lindíssimos!—. Y el perfume es una maravilla.

—Es el perfume lo que no me gusta —decía él—. Es un poco fúnebre.

—¿Usted cree? —exclamaba ella sorprendida, como ofendiéndose, pero impresionada.

Y se llevaba los jacintos de la habitación, afectada por tan exquisita delicadeza.

—¿Desea que le afeite hoy, o preferiría hacerlo usted mismo?

Siempre la misma voz, suave, acariciante, servil y sin embargo autoritaria.

—No lo sé. ¿No le importa esperar un poco? La llamaré cuando esté listo.

—Muy bien, Sir Clifford —contestaba ella, siempre tan suave y tan obediente, mientras se retiraba en silencio.

Pero cualquier signo de rechazo no hacía más que reforzar su voluntad.

Cuando la llamaba, después de un tiempo, ella aparecía inmediatamente y él decía:

—Creo que sería mejor que hoy me afeitara usted. Su corazón daba un pequeño vuelco y contestaba con una suavidad especial:

—¡Muy bien, Sir Clifford!

Era muy hábil, ligera, volátil, algo lenta. Al principio a él le desagradaba el contacto infinitamente suave de sus dedos sobre la cara. Pero ahora empezaba a gustarle con una creciente voluptuosidad. Hacía que le afeitara casi cada día: con su cara cerca de la suya, y sus ojos tan concentrados en el esfuerzo de hacerlo bien. Gradualmente las puntas de sus dedos llegaron a conocer perfectamente sus mejillas y labios, sus mandíbulas, barbilla y cuello. Estaba bien alimentado y terso; su cara y su cuello eran bastante hermosos; un caballero.

También ella era hermosa, pálida, de cara un tanto alargada y absolutamente serena, de ojos brillantes pero reservados. Gradualmente, con una suavidad infinita, con amor casi, le sujetaba del cuello y él se entregaba.

Era ella quien hacía ahora casi todo lo que él necesitaba, y él se sentía más a gusto con ella, menos avergonzado de aceptar su ayuda cotidiana, que con Connie.

A ella le gustaba manejarle. Le encantaba tener su cuerpo a su cargo, absolutamente, hasta en los cuidados más humildes. Un día le dijo a Connie:

—Todos los hombres son como niños cuando se llega hasta el fondo. Sí, he tenido a mi cargo a algunos de los hombres más duros que hayan bajado al pozo de Tevershall. Pero basta que algo les duela y que te necesiten para que se conviertan en niños, niños grandes. ¡No hay mucha diferencia entre ellos!

Al principio la señora Bolton había pensado que existía una diferencia en el caso de un caballero, un caballero de verdad, como Sir Clifford. Y así Clifford había jugado con aquella ventaja sobre ella al principio. Pero poco a poco, a medida que ella le había ido llegando al fondo, por usar sus propias palabras, fue descubriendo que era como los demás, un niño que había crecido hasta llegar a las proporciones de un hombre: pero un niño de mal humor y buenos modales, con el poder en sus manos y todo tipo de extraños conocimientos que ella nunca había soñado que existieran y con los que todavía podía apabullarla.

A veces Connie sentía la tentación de decirle:

—¡Por Dios, no te dejes dominar tan terriblemente por esa mujer!

Pero a la larga se daba cuenta de que él ya no le importaba tanto como para decírselo.

Seguían teniendo la costumbre de pasar juntos las últimas horas del día, hasta las diez. Hablaban, leían juntos o repasaban lo que estaba escribiendo. Pero ya no había ninguna emoción en ello. Sus escritos la aburrían. Pero ella seguía pasándoselos a máquina, aunque con el tiempo la señora Bolton se ocuparía incluso de aquello.

Porque Connie le había sugerido que aprendiera a escribir a máquina. Y la señora Bolton, siempre dispuesta, había comenzado inmediatamente y practicaba con asiduidad. De modo que ahora Clifford le dictaba de vez en cuando una carta y ella la copiaba, lentamente pero sin faltas. Él tenía una gran paciencia, deletreaba las palabras difíciles o las frases ocasionales en francés. Para ella era tan emocionante que casi se convertía en un placer irla enseñando.

Connie a veces se quejaba de dolor de cabeza como excusa para retirarse a su habitación después de la cena.

—Quizás la señora Bolton pueda jugar al piquet contigo —le dijo a Clifford.

—Oh, no te preocupes. Vete a tu habitación y descansa, querida.

Pero no había acabado de irse cuando ya estaba llamando a la señora Bolton para decirle que jugara con él una partida de
piquet, bezique
o incluso de ajedrez. Le había enseñado todos aquellos juegos. Y a Connie le parecía curiosamente rechazable ver a la señora Bolton, ruborosa y temblando como una niña, tocando una reina o un rey con los dedos inseguros y retirando la mano de nuevo, mientras Clifford sonreía levemente con una superioridad medio en broma y decía:

—¡Tiene que decir usted
j'adoube
!

Ella le miraba con los ojos brillantes y sorprendidos y luego murmuraba tímida y obediente:


¡J´adoube!

Sí, la estaba educando. Aquello le divertía y le daba una sensación de fuerza. Y ella estaba emocionada. Estaba llegando poco a poco a poseer todos los conocimientos de la aristocracia, todo lo que les convertía en clase alta: aparte del dinero. Aquello la encantaba. Y al mismo tiempo estaba haciendo que él deseara tenerla allí haciéndole compañía. Era un halago sutil y profundo para él; el auténtico encanto que emanaba de ella.

Para Connie, Clifford parecía estarse manifestando bajo su verdadero aspecto: algo vulgar, algo común y falto de inspiración; más bien gordete. Los trucos de Ivy Bolton y su humilde autoritarismo eran también demasiado evidentes. Pero Connie se maravillaba de la auténtica emoción que Clifford producía en aquella mujer. Decir que estaba enamorada de él no hubiera sido exacto. Estaba deslumbrada por el contacto con un hombre de clase alta, aquel caballero con título, aquel autor que podía escribir libros y poemas y cuya foto aparecía en la prensa ilustrada. Aquello despertaba en ella una extraña pasión. Y el que la estuviera «educando» despertaba en ella una apasionada emoción y una reacción mucho más profunda que cualquier relación amorosa. En realidad el hecho mismo de la imposibilidad de una relación amorosa la dejaba libre para vibrar hasta la médula con aquella otra pasión, la pasión específica de saber, saber como él sabía.

No cabía duda alguna de que la mujer estaba de alguna forma enamorada de él: demos la fuerza que demos a la palabra amor. Su aspecto era hermoso y joven y sus ojos grises eran a veces maravillosos. Al mismo tiempo había en ella una satisfacción sosegada y latente, casi triunfante e íntima. ¡Uff, aquella satisfacción íntima! ¡Cómo la despreciaba Connie!

¡Pero no era extraño que Clifford se hubiera dejado atrapar por la mujer! Ella le adoraba absolutamente, de forma constante, y se ponía absolutamente a su servicio para que hiciera con ella lo que quisiera. ¡No era extraño que se sintiera halagado!

Connie escuchaba largas conversaciones entre los dos. Aunque más bien era la señora Bolton la que hablaba siempre. Ella había sacado a la palestra la larga cadena de cotilleo sobre el pueblo de Tevershall. Era más que cotilleo. Eran la señora Gaskell, George Eliot y la señorita Mitford en una sola persona, con muchas otras cosas que aquellas mujeres se habían dejado en el tintero. Una vez que empezaba a hablar, la señora Bolton era mejor que cualquier libro sobre la vida de la gente. Los conocía a todos tan íntimamente y sentía un interés tan ardiente y tan peculiar por todos sus asuntos, que era maravilloso escucharla, si bien algo humillante. Al principio no se había atrevido a "pasar lista a Tevershall», como ella decía, ante Clifford. Pero una vez que hubo comenzado siguió adelante. Clifford escuchaba en busca de «material» y lo encontró en abundancia. Connie se dio cuenta de que su supuesto genio no era más que eso: un notable talento para la murmuración, inteligente y aparentemente desinteresado. La señora Bolton, desde luego, era muy explícita cuando "pasaba lista a Tevershall». De hecho se entusiasmaba. Y era maravilloso las cosas que sucedían y todo lo que ella sabía al respecto. Podría haber llenado docenas de volúmenes.

A Connie le fascinaba escucharla. Pero luego se sentía algo avergonzada. No debería escuchar con aquella extraña y ávida curiosidad. Después de todo, uno puede escuchar las cosas más íntimas de otra gente, pero siempre con un espíritu de respeto hacia esa cosa convulsiva y apaleada que es cualquier alma humana, y con un espíritu de simpatía delicada y personal. Porque incluso la sátira es una forma de simpatía. Es la forma en que nuestra simpatía fluye y refluye lo que realmente determina nuestras vidas. En esto reside la enorme importancia de la novela cuando el tratamiento es el adecuado. Puede informarnos y trasladar a nuevos lugares el curso de nuestra consciencia solidaria, o puede hacer que nuestra simpatía se repliegue como rechazo a las cosas que han muerto. Por eso la novela, con un tratamiento adecuado, puede poner al descubierto los recovecos más secretos de la vida: porque son los lugares pasionalmente secretos de la vida, por encima de todo, los que la marea de la conciencia sensible debe cubrir y dejar al descubierto, limpiar y refrescar.

Pero la novela, como el cotilleo, puede también excitar simpatías y rechazos ilícitos, mecánicos y letales para la mente. La novela puede glorificar los sentimientos más corrompidos, siempre que sean convencionalmente «puros». En ese caso la novela, como la maledicencia, acaba estando viciada y, como la maledicencia, tanto más viciada en cuanto que siempre está de modo ostensible del lado de los ángeles. El cotilleo de la señora Bolton siempre estaba del lado de los ángeles. «Él era un hombre tan malo, y ella una mujer tan buena.» Mientras que, como Connie podía ver, incluso deduciéndolo de las habladurías de la señora Bolton, la mujer había sido simplemente una bocazas y el hombre un bruto honesto. Pero la brutalidad honesta le convertía en un «hombre malo», y la charlatanería la hacía a ella una «buena mujer» en la forma convencional y viciada que la señora Bolton tenía de canalizar sus simpatías.

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